𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟽
Merchant, 22 de agosto de 1888
Al volver a casa, Theodore se sintió obligado a apurar su ritmo y regresar al mismo estado agitado en que se encontraba antes de partir. Tan solo pasó un puñado de horas con su familia y se fue a la imprenta, a informarse sobre todo lo que había ocurrido en su ausencia.
Según lo que sus funcionarios le contaron, Thomas Morsen había nombrado al Teniente Howard Stewart —un reconocido mercenario y asesino uniformado— como "supervisor regional" de Merchant. Este era un cargo que el alcalde había inventado apenas para excusar su persecución obsesiva de los manifestantes y de las minorías de la zona.
Stewart ya había capturado unos cuantos caciques Dhaoríes, Onasinos, Ladrones, e incluso Asesinas, y parecía determinado en atrapar a Frankie Laguna y sus colegas a toda costa. Esto aumentó la tensión en el puerto, amplió las divisas sociales aún más, y dejó en evidencia la gran posibilidad de que una guerra estallara entre sus habitantes.
—El director del Hermes fue asesinado la semana pasada —un miembro de su equipo de periodistas comentó, cruzando los brazos.
—Y el editor del Almanaque del Granjero está al borde de la muerte. Le dispararon a quemarropa en la salida del teatro Odeón —otro redactor añadió en seguida.
—Dios santo... —El señor Gauvain respiró hondo, perplejo. Conocía a ambos hombres a años y pese a no considerarse un "amigo" de ninguno de los dos, sí los reconocía como colegas de profesión respetablese importantes—. Esto es una cacería entonces.
—Así es... Stewart y sus sabuesos están ejecutando a todos aquellos que se atrevan a hablar sobre Morsen en un tono negativo, o crítico.
—Hasta gente de su propio sector político. Como se llamaba ese banquero que murió hace poco...
—¿Casimir Grenoir?
—¡Ese mismo!... Fue asesinado por negarse a hacer negocios con la empresa del hermano de Morsen. Los del Diario Oficial de la Nación dijeron que fue un suicidio, pero ¿quién carajos se mata con una escopeta?
—Fue una ejecución, de eso no hay duda.
Mientras sus funcionarios seguían charlando entre ellos, Theodore caminó de un lado a otro con una expresión recelosa, antes de detenerse y anunciar:
—Tendré que hablar con Frankie sobre esto —Se giró hacia ellos—. No quiero que ninguno de ustedes se una a la lista de muertos, así que intenten ser lo más discretos posible mientras escriban... Quiero contar la verdad sobre la gestión de Morsen, pero perder a más trabajadores está fuera de cuestión. Así que, por mientras, tomemos un descanso de discutir temas controversiales, al menos hasta que la situación se vuelva un poco más controlada.
—¿Quieres que nos censuremos?
—Por el momento, sí.
—Pero señor, la Gaceta se destaca por su sinceridad.
—No pido que mientan, apenas que... omitan información —Se encogió de hombros—. Por ahora, esto es.
—No puedo creer en lo que dice...
—¿Quieren morir?—Theodore indagó, frustrado.
Al no recibir una respuesta sacudió la cabeza, respiró hondo y dejó la sala de redacción, a contemplar cuál sería el mejor camino a seguir. Luego de deambular por el edificio sin dirección fija, entró a su despacho y se sentó en su escritorio. Para relajarse sacó su pipa, su cajita de tabaco y se puso a fumar. Raramente lo hacía, pero por su estrés, se dio el lujo.
Había dos decisiones que podría tomar en el momento; continuar con sus ataques intelectuales al alcalde y perder su vida, la de sus trabajadores, y arriesgar la de su propia familia, o continuar con su ofensiva pese al peligro, hacer bien su trabajo e informar al público sobre todas sus mentiras. Esto hacía evidente que el verdadero conflicto no era entre él y Morsen, sino entre su comodidad y su moral.
¿Sería ético, como periodista, ocultar todos los problemas que veía a fin de permanecer seguro y de proteger su bienestar? Al mismo tiempo, ¿sería lógico, confrontar a un enemigo imposible de vencer?
Soltó una nube de humo de su boca y se reclinó en su silla. Aún sentía la cabeza degollada del capitán Garter —que había recibido unos días atrás—, mirándolo desde la mesa, pese a ya haber sido retirada y enterrada en algún lugar olvidado de Merchant. Por eso, evitaba concentrase en el mueble, manteniendo sus ojos fijos en la pared a su frente.
—¿Señor Gauvain? —Uno de sus empleados de la línea de producción, encargado del segundo linotipo, lo despertó de sus atormentadas contemplaciones al aparecer en la puerta—. Hay un grupo de niños afuera que dijeron fueron invitados por usted.
—¡Ah! Así es —concordó, bajando la pipa—. Lo fueron. Tráigalos aquí de inmediato —El confundido funcionario asintió y regresó minutos más tarde, junto a la pequeña pandilla. Antes de dejarlo ir de una vez por todas, Theodore le exigió: —Busque a Henry por mí, por favor. Dígale que venga también.
—Sí, señor. Con permiso.
Al ver al linotipista abandonar el recinto otra vez, el periodista le hizo una seña a los niños para que se sentaran donde quisieran.
—Me alegra bastante que hayan venido... ¿Cómo fue su viaje de Hurepoix a Merchant?
—Casi nos atrapó el Yeti —el pelirrojo del grupo comentó.
—"Yeti"?
—El teniente Stewart.
—¿Y por qué lo llaman así? —Theodore no evitó su curiosidad.
—Es por el abrigo de piel que viste... —Raoul Breslow, el líder de todos, respondió—. Bajo la nieve lo hace parecer el Yeti.
—Su altura tampoco ayuda.
—Huh... —El periodista se rio con una última calada a su pipa, a la que terminó dejando a un lado—. Me gusta ese apodo. Lo tendré en mente para el próximo artículo que escriba —Abrió el cajón de su escritorio y recogió unos documentos que su hermano le había separado—. ¿Alguno de ustedes fue herido en la travesía?
—No, por suerte no. Todos escapamos sanos y salvos —Raoul se quitó su boina—. Llegamos aquí ayer.
—¿Y dónde se están quedando?
—En Romero.
—¿Qué parte de Romero? —Theodore presionó por una respuesta.
—En un edificio abandonado, cerca del puerto.
—No, no se quedarán ahí. Es muy peligroso... Voy a conseguirles un lugar mejor hoy mismo —les prometió—. ¿Se acuerdan lo que discutimos en Hurepoix?
—Sí, usted nos daría trabajos como repartidores.
—Eso mismo. Y cumplí con lo jurado; aquí están sus contratos —Levantó la pila de documentos con una sonrisa fugaz—. ¿Alguno de ustedes sabe leer? —Nadie contestó, a excepción de Raoul. Él hizo una nota mental de encontrarles una escuela, además de un hogar—. De acuerdo... aquí dice, en pocas palabras, que mientras trabajen para mí no podrán trabajar para nadie más. Es parte de mi razón para pagar sueldos tan altos, quiero que mis empleados sean míos, y míos apenas. ¿Alguien tiene un problema con eso?
—¿Qué pasa si nos queremos ir de aquí? —el rubio cuestionó—. ¿Cómo nos deshacemos de ese contrato?
—Deben renunciar formalmente. O sea, deben venir aquí y decírmelo. Así yo contacto a mi notario personal y prosigo con la burocracia correspondiente para desconectarlos de la imprenta.
—¿Burocracia?
—Papeleo. Cosas legales —Theodore le pasó uno de los contratos al chico—. No les exijo que firmen estos papeles ahora. Si aceptan trabajar para mí, les daré un período de prueba. Una semana de servicio y después se deciden si se quedan o se van. Pero —Alzó un dedo al aire, queriendo resaltar su punto—, sería bueno, en su caso, que resolviéramos esto ahora.
—¿Por qué?
—Porque la policía está detrás de ustedes y si los encuentran, sin documentos, sin trabajo formal y sin guardianes legales, serán devueltos al orfanato del que huyeron —Entregó las demás hojas a los otros niños y niñas—. Si lo firman ahora, serán funcionarios míos. Y, según las leyes de la región, ya no serán considerados "vagos" o "indigentes". Serán trabajadores. La policía no podrá intervenir en su caso, porque yo me volveré su guardián legal.
—No sabemos escribir —Jacob, el chico pelirrojo, dijo—. ¿Cómo vamos a firmar?
—Eso no es un problema —El periodista abrió su tintero con almohadilla—. Solo tienen que mojar sus dedos ahí y presionarlos en el borde inferior de su contrato. Su huella servirá como firma.
Raoul y su mejor amigo se miraron con cierta desconfianza. Theodore entendía su temor, pero no podía saltarse los protocolos y reglamentos administrativos que a años regían su establecimiento. No sería justo con sus viejos funcionarios, ni con los nuevos.
—¿Señor Gauvain? —La voz de Henry le puso un fin al incómodo silencio en el despacho e hizo a todos llevar la vista hacia él—. Paul me dijo que usted me estaba llamando...
—Así es, entra —Le hizo una seña—. Niños, les presento a Henry Goldenberg, quien será su supervisor si es que aceptan trabajar como repartidores...
—¿Supervisor? —El chico en cuestión vio a su jefe guiñarle un ojo—. Ah... Claro, señor. Supervisor —Observó a los novatos—. Hola.
—Henry ha trabajado para mí desde sus siete años. Es mi empleado más joven. A cada tres meses debe firmar el mismo contrato que yo les entregué, ya que por ley solo podré contratarlo como un funcionario permanente cuando cumpla los trece. Por ahora, es un funcionario temporal.
—¿O sea que, si firmamos, el acuerdo sería algo temporal? —una niña preguntó.
—Precisamente. Mientras no cumplan los trece, todos ustedes tendrían que hacer lo mismo que él; renovar su contrato a cada tres meses. Si se quieren ir luego de eso, pueden. Y no tendrán que renunciar formalmente, porque, como ya dije, el contrato dejaría de ser válido luego de ese período —aquella explicación pareció calmar un poco a los más aprensivos, haciéndolos acercarse más a la mesa del periodista.
—Y el sueldo?
—Diez chelines y seis peniques por semana, tal como prometí en Hurepoix.
Raoul miró a Henry.
—¿Alguna vez dejó de pagarte?
—No que me acuerde —él respondió. —No, espera... el año pasado hubo una nevada y no me pagó el viernes porque el banco cerró. Pero lo hizo el lunes, así no fue tan malo.
Aquella afirmación no convenció del todo a los huérfanos más viejos, pero sí a una de sus amigas más pequeñas, quien avanzó hacia la mesa, mojó su dedo índice en el tintero y lo presionó contra su contrato con apuro.
—¡Jo!
—¡Dijimos que íbamos a tomar decisiones como equipo!
—Se estaban demorando mucho —Ella le entregó el documento a Theodore—. Aquí está, señor.
Gracias a su coraje, sus demás camaradas le copiaron el gesto —a excepción claro, de los niños más viejos: el rubio y el pelirrojo—.
—Ah, sí... me acordé de algo —el periodista se dirigió al colorín, con un semblante entusiasmado—. Tú eres Jacob, ¿no es cierto?... ¿Jacob Thornbolt?
—Sí.
—¿Y tu hermano se llamaba Leopold? —Vio al niño asentir—. Pues te tengo noticias sobre él...
—¿Noticias?
—Mientras yo aún estaba en Hurepoix, le escribí a un amigo mío y le pedí que lo buscara por la ciudad... Por suerte, y creo yo que también por intervención divina, él lo conocía.
El chico abrió los ojos con sumo asombro.
—¿Usted encontró a Leo?
El director asintió.
—Su hermano es dueño de un almacén con el que la Gaceta trabaja, que se llama Thornbolt. Por ese apellido logramos hallarlo.
—¿Y dónde está?
—En la calle Brooks, número 102. Henry te puede acompañar allá después que terminemos esta conversación, queda apenas a unas cuadras de distancia de aquí. ¿No es así, Henry?
—Sí, señor.
Jacob entonces no fue capaz de continuar resistiéndose a la oferta de Theodore. Murmurando un pequeño "lo siento", dejó el lado de Raoul y marcó su huella en su contrato, entregándolo a su empleador.
—¿Comenzamos a trabajar ahora? —la chica que había cambiado la opinión general preguntó segundos después, entrelazando sus dedos por detrás de su espalda.
—Hoy no, mañana. Pueden quedarse por aquí si es que quieren, para ver cómo funciona la imprenta, pero si no, son libres de irse.
—Nos quedaremos por aquí —ella respondió por el resto, antes de sonreír, despedirse y salir de la habitación junto a los demás.
Raoul se quedó de pie en el mismo lugar, como un convicto mirando a su pasaporte amarillo. El miedo y la aprensión que sentía sobre su futuro era bastante evidente, no solo por sus ojos oscurecidos y sus cejas arqueadas, pero también por su actitud austera, inflexible.
—¿Por qué nos quiere ayudar?
—Ya te expliqué...
—No, debe haber algo más. Siempre lo hay —el rubio interrumpió al periodista, subiendo la vista—. ¿Qué quiere con esto?
Theodore le hizo una seña para que se sentara. Recogió su pipa, cambió el tabaco y la volvió a prender.
—¿No te conté mi historia de vida completa, cierto? —Soltó una bocanada de humo.
—No... no me dijo mucho al respecto.
—Pues... —El hombre frunció el ceño—, no siempre fui rico. O importante. Mi padre me dejó cuando tenía seis. Mi madre trabajó hasta la muerte para asegurar que yo y mis hermanos tuviéramos un hogar... y ellos fueron deshollinadores por años, mientras yo estudiaba. Sé que no lo parece, pero conozco la miseria... y no me gusta ver a nadie más hundido en ella. Especialmente niños —Su vulnerabilidad deshizo parte de la hostilidad de su acompañante—. Sé que temes firmar ese contrato y estar preso a esta imprenta por el resto de tus días. Pero no lo estarás. Pregúntale a Henry. Si no te gusta el servicio, en tres meses puedes irte, sin rellenar ningún papeleo. Esta oferta no es una cadena, es una soga de rescate. De verdad quiero ayudarlos a tener una vida mejor. No hay precios a pagar, o condiciones que cumplir. Es solo una oferta de trabajo, no una condena de esclavitud perpetua.
Raoul dejó el contrato sobre su mesa, ojeó el tintero con cierto recelo y preguntó:
—Si nos encuentra la policía, ¿está usted seguro que esto nos salvaría de ser detenidos?
—Si trabajan para mí, son miembros productivos de la sociedad. Ya no serán llamados de "vagos" por la ley. Así que... sí. Estarán a salvo.
El chico, luego de un momento de ponderación, mojó su pulgar y lo presionó contra la hoja, más por necesidad que por gusto.
—No quiero volver al orfanato —fue lo último que le dijo antes de voltearse e irse, dejando al periodista atrás a pensar en la melancolía de su tono, en el miedo en su voz.
Conmocionado por la interacción, él cerró su caja de tabaco, la guardó en su abrigo y dejó su despacho, a observar con ojos cansados el ir y venir de su fábrica. Luego de algunos minutos le hizo una seña a Henry y le ordenó que se acercara. Le instruyó que comprase unas bicicletas para sus nuevos repartidores, así como bolsos de paño nuevos para el oficio. Para realizar la faena, le entregó una suma considerable de dinero, confiando plenamente en su honestidad y en su carácter. Sabía que el niño no huiría con los billetes y que tampoco lo gastaría en banalidades (Pero, aun así, le dio permiso para que se comprara unos dulces si es que le restaba cambio). Dicho y hecho, él volvió al edificio junto a un asistente de la tienda de bicicletas, trayendo consigo todos los vehículos que había adquirido.
—Ahora basta saber si lograrán pedalear —Bernard, que había salido a la calle a resolver unos asuntos, comentó al regresar y ver las bicicletas.
—Aprenderán —Theodore respondió, exhalando el humo de su pipa, a la que había prendido de nuevo.
—¿Cómo te fue en tu viaje?
—Lo disfruté bastante. Hurepoix es una ciudad mágica.
—Solo tú dirías algo así sobre ese vejestorio —Su hermano mayor se rio—. ¿Ya sabes lo que Morsen ha estado haciendo en tu ausencia, asumo? Para que te veas tan taciturno y pensativo, digo...
—Me enteré así que llegué —El periodista se quitó la pipa de los labios.
—¿Y? ¿Qué harás ahora?
—Hablaré con Frankfurt —Cruzó sus brazos—. Y para tu alivio, y el de Helen... dejaré de provocar al alcalde, por el momento.
—¿Por el momento?
—Estoy trabajando en un reportaje más extenso, para el próximo mes, que no tiene nada que ver con Morsen —Vio a su hermano abrir la boca para reprocharlo, pero no lo dejó hablar—. Y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión sobre publicarlo, ya te lo digo por adelantado... Es algo que le debo a Raoul.
—¿Raoul? —La molestia de Bernard se transformó en tristeza.
—Una amiga me hizo pensar sobre su encierro, sobre su vida... y sobre como él no era el único exiliado social de esta nación. Hay centenas, miles de personas presas en hospicios, hospitales, manicomios, que son completamente olvidadas por sus familias, por el mundo... Quiero saber qué piensan, cómo viven, qué los llevó a estar ahí. Quiero que todos miren a su sufrimiento y lo reconozcan, en vez de voltear el rostro e ignorarlo.
—No puedes hacer eso —Su advertencia lo hizo reír—. Esto no es chistoso, Theodore. Podrías acabar con tu carrera de una vez por todas al exponer...
—Siempre dices eso y las ventas siempre suben.
—¿Y por eso quieres escribir algo así? ¿Por el dinero?
—Claro que no. No retuerzas mis palabras. Lo quiero hacer para inmortalizar la memoria de nuestro hermano, quien murió solo, sin su sanidad, y sin una pizca de felicidad en su corazón.
—Amar a Raoul no es excusa para pegarte un tiro en el propio pie. Si tus lectores se enteran que tuvimos a un pariente en Val-de Rose...
—No voy a seguir discutiendo esto contigo —Theodore se apartó—. El reportaje saldrá, lo quieras o no.
—A veces pienso que tal vez eras tú al que deberíamos haber internado.
El menor de los dos hombres detuvo sus pasos y se volteó a mirar al más viejo, furioso.
—¿Siquiera piensas en lo que dices antes de hablar?
—Lo hago. Esto es un error y lo sabes.
El periodista levantó la mano con la que sujetaba su pipa y le apuntó su hermano al rostro.
—Solo no te despido aquí y ahora por consideración a Régine y los niños.
Bernard, sabiendo que había cruzado una línea, desvió la mirada y lo dejó irse a deambular por la imprenta, decidido a no dirigirle la palabra por el resto del día.
---
Frankfurt vino a visitar al señor Gauvain al final de la tarde, queriendo hablar sobre negocios. Necesitaba usar el edificio en el fin de semana, para imprimir unos panfletos políticos en apoyo a la causa de León Delescluze —un sindicalista de Brookmount que a un tiempo atrás había disputado el puesto de Ministro de Justicia con Claude Chassier—. El tema de los panfletos sería la creación del Código Laboral Nacional —prometido por el actual ministro en cuestión— y la demanda que las horas de trabajo de la clase obrera fueran reducidas a cuarenta y cinco, con un tope máximo de diez horas diarias. Theodore era a favor de la causa, y por lo tanto no se opuso en ayudar al Ladrón.
Pero también aprovechó su presencia para hablarle sobre la ofensiva gubernamental, sistemática a la prensa, sobre la censura de Thomas Morsen y la posibilidad de que su negocio fuera atacado otra vez por los mercenarios por él empleados.
—No te mentiré, la situación en esta ciudad es delicada —el comandante dijo, cruzando los brazos—. Pero tengo datos desde la Casa de Gobierno. Me aseguran que el sabueso de Morsen, el teniente Stewart, no se quedará aquí en Merchant por mucho tiempo. Al parecer, lo transferirán a Isla Negra. El nuevo director de la prisión necesita un asistente y secretario; él es la mejor opción.
—¿Y quién es? ¿El nuevo director?
—¿No lo sabes? Pero si ya es noticia de ayer.
—Estaba de vacaciones, no me enteré.
—Es Aurelio Carrezio.
Theodore levantó las cejas.
—¿El mayor Carrezio? ¿El veterano del ejército revolucionario?
—Él mismo. Ha sido el director interino de la prisión por algunos meses, pero ahora se ha convertido en el director fijo... y estoy seguro de que él fue quién ejecutó a esos prisioneros que encontraste congelados en la isla del faro.
—Eso haría sentido. Peor que ese hombre solo es el Teniente Coronel Peter Chassier —el señor Gauvain le concedió, asombrado por la noticia.
Él podía afirmar esto con toda convicción, ya que había visto a dichos militares luchando en la batalla del río rojo, en el fin de la guerra de independencia. Desde la ventana de su casa, mientras sus vecinos gritaban, las balas golpeaban las paredes de su hogar y bolas de cañón volaban el terreno a su alrededor, había observado la barbarie, fascinado y horrorizado por el caos. Su madre lo había jalado hacia abajo en determinado momento, diciéndole que se quedara pegado al suelo para evitar ser herido, pero para entonces él ya había visto todo el inicio del conflicto y memorizado para siempre el tiroteo que precedió el combate cuerpo a cuerpo.
—Muy cierto —Frankie concordó con su afirmación, tan pensativo y serio como él—. Y pensar que renombraron la calle Hudson por Chassier... Por un asesino sin escrúpulos que juró luchar por la libertad y por el fin de la esclavitud, pero al final acabó matando a un centenar de negros e indígenas sin real necesidad para hacerlo —Sacudió la cabeza—. Este país es una vergüenza.
—Hablando de ello... —Al percibir su tensión, el periodista decidió cambiar de tema. No quería seguir pensando en la guerra—. Yo... quisiera pedirte un favor. Si es que puedes ayudar.
—Diga.
—No sé si es un rumor, o una leyenda urbana, o simplemente un chisme, pero... ¿es cierto que la Hermandad provee ayuda financiera a las escuelas aquí del puerto?
Frankie, tomado de sorpresa por la pregunta, relajó su postura y se volvió menos austero.
—Sí... ¿por qué?
—Porque contraté a un grupo de niños hoy... huérfanos, que venían huyendo de la policía y estaban desesperados para conseguirse un trabajo —Theodore jugó con su anillo de matrimonio, nervioso—, y pienso, o mejor, sé que ellos necesitan una educación formal. Quiero que sepan al menos lo básico para sobrevivir. Estoy dispuesto a encargarme de los gastos, pero...
—¿Cuántos años tienen? —el comandante lo cortó.
—Entre cinco a doce.
—Por Dios... ¿y los contrataste?
—Era lo único que podía hacer para asegurarme de que no podrían ser detenidos por la policía y devueltos a sus orfanatos.
—Ah... de acuerdo. Ahora lo entiendo. Pero... —El Ladrón respiró hondo, molesto—, son demasiado jóvenes.
—Lo sé —El señor Gauvain asintió, compartiendo su indignación—. Quisiera poder hacer más por ellos, pero mis manos están atadas. No tengo muchas alternativas de cómo ayudarlos. Lo que sí tengo es un plan para intentarlo. Quiero poner a los más pequeños en alguna guardería comunitaria durante todo el día y a los mayores en una clase por la tarde. Así pueden trabajar aquí, ganar un sueldo digno, comprar lo que necesitan para vivir y ser educados a la vez. Es lo mejor que puedo hacer por ahora. Al menos, lo mejor que puedo hacer sin el apoyo de la Ley.
El visitante, pensando en su explicación, sacudió la cabeza un par de veces, sabiendo que Theodore estaba diciendo la verdad; su ayuda era demasiado pequeña para ser sustancial. Pero la de él podría ser clave.
—No te preocupes por los gastos de la guardería y de la escuela, la Hermandad se encargará de ello —Frankie lo calmó—. Solo necesito la lista de los niños que empleaste con sus nombres y su edad, así puedo matricularlos hoy mismo.
—¿Hablas en serio?
—Nunca bromeo, no cuando se habla de almas inocentes. Merecen tener una vida digna.
—Yo... —El periodista suspiró, aliviado—. No sé cómo agradecerte.
—Solo sigue escribiendo contra Morsen —el Ladrón exigió—. No dejes que ese desgraciado de intimide. Te estamos protegiendo, destrúyelo mientras puedas.
—Pero las muertes...
—Todos los que han muerto no estaban afiliados a la Hermandad —insistió—. Tú lo estás. Nadie te hará daño. Sigue destruyéndolo y nosotros nos haremos cargo de esos niños.
---
Llegar a casa luego de un día de trabajo tan exigente y acelerado fue un alivio tremendo para Theodore, pero también conllevó ciertos problemas, siendo el principal su necesidad de contarle a Helen sobre su nuevo reportaje, que sería relatar la vida y muerte de pacientes de hospitales psiquiátricos en todo el país.
Estaba listo para comenzar la investigación, pero quería que ella supiera sobre su existencia de antemano, para evitar futuras discusiones. La reacción de Bernard al proyecto había sido pésima, así que no se esperaba que la suya fuera mucho mejor. Pero estaba preparado para todo.
—¿Y entonces? —Él cruzó los brazos, listo para hacer frente a su furia.
Ella, sentada frente a su escritorio, apenas pestañeó un par de veces, respiró hondo y se encogió de hombros.
—Hazlo.
—¿Qué? —No logró esconder su sorpresa—. ¿Estás de acuerdo?
—¿Quieres hacer esto por Raoul o no? —Helen indagó, y lo vio asentir—. Entonces sí... estoy de acuerdo. Hazlo.
—Vaya... pensé que te resistirías más.
—Pues pensaste mal —la dama contestó, con un tono sereno y triste—. Si es por él, para preservar su memoria y su legado... adelante. Tienes mi bendición para escribir lo que sea, mientras no lo desprecies ni lo degrades...
—Nunca. No sería capaz de hacerlo.
—Eso espero.
Theodore, absorto por su apoyo y por su sensible respuesta, se hundió contra su silla, dejó que su boca se entreabriera y la admiró en silencio, por algunos segundos. Algo había cambiado en la Helen que tenía a su frente. Ya no era la misma a la que había dejado sola en aquella casa, antes de viajar. Su semblante relajado, mirada inofensiva, y actitud gentil no encajaban con la vieja señora Gauvain, siempre calculista, hostil y fría. Aquellas recientes características le recordaban más a la muchacha joven, carismática y amorosa de la que se había enamorado, que a la mujer con la que se casó.
—Agradezco tu apoyo, más de lo que crees —Decidió bajar la guardia y hablarle con una inflexión más cariñosa, queriendo reforzar su aprecio—. Pero confieso que este reportaje va más allá de un intento de preservar la memoria de Raoul. Es un pedido de disculpas para él —Añadir esta revelación hizo a Helen mirarlo a los ojos, con una expresión luctuosa. Y él, pese a su vergüenza y su remordimiento propio, mantuvo este contacto visual mientras hablaba: —Nunca lo fuimos a visitar. Yo le escribí muy pocas veces. Y él murió solo, entre las arañas y las ratas, sin nadie a su lado... Se ahorcó, para escapar de su tormento interno, de su falta de cariño y de amor por nuestra parte. Tengo muchos arrepentimientos respecto a eso. Y sé que su caso no es único. Por ello, quiero generar consciencia sobre este tipo de situación. Para que no se vuelva a repetir con nadie más. Y si puedo motivar a que al menos una familia mantenga contacto directo con uno de sus miembros hospitalizados, mi labor habrá valido la pena.
Helen se inclinó adelante, frunciendo el ceño.
—Pero sabes que no fue tu culpa, ¿cierto? Él ya no podía vivir en sociedad...
—Pero no por eso merecía ser ignorado por todos. No merecía ser ignorado por mí —Su voz se partió y sus ojos se vidriaron, dejando claro su culpa.
—Lo sé —Ella retrocedió—. Sé que no lo merecía.
La quietud volvió a comandar sus alrededores. Meros segundos se pasaron desde el fin de la conversación y las velas del candelabro cercano a la puerta se apagaron. La inexplicable ráfaga de viento hizo a Theodore levantar una ceja y a su esposa voltear la cabeza, curiosa.
—¿Otra vez? —ella se quejó—. Las velas de esta casa se están apagando solas a días —Se levantó y fue a encender de nuevo las mechas, usando el candelero que iluminaba la mesa de su esposo—. No sé por qué.
—Raro... —Él dejó su pluma a un lado y se alzó sobre sus pies—. ¿Te conté sobre lo que me pasó en Hurepoix, no? ¿En la cabaña? La cabeza de alce que colgaba sobre la chimenea se desplomó, de la nada... y no logré encontrar el clavo hasta ahora. Sin hablar de lo que nos pasó en la expedición al monte Saint Christopher... Yo, René, Beatrice y una amiga fuimos...
—No hables en código, sé perfectamente bien con quién estaban.
—Ella fue empujada —él siguió su relato sin considerar su petición—. Casi se cae al vacío.
—A lo mejor se tropezó.
—Lo mismo pensé, pero cerca del mismo lugar del accidente, alguien también me empujó... Pero no había nadie allí. Me caí y me lesioné, sin razón alguna. Fue muy extraño.
—Huh... entonces por eso estás cojeando —Su esposa cruzó los brazos—. Por un minuto pensé que era por algo más —Su tono sarcástico lo hizo reírse y sacudir la cabeza—. Pero en fin, tal vez solo haya sido una coincidencia.
—Claro, y ¿las velas también lo son?
Helen se encogió de hombros.
—A lo mejor necesitamos cambiar el vidrio de las ventanas; el viento de la calle puede estar entrando por ahí...
La expresión incrédula de su marido fue suficiente para callarla. Su conversación hubiera terminado pronto de todas formas, una de sus empleadas había aparecido para anunciar la cena.
Bajaron las escaleras lado a lado, y se sorprendieron al ver que Eleonor y Lawrence ya estaban en el comedor, esperándolos para comenzar a comer. Por primera vez en semanas, la atmósfera entre todos era una de unión y de serenidad. Conversaron y se rieron como una familia equilibrada, sin discusiones o debates agitados.
Theodore les contó lo que había hecho en su viaje, dónde había estado, y les prometió llevarlos a conocer las montañas así que tuviera tiempo. Su hija prosiguió la charla hablando sobre los días que había pasado en el lago Colburgue navegando junto a Charles y su familia, y sobre el pequeño accidente que su tío había tenido, al desplomarse de su barco mientras pescaban en el lago. Por suerte, su novio era un excelente nadador y logró rescatar al pobre hombre antes de que se ahogara, o peor, congelara. Pero la anécdota, en retrospectiva, a todos les resultó chistosa. Helen también alcanzó a relatar parte de sus actividades, pero frenó su discurso para mirar a su hijo menor, con una expresión de reproche.
—Aprovechando que todos estamos juntos, ¿no quieres contarle a tu padre lo que tú y tus colegas hicieron mientras él estaba fuera?
El niño bajó el tenedor y la mirada, apartando su cuerpo de la mesa.
—Seguramente no es algo demasiado grave —el señor Gauvain comentó al notar su aprensión—. ¿Cierto?
—Grave lo suficiente que ameritó la visita del pastor Wilkes.
—Espera... ¿el pastor vino aquí? ¿Por qué?
—Dile, Lawrence.
Asustado, el chico miró a su padre. Al no encontrar en su rostro ningún vestigio de rabia, se convenció a hablar:
—Tiramos unos guijarros desde la cima de la iglesia.
Theodore se rio.
—¿Perdón?
—¡Se subieron al techo de la iglesia de Saint Martin con una bolsa de piedras y las tiraron a los peatones que pasaban!
—Eran guijarros...
—¡No importa! ¡Podrían haber herido a alguien!
—Lamento decirlo, pero tu madre tiene razón. No debías haber hecho eso —El señor Gauvain se cortó un pedazo de pollo y lo mascó—. Pero no entiendo cuál fue la razón detrás de esa idea... ¿Por qué sobre una iglesia? ¿Por qué piedras?
El chico se encogió de hombros.
—Estábamos aburridos. Y no queríamos pegarle a nadie... solo veíamos quién las podía tirar más lejos.
—¿Y no podían haber hecho eso en el lago? —La pregunta de su hermana lo hizo pestañear, perplejo, hasta percibir su propia estupidez.
Theodore no logró sujetar sus carcajadas.
—¡Esto no es divertido, Ted!
—Mi amor, sí lo es.
La entonación cariñosa de su respuesta hizo los rincones de la boca de Helen curvarse, contra su voluntad. Giró entonces los ojos, bebió un poco de su vino y dejó de lado sus reproches.
—Lo siento...— Laurie dijo con sinceridad—. Fue estúpido.
—Perdonado estás, pero piensa, la próxima vez que vayan a hacer algo así... —Su padre sacudió la cabeza, divirtiéndose con su travesura—. Tirar piedras desde el techo de una iglesia... ¿dónde ya se vio eso?
------
Un dibujo viejito que hice de Helen y Theodore:
-----
Nota de la autora:
Hola, mi gente. Generalmente yo no soy de escribir textos gigantes al final de cada capítulo, porque no quiero interrumpir la narrativa. Sin embargo, algo sucedió esta semana que me partió el corazón, y quise dejar un pequeño elogio fúnebre aquí abajo.
Una persona muy especial para mí, quien me estaba ayudando a corregir y editar el primer tomo de Traición y Justicia, y quien me dio mucho apoyo durante mis crisis de salud, falleció hace poco, sirviendo y protegiendo a su país. Ya he escrito sobre ella en mis mensajes/tablero de anuncios, y sobre lo genial que era como autora, pero nunca me cansaré de hacerlo. Porque realmente su talento es indescriptible.
Fue además la primera fan de mi obra, la primera persona en creer en mi arte, y la única que me dio un feedback perfecto sobre como mejorarla. Críticas, siempre me entregó, pero nunca con desdén ni aires de superioridad. Ánimos, siempre me los dio, hasta sin saber que lo hacía. Simpática, inteligente, llena de pasión por lo que escribía y leía, así era @Nu-Psi , y así la voy a recordar siempre.
Gracias por todo, amiga. Descansa en paz.
---
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top