𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟹
Hurepoix, 16 de agosto de 1888
Volvieron a la cabaña con el corazón liviano y la cabeza pesada. Jane por recordar los pésimos años posteriores a la muerte de sus padres, encerrada en un orfanato religioso estricto; Theodore por oír nuevamente el hiriente nombre de su hermano, impuesto sobre un alma tan sufrida e inocente como la de él.
A llegar, ambos se dejaron envolver por la quietud de la atmósfera, cambiando sus atuendos elegantes por sus modestas ropas de dormir.
El señor Gauvain, quitándose el cuello desmontable de su camisa, observó a su amante de reojo, preocupado por su silencio. Al percibir su interés ella le dio una sonrisa breve, indicándole que estaba bien, pese a todo lo que había ocurrido.
De pronto, ambos se sobresaltaron al oír una campanada. Era el reloj de péndulo de la sala, anunciando la medianoche.
—Falta poco... —Jane balbuceó, aun mirando en la dirección del ruido.
—¿Poco?... ¿para qué? —Él se le acercó.
—Para mañana.
—Ya es mañana, de hecho —Puso las manos en su cintura, sin mayores pretensiones—. El reloj está atrasado una hora.
—Entonces... ya es el día —Lo vio alzar una ceja curiosa—. Es mi cumpleaños.
La expresión del hombre fue de sorprendida a aprensiva en una fracción de segundo.
—¿Hoy? —A su frente, la dama concordó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Te hubiera comprado un regalo...
—Este viaje ya es el mejor regalo que me podrías dar —ella lo tranquilizó—. Estar a solas contigo, sin temer por nuestra seguridad o nuestra reputación, ya hace de este el mejor cumpleaños que he tenido en la vida. Saber que mi hija está segura, viva y bien agasajada, esperando por mi regreso, solo lo mejora.
—Pero... podría haberte dado más.
—Eres lo único que quiero —Se le acercó y rodeó su cuello con sus brazos—. Y le doy gracias a Dios todos los días por tenerte.
Theodore, encantado por sus palabras, le quitó el aliento por varios segundos con un beso largo, enamorado.
—Quisiera hacer más por ti... así como quisiera poder hacer más por esos niños —confesó, entristecido—. Pero mi poder me falla. Mis responsabilidades me condenan. Y la crueldad del mundo me obliga a permanecer quieto, inactivo. Sé que es injusto... que no te pueda amar libremente como quieres, como mereces... y si pudiera cambiar todo, lo haría. Le gritaría a todo el universo que te adoro y que nunca te quiero dejar ir...
—Insisto, haces lo que puedes y eso es suficiente.
Él no tuvo el coraje de objetar aquella noción. Apenas admiró sus ojos, brillando con la misma melancolía que él sentía y se sumergió en la calma que le traspasaban.
De repente, se inquietó por el recuerdo de algo que había traído junto a su equipaje y que planeaba entregarle al final de su viaje. Se apartó de su toque con un salto, se apuró en abrir su baúl y recogió de este un par de guantes de cuero. Los sacudió sobre su mano con entusiasmo y del derecho, una sortija se cayó.
—Iba a darte esto cuando nuestros días aquí llegaran a su fin, pero... encontré más justo hacerlo ahora —Le enseñó el accesorio—. Quiero que lo uses en tu meñique, así como yo lo uso en el mío —Alzó su mano izquierda, donde una copia exacta reposaba—. Y quiero que esto simbolice nuestra unión, aun cuando no podamos evidenciarla en voz alta.
—Son... ¿son zafiros? —Ella abrió los ojos, pasmada, observando los anillos con toda su atención.
—Lo son —él confirmó.
—Esto debe haber costado una fortuna...
—Ningún valor será demasiado para mí mientras te quiera y pueda satisfacer —se excusó—. ¿Puedo ponértelo?
Ella no logró responderle en voz alta. Sacudió su cabeza despacio y extendió su mano, incrédula. La joya encajó en su dedo sin ningún forcejo, deslizándose a su debido lugar como si a allí siempre hubiera pertenecido. Hasta en la oscuridad de su habitación su tonalidad azulada resplandecía, capturando la admiración de su dueña sin hacer más que existir.
—¿Sabes a lo que este zafiro me recuerda?
—¿Hm?
—Al vestido que usé en la noche que nos conocimos. Era del mismo color.
—Lo sé. Y esa es una de las razones de por qué los elegí. Ese azul... para mí es inolvidable. Siempre lo será —le sonrió.
—¿Y qué opinó Helen al respecto? Debe haber visto tu anillo.
—Ni percibió que era un zafiro; creyó que era lapislázuli.
—Pero, ¿no te preguntó por qué lo usas?
—No. Yo presentí que lo haría, así que le di un collar con una esmeralda pequeña. Pero no tiene el mismo fin que esto... no tiene el mismo amor.
—Nunca me lo quitaré de encima, lo prometo. Es... imposible de explicar lo hermoso que es —Jane se rio—. Theodore Gauvain, todas las veces que creo que dejarás de sorprenderme inventas una nueva idea...
Él no la dejó terminar su halago. Calló sus palabras con sus labios, agradeciendo su afecto con el gesto más dulce que un amante puede ofrecer; un beso.
—Feliz cumpleaños.
Deleitada por su afecto, ella lo abrazó.
—El más feliz de todos.
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Al despertar en la mañana, el periodista lo hizo ya con una sonrisa dichosa en el rostro. Jane aún dormía a su lado, inmersa en un sueño tan profundo que hasta llegaba a roncar —aunque en un volumen bajo, bastante más discreto que el suyo—.
Su mano, descansando al lado de su cabeza en la almohada, aún portaba el anillo por él regalado. Al verlo, su expresión jubilosa se volvió aún más alegre y entusiasmada. Él se permitió, por lo tanto, reposar en aquél cálido nido por algunos minutos más, antes de responder al llamado de la naturaleza y levantarse para ir al baño.
Al contrario de su casa en Merchant, la cabaña dónde ambos residían no poseía una habitación separada para encargarse de su higiene personal, o hacer sus deposiciones. Esta utilidad era poseída por un refugio a algunos pasos de su propiedad, cercano a la caseta de leña, donde un humilde bacín de madera había sido puesto.
Aquella era una de las razones por las que Helen detestaba ir a Hurepoix; la falta de cañerías y desagües. No veía el mínimo sentido en intercambiar su inodoro de fina porcelana por un retrete diminuto, expuesto al frío, cercano a un bosque. Theodore, en la otra mano, no se incomodaba por ello.
La calidad rústica —y a veces impráctica— del poblado lo deslumbraba. Múltiples tareas que la gran ciudad consideraba simple, allí eran un desafío. El agua era retirada directamente del pozo. La madera para la chimenea, comprada de las manos callosas del leñador. Cada animal servido en la mesa era cazado durante el día; no existían criaderos en el área. Otros ejemplos existían de la ruralidad de esta área, pero eran demasiados como para ser nombrados. Pese a esto, el punto permanecía el mismo: Hurepoix poseía dificultades encantadoras. Al menos, para él.
Dejando atrás el excusado, cruzó la nieve hasta llegar a la caseta con sus provisiones. Sabiendo que la leña había sufrido los efectos de la humedad de la noche y demoraría más a quemar, él prefirió escoger el carbón antes de esta, aprovechando su visita para agarrar también una bolsa de piñones.
Regresó entonces a la cabaña, dejó sus materiales a un lado y revivió el fuego de la chimenea, haciendo su mejor esfuerzo para no despertar a Jane. Una vez el aire ahí adentro se había calentado lo suficiente él se quitó su piyama, escogió un atuendo más adecuado para el frío de la foresta, lo vistió y recogió su damajuana de barro, los piñones y su rifle. Su amante aún dormía cuando él abandonó la propiedad.
Volvió a atravesar las níveas montañas a paso lento, cuidadoso para no caerse —las zanjas ocultas del camino podrían ser trampas mortales en aquellas condiciones—, y mientras se movía, escuchó ladridos. Sin saber al cierto si eran de lobos o de perros, dejó sus cosas sobre el suelo y levantó su rifle, asustado. A ver unos arbustos sacudirse a su izquierda, se volteó y bajó el martillo.
—¡Tranquilo! —gritó un hombre, apareciendo entre la maleza—. ¡Policía!
—¡Ah!... —Bajó el arma—. Perdón, oficial. Pensé que se aproximaban lobos.
—No, solo son Jake y Ruffus —Señaló a sus pastores alemanes con su luma—. Me están ayudando a patrullar el área —El hombre respiró hondo, deteniéndose a su lado. Con una sonrisa cansada, estiró su mano—. Sargento Maher.
—Theodore Gauvain —La sacudió.
—¿El periodista?
—Así es.
—Pero, ¿qué hace usted aquí en este fin de mundo?... ¡Usted es famoso!...
—Más por controversias que por buenas acciones, me temo.
—No, nada de eso... Con su artículo contra el Capitán Garter usted dijo lo que muchos de nosotros en la fuerza policial pensamos, hay que eliminar a las manzanas podridas antes de que arruinen al resto. Hizo un buen trabajo, señor. No se menosprecie.
—Gracias, Sargento.
—Me gustaría de verdad conversar con usted al respecto, pero... —Sacudió la cabeza, concentrándose en su tarea previa—. Debo seguir con mi camino, lamentablemente. Estoy en medio de una misión.
—¿A estas horas?
—Temprano, lo sé —se quejó—. Pero si hay que seguir las órdenes del teniente, hay que hacerlo. Lo que el jefe dice, va.
—¿Pero qué ha ocurrido? Y no tema decirme nada, que no estoy trabajando ahora. Solo pregunto para informarme; estoy vacacionando en una cabaña a unos cuantos metros de aquí —señaló en dirección a su propiedad.
—No es nada demasiado preocupante, no tema. Solo estoy buscando a un grupo de niños desaparecidos. Unos pilluelos que se han escapado de orfanatos locales para vivir vidas holgazanas. ¿Ha visto a alguno por aquí? Visten trapos, les gusta robar pertenencias a viajeros y vendedores ambulantes ...
—No, me temo que no —fingió ignorancia—. Aunque creo que sé dónde podrían estar.
—Deme una pista, por favor —El oficial se rio—. Estoy caminando desde el nacer del sol.
—Por allá, están las ruinas del castillo de Gainsborough... —Señaló al este—. Si bien fue destruido en la guerra de Independencia, una parte del gran comedor sigue de pie hasta hoy. A lo mejor fueron ahí a buscar refugio del frío.
—¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Tiene toda la razón! —el hombre exclamó—. ¡Muchas gracias, señor Gauvain!... ¡Dios lo bendiga!
—¡Y a usted! —recogió sus pertenencias y volvió a caminar, disimulando sus nervios.
Llenó su damajuana con las gélidas aguas del pozo lo más rápido que pudo. Luego, retornó al puente que había visitado la noche anterior a paso rápido, encontrando los niños aún estacionados ahí, durmiendo. Queriendo mantener su descanso intacto, despertó apenas a su líder.
—¿Raoul? —Sacudió su hombro con cuidado.
El chico abrió los ojos, sobresaltado, y por poco le dio un golpe desmerecido.
—¿Señor Gauvain?
—Sí, soy yo. Vine a traerles un último regalo —Dejó la bolsa de piñones a un costado—. Y también a avisarles que la policía ya los está buscando por aquí.
—Mierda...
—Hey —Alzó un dedo, reprochándolo—. Lenguaje.
—Lo siento, señor.
—Está bien. Lo dejaré pasar esta vez —Le guiñó un ojo y le dio una palmadita en el brazo—. Les recomendaría que viajaran a Merchant desde Rochefort, hoy mismo. Es un poblado que queda al oeste de aquí. Más lejano a la ruta principal, pero menos vigilado por la policía.
—Gracias por el dato.
—Ahora debo irme, pero... —Sacó de su abrigo un puñado de monedas—. Cuando lleguen allá, hay una casa de postas en la calle Bauer. No será muy difícil hallarla, es la única en kilómetros. Quiero que se suban a una diligencia y vayan al puerto de inmediato. He aquí el dinero para que hagan un viaje seguro.
—Señor, no podemos aceptar...
—No quiero que sean heridos por lobos u otros animales salvajes; toma...—Le entregó el efectivo—. No me hará falta alguna, pero a ustedes sí.
El rubio, boquiabierto, ojeó los ilustres personajes que decoraban a las monedas con aparente escepticismo.
—¿Por qué nos está ayudando?
—Porque no fui rico toda mi vida —el periodista decidió ser sincero—. Y porque sé que lo necesitan de verdad.
—Gracias —Raoul respondió, y escondió las monedas en el bolso que usaba como almohada, antes de volver a acostarse.
—La policía viene...
—Lo sé... —Se volteó—. Pero quiero dormir cinco minutos más.
—Flojo —Theodore se rio y se apartó con pasos lentos—. Los veo en Merchant —y con estas últimas palabras, se fue de allí.
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Cuando regresó a su cabaña, Jane ya estaba de pie y el desayuno ya había sido preparado. Lo único que faltaba era el agua para el té —traída por él—.
—Buenos días —El hombre le dio un beso, entregándole la damajuana—. ¿Dormiste bien?
—Perfectamente bien. ¿Tú?
—Igual —dijo con poca convicción mientras ella se alejaba, a poner a hervir la tetera.
Cansado por la caminata, se sentó en la mesa con un exhalo largo. Removió sus botas mojadas y heladas con cierto desespero, experimentando un indescriptible placer al sentir el templado aire del ambiente besar sus pies pálidos, fríos y acalambrados. Las dejó bajo su silla, a secarse.
Fue entonces cuando se percató que Jane lo estaba mirando, divirtiéndose con su dramática expresión de alivio —poco educada y bastante impropia—.
Admitía que su casa en Merchant, no hubiera actuado con semejante informalidad. Probablemente seguiría usando sus calzados —pese al frío que sentía— para no ofender los altos estándares de etiqueta de su esposa. Pero cerca de su amante, se permitía dejar su caballerosidad interpretativa y superficial a un lado, sabiendo que no sería juzgado por ello.
Aun así, a veces temía ofenderla. Y fue por ello que, en esta particular ocasión, se forzó a corregir su postura y enrigidecer sus facciones, ocultando cualquier indicio de deleite.
—¿Quieres que deje las botas cerca de la puerta? Sé que debería haberlo hecho así que llegué, pero...
—Después la ponemos a secar cerca de la chimenea —ella lo tranquilizó, percibiendo sus nervios—. Por mientras, descansa. Se nota que lo necesitas.
—Pero...
—Sin "peros" —Puso la tetera cerca del fuego y se levantó—. Comamos primero. Después limpiamos y organizamos todo —Tomó asiento en la silla a su lado.
—Gracias... por esto —Él señaló a su desayuno.
—Gracias a ti por haber ido a buscar el agua —Recogió una rebanada del pan que había comprado durante la ausencia de Theodore, a la que le untó un poco de la jalea de zarzamora—. ¿Cómo fue la caminata? ¿Viste a algún lobo?
—No... —Él decidió recoger la mantequilla—. Pero sí vi a un policía.
—Pero me dijiste que no hay policías por aquí.
—Y no los hay. Por el blasón de su patente, sé que el sujeto es parte del cuerpo policíaco de Bachram. Vino aquí buscando a los pilluelos que encontramos ayer —Mordió un pedazo de su propio pan, continuando a hablar luego de mascarlo—. Le dije que se fuera a buscarlos al castillo de Gainsborough, en la dirección contraria al puente.
—¿Castillo? Nunca me dijiste que había uno por aquí.
—Son solo ruinas —se excusó—. Están cerca de una afluente del río rojo. Podemos ir a visitarlo, mañana o después.
—Muy buena idea, ya estoy interesada —Ella bebió un poco de vino.
En unos minutos más se levantó y fue a buscar el agua hervida, con la que preparó el té.
—Cuando termine aquí, iré afuera a buscar unos bloques de nieve.
—¿Para?
—Derretirlos y garantizarnos más agua. Ir al pozo todos los días es innecesario y bastante agotador... Además, necesitaremos asearnos y prepararnos para la noche. Tenemos que bañarnos.
—Cierto —Ella sonrió—. Sabes, mientras estabas allá afuera yo revisé mi equipaje y por pura suerte, traje mi vestido azul... ese que te gusta tanto.
—¿En serio?
—Hm —concordó—. Puede que ya esté un poco viejo, pero estoy segura de que se verá precioso con tu regalo. —miró a su sortija.
—Yo igual —Él tomó su mano y la besó—. Y ya que lo mencionaste, iré con mi corbatín azul. Así combinamos.
—¿No crees que tu amigo será un poco eclipsado por nuestra belleza y elegancia?
Theodore se rio.
—Piensa por el lado positivo, será bueno para su ego que así lo sea.
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Más tarde, cuando ambos ya estaban listos para la velada, su opinión osciló un poco. Tal vez, se veían demasiado bien juntos como para atender al evento. Jane especialmente, lucía espléndida. Y él no pudo evitar ojearla con deseo, o hizo el menor intento de ocultar su atracción. Salieron a la calle, caminaron hacia la única casa de postas del poblado, arrendaron un carruaje, comenzaron su viaje, y su embeleso no se perdió.
—Si me sigues mirando así, pediré que el cochero se detenga y te arrastraré a besos de vuelta a la cabaña.
—No sería una mala idea —el periodista bromeó, recibiendo una palmada en el brazo como regaño.
—No me tientes... —Jane lo observó con el mismo apetito por él demostrad—. Porque sabes que de verdad lo haría.
—Oh, no lo dudo. Y si no fuera por la estima que le tengo a René, no me opondría a ello tampoco —Desvió sus ojos hacia la ventana, queriendo calmar sus pasiones.
La casa del hombre en sí estaba escondida en la parte más espesa del bosque, cerca de las montañas. La propiedad había sido construida a un par de siglos atrás, por un explorador francés que se había aventurado al sur de la Gran Isla y fundado el poblado de Hurepoix.
Este caballero, llamado Jean Baptiste Fontenay, había también descubierto la presencia de ingleses en el área y librado el primer combate armado entre ambos grupos en toda la historia del territorio; la batalla de Bachram. Su oponente en cuestión fue el descubridor de las Islas de Gainsboro, Sir James Edward Gainsborough, quien no tan solo ganó la disputa, como también amplió sus planes de conquista y se adueñó de toda la tierra al sur de Nouvelle Carcassonne —ciudad que vendría a ser conocida en el futuro como Carcosa—.
Por lo tanto, pese a estar ubicado en un territorio mayoritariamente británico, el hogar de René fue nombrado de acuerdo al idioma de su dueño original, el francés. Y se llamaba Château de Fontenay.
La apariencia de la construcción era tan sofisticada como el nombre lo indicaba. En su exterior, la casa solariega contaba con una fachada alta, de piedra caliza, sostenida por columnas dóricas, una gran torre coronada por una veleta, terrazas cercadas por balaustres, un jardín extenso y las ruinas de un viejo molino. Su interior continuaba la belleza opulenta de afuera con habitaciones largas, repletas de muebles cuidadosamente tallados, esculturas y pinturas de impresionante realismo, alfombras de diseños hipnóticos y vitrales de sublime resplandor.
—La familia de René es adinerada —Theodore le explicó lo obvio a Jane, mientras los dos caminaban a la entrada de la residencia—. Para él, comprar este palacio no fue más difícil que comprarse una camisa nueva.
—Suertuda debe ser su mujer —ella comentó, asombrada—. Ambos viven como si fueran parte de la realeza aquí.
—Lo merecen... ambos sufrieron mucho cuando Madeleine, su vieja esposa, seguía viva. Si tienen la vida que tienen ahora, tan alejada del mundo, es por su culpa —Llevó la mano a la aldaba de la puerta.
En vez de ser recibidos por un mayordomo o sirviente, ambos se llevaron la sorpresa de ver al propio dueño de la propiedad, con una enorme sonrisa en el rostro, saludándolos.
—¡Theodore! —René exclamó, jalándolo a un abrazo apretado—. ¡Hace tiempo que no te veo por aquí!
—La Gaceta y los niños me han mantenido ocupado. Lamento haberte escrito tan poco.
—No te preocupes, mi caro. Lo entiendo —Se apartó, llevando la mirada a su acompañante—. ¡Ah! Usted debe ser la señora Durand.
—Jane —Le estiró la mano y él la besó con educación—. Un placer.
—El placer es mío —Llevó una palma al pecho—. René Pelletier.
—¡Amor! ¡Diles luego que entren, hace frío afuera!
El barbudo sujeto se rio.
—Ustedes ya oyeron a patrona. Por favor, pasen —Les abrió aún más la puerta, dejándolos entrar—. Esta es mi esposa...
Una mujer un poco más vieja que él, de cabellos rizados y rosto ovalado se les aproximó.
—Beatrice Pelletier. Un gusto.
—Gracias por invitarnos.
—Gracias a ustedes por venir —Ella tomó a su marido del brazo—. Algunos de nuestros otros invitados ya han llegado, están en el salón de baile. Por favor, sígannos, los llevaremos ahí.
Los visitantes mencionados por la señora Pelletier no eran muchos, pero hablaban y se reían como toda una multitud. Las mesas de aperitivos y tragos, rodeadas por estas figuras, los ayudaban a aguardar el inicio de la principal atracción de la noche; el baile. Los músicos contratados para la velada ya habían llegado, pero aún no habían comenzado a tocar músicas más aceleradas. Solo cuando todos aparecieran, el verdadero espectáculo comenzaría.
Apenas René anunció la llegada de Theodore al público y tanto él como su amante se vieron cercados de gente. Todos eran amigos de profesión y aliados políticos a los que solo lograba contactar un puñado de veces al año, a través de cartas breves y postales. La habladuría curiosa, por lo tanto, fue eterna. Y Jane agradeció a los cielos el ser bien versada en francés, porque la gran mayoría de los individuos que los rodeaban eran norteños, que no entendían una sola palabra de su lengua nativa, el inglés. Si no fuera poliglota, se hubiera quedado perdida en la rápida y fervorosa conversación, sintiéndose diminuta en su silencio e incomprensión.
Por haber sido colonizadas por diferentes reinos y países, las Islas de Gainsboro poseían una diglosia bastante interesante, que posaba un enorme problema al unir a dos ciudadanos de diferentes extremos de la nación: Los sureños en su mayoría hablaban inglés, Onasin o Dhaorí; los metropolitanos del centro, una lengua mixta llamada Galagne —término acuñado pocos años después de la guerra de independencia, para señalizar las características galesas y bretonas del dialecto local—; y el norte era conocido por su francés puro, inalterado por la asimilación cultural. En otras palabras, la comunicación entre áreas era... compleja.
—Je parle français, mais mal —"Hablo francés, pero mal." La actriz dijo, para el asombro de Theodore—. Je trouve ça plus facile parler le Galagne —"Me resulta mucho más fácil hablar el Galagne."
—Ce n'est pas vrai —"Eso no es cierto." Uno de los invitados comentó alegremente, sacudiendo la cabeza—. Je vous comprends très bien. Ne soyez pas si modeste —"Yo la entiendo muy bien. No sea modesta."
—Vous faites un bon travail —"Haces un buen trabajo." Otro sujeto lo respaldó.
—Et je suis d'accord —"Y yo estoy de acuerdo." El periodista añadió y ella le sonrió, sintiéndose halagada. Una vez los dos se apartaron del grupo para poder respirar un poco y conversar a solas, él continuó: —No sabía que eras poliglota.
—Et bien, un jour tu sauras que je suis pleine de surprises —"Bueno, un día verás que estoy llena de sorpresas."
Él se rio, recogiendo un dulce de la mesa de aperitivos.
—¿Y cómo aprendiste a hablar Galagne y francés? Me dijiste que nunca saliste del sur.
—Los aprendí por cuenta propia, como casi todo lo que sé —Jane se encogió de hombros—. La biblioteca del puerto tiene una colección inmensa de enciclopedias y diccionarios, y cuando era pequeña devoré a gran parte de esos libros. Hasta estudié griego y latín, pero las lenguas que más recuerdo, ergo, las que mejor hablo, son inglés, francés y el hijo deforme de los dos, el Galagne. Ah, y también me aprendí un poco de catalán y de español, aunque no te hagas ilusiones, porque no logro mantener una conversación muy larga en ninguno de los dos. Solo sé decir lo básico de lo básico.
Theodore mordió un pedazo del canapé que sostenía mientras la adoraba con los ojos.
—El tamaño de tu conocimiento siempre me sorprende.
—¿Por qué? —Ella se rio, levantando una ceja—. ¿Por acaso no parezco ser culta?
—No, no es eso lo que digo —Masticó—. Es que todas las veces que contemplo cuán vasto es tu intelecto, me doy cuenta de que es tan grande que no puedo conceptualizarlo. Y eso me perturba tanto como me fascina.
—No soy tan inteligente así... Semejante pasmo no es necesario.
—Cariño, hablas cinco idiomas. Y eres autodidacta. ¿Sabes cómo es difícil aprenderse cinco idiomas? ¿Y por cuenta propia? Yo soy un periodista de renombre y con suerte logro escribir en mi lengua nativa sin equivocarme con los tiempos verbales...
Jane sacudió la cabeza, se rio y abrió la boca para responder. Pero, antes de que pudiera continuar con la conversación, vio desde la esquina de su ojo a René, caminando disparado a su dirección.
—¡Ahí están! —él exclamó, aliviado—. Los he estado buscando por doquier.
—¿Algo pasó?
—No, no... nada grave. Solo me había olvidado por completo de decirte, Theodore... —Paró de hablar por un instante, para recuperar su aliento—. Que te tengo un regalo.
—¿Regalo?
El anfitrión, que llevaba ambas manos tras la espalda, las sacó de su escondite y le mostró una larga botella verde.
—Lo traje de mi viaje a Carcosa. ¡Sorpresa!
—¡Chartreuse! —el periodista exclamó, contento y entusiasmado, mientras agarraba la botella.
—Original de Francia. Me aseguré de que lo fuera.
—René... ¡Gracias!
—Sé que te gusta el sabor de esa... cosa —él se burló—. Quería dártelo para felicitarte por el artículo sobre la corrupción en la policía y la denuncia hacia el capitán Garter, fue brillante. Lo leí y hasta ahora estoy impresionado por tu valentía y su sinceridad.
—Bueno, no hice el trabajo solo —Theodore miró a Jane—. Ella me ayudó a corregirlo.
—¿En serio?
—No fue nada, solo le hice algunos ajustes pequeños.
—Que fueron fundamentales para su éxito.
—Ni tanto.
—Solo acepta el cumplido —el señor Gauvain reclamó y ella giró los ojos, sonrojada.
—Bueno, en ese caso... los felicito a ambos. Y espero que ambos disfruten su regalo —Pelletier les dijo de buen humor, inclinándose adelante a murmurar:—Aunque recomiendo que lo abran en la biblioteca de la torre. Aquí este bando de norteños curiosos les pedirá un trago y pronto la botella terminará vacía... ¿Saben dónde queda la torre?
—Yo sí —El periodista asintió.
Pelletier entonces le guiñó un ojo, dándoles su permiso para escabullirse de ahí, se volteó sobre sus talones y se dirigió a la muchedumbre, a distraerlos mientras la pareja realizaba su escape.
Recogiendo un puñado de canapés y sus copas de champagne vacías, los dos se apegaron a las paredes de la habitación y se deslizaron hacia el pasillo. Theodore llevó la delantera en el trayecto, jalando a Jane por el laberinto de corredores de la propiedad entre risas joviales y susurros.
Cuando llegaron a la torre, Jane le agradeció mentalmente a René por su sugerencia. La inmensa biblioteca en la cima de fortificación era una de las más hermosas y completas que había visto en toda su vida. Se enamoró de ella a primera vista.
—Vaya... —La actriz curvó su cuello y miró al techo, asombrada por la extensión de los estantes—. ¿No nos podemos quedar aquí toda la noche?
—Es tentador hacerlo —él concordó y caminó hacia la de la escalera de acceso al primer nivel de la biblioteca, donde un sable militar antiguo estaba colgado en la pared, como decoración. Lo recogió de sus ganchos sin mucha delicadeza y lo usó para sacar el corcho de la botella. Sabía que René no se incomodaría por ello—. ¿Has probado el Chartreuse antes?
—No... nunca siquiera había oído hablar sobre él. ¿Qué es?
—Es un licor de hierbas maceradas. Toma —Le sirvió un poco del destilado—. Dime qué piensas.
Ella lo probó.
—Tiene sabor a anís, ¿o no?... o menta —Alzó una ceja—. ¿De qué está hecho?
—Nadie lo sabe —él dijo, con evidente entusiasmo—. Es elaborado por los monjes Cartujos, quienes mantienen la receta un total secreto desde su comercialización en 1840.
—¿Y hasta ahora nadie ha descubierto ningún ingrediente?
—Apenas se sabe que tiene más de cien hierbas... o al menos, eso es lo que René me contó.
—Mi paladar no es ni un poco sofisticado entonces, porque solo le sentí el sabor a la menta y al anís. Nada más... ¿tal vez un poco de romero? —Bebió otro sorbo—. No, sigue teniendo sabor a menta.
Él se rio.
—¿Pero te gustó?
—Sí... por el color pensé que sería mucho más fuerte, pero es agradable... —Sus contemplaciones se detuvieron al verlo dejar el sable que sujetaba a un lado y llenar un vaso generoso para sí mismo—. Theodore Gauvain, tienes bastante coraje. ¿De verdad vas a beber todo eso solo?
El periodista no alcanzó a escuchar el resto de la pregunta; ya había llevado el vaso a sus labios.
—¡Ah! —Dramatizó su deleite al bajar el cristal, vacío—. Los licores franceses sí que golpean diferente... Uff.
—Me alegra ver que estás disfrutando el momento, pero acuérdate, todavía tenemos una fiesta y una cena a la que atender más tarde.
Theodore volvió a llenar los vasos de ambos mientras ella hablaba, dejando la botella sobre una mesita cercana al finalizar.
—No estamos aquí para comportarnos, Jane —Brindó con una mueca traviesa—. Estamos aquí para divertirnos. Nuestra reputación no importa, nuestro decoro no importa... —Usó la mano libre para empujar el vaso de su amada con el dedo, como que diciendo que lo bebiera—. Solo espera que llegue la medianoche y me darás la razón. Suéltate. Deja a tus modales desaparecer...
—¿Adónde diablos me trajiste, señor Gauvain? —Ella sonrió, fingiendo recelo, pero le hizo caso y se tragó todo.
—No quieres saber —Él le siguió el gesto, escuchándola reír mientras degustaba el licor.
Ambos pasaron una hora completos curioseando los estantes a su alrededor, bebiendo el alcohol regalado por René mientras conversaban sobre sus vidas, sobre política, las actividades del teatro y de la Gaceta. Cuando decidieron guardar espacio en su estómago para algo más que el destilado, ya estaban un poco embriagados. Fue entonces cuando el periodista le hizo una seña a la actriz para que lo siguiera, y la llevó al tercer piso de la biblioteca.
—Sé dónde esconder la botella por el resto de la noche —Apuntó a una gran estatua de mármol, que descansaba entre dos largos estantes—. El señor Nicolas Fontenay la protegerá —Deslizó el contenedor por el espacio que existía entre la pared y la obra, ocultándolo con sumo cuidado en el resquicio—. Más tarde regresamos aquí y la recogemos... —Al estirar su espalda y mirar a Jane, dejó de hablar. Ella estaba examinando a la escultura con ojos fascinados, pero confundidos—. ¿Qué pasa?
—¿Quién es ese hombre? —Señaló con la cabeza al mármol—. Me creerás loca pero su rostro me parece familiar.
—Ah. Ese es Nicolas Hugo Fontenay, el tataranieto del dueño original de este Château, Jean Baptiste Fontenay... —Theodore caminó a su lado y también se puso a examinar la escultura—. Es el responsable de haber nombrado el lago Colburgue.
—¿Él nombró el lago? No tenía idea.
—Sí... Bueno, más o menos lo hizo —El señor Gauvain cruzó los brazos.
—¿Cómo así, más o menos?
—Es una historia complicada...
—Estoy escuchando.
—Ya... —Él la miró—. Lo que pasó, es que muchos años después de la batalla de Bachram, que ocurrió entre Jean Baptiste Fontenay y Gainsborough, Nicolas intentó llegar a un acuerdo con el tataranieto del inglés en cuestión, que se llamaba Allan Colburgue Gainsborough; de ahí el nombre... —Hizo una pausa y respiró hondo—. Nicolas quería finalizar la guerra por el control de las islas de una vez por todas... y sugirió un tratado, que posee muchas clausulas y reglas de las que no me acuerdo ahora, pero la más importante de todas, era la que aclaraba la división del territorio; el norte de la Gran Isla le pasaría pertenecer al Reino de Francia y el sur al Reino de Gran Bretaña.
—Espera, ahora que me lo explico, creo que me acuerdo sobre esto... El río rojo tuvo algo que ver con la separación de territorios, ¿no?
—Así es. El río fue usado como una frontera entre los colonizadores, por algunos años. Pero después la configuración del terreno se complicó un poco más y Carcosa en sí se convirtió en la frontera. Fue dividida a la mitad entre ambos reinos y de ahí el resto de la nación también; en fin, eso no es lo importante... lo importante es saber que ambos lados decidieron que el tratado en sí sería firmado aquí, en este mismísimo Château, para hacer evidente la civilidad del acuerdo. Sería simbólico; un colono francés viniendo a la tierra de colonos británicos a declarar la paz. Esto no pasaría en el viejo continente nunca, apenas aquí en archipiélago. El gran problema fue que, horas después de la ceremonia, el cuerpo de Colburgue fue hallado flotando en las aguas del lago... que ahora se llama así por él. Murió ahí. Y todo indica a que Nicolas Hugo Fontenay fue el responsable de matar a ese hombre. Aunque hasta hoy no existan pruebas contundentes al respecto.
—¿Y el tratado? Se disolvió, me imagino.
—No, de hecho. Lo mantuvieron... como dije, nadie nunca logró probar que Fontenay era culpable, así que no hubo motivo para suspender el acuerdo de paz. Y la muerte de Colburgue hasta hoy es históricamente vista como accidental, lo que encuentro ridículo. Es bien obvio que Fontenay lo mató... pero eso ni siquiera es la peor parte del relato.
Jane se rio.
—¿Se pone peor?
—Por increíble que parezca, sí. Colburgue no fue el único a morir ahogado en esas aguas.
—¿No?
Él sacudió la cabeza otra vez.
—El lago está conectado al río Grenoir, que, a su vez, nace en Saint-Lauren, ciudad que antiguamente le pertenecía al Reino de Francia. De vez en cuanto, varios grupos de cadáveres bajaban por el río y venían a parar al lago.
—Dios... ¿por qué?
—Como de seguro sabes, existían varios grupos que eran a favor de la independencia de las Islas, mucho antes a la guerra de 1862. Patriotas, que querían librarse de los colonos... Pero eran reprimidos... y ejecutados por sus ideas. Nicolas, como el gobernador de la colonia francesa, estaba a cargo de neutralizarlos. Y tenía una predilección en su método de ejecución; ahogamiento sobre todas las otras opciones. Ataba con sogas de cáñamo a hombres, mujeres, niños y ancianos y los lanzaba a las corrientes del río. Los cuerpos entonces eran arrastrados por las corrientes y llegaban al lago. Por eso los Onasinos se refieren al Colburgue hasta hoy como wair narvak, o "lago de espíritus".
Jane alzó las cejas, perpleja y repugnada.
—Pero que desgraciado...
—Sí... Él era un monstruo. Un asesino despiadado. Y gracias al buen Dios hoy en día casi nadie lo recuerda. Su nombre se mantiene vivo apenas por el tratado.
—Pues que su memoria desaparezca, si así debe ser —Ella ojeó la estatura con una nueva mirada, llena de desprecio y disgusto—. Que hombre malvado.
—No es tan malo ahora —Theodore comentó, señalando a la botella—. Nos está escondiendo el licor.
Ella sonrió, pero no con la misma fuerza de antaño. El relato que su amado le había compartido pareció tocar algo en su alma, dejándola inquieta, pensativa.
—¿Vamos a bailar? —le preguntó de pronto, reprimiendo su desasosiego con un entusiasmo superficial—. Como bien dijiste, después regresamos aquí y recogemos la botella antes de irnos... aprovechamos y sacamos unos libros también.
—¿Quiere usted robar, señora Durand?
—Mira el tamaño de este lugar —Señaló a sus alrededores—. No creo que tus amigos percibirán si es que me llevo una novela o dos.
—¿Y cómo planeas sacarlas de aquí? No podrás irte con dos libros en la mano...
—Hay bastante lugar debajo de mi vestido y dudo que alguien más que tú intentará mirar ahí.
Theodore carcajeó y la tomó de la mano, sacudiendo la cabeza.
—Ven conmigo, ladrona.
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Las horas pasaron y la fiesta no terminó nunca.
Bailaron y comieron como si fueran parte de la nobleza. Conversaron como si fueran sabios y se rieron como si fueran escolares, divirtiéndose más en una noche de lo que se habían divertido en toda su vida.
El periodista —que generalmente se abstenía de danzar en eventos sociales— pasó varios minutos girando y deslizándose al lado de la actriz, sin sentir la mínima pizca de vergüenza o desanimo.
Por un momento, se recordó de los viejos tiempos de su juventud. Cuando su propia esposa aún no se había convertido en la mujer calculista y recelosa que en el presente era; cuando él mismo no había sentido el pavoroso dolor de un corazón partido. Nunca pensó que se sentiría tan dichoso otra vez, pero agradecía la determinación de Jane en probar su equivoco.
Alrededor de las once y media, cuando la gran parte de los invitados —y los propios anfitriones— ya estaban completamente ebrios, los dos decidieron volver a la quietud serena de la biblioteca, a tomar un descanso de tanta habladuría.
Pese a saber que en la casa de Pelletier estaban seguros, y que podían besarse y abrazarse cuando quisieran, su comportamiento rígido y sigiloso de siempre era imposible de olvidar, aunque apenas por una noche. Si bien se permitieron mirarse con indiscreción, sujetarse la mano y bailar pecho a pecho sin colapsar por sus nervios, ninguno de los dos se animó a cruzar la línea de una aparente amistad en público. Apenas en la privacidad de aquella desierta torre, lograron relajarse por completo y comportarse como los verdaderos amantes que eran.
Esto dicho, es de esperarse que luego de pasar horas admirando la belleza ajena, sin poder excederse de sus comentarios modestos y de sus toques sutiles, ambos anhelaran compartir una conversación más vulgar y caricias más atrevidas, en algún lugar solitario e íntimo. Al final, todo aquel que osa hundir su dedo en las aguas del deseo en algún momento sentirá las ganas de zambullirse completo y tocar fondo. Habían coqueteado con sutileza por horas y ahora querían amarse; su libido ya los estaba enloqueciendo.
Cerraron la puerta de la biblioteca empujando un estante al frente de ella, queriendo evitar que cualquier persona los interrumpiera. Tomaron unos tragos más del licor regalado por René, queriendo ganar coraje y reprimir su vergüenza, y se agarraron a besos contra la pared más cercana, al lado de una pintura de enormes proporciones. Eventualmente, se desplazaron hacia la mesa pequeña que había adelante.
Theodore no quiso decirlo en voz alta, pero era la primera vez que tenía sexo en la casa de un amigo suyo. Ya había tenido sus encuentros en lugares públicos varias veces, pero jamás contempló la posibilidad de tenerlos en el hogar de algún colega o familiar. No sabía si del todo si aquello se debía a falta de oportunidades, miedo, o simplemente por sentirse incómodo. Pero en aquella ocasión – para su sorpresa – le nacieron las ganas de hacerlo, y Jane parecía estar tan interesada por la idea como él. Esto lo supo por dos importantísimos detalles; la sonrisa diabólica que llevaba en el rostro y la mordida feroz que le dio en el cuello, digna de un perro que marca lo que es suyo. Al sentir sus dientes hundirse en su piel y la posterior succión de su lengua, él soltó un gemido debilucho y sintió sus rodillas doblegarse. Su amante sabía que el área era una de las más sensibles de su cuerpo y le encantaba torturarlo con ese dato.
Él quiso pagarle con la misma moneda. Con manos ágiles, la sentó sobre la mesa, levantó la falda de su vestido, se agachó y se sumergió en las olas blancas de sus enaguas y su drapeado, llevando su cabeza a la parte más íntima de su ser. La sintió estremecerse bajo el toque de sus labios y sonrió, satisfecho.
Traerle placer era una tarea que disfrutaba enormemente —sin importarle cuan vulgar aquella afirmación le pareciera a los demás—, y una que, a este punto de su historia, ya sabía realizar muy bien. No necesitaba muchas instrucciones para saber dónde lamer y besar; ya se había aprendido todos sus gustos de memoria.
Por ello, el tamaño de su sorpresa al sentir una mano golpearle el hombro y al escuchar su voz pidiéndole que se detuviera, fue enorme.
—¿Hice algo mal? —Reapareció entre las telas con la boca mojada y los ojos abiertos, asustados.
—Tú no... tú vas bien... —ella contestó con la respiración entrecortada—. Es esa estatua... — Apuntó a la obra de arte dónde habían escondido el Chartreuse—. La que no me deja relajarme...
—¿Qué? —Frunció el ceño—. ¿Por qué?
—Te vas a reír.
—Prometo que no.
—Es ridículo.
—No es ridículo si me pediste que me detuviera—aseguró—. Dime.
Ella corrió la lengua por los labios.
—Siento que me está mirando.
Él intentó mantenerse serio, pero luego de tanto beber, no lo logró.
—Perdón... —Sacudió la cabeza.
—¡Me dijiste que no te ibas a reír!
—Es que... mi amor... —Soltó una carcajada sin querer—. ¡Es una estatua!
—¡Lo sé! —Ella se rio junto—. ¡Pero no puedo concentrarme en ti con sus ojos muertos y saltones mirándome!
Theodore, divirtiéndose con la situación, pero determinado en proseguir con sus actividades, tuvo que pensar rápido. Se quitó su corbata y se levantó, caminando hacia la obra. Se estiró lo más que pudo hasta alcanzar su alta cabeza y vendó su rostro con la tela, regresando al lado de Jane con una expresión burlona.
—¿Mejor así?
Ella soltó otra carcajada, enrojeciendo su rostro aún más.
—¡Ahora no podré llevar esto a serio!...
—Pues entonces... —Él se le acercó—. Cierra los ojos y disfruta.
—Theo...
Ya era muy tarde para detenerlo, el periodista había regresado a su faena. Ella, intentando soportar sus ganas de reírse, hizo lo ordenado y cerró sus ojos, concentrándose apenas en él, y en lo agradable que era tenerlo cerca, idolatrando su cuerpo como ningún otro hombre lo había hecho hasta la fecha. Corrió una mano por su cabello, llevando su cabeza hacia dónde la necesitaba más. Su lengua, sus labios mojados, y el movimiento experto de sus dedos la hicieron suspirar y temblar en muy pocos minutos. Con un exhalo gratificante, se tragó un gemido obsceno y se dejó llevar por su orgasmo, contrayendo todos sus músculos hasta que las olas de placer se detuvieran y su cuerpo se derrumbara como un peso muerto sobre el mueble dónde reposaba.
—Y cuando pensaba... que este viaje no podría mejorar... —Amplió su sonrisa, al verlo reaparecer de debajo del vestido—. Me dejas así... sin aire y sin decoro.
—Ese fue tu segundo regalo de cumpleaños —Él le guiñó un ojo—. ¿Quieres un tercero?
—Por ahora no... aún estoy muy sensible —Sacudió la cabeza—. Pero... si quieres, puedo regalarte uno por mientras. Ya sabes, por cortesía.
—Es tentador aceptarlo. Muy tentador, de hecho. Pero sé si tenga pañuelos por aquí —El periodista hizo una mueca resignada—. Y no quiero ensuciar la mesa. no podría ver el rostro de René otra vez en mi vida si lo hiciera.
—Tu suerte, cariño... —Ella se rio y metió su mano en su busto, donde había guardado una de las servilletas de abajo, sin que nadie la viera—. Es que yo pienso por los dos.
Divertido por la visión, Theodore soltó una risotada explosiva, corrió la lengua por el labio inferior y ojeó a su amada con un nuevo nivel de respeto y admiración.
—Jane... te podría besar ahora mismo.
—¿Qué esperas? —La actriz alzó una ceja, juguetona—. Ven aquí y hazlo, cobarde —Lo jaló de la solapa de su traje, volviendo a capturar sus labios con los suyos.
Cuando se separaron, unos quince minutos más tarde, una cosa les quedó bien claro a ambos: aquella callada biblioteca nunca oyó tantos gemidos y profanidades en toda su historia.
—No sé... si logre caminar... abajo —Él se rio entre jadeos—. No siento mis piernas... ni mis cojones.
—No seas dramático.
—No lo soy... —Sacudió la cabeza—. Francamente, usted me destroza, señora Durand... En la mejor manera posible.
Y nunca reclamaría de ello.
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Al oír las campanadas del reloj indicando la llegada de la última hora del día, los dos amantes arreglaron su apariencia lo mejor que pudieron y regresaron al salón de baile. Según lo anunciado por René unas horas antes, a la medianoche la cena sería servida en el gran comedor.
El festín fue opulento. La interminable mesa, cubierta de cordilleras de carnes, quesos, legumbres y aderezos en un inicio pareció intimidante y hasta un poco excesiva para los invitados, pero pronto se vio rodeada por los emperifollados carroñeros.
Theodore fue uno de los más desesperados, rellenando su plato con una exótica mezcla de ingredientes, que confundió y encariñó a su acompañante en igual medida.
La dama en cuestión halló satisfacción en un simple bistec, trozos de Brie y una ensalada simple, sabiendo que debía mantener un buen físico para su trabajo en el teatro. Además, ella nunca había disfrutado la simple actividad de comer —al menos no tanto como el periodista—. Su única y mayor debilidad eran los dulces. Por eso, al ver el budín de chocolate, decidió comprometer su dieta con un pedazo generoso, que —pese a su tamaño y dulzura— no llegó ni un poco cerca de la larga porción recogida por su acompañante.
—¿De veras comerás todo eso?
—Es gratis, hay que aprovechar —él bromeó, mordiendo una rebanada de carne—. Además, está delicioso... y Helen no cocina así de bien.
—Dudo que sea tan mala...
—Contraté a la señora Margaret justamente para evitar que ella volviera a cocinar.
—¿No que lo hiciste para que cuidara a Lawrence?
—Fue una mentira —admitió con una expresión culpable—. Ya no soportaba más comer arroz con huevos. Ahora solo lo hago los fines de semana, gracias al buen Dios.
Jane sonrió y sacudió la cabeza.
—Exageras.
—No lo hago... genuinamente contraté a la señora Margaret por eso. Hasta yo, con mis limitaciones, cocino mejor que Helen. Solo no decidí hacerlo en su lugar por mi trabajo y claro, porque ella no lo dejaría.
—¿Y por qué?
—Piensa demasiado en lo que las demás empleadas dirían, al ver al hombre de la casa en la cocina —Giró sus ojos—. Con ella, siempre debo comportarme de acuerdo a lo que los otros opinarían...
—Eso es lamentable —Jane frunció el ceño—. Pero ya que ella no te deja... algún día deberías cocinarme a mí. ¿Qué piensas?
Theodore sonrió.
—Si lo quieres lo hago mañana mismo. ¿Te apetece una trucha a la leña? Es mi especialidad.
—Lo que quieras prepárame está bien —concordó y dejando sus miedos a un lado, le dio un beso en la mejilla.
Al separarse, ambos miraron alrededor con aprensión, como dos jóvenes tortolos que descubren el amor por la primera vez. Al percibir que nadie se importó por el gesto, se rieron con timidez, miraron a sus platos y siguieron comiendo, mientras escuchaban la entusiasmada charla de los demás comensales.
Cerca de unos quince minutos después del intercambio René se levantó de su asiento, con una copa de espumante en la mano, y anunció:
—Esto les parecerá espontáneo, pero a raíz de nuestra conversación, decidí que es justo y merecido —Algunas de las parejas en su cercanía asintieron entre murmullos—. Me gustaría hacer un brindis por Theodore Gauvain... —Al oír su nombre, el periodista bajó su tenedor y alzó la mirada, sorprendido—. No tan solo por todos los artículos magistrales que ha publicado este año en la Gaceta, pero también por haber sobrevivido al terrible atentado en su imprenta... No hay un hombre más honroso que aquel que arriesga su vida para proteger la verdad y la justicia. —Levantó su champaña—. ¡Salud!
—¡Salud! —repitieron los demás, brindando.
Jane se inclinó a su lado y comentó, en voz baja:
—Deberías decirles algo.
Él, bebiendo un sorbo de su vino, asintió y se paró.
—Gracias a todos, de corazón, por los halagos... pero siento que no los merezco, si les soy sincero. No hice lo que hice por heroísmo, pero porque era lo correcto. Agradezco su bondad y la aprecio, más de lo que mis palabras jamás podrían explicar, pero los que realmente la merecen son aquellos que fueron callados por nuestra sociedad desde un inicio. Los Onasinos, Dhaoríes, las damas de compañía, las mujeres públicas, los pobres, los enfermos, los presos... todos. Algunos en esta mesa podrán opinar que no merecen tener una voz activa, pero les recuerdo que son tan humanos como nosotros. Comen, beben, descansan y respiran como nosotros. Por ende, también merecen nuestro respeto. Y la oportunidad de tener una vida decente, libre de prejuicios, crímenes y castigos. Por ellos, brindemos. Por ellos, luchemos. No por mí, no por hombres privilegiados y adinerados como yo... Por ellos.
—Bien dicho, mi amigo —René sonrió—. Bien dicho.
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Gracias a Editorial_Silver por el gif del inicio <3
Dibujos viejitos de los dos en este capítulo jeje:
Primer design del vestido de Jane:
Segundo design:
Tercero:
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