𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟸
Hurepoix
El viaje al poblado fue sin duda uno de los más hermosos que Jane ya había realizado en su vida. Los níveos paisajes que precedían la urbe eran preciosos y la hicieron apreciar la belleza del invierno sureño como nunca antes.
Generalmente, asociaba aquella época del año a una de sufrimiento constante. Sus peores experiencias en la vida habían ocurrido en los gélidos meses de la estación, desde la muerte de sus padres a su divorcio, sin mencionar al más cruel de todos los eventos; su nacimiento.
Nunca le había contado a Theodore la real fecha de su cumpleaños pues detestaba celebrarlo, pero luego de admirar la hermosura del recorrido, decidió que aquella excursión sería la ocasión perfecta para revelarlo. En qué momento lo haría, no obstante, era algo que aún no lograba determinar.
—Ya estamos llegando —él comentó, mientras pasaban por un puente de madera que cruzaba un riachuelo—. Prepárate para el frío afuera, porque es de quitar el aliento.
—¿Es peor que Brookmount?
—Casi.
Su carruaje se detuvo en la entrada de un pueblo humilde, de edificios bajos y calles cortas, sin pavimento o veredas definidas. La arquitectura local mezclaba la belleza rústica de las casas de troncos, la complejidad del entramado de madera y la protección de murallas de piedras, cubiertas de moho. Toda superficie expuesta a la intemperie estaba cubierta por una gruesa capa de nieve, tan blanca que llegaba a cegar.
A aquellas horas el sol ya comenzaba a bajar y la niebla nocturna a subir. Los matices cálidos del día se disipaban de a poco, dejando que los tonos oscuros del crepúsculo pintaran el ambiente con una infinita variedad de azules y verdes —intensificados por el contraste de las luces anaranjadas de las linternas y las ventanas de las casas—.
—Este lugar parece un sueño —ella pensó en voz alta, mientras él recogía sus pertenencias del vehículo—. ¿Cómo siquiera te enteraste de su existencia?
—Bueno, como te dije hace algunas horas, tengo un amigo que vive por aquí...
—René Pelletier.
—Exacto. Él solía vivir en Merchant, pero se mudó un poco a Hurepoix un poco antes de mi boda con Helen. Y yo lo he visitado casi todos los veranos desde ese entonces. Conozco a este poblado y al poblado de Bachram como la palma de mi mano.
—¿Él sabe que estás de viaje ahora?
—Sí, se lo comenté en la última carta que le escribí. Le dije que vendría. También le comenté que te traería junto, así que no te preocupes, estarás a mi lado a todo momento.
—Theodore... ¿no sería eso un poco peligroso?
—No, para nada. Él sabe lo que Helen me hizo —fue directo al punto—. Le conté todo.
—¿Todo?
—Absolutamente todo. Después de descubrir su traición con August y de pelearme con ella yo busqué al consejo de René... necesitaba conversar con alguien sobre lo que había pasado y enfriar mi cabeza. Sabía que oír la opinión de alguien más me ayudaría a hacerlo —El periodista bajó su baúl, dejándolo caer en la nieve—. Le conté todo lo que había sucedido y le dije que quería separarme. Fue él quien me convenció a quedarme junto a Helen, por el bien de nuestros hijos. Una decisión difícil en ese entonces, pero que hoy reconozco como la correcta. Y él también me aseguró que, si en algún momento de mi vida conocía a una nueva mujer a la que amara tanto como a amé a mi esposa, podría traerla aquí a vacacionar, ya que este poblado es pequeño, discreto, alejado del puerto y los dos no correríamos el riesgo de que alguien nos descubriera...
—¿Cómo pudo ser tan casual al descubrir todo esto? —Jane frunció el ceño.
—Porque me entendía... René solía ser casado, con una mujer horrenda, llamada Madeleine. Con su muerte, él le pidió la mano a su amante, Beatrice. Por eso los dos necesitaron dejar Merchant y su vieja vida atrás. Por eso se vinieron aquí.
—¿Hablas en serio?
—Muy —Theodore asintió—. Pero no le digas esto a nadie más, porque solo yo y un puñado de personas lo sabemos.
—¿Y cómo te enteraste tú de ello?
—Por accidente. Lo encontré besándose con Beatrice en el jardín de la casa de mis suegros, durante una fiesta... Me acuerdo muy bien de la escena; ambos se habían escondido detrás de unos rosedales. Al verme se desesperaron y me rogaron que no los delatara a Madeleine. No me resultó difícil mantenerme callado, pese a mis ideales. Yo detestaba a esa mujer y ella a mí. Y los dos se volvieron tan gratos por mi silencio que nos volvimos amigos personales. Por eso saben que tú y yo estamos juntos.
—¿Cómo así, saben...?
—No temas, que también conocen a varios otros casos como el nuestro y nunca han abierto la boca —Theodore cerró la puerta del carruaje—. A lo que me recuerda, René nos invitó a un evento en su hogar.
—¿Qué tipo de evento?
—¡Señor Gauvain! —interrumpió su conversación el cochero.
—Ya te lo explico —el periodista se excusó un segundo para agradecer al empleado por su servicio y pagarle lo debido. Al regresar, recogió su equipaje más pesado del suelo y dejó a Jane encargarse de lo más liviano—. Como decía... René nos invitó a una velada especial en su casa, a la que asistirán parejas en situaciones similares a la nuestra.
—¿No crees que eso sería peligroso? Lo que hacemos es ilegal, imagínate lo que nos pasaría si nos atraparan...
—No hay policía por aquí —él la calmó—. El único oficial en todo el poblado es el comisario Brooke, pero nunca sale de su puesto. Es un holgazán. Además, la casa de René está al pie de las montañas, adentro del bosque. Muy poca gente la logra encontrar.
—Theo...
—Yo no te pondría en peligro, jamás —afirmó con seriedad—. Te amo demasiado como para perderte.
—Lo sé... —concordó, con el corazón ablandado—. Y lo lamento, si es que parezco muy recelosa, pero ambos tenemos una familia que nos necesita. No podemos cometer un solo error que nos cueste nuestra seguridad y la de ellos.
—Nuestra situación es delicada, la admito. Pero insisto, siempre tengo nuestro bienestar en mente —Comenzó a caminar y ella lo siguió—. Además, quiero bailar contigo por lo menos una vez, sin tener que asegurarme de que nadie nos vea. Quiero hablar contigo, reír contigo, presentarte a mis amigos y vivir una velada agradable, normal, sin temer a la posibilidad de arruinar tu carrera o mi vida.
—Suena agradable, ahora que lo pienso. Una noche sin reglas o restricciones, en la que no tengamos que evitar nuestras miradas a toda costa, o ignorar nuestra presencia en lo absoluto... Sería maravilloso.
Ambos se quedaron en silencio por un instante.
—La fiesta es mañana, por si acaso —La miró—. A las siete de la noche.
—Pues deberíamos llevarle un regalo al señor Pelletier, como agradecimiento por la invitación.
Theodore detuvo sus pasos.
—¿Irás conmigo?
—Me has dicho que es seguro, ¿no es así?
Él le sonrió, enternecido por su respuesta.
—Sí, lo he hecho.
—Entonces, decidido está. Vamos a ir —Ella le sonrió de vuelta—. Si estás convencido de que es una buena idea, confío en ti —Su mano libre acarició su espalda, antes de detenerse en su hombro—. ¿Ahora podemos ir a nuestro hospedaje? Ya no aguanto más este frío.
—Claro... sígueme.
El "hospedaje" terminó siendo una cabaña de mediano tamaño, construida al lado de un restaurante de bajo talón, en la periferia del poblado.
Si bien exterior encajaba con la humildad y la modestia de la región, el interior difería completamente a ella; había sido remodelado para calzar los gustos extravagantes del un joven Theodore Gauvain.
La sala que los recibió al abrir la puerta más parecía una exposición de museo que una habitación cualquiera, gracias a la obvia ostentación de riquezas y su estado prístino. El centenar de muebles, decoraciones, esculturas y libros comprados por el periodista, oriundos de diferentes lados de la nación y del mundo, impresionó a la actriz.
Según lo que él mismo le dijo, la alfombra que cubría el suelo había sido importada de Turquía. Una copia de la Venus de Milo, traída de Paris. Una colección de enciclopedias, compradas en Londres. El sofá, las mesas, sillas y lámparas, enviados de Brookmount y Merchant. Y como si no bastara, en las paredes vio también grabados japoneses, mosaicos de Delft, tapicerías de Flandes, pinturas de Carcosa y acuarelas de Levon. Hasta las cortinas de terciopelo rojo que cubrían las ventanas eran preciosas, de una calidad envidiable. Sus abrazaderas brillaban tanto que seguramente debían estar recubiertas de oro. Por un minuto, ella creyó que estaba soñando. ¿De verdad se hospedarían en aquel oasis?
Cuando pensó que ya había sido sorprendida lo suficiente, vio a la enorme cabeza de alce que coronaba la chimenea, observándola con la misma severidad de las gárgolas de una catedral. Recordó que su tío también tenía una, en la pared de su habitación en Brookmount. La aparición que aquella memoria reprimida la emocionó por dentro, pero por fuera fue capaz de fingir que estaba bien y que nada había pasado.
—¿Y esto? —Apuntó al trofeo en cuestión, luego de dejar sus baúles cerca del sofá.
Sabía que la habladuría de Theodore la tranquilizaría, así que le dio un pretexto para que discursara.
—Ah... el alce. Lo gané al ir de caza con René. Teníamos pensado cazar patos, pero fuimos sorprendidos a medio camino por él. No fue un encuentro agradable —El hombre entró a la sala el equipaje que sobraba—. Sabes, normalmente los alces sureños son amables, pero ese en específico estaba bastante molesto con nosotros. Creo que nuestros disparos lo deben haber asustado, o tal vez, otros cazadores lo hicieron... pero el caso es que él nos quería ver muertos. Así que tuve que levantar mi arma y... ya sabes. Liquidarlo.
Jane cruzó los brazos.
—Yo creía que estás contra la caza.
—Y lo estoy, ahora. Pero no cuando joven —Fue a cerrar la puerta—. Tenía más trofeos por aquí que lo comprobaban, pero los vendí... mantuve este porque fue el que me hizo cambiar de opinión respecto de la caza. Me asusté tanto con la posibilidad de haber fallecido aquél día que comencé a pensar cómo se deben haber sentido todos los pobres animales a los que les disparé. ¿Habrán sufrido? ¿Habrán sentido dolor, angustia? Dentro de sus capacidades, ¿habrán pensado en su familia? ¿En sus manadas?... —Se sentó en el sofá, a quitarse los zapatos mojados—. Al hacerme esas preguntas me di cuenta que también son criaturas de Dios, tal como tú y yo, y que no tenía el derecho a quitarles la vida sin necesidad —Miró al alce—. Este fue, por ende, el último ser al que maté sin propósito alguno. Aún voy de pesca y ocasionalmente, cuando estoy por aquí, cazo algunos patos y conejos para comer. Pero ya no lo hago para fines decorativos. Es innecesario y cruel.
—¿Es por eso que no te deshiciste del rifle? —Ella apuntó al arma, que aún descansaba en la pared.
—Por eso, y también para preservar mi seguridad. Como sabes, no hay cañerías aquí en Hurepoix; para buscar agua se debe ir al pozo del bosque. Por ahí viven muchos lobos y es peligroso ir a mano limpia. Así que lo uso para defenderme —Se levantó de nuevo—. De hecho, mañana iré allá a buscar agua. Si te despiertas y no estoy a tu lado en la cama, por eso es.
—¿No quieres que te acompañe?
—No es necesario, hace demasiado frío como para que te levantes. Además, no me demoraré mucho. Pero...
—¿Hm?
—Podrías preparar el desayuno mientras yo esté fuera. Te dejo el dinero sobre la mesa y vas a la panadería que está al otro lado de la calle a comprar unos buñuelos para nosotros.
—Es un buen plan —Ella asintió, mirando alrededor con un semblante pensativo, que no pasó desapercibido por Theodore.
—¿Qué?
Ella le sonrió.
—Nada, solo... no puedo creer que estoy aquí, contigo. Vacacionando, de todas las cosas.
—Este viaje es solo el primero de muchos —le prometió—. En algún momento te llevaré junto a Caroline al norte, para que conozcan las playas de Levon... o a Carcosa, para que visiten el restaurante Colonial, el teatro nacional...
—¿Sabes un lugar dónde siempre quise ir?
—¿Hm?
—Saint-Lauren. Queda al este de Carcosa, en la costa.
—Sí, ya he viajado ahí. Tiene museos preciosos. También podemos ir —La jaló hacia sí y la besó—. Podemos ir adónde quieras.
—No me des ideas... —ella protestó, con voz sedosa—. O me terminarás llevando a Paris.
—Si es lo que quieres —insistió, besando su cuello antes de darle una mordida—. Pero primero... —Levantó la cabeza y murmuró en su oído, como todo un seductor—, tengo que ir a buscar leña—. con una risa traviesa se apartó, trotando hacia la puerta trasera.
—¡No puedes hacer eso! —Jane reclamó, también riéndose.
Fingiendo irritación, ella agarró uno de los cojines del sofá y se lo lanzó, por poco acertándolo.
—¡Ya vuelvo! —él informó y la vio suspirar, frustrada, antes de salir a la intemperie.
En los alrededores de la cabaña, cerca de un muro de piedra de bajo tamaño, había una caseta dónde Theodore dejaba guardado los troncos cortados de abedules y pinos que compraba del leñador más cercano, el señor Goodpaster. Todas las veces que se iba de Hurepoix, le pagaba al hombre para que fuera allí, contabilizara el stock, y rellenara lo faltante. Eso no tan solo incluía la leña en sí, como también cinco bolsas de carbón, tres sacos de harina, de arroz, de piñón, y seis barricas de vino —materiales y comestibles útiles en caso de cualquier tormenta de nieve duradera—.
Al llegar allí se frotó las manos con vehemencia, recogió algunos troncos, levantó un tonel de vino y corrió de vuelta a su hogar, desesperado por regresar a su calidez. El viento gélido que soplaba por poco no le congeló las pestañas.
—¡Uff! —Se sacudió al dejar las cosas sobre el suelo, mientras la actriz cerraba la puerta a su espalda. —Hace un frío de cagar granizo.
—Saliste sin siquiera ponerte los zapatos —ella lo reprochó—. ¿Tal vez eso tenga algo que ver? —Se quitó el abrigo de piel que llevaba y lo cubrió con él, besándolo en seguida.
Jane solo se apartó cuando las mejillas del periodista se ruborizaron por completo y sus manos dejaron de temblar. Él, en vez de agradecerle, no pensó en otra cosa que decirle, sino:
—Tengo hambre.
Ella se rio de su desorientación y le dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Sabes qué? Yo también. ¿Qué hacemos al respecto?
—Hay un restaurante aquí al lado. Bueno, decir restaurante es ser demasiado gentil. Es una cantina.
—Hm.
—Conozco a los dueños. Curiosa pareja forman; el marido es un veterano de la guerra de independencia y la esposa solía ser una monja que huyó del convento local para casarse con él... o al menos, eso me contó René —Theodore la tomó de la mano—. ¿Qué prefieres, comer lo que sea que estén preparando ahí o ir al carnicero, comprar un pollo y asarlo aquí?
—No quiero estar cerca de mucha gente hoy y siento que tú tampoco. La segunda opción es mejor. Aunque debemos salir ahora, porque el sol ya está bajando y no quiero que nos resfriemos.
Él sonrió, asintió, y regresó al sofá. Se puso los zapatos de nuevo —ahora secos, luego de haber estado algunos minutos cerca de la chimenea—, se vistió su abrigo, y esperó a que su amante hiciera lo mismo.
Al fin libres de su equipaje, ambos pudieron deambular por el poblado con más libertad. Jane descubrió en poco tiempo que no había mucho que hacer por ahí, a no ser ver el ir y venir de sus habitantes, especialmente el de los niños.
En cualquier parte o época del mundo, la siguiente afirmación siempre será verdadera; el aburrimiento y la infancia son dos palabras que no pueden existir juntas. Donde haya un infante, un chico o un adolescente, siempre habrá risas, problemas y diversión.
Y allí, el caso era el mismo. Aprovechando el grueso hielo que cubría las calles del poblado durante el invierno —y la inclinación absurda de algunas de ellas—, los jóvenes del pueblo a diario corrían hacia la cima de dichas laderas, se ponían sus patines, y apostaban carreras sobre el terreno congelado. Los que no tenían los medios de comprarse patines competían en trineos y tablas de esquí rudimentarias, hechas en sus propias casas.
Estas peligrosas carreras se volvían la principal fuente de entretenimiento durante aquellos álgidos meses. Y hasta los adultos de Hurepoix —quienes sin duda también habían hecho lo mismo en su juventud— se divertían con ellas. Durante la tarde, era común ver a dueñas de casa y obreros exhaustos sentados en las esquinas de las veredas, observando dichas travesuras mientras compartían bocadillos, bebidas calientes y conversaciones casuales. Theodore y Jane estaban pasando por parte de esta muchedumbre cuándo él le preguntó, con una sonrisa inocente:
—¿Quieres ir?
Al ver una chica deslizarse por la pendiente junto a su novio, gritando en obvio desespero, la actriz hizo una mueca de recelo.
—¿Yo? ¿Hacer eso? No, gracias. Me caería y rompería todos los huesos de mi cuerpo.
Su negativa no fue respetada.
—Mala suerte —Él la tomó de la muñeca y la jaló hacia la calle.
—¡Theodore, no! ¡NO!
Antes de que pudiera soltarse del periodista y regañarlo por su inmadurez los dos ya estaban bajando por el declive, patinando entre alaridos chillones y carcajadas maldadosas. Como un trozo de jabón resbalándose por una tina, las suelas de sus zapatos se deslizaron por el hielo, sin siquiera necesitar hojas filudas para lograrlo. La velocidad que alcanzaron fue peligrosa, pero para su suerte, el recorrido en sí fue corto; tan solo alcanzaron a cruzar un par de calles antes de que él la arrastrara a un lado otra vez. Con un salto, entraron a un pasaje a su izquierda, donde vivía y trabajaba el carnicero local.
—Divertido, ¿no? —Theodore sonrió, mientras Jane recobraba de a poco su aliento y le pegaba unos golpes irritados en el pecho.
—¡¿Estás demente?! —la dama se quejó, entre furiosa y perpleja—. ¡No hagas eso otra vez!
—Vamos, vive un poco.
—¡Casi me matas del corazón!
—¿De qué te sirve la vida si no es para vivirla?
—¡¿Cómo voy a vivir si es que me matas?! —Su indagación fue tan dramática que hasta ella misma se terminó riendo.
Theodore carcajeó a su lado, dándole un abrazo reconfortante. Esperó a que se tranquilizara para que volvieran a caminar juntos, tomados del brazo, disfrutando la libertad que aquel pequeño y humilde poblado les garantizaba. Charlaron un poco sobre la pintoresca vista que tenían, antes de pasar a la carnicería —que estaba a punto de cerrar—. Compraron un pollo pequeño al que asar en su chimenea, y unos trozos de carne seca a los que masticar por mientras.
Al salir, vieron a un niño pequeño entrando. Por el estado de sus ropas y la manera en la que fue recibido en la tienda, debía ser un desamparado.
Toda felicidad que ambos compartieron hasta aquel momento fue destrozada por el griterío a sus espaldas. El semblante de Theodore se oscureció como un cielo tormentoso y su actitud juguetona se volvió una de profundo disgusto. Aún con el pollo en la mano, él se volteó y volvió a entrar al negocio, seguido de cerca por Jane.
—¡Vete de aquí pendejo! ¡Con tu olor mis clientes van a creer que la carne está podrida!
—Señor, por favor... ¿No me puede al menos dar los restos que sobraron? ¿Tripas, lenguas, lo que sea?
—¡Siempre vienes a pedir lo mismo! Dime, ¿cuándo te vas a conseguir un trabajo y pagar la deuda que tienes, eh?
—¡Señor Parnell! —La voz eminente del periodista hizo al sujeto encogerse como una tortuga asustada.
—Sí, ¿señor Gauvain?
Él le tiró las monedas que le habían sobrado de su compra anterior.
—¿Qué puedo comprar con esto?
—Un par de chuletas o un salchichón.
—Hm... Niño —Lo miró—. ¿Qué prefieres?
—¿Chuletas?
Theodore se volteó a Parnell.
—Dámelas.
El carnicero hizo lo ordenado, pero no se quedó en silencio:
—No debería usted pagarle la cena a este mocoso. Lo seguirá como un perro sarnoso todas las veces que lo vea, pidiendo moneda tras moneda, hasta que sus bolsillos se vacíen por completo.
—¿Y eso por qué a usted lo incomoda? ¿Mi dinero acaso es suyo?
La respuesta del señor Gauvain sorprendió de mala manera al hombre.
—Señor, yo...
—Que me siga adónde quiera —lo interrumpió—. Nunca voltearé mi espalda a un alma necesitada, aunque ser caritativo me lleve a la bancarrota. ¿Y sabe por qué? porque la paz de espíritu y de consciencia es algo que no se compra. Prefiero tener los bolsillos vacíos, a tener el alma envenenada por mi remordimiento —Theodore añadió de mala gala, agarrando su compra—. Chico —Él y el niño se miraron otra vez—, ¿tienes familia?
—N-no señor.
—¿Adónde duermes?
—Bajo el puente, con los demás.
—¿Los demás?
El pequeñín no contestó. Con miedo a ser reprochado o llevado a la comisaría, agarró las chuletas de la mano del escritor y salió corriendo.
Theodore no se motivó a seguirlo. Miró al carnicero, luego al crucifijo que colgaba de la pared de su tienda y lo apuntó, diciendo:
—Mateo 25:42-46... "Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán estos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna." —El periodista se recitó el extracto bíblico de memoria, siendo este uno de los que más leyó mientras intentaba reconciliar su fe con su vida personal y sus múltiples errores del pasado—. Resumiendo, señor, fuera de la caridad no hay salvación.
El carnicero no le dijo nada. Miró al crucifijo, tragó en seco al reconocer su pésima actitud y selección de palabras, recogió su cuchillo y comenzó a afilarlo, dejándolo listo para el uso en el día siguiente.
Jane, al percibir el arrepentimiento del sujeto, tomó a Theodore del brazo y le murmuró:
—Vámonos de aquí.
Con un movimiento sutil de su cabeza, el periodista concordó y la siguió, dejando el negocio atrás. Al llegar a su cabaña, toda la inquietud que había estado fermentando en su interior desde esa discusión salió a la luz. Desesperado, él miró alrededor y se rascó la cabellera, pensando en cómo podría ayudar a ese pobre chico andrajoso y desamparado que habían visto en el poblado.
—Mi amor, ¿qué te pasa?
—Ese niño dijo que duerme debajo de un puente —le dijo a su amante—. Y dejó a entender que hay más gente haciendo lo mismo. El único puente que hay por aquí es el que cruzamos antes de llegar. Por ahí hay muchos lobos, es un lugar extremadamente peligroso... ¡Sin hablar del frío!... ¡Sin duda tendrá una hipotermia! ¿Viste como andaba vestido?
—Con harapos, sí.
—No tengo más camaje aquí que darle, ni a él ni a los demás, pero necesito hallar una manera de llevarles algo para que se abriguen. Para que puedan dormir en paz... Pero, ¿qué? —Theodore siguió mirando alrededor mientras la actriz hablaba.
Su ansiedad era tanta, que apenas la logró oír.
—¿Y las cortinas?
Fue lo último que rescató de su discurso. De pronto ojiplático, chasqueó los dedos y le dio la razón.
—¡Eso es! —Corrió hacia uno de sus armarios, de donde sacó cuatro cortinas de terciopelo azul, que usaba como repuesto para las rojas de la sala—. Esto podría servir.
—Pero Theo, como dije, son carísimas... ¿estás seguro que las regalarás?
Él asintió de inmediato.
—Debo hacerlo. No podría dormir tranquilo sabiendo que ahí fuera hay personas muriéndose de frío. Niños, muriendo de frío. Simplemente no puedo.
Jane mordió el labio y cruzó los brazos.
—No quiero frustrarte, pero por su desespero, asumo que su principal problema no es el calor.
—¿A qué te refieres?
—Comida —Ambos se miraron—. Eso es lo que les está faltando.
—Pues...
—Tengo una idea, pero no sé cuál será tu opinión.
—Dímela.
—En vez de asar el pollo que compramos, podríamos hacer una sopa... si tienes algunas especies en la alacena y un puñado de arroz, yo puedo preparar una ahora y se la llevamos.
En aquél momento, él juró que podría besarla. Y porque no tenía nada a perder, lo hizo.
Juntos, armaron un canasto lleno de regalos para los desconocidos. Desde comestibles a lozas y cubiertos a los que vender por un dinero extra; dieron de todo un poco.
Hambrientos, comieron un plato de sopa cada uno antes de partir. Envolvieron la olla de barro con el resto de la cena con las cortinas —queriendo mantener intacta su temperatura, al menos hasta que llegaran al puente—, la recogieron junto al canasto, el rifle y una linterna, y dejaron la cabaña, a deambular por la oscuridad del bosque.
Atravesaron el batallón de árboles y pinos casi que a ciegas, manteniéndose pegados uno al otro para no perderse. Theodore —quien ya se conocía el camino de memoria— encabezó la marcha, manteniéndose atento a cualquier ruido o movimiento sospechoso. Por fortuna, no se encontraron con ningún lobo.
Pero llegar al puente no les trajo ningún tipo de alivio. Porque lo que vieron allí fue peor que todos sus años de pobreza combinados.
Bajo el agrietado arco de piedra, un pequeño asentamiento había sido montado, con trozos de cartón, madera suelta y hojas de diarios. Allí no vivía adulto alguno, apenas niños que, a juzgar por la corta estatura y la mirada perdida, no pasaban de los doce años de edad. Mal vestidos y aseados, su única fuente de calor era una hoguerita enclenque, cuyo fuego era diminuto y amenazaba apagarse con la primera ráfaga de viento que lo cruzara. Sin apoyo, Theodore dudaba que lograrían sobrevivir más de tres días en aquellas terribles condiciones.
—Buenas noches —él anunció su presente, asustando al grupo con su timbre profundo, áspero.
Las pobres criaturas se levantaron y encogieron contra los ladrillos del puente, mirándolos a él y a su acompañante con profundo temor. Si temblaban por la hostilidad del frío o por el miedo que sentían, ninguno de los dos quiso averiguar.
El único que no se dejó intimidar por los forasteros fue el integrante más viejo del grupo, un rubio de dientes chuecos y rostro pecoso. Pese a ser más huesos que muslos, el niño se portaba con la valentía y el brío de un Centurión. Solo que, en vez de una espada, él sujetaba una rama caída, a la que empuñaba adelante con clara intención de atacar —si fuera aquello necesario—. No tenía escudo, casco o armadura, apenas una camisa deshilachada y zapatos disparejos. Pero su espalda era recta y su mirada fija, audaz. Evidenciaba que estaba dispuesto a hacer de todo para asegurar su seguridad y la de su clan.
—¿De verdad me quieres atacar? —el periodista preguntó, sin retroceder.
Solo entonces el chico lo reconoció.
—Es usted... el señor de la carnicería —Bajó su arma, entre confundido y asombrado.
—Theodore Gauvain, un placer —El periodista por su parte dejó la linterna en el suelo, así como su rifle. No quería que los niños se sintieran amenazados—. Y ella es...
—Janeth —la actriz se presentó—. Soy su esposa —Ambos se miraron con sonrisas tímidas, en silencio acordando que aquella sería la mejor explicación para su presencia—. No necesitan temernos, de verdad no venimos a herirlos. Tan solo nos llamó la atención que usted nos dijera que vivía por aquí... este no es un buen lugar para pasar la noche, aún más a su edad.
—Es mejor que el orfanato —otro niño, de cabellera rojiza, comentó—. El frío es mejor que las golpizas.
De pronto, la tensión en el aire se intensificó. La mujer, comprendiendo su situación mejor de lo que creían, le respondió con voz amable:
—Eso es cierto. Pero, aun así, no merecen estar aquí. No en estas condiciones, no con este clima... Y es por eso que les trajimos un regalo —Les entregó la olla y el canasto a los curiosos, que con apuro revisaron sus contenidos.
—¡Sopa!
La comida —tal como ella lo había supuesto— fue su prioridad. Hasta los más desanimados se acercaron al recipiente al sentir su fragante olor.
—Pensamos que una cena caliente y consistente podría ayudarlos a recuperar su vigor —Theodore continuó con la charla.
—¿Y qué quieren ustedes a cambio? —el mayor del grupo volvió a preguntar, con un tono desconfiado.
—Nada.
—Deben querer algo, si es que prepararon una comida así de deliciosa —una chica dijo, metiendo una cuchara a la boca.
—Ninguno de los dos queremos nada —el periodista insistió y entrelazó su brazo con el de Jane—. Nada más que ayudar. Pueden quedarse con la olla, con los tazones, cucharas... todo. Les doy mi permiso para que hagan lo que quieran con el material.
—¿Y estas cortinas? —El pelirrojo recogió el terciopelo con ambas manos, sorprendido por lo mucho que pesaba.
—No tenía mantas en mi cabaña, pero no quería que pasaran frío tampoco, así que las traje... sé que el material no es ideal para acobijarse, pero... es lo que tenía. Lo que les puedo ofrecer.
—Y debe haber sido intuición divina que las trajéramos aquí, porque ustedes no parecen tener muchas pertenencias.
—Huimos del orfanato; tuvimos que dejar todo atrás —el rubio siguió hablando en lugar de sus camaradas—. Yo y Jacob éramos del Holy Trinity, Jo de Saint Catherine, y todos los demás del Saint Joseph.
—¿Ustedes son de orfanatos diferentes?
—Sí... y vamos viajando de ciudad en ciudad, para que la policía no nos atrape. Si lo hacen, nos llevan de vuelta —la niña de la cuchara explicó, entregándole el cubierto a la chica a su lado, para que también pudiera comer.
—¿Y cómo se ganan la vida?
—Hacemos de todo. Yo y Jacob somos deshollinadores, barredores de calle, mudlarks*, lo que usted necesite en verdad. Ya Jo, bueno, ella trabajaba en la fábrica de algodón del señor Mathieu.
—¿Y por qué ya no trabaja? —Jane preguntó.
—Porque lo mataron.
—¿Al dueño de la fábrica?
El chico asintió.
—Por lo que oí, les debía mucha plata a los Ladrones. Pero no sé, en verdad. Es solo lo que oí —Se hundió de hombros y recibió su propio tazón de sopa, al que comenzó a comer mientras hablaba—. Por el momento, solo tres de nosotros tienen trabajo; Todd, Gabriel y Ernest, son breaker boys*, pero no les pagan muy bien. Por eso le pedí unos trozos de carne al carnicero; no tenemos mucho dinero, apenas el necesario para comprar carbón y no morir de frío. Con lo que nos sobra no podemos comprar ni un bocadillo.
—Lo entiendo... —Theodore se quitó su sombrero y se agachó—. ¿Necesitan trabajo? —Vio a los niños más viejos asentir—. No sé si lo conocen, pero yo soy el dueño de la Gaceta Dorada; es un periódico de Merchant...
—¡Yo lo conozco! —el pelirrojo exclamó—. Mi hermano lo leía.
—¿Y dónde él está?
—No lo sé... —se desanimó—. Lo echaron del orfanato unos años atrás, no sé por qué.
—¿Cómo se llama?
—Leopold.
—¿Apellido?
—Thornbolt.
—Leopold Thornbolt, lo tendré en mente —Le sonrió, haciendo una nota mental para buscarlo una vez regresara al puerto—. Pero como iba diciendo... Soy el dueño y director de la Gaceta. En el momento no tengo vacantes dentro de la imprenta, pero si necesito de repartidores. No tendrían que hacer mucho, apenas trasladar los ejemplares desde la imprenta hasta los quioscos y markets* que les designe.
—¿Y cuánto nos pagaría?
—Diez chelines y seis peniques por semana.
—¡¿Diez?!
—¿Por qué tan sorprendido?
—¡A Gabriel y Ernest les pagan cinco chelines! ¡A mí me pagaban cuatro!
Theodore, al oír la exclamación, resintió a los previos empleadores de los niños.
—Pues conmigo, eso no pasará. No mientras mi imprenta siga de pie y la economía de este país siga funcionando. Ese es un prospecto al que no le deben temer. Además, si es que no logro contratarlos a todos, tengo amigos en la ciudad con negocios propios. Puedo conseguirles empleos en boticas, farmacias, panaderías, etcétera. Mientras sean buenos trabajadores, eso es.
—Claro, señor —el líder de la manada contestó, de pronto más serio y solemne—. ¿Cuándo necesita que lleguemos a la ciudad?
—Tómense su tiempo. Asegúrense de que la policía no los atrape —les dijo, levantándose. Se arregló el cabello y vistió el sombrero de nuevo, ante de meter una mano al interior de su abrigo. Sacó la libreta y el lápiz que siempre llevaba consigo, anotó su dirección en una hoja, un pequeño mensaje a su hermano en otra, y arrancó ambos papeles con un movimiento rápido, preciso—. Esta semana estoy vacacionando aquí en Hurepoix. Si es que llegan a Merchant en la próxima y yo aún no he vuelto, entréguenle esto a Bernard Gauvain. Es mi hermano, trabaja junto a mí en la sala de redacción —Le pasó la primera nota al rubio—. ¿Alguno de ustedes sabe leer?
—Yo —el mismo niño respondió.
—Excelente. Entonces aquí está la dirección de la imprenta, para que no se pierdan —Theodore le pasó el siguiente papel—. En todo caso, está en la calle Huron y es bien fácil de ubicar. El edificio es grande. Lo verán al instante.
—Gracias, señor... —el niño habló otra vez, respaldado por un coro de agradecimientos sinceros.
El periodista, sintiendo que su labor ahí estaba hecha, asintió con la cabeza, se despidió de todos y le hizo un gesto sutil a Jane para que se retiraran. Ella tomó la linterna y él su rifle, dejando que sus manos sueltas se encontraran y entrelazaran por instinto. Pero, mientras se alejaban, una duda surgió en su mente y lo hizo voltearse hacia el puente una última vez.
—¡Hey! ¡Niño! —El más viejo lo miró, presintiendo que el empresario le hablaba a él—. Perdón, pero... No creo que me hayas dicho tu nombre.
Aun sujetando a las notas entregadas por Theodore y a su tazón de sopa medio lleno, el rubio le sonrió con una amabilidad a años olvidada.
—Me llamo Raoul Breslow.
Aquella cruel coincidencia del destino debilitó las rodillas del periodista y lo hizo temblar. Si no hubiera sido por el firme apoyo de su amada, se hubiera desfallecido ahí mismo.
—Un placer —No intentó ocultar la emoción en su voz—. Nos vemos en breve, Raoul.
—Tenga una buena noche, señor.
—Igualmente.
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"Mudlark": Persona que hurga el barro del río buscando objetos de valor, trozos de metal, etcétera.
"Breaker Boy": Profesión antiguas en minas de carbón, usualmente reservada para niños, donde el trabajador debía separar a mano las impurezas del carbón procesado.
"Market": "Mercado" en inglés.
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Los dos debajo del puente jeje:
(Fun fact: Me encanta escuchar "Ivy" de Taylor Swift mientras escribo las historias de estos dos, así que si se quieren sumergir más en su romance, hagan lo mismo ^^)
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