𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟾

Carcosa, 03 de julio de 1888

Theodore y Bernard viajaron al manicomio de Val-de-Rose en total silencio, inmersos en sus respectivas tristezas. Su misión era simple; debían recuperar el cuerpo de su hermano de la morgue y llevarlo a la funeraria, para que los debidos preparativos para su entierro fueran realizados.

Apenas avistar al sombrío edificio mareó al periodista. Dicho malestar aumentó considerablemente al pisar en él.

Desde el vestíbulo se podían oír los gritos y carcajadas de sus residentes, que deambulaban sin destino fijo por los pasillos, pórticos, habitaciones y salones, existiendo sin vivir, hablando sin conversar. La bulla no era, no obstante, la peor parte del lastimoso lugar. La atmósfera en sí era lo que le resultaba sumamente desagradable.

En cualquier recinto que estuvieran el frío era constante, así como la sensación de que eran observados, por ninguna persona en particular. A veces, brisas sutiles se sentían en corredores sin ventilación, erizando sus vellos, estremeciendo sus cuerpos con espeluznantes escalofríos. Puertas se abrían y cerraban, sin mano física que las empujara. Luces se veían dónde velas no existían. Pasos se escuchaban en pisos desiertos. Varios eran los fenómenos sin motivo u origen claro  —así como varios eran los pacientes cuya locura no se explicaba por la medicina convencional—. Allí, lo indescifrable era parte de la normalidad. Y eso lo aterraba más allá de lo que estaba dispuesto a admitir.

Theodore despreciaba el día en que se vio obligado a internar a Raoul en aquella pavorosa institución. Pero no tuvo otra opción. Con lo impredecible que se había vuelto su comportamiento, era eso o esperar a que él fuera arrastrado a una de las inhumanas cárceles del sur en breve.

(Ahora no sabía decir qué opción realmente había sido la peor; las pesadas cadenas de la prisión, o la horripilante camisa de fuerza del manicomio.)

Pero, en su defensa, de todos los hospitales psiquiátricos que había pesquisado en aquella época, Val-de-Rose solía ser el más humano al tratar con sus pacientes. Maurice Coulmier —el director médico de la institución— incluso conversó con él en persona, insistiendo en que su hermano tendría una vida digna bajo su cuidado y que lograría desapegarse de sus pensamientos obsesivos y autodestructivos si seguía con diligencia sus todas recomendaciones médicas. El doctor lo convenció de que aquel era el mejor lugar para su total rehabilitación, pues era económico, aparentaba ser menos cruel que sus competidores en la capital y contaba con un buen equipo médico, que garantizaría su mejora. Y Theodore —en aquel entonces un periodista novato y de recursos limitados— no supo que aquellas promesas eran completamente contrarias a la realidad.

Si bien los pacientes más lúcidos podían pasar sus días pintando, escribiendo, leyendo o estudiando, aquellos cuya sanidad había sido comprometida más allá de cualquier tratamiento eran tratados con desdén, agresividad y dureza. Raoul —cuyo estado mental variaba, dependiendo del día— había vivenciado tanto el afecto como la violencia del ambiente, durante su larga estadía allí. Si de verdad se había suicidado, o si había sido accidentalmente asesinado, era una incógnita que Theodore no logró resolver, ni deseó reflexionar sobre.

—Como pueden ver, su muerte fue por asfixia. Usó un cinturón de cuero para ahorcarse —El doctor Laverne, funcionario de la morgue, apuntó a las marcas en el cuello del difunto—. Lo encontramos en el suelo de su habitación, ya sin pulso. No había nada por hacer.

El periodista asintió, sin despegar sus ojos del rostro inmóvil de su hermano. Bernard, visiblemente más horrorizado y enfermo que él, se palideció y se volteó hacia la salida, excusándose con un puñado de palabras pequeñas y tímidas.

—Necesito unos minutos...

Theodore entendía su fragilidad, así como compartía su dolor. Pero en público prefería mantenerse serio, impasible, sabiendo que debía ser fuerte por el bienestar de su familia. Al final, alguien debía hacerse cargo del aspecto burocrático de la pérdida, y Bernard no estaba en condición alguna de gestionar cualquier papeleo.

Por obligación más que por gusto, terminó de conversar con Laverne y rellenó los documentos necesarios para poder despachar el cuerpo de Raoul al tanatorio más cercano. No lloró por un segundo siquiera, ni dejó que su sufrimiento se evidenciara. Usó toda su fuerza de voluntad para ser el apoyo que su hermano mayor necesitaba, no otra piedra más en su zapato.

Ya en la funeraria, se encargó de todos los gastos del entierro, comprándole a Raoul un ataúd cómodo, refinado, en el que pudiera descansar con honor. Él había pasado décadas atascado en la más profunda miseria física y espiritual, al menos ahora merecía un reposo digno, seguro, sereno. Por ello, también eligió el cementerio privado de Biévres como su destino final —ubicado en el barrio más acaudalado de la capital—.

Ya que nadie de su familia lo vino a despedir —aparte de él y Bernard— decidió también enterrarlo de inmediato, evitando toda la pompa y circunstancia de un velatorio.

Ninguno de los dos logró improvisar un elogio fúnebre decente. Permanecieron en silencio, observando como el féretro descendía a su solitaria cueva, donde permanecería olvidado hasta que el camposanto se llenara y los sepultureros se vieran obligados a trasladar sus contenidos a un osario.

Cuando el terreno se aplanó y la lápida se instaló, los dos dejaron un triste ramo de flores sobre su tumba y permanecieron otros treinta minutos a su alrededor, mientras una fina llovizna caía sobre sus hombros.

A su lado, en el mismo terreno, el sepulcro de su madre los acompañaba.

Por primera vez en años, la familia Gauvain estaba completa.

—Descansa, Raoul... Lo mereces.


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