36. La otra cita
Ya son casi 26.000 lecturas en esta maravillosa aventura. Gracias por acompañarme.
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Capítulo treinta y seis
La otra cita
—George, no se ve nada…
—Toma mi mano y confía en mí. Conozco el camino.
El contacto con su piel me saca una sonrisa entre mis nervios. Hace diez minutos que entramos por uno de los accesos a los pasadizos que llevan fuera de Hogwarts, y seguimos avanzando por la oscuridad. Pasamos ya por varios tramos con escalones, en los que tuvo prácticamente que cargarme, aunque aquello no me molestó en absoluto. Sin embargo, tampoco me molestaría saber dónde estamos, o hacia dónde vamos.
—Y… ¿qué has hecho durante el día? —le pregunto para sacar tema de conversación.
—Lo normal, ya sabes: hacer bombas fétidas con McGonagall y andar en hipogrifo con Filch.
No puedo evitar reír ante sus tonterías.
—Creo que olvidaste las clases de tango con Dumbledore.
—No, esas son los lunes, no inventes —agrega, y luego ríe—. Ven, por aquí tiene que haber una salida hacia la derecha a otro túnel.
—Pero yo odio los túneles —digo—. Creo que estoy empezando a desarrollar un grave caso de claustrofobia. Oye, George… ¡AAAAAHHHH! —grito al sentir una mano sobre mi hombro aunque George siga caminando delante—. ¡Quítala, quítala!
Me sacudo en la oscuridad para alejarme de quien sea, pero al hacerlo también suelto la mano de George, y luego no puedo volver a encontrarla. Corro hacia delante, buscándolo, y tropiezo con algo en el suelo. Tan graciosamente como siempre, aterrizo sobre la suciedad del piso, que me hace toser.
—Oh, lo siento —dice una voz que parece la de George, pero siento que, en lugar de ver doble -porque no se ve nada-, oigo doble. Una voz igual le contesta:
—¿Qué haces aquí?
—George… ¿dónde estás?¿Estás muerto?
—No, creo que no. ¿Tú? ¿Leyla, estás bien?
—¡Aquí estoy! —grito—. Maldita sea, Fred, ¿de dónde saliste?
—Estaba aquí antes que ustedes. Tuve que quedarme esperando porque Lee había olvidado algo, y aún no regresa. ¿Ustedes también iban para Hogsmeade?
Ajá, ¡así que me lleva a Hogsmeade! Debí haberme dado cuenta antes. Apuesto a que iremos a algún lugar romántico, escondidos de la sociedad… Sería hermoso.
—Déjame verte la cara, hermano —dice George, encendiendo su varita con Lumos—. Odio hablar a oscuras.
—Leyla, estás llena de tierra —me dice Fred.
—Oh, qué extraño —digo—. ¿Será porque me hiciste caer de cara contra el suelo?
—Tú te caíste sola. Como sea, qué bueno que están aquí, ya me estaba aburriendo. ¿Iban a pasear, tortolitos?
Hago una mueca de enojo, aunque en realidad no me molesta.
—Sí —dice George sin inmutarse—. Y nuestra salida se está atrasando. ¿Te importa si te dejamos?
—Yo sigo teniendo el mapa, así que me da lo mismo.
Sacudo la tierra de mi ropa y George me ofrece una mano.
—¿Vamos?
Me dispongo a seguirlo cuando se oyen pasos detrás de nosotros.
—Debe ser Lee —digo, tratando de buscar una explicación. Fred también parece nervioso.
—Iré a ver, ustedes sigan —dice él, pero todos nos quedamos quietos cuando alguien dice:
—Ya llegué, Freddie.
—Eh… ¿Lee tragó un tanque de helio o esa es una chica? —digo con picardía—. Oh, Fred, Fred…
—Míralo —me susurra George al oído, haciendo que me derrita—. Se puso rojo.
—Hola, Dala—dice Fred, y se acerca a saludarla.
—¿Ellos también vienen? —pregunta ella sonriendo—. ¡Genial! Será una cita doble.
Dala me cae bien, y Fred es un genio, pero… ¿cita doble? Espero que podamos salir pronto de esta. Los cuatro avanzamos por el túnel a la luz de la varita de George, que pronto la apaga.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunta Dala.
—Todo es más interesante en la oscuridad —responde alguno de los dos, y yo me estremezco un poco.
Luego de mucho andar (Hogsmeade queda mucho más lejos de lo que parece), llegamos finalmente a una escalera que nos lleva hacia arriba. Después de lo que parece una subida interminable, salimos a un pasadizo que acaba en una puerta de madera que está en el techo, como una puerta trampa vista desde abajo, la cual nos lleva a algo parecido a una bodega de almacenamiento. El aire está muy húmedo, y todo está lleno de cajas de diversos tamaños.
—Abre una —me dice George. Le hago caso y encuentro todo tipo de golosinas dentro—. Estamos en Honeydukes, la mejor tienda de dulces. Anda, agarra una, nunca se dan cuenta.
Tomo un bastón de dulce y lo saboreo. Dala también se anima a agarrar uno.
—¿Ya habías venido antes? —me pregunta ella.
—No, ¿tú tampoco? —Niega con la cabeza. —Entonces nos trajeron para probar el lugar —digo, riéndome.
—Nos usan como ratas de laboratorio. Oh, ya sabes, los muggles usan ratas en sus experimentos para probar —explica al ver mi cara de perplejidad—. ¿Conejillos de indias, tampoco te suenan?
Niego con la cabeza.
—A veces me siento muy sola en ese sentido —dice—, ya que pocos entienden mis expresiones. Mi madre es bruja, y tuvo que acostumbrarse a ellas por mi padre muggle.
—Oh, no sabía que eras mestiza. No lo digo como algo malo; no lo es, en absoluto.
Me sonríe.
—Gracias. —Le da otra probada a su dulce. —Resulta raro, pensé que serías como los Malfoy o los Black, ya que son de la misma familia. Sin ofender, claro.
La situación se tornó bastante incómoda. Hay un momento de silencio en el que yo miro el polvo del piso y ella se concentra en su dulce. Luego dice:
—Oye, Fred, ¿dónde estás?
—¿George? —llamo yo—. Dala, nos han abandonado.
Su rostro se entristece. Parece incluso menor que yo así, y eso sin contar la paleta de caramelo que tiene entre los dientes.
—No te preocupes —me apresuro a decir—, vamos a buscarlos. No es nada grave.
Abriendo paso entre la mercancía acumulada logro llegar hasta lo que parece el centro de la habitación. Allí me paro sobre una de las cajas de madera y busco desde mi nueva altura la salida. Veo una escalera en un rincón, una que lleva hacia arriba a una puerta. Me bajo de un salto y le indico a Dala que me siga. Una vez pegadas a la puerta, empezamos a empujar la puerta despacio mientras oímos las dos voces gemelas:
—…a solas.
—Bueno, díselo a ella.
—Quiero hablar…
—¡Chicos! —chilla Dala—. Nos dejaron solas, ¿qué pasó?
No sé cómo hace para que todo lo que diga suena tan amable, siempre con tono simpático. Si yo dijera eso sonaría como una declaración de la Segunda Guerra Mágica (que espero que jamás suceda).
—Llamada telepática gemela urgente —explica naturalmente George, y Fred asiente, confirmando.
—Claro… —digo, y Dala enarca una ceja.
—Olvidemos el asunto —propongo—. ¿A dónde ibas a llevarme, George?
Él abre la boca para contestar, pero Dala se apresura a decir:
—A mí Freddie me llevará a la casa de té de Madam Puddifoot, ¿no quieren venir ustedes también? En verdad que sería una magnífica cita doble.
George me mira, esperando mi respuesta. Yo me encojo de hombros, y al segundo me doy cuenta de que fue un error.
La casa de té de Hogsmeade es reconocida mundialmente, y ahora entiendo por qué: está especialmente diseñada para parejas, con mesitas redondas preparadas para dos. Hasta los azucarillos tienen forma de corazón, lo que me parece un poco exagerado. Pero, de todos modos, cualquier lugar es perfecto mientras esté con George.
—Bienvenidos, jóvenes enamorados —nos saluda enérgicamente Madam Puddifoot—. Vengan, tenemos unas mesas especiales para ustedes.
La seguimos hasta el fondo del local, esquivando mesas y parejas felices. George y yo nos sentamos en la mesa junto a la ventana, y Dala y Fred eligen la contigua a la nuestra. Unos copos de nieve caen afuera, y esta vez estoy segura de que la causante no soy yo, lo cual es un alivio.
La camarera nos trae el menú y espera nuestro pedido.
—¿Quieres té de frutos rojos? —me ofrece George.
—Como quieras.
—Bien. Que sean dos, por favor —La camarera asiente y se da vuelta a tomar el pedido de la otra mesa.
Yo suspiro y vuelvo a leer el menú para hacer algo. No me animo a nada con Fred y Dala cerca, a pesar de que seguramente estén besándose, poco interesados en nosotros. Tal vez sea solo el remordimiento por haberme escapado del colegio, pero no me siento cómoda.
—Leyla —dice el de repente por lo bajo, inclinándose hacia mí encima de la mesa—, yo tampoco quiero estar aquí. —Por un momento temo que sea por mí, pero luego me convenzo de que es por el ambiente. —Simplemente toma tu té rápido y acabemos con esto de una vez, ¿sí? Luego nos podremos ir y me contarás todo lo sucedido en la clase.
<<Y ahora, ya que estamos así…
Se acerca a mí, eliminando la distancia entre nosotros. Me siento rígida contra el respaldo de la silla, a pesar de intento relajarme. Él nota esto y parece cambiar de idea, dándome un beso en la mejilla. Solo eso le basta para volverme loca. Sus labios sobre mi piel me hacen sonrojar, y siento el calor en mi cara. Respiro lentamente, evitando hiperventilar, y escucho un carraspeo a nuestra izquierda.
Ambos volteamos y vemos a la mesera con nuestro pedido.
—Aquí tienen —dice, un tanto avergonzada, y deja nuestras tazas sobre la mesa. Detrás de ella aparece Madam Puddifoot, quien nos sonríe para disculparse y arrastra a la empleada lejos de nosotros. Aún así puedo oír la conversación que tienen.
—Pero, Martha, ¿cómo vas a interrumpirlos así? —la reprendió la dueña—. ¡Son clientes enamorados! ¡Siempre son los que más consumen! Querida, tienes mucho que aprender.
No puedo sofocar la risita que me provoca su reacción. Para acabar con la escena, tomo un rápido sorbo de mi té… y me quemo la lengua. Por la sorpresa, también suelto la taza, que sale volando y se estrella contra el piso. Con la culpa en los ojos miro a la dueña del lugar, y luego hacia fuera. Me hace acordar a la incómoda clase de Pociones, y siento la urgencia de salir del lugar.
Me levanto de golpe, corriendo la silla con estrépito, y salgo del negocio. Miro a ambos lados de la calle y me echo a correr hacia lo que me parece que queda más lejos de Hogwarts. Esto es tan embarazoso, tan embarazoso… No soy capaz de hacer una cosa bien.
Cuando siento que mis pies ya no están firmes sobre el suelo me detengo a ver qué sucede. Me doy cuenta que estuve corriendo por una galería techada, y que ahora estoy al aire libre, con la nieve bajo mis pies. Cautelosamente doy otro paso hacia delante, y, a pesar de todos los cuidados, resbalo.
—¡Leyla!
De culo a la nieve, por supuesto.
—George, podrías haber llegado, digamos, dos segundos antes, ¿no crees? —digo, descargando toda mi furia y vergüenza contra él. Por suerte, él no se enoja, sino que deja salir una carcajada.
—Lo siento, pero tenía que pagar —dice, encogiéndose de hombros—. De todos modos, no nos cobraron por mala atención, así que podemos comprar otra cosa con ese dinero.
Me hago la difícil al dudar si aceptar su mano o no. Una vez que me ayudó a levantarme, me pasa una mano por la cintura y me acerca a su cuerpo.
—¿Estás bien? ¿Te hiciste daño?
—Sí… No… No sé.
—Te recuerdo que te pregunté dos cosas solamente, y me preocupa el orden en que las hayas contestado.
No puedo evitar reírme. ¡Es imposible que me enoje con él! Le regalo una sonrisa, como recompensa a tanto esfuerzo.
—Sí, estoy bien y creo que no me hice daño —le digo—. ¿Ahora sí?
—Estoy más conforme.
En otras circunstancias podría haber respondido algo más ingenioso, pero por Merlín, ¿quién puede pensar con propiedad cuando te está sosteniendo así…? Aún no ha sacado su mano, y espero que no lo haga. Tampoco me muevo, por si eso le recuerda que está haciendo locuras. No quiero que se arrepienta y retire el brazo.
—¿No estás enojado conmigo?
Parece pensarlo por unos momentos, y me estremezco. Tal vez no debí preguntar. Pero lo hecho, hecho está, y aprovecho el tiempo que tarda en contestar para mirar su perfil. Diablos, esa nariz me vuelve loca. ¡Y tiene pecas! Resisto el impulso de lanzarme sobre él y pasar mis dedos sobre su piel y me quedo quieta en mi lugar.
Finalmente dice:
—No. ¿Debería estarlo?
—No, claro que no —me apresuro a decir, y ambos nos sonreímos. Espero que mi suspiro no se haya oído hasta el castillo—. Bueno, tal vez cabía la posibilidad…
—Solamente personificaste lo de “rompe una taza y se va a su casa”… y cae de culo a la nieve.
Al diablo con quedarse quieta, yo me alejo un poco y le doy un suave puñetazo en el hombro.
—Pero no, no me enojé. En realidad, sé que fue un maquiavélico plan tuyo para escapar de la otra parejita de tórtolos.
Eso significa que nos considera como pareja a nosotros también, ¿no es cierto? Eso me reanima.
—Eh… claro que sí. Pero la caída, admito, fue improvisada. Te sorprendí, ¿eh?
Llegamos a una zona exclusiva de casas, con chimeneas humeantes y tejados nevados. Él me da la mano y paseamos por el empedrado de la calle. Por suerte no hace mucho frío, aunque tampoco me molestaría que me abrazara para darme calor. Sólo digo.
—Oye… —comienzo a decir.
—¿Sí?
—Mira, estoy muy avergonzada por lo que hice. En serio —insisto ante su sonrisa ladeada—. Entiendo si jamás quieres que te vuelvan a ver en público conmigo.
—¿De qué hablas? Ha estado muy divertido.
—Por supuesto —digo, poniendo los ojos en blanco—. Sucedió igual que en la clase de Pociones.
—Hablando de eso… tienes ciertas cosas que contarme.
Asiento, y le indico que me siga a un callejón bastante alejado, donde tenemos más privacidad (y no sólo para hablar, espero). Me apoyo contra la pared de ladrillos y respiro el frío aire del invierno.
—Logré hablar con Snape…
Le cuento en resumen todo lo que sucedió (omitiendo algunas partes aburridas), y, por más de que muestra preocupación, no puede evitar reírse con la parte de Pansy Parkinson y Daphne Greengrass irrumpiendo en la escena.
—Son muy estúpidas —dice, sacudiendo la cabeza—. Como sea, Leyla —agrega con más seriedad—, ¿estuviste sola con él? ¿En las mazmorras? ¡Mira si te hacía algo!
—Ya sé que siempre resulta el sospechoso número uno…
Me doy cuenta de que no compartí nada sobre la piedra filosofal con él, y que no sabe nada sobre ella ni sobre Nicolas Flamel… ni sobre Snape intentando robarla. Por suerte no presta demasiada atención a lo que dije.
—Además, ¿qué podría haberme hecho? —sigo, y él enarca las cejas.
—Se me ocurren muchas cosas. Sólo no dejes que vuelva a pasar, ¿sí?
Asiento sin realmente querer. Yo quiero hacer lo que me se me dé la gana, no lo que él me diga, pero por ahora prefiero dejarlo así.
—¿Quieres pasear? —Me ofrece su brazo y salimos del callejón con cuidado de no resbalar con la nieve. —Qué hermoso día —bromea.
Cierro los ojos y arrugo la frente, apoyándome más fuertemente en su brazo para no perder el equilibrio. Pronto oigo su exclamación.
—¡Pero mira! ¡Está saliendo el sol!
Abro los ojos y sonrío al ver que lo he logrado. La luz baña las calles y nos calienta los cuerpos. Apoyo mi cabeza en su hombro y él me quita el gorro y me despeina el cabello.
—Siempre tu pelo quema —comenta.
—Uh… —digo, volviendo a erguirme—. El gorro sí que es bueno, ¿eh? Lana argentina, me han dicho.
—Creo que la lana peruana es mejor, pero si tú dices… ¡Shh!
De repente está rígido, con los ojos abiertos completamente. Trato de no distraerme por su color de chocolate y de concentrarme en la situación.
—¿Qué pasa? —susurro.
Él me indica que retrocedamos, y nos escondemos detrás de unos grandes contenedores de basura. Me dejo caer sobre la nieve para poder espiar por debajo de estos tachos, que están elevados sobre el suelo por ruedas.
Unos zapatos pasan peligrosamente cerca de mi nariz, del otro lado del contenedor, con un andar raro. Otros zapatos de mujer lo siguen.
—Tienen que estar por aquí…
George y yo nos miramos con terror. Si es quien creo que es…
—¡Señor Filch! —oigo que dice McGonagall, confirmando mis peores miedos—. No creo que estén en la zona residencial de Hogsmeade. Deben estar en Las Tres Escobas o algún lugar así. Vámonos de aquí.
—Nosotros también —le susurro a George. Él me indica con la mano que mantenga la calma, que tiene un plan en mente. Seguramente es mejor que el mío: gritar y tirarles los tachos encima. Asiento para asegurarle que seguiré sus órdenes y espero a que me indique algo. El movimiento de sus manos me llamó la atención sobre su tamaño: son realmente grandes, y masculinas. No pensé que chicos de mi edad, o incluso de la suya, tuvieran manos tan grandes. Pero él también es muy alto. Vaya, si tan solo pudiera sentir su palma contra mi mejilla, acariciándome, o si siguiera despeinándome el cabello.
—Ahora —dice repentinamente, y yo me incorporo de un salto. Él se anticipa y me agarra de la cintura y evita mi caída. Le dedico una rápida sonrisa que dudo que vea y salimos de detrás de los tachos—. Vamos, vamos, zona despejada.
Pensé que íbamos a volver a Honeydukes, la tienda de dulces, para llegar al castillo; pero el camino es otro, me doy cuenta a pesar de no conocer bien el lugar. Vamos de un pasadizo a otro, a toda velocidad, hasta que entramos a un túnel de techo bajo y lleno de tierra. Paramos a tomar aire en la oscuridad.
—Eso estuvo cerca —dice en un jadeo—. Casi nos atrapan.
—¿Pero… cómo nos pueden estar buscando a nosotros? ¿Alguien nos delató? —pregunto—. Digo, no pasan lista cada dos minutos, y menos en un día como hoy.
Supongo que se está encogiendo de hombros.
—Espera… —digo—, quizás no nos buscaban a nosotros.
—¿Te refieres a…?
—Sí. Dala y Fred.
Silencio. Mi respiración está volviendo a la normalidad, aunque la tierra en el aire no me ayuda mucho. Parpadeo en su dirección. En la penumbra distingo su silueta.
—Estarán bien —dice.
—Sí, tienes razón. Solo son un par de enamorados, ¿qué daño pueden hacer?
Siento que se acerca a mí, lentamente, dando cautelosos pasos.
—Entonces nosotros tampoco causaríamos daño alguno, ¿no crees?
Mis mejillas rojas no se ven en la oscuridad, pero… ¿qué pasa si mi pelo se incendia?
—George…
Todo el clímax se congela y cae en picada en cuanto oímos pasos en la otra punta del túnel. Hay voces.
—Minerva, yo estaba seguro de que estarían aquí…
—Señor Filch, por favor, déjeme decirle que es usted un exagerado. ¿Cómo se escaparían?
Ahora o nunca, pienso, y sé que él también. Nuestros labios, como guiados por el destino, se hallan y se funden en un apasionado beso que espero que dure para siempre.
—Te amo.
—Y yo.
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