17. Amor, amor, amor - I

Capítulo diecisiete - Parte I

Amor, amor, amor

Creo que Harry está en problemas.

Sí, es cierto, todo lo que hizo fue fantástico y hasta Draco quedó con la boca abierta luego de su excelente demostración, pero luego apareció McGonagall (no, no sé cómo diablos pasó eso, pero de repente ella estaba allí) y requirió que fuera a su despacho. No sabemos más que eso, y realmente temo que le pase algo malo, aunque dudo que lo expulsen. Si llegara a aparecer aquella posibilidad, me presentaría como testigo para aclarar que toda la culpa la tiene Draco, y no Harry. Prefiero mil veces que se quede mi amigo a que permanecer con mi ahora pesado primo.

Como sea, por ahora no puedo hacer nada para ayudar, ni tengo modo de saber realmente qué está sucediendo. Hermione está a mi lado, hablando como loca, y balbuceando de vez en cuando algo sobre estar a cargo y la responsabilidad. Blablabla. Ron está bastante preocupado, pero le aseguro que Harry estará bien porque... bueno, porque eso es lo único que se me ocurre hacer en situaciones así: mentir. Y también decir estupideces.

—Yo sabía que ese Potter no acabaría bien —oigo que murmuran unas de Slytherin detrás de mí.

La situación no da para más. Suelto mi escoba, que cae con estrépito, y salgo del apiñamiento de alumnos, dirigida con paso firme hacia el castillo. Ignoro las llamadas de Hermione, llego a las enormes puertas dobles de madera y empujo con todas mis fuerzas para pasar. Una vez adentro, me choca la corriente de aire frío típica de este castillo.

Cuando llego al piso del aula de Transformaciones, busco la puerta que da al despacho de McGonagall, sin éxito. De todos modos, no hubiera podido entrar ni aunque la hubiera encontrado. Deseándole la mejor suerte a Harry desde mi interior, decido darme una vuelta por la enfermería. Llego sorpresivamente rápido, pero, después de todo, me doy cuenta de que no es para nada extraño: he ido muchísimas veces allí en este último mes, más de lo que me gustaría. Por suerte, esta vez no se trata sobre un accidente mío.

Entro sin esperar a que nadie me diga que puedo avanzar, y, en realidad, debería tener una tarjeta de pases gratis por ser cliente frecuente de la Enfermería. No veo a Madam Hooch por ningún lado, y eso me da un gran alivio. Hay varias camillas ocupadas, y Madam Pomfrey está con toda la atención centrada en alguien que se rompió la clavícula, hacia el fondo de la sala, así que puedo moverme con tranquilidad. Rápidamente encuentro a Neville, que está reclinado en su camilla, con almohadones en la espalda, levantándolo.

—Hola.

—Oh, Leyla... Hola —dice él, súbitamente rojo. Rápidamente sube las mantas hasta su pera, haciendo que un saco que había sobre ellas caiga al suelo. Yo me agacho para recogerlo.

—Lo siento, ¿vine en un mal momento? —pregunto, tratando de controlar mi voz, que parece estar rebelde.

—No, no, está bien —se apresura a decir—. Siéntate, puedes sentarte si quieres, no hay problema.

—Gracias. ¿Cómo está tu muñeca?

—Eh... mal. Está rota.

Hay un largo silencio. Estoy muy al borde de la camilla, y es tan probable que me caiga como que Snape nos patee el trasero (figuradamente) en la próxima clase de Pociones, así que me acerco un poco y me siento más al centro. Levanto la vista y veo que me mira.

—Emm... —digo, mirando el techo y sin saber qué hacer.

—Soy un desastre —suelta él con tono lastimero. Yo lo miro, y supongo que mis ojos parecen dos huevos fritos. Mmm, eso me da hambre y me recuerda que hace un buen rato que no como. Sacudo la cabeza para concentrarme en la conversación.

—¿Un desastre? ¿Por qué?

—Solamente yo me caigo de la escoba en la clase de Quidditch.

—No creas. Yo colgué como un mono durante un rato largo, y créeme que no fue lindo. Le tengo terror a esas cosas.

—Pero no te rompiste la muñeca. Yo... soy un perdedor.

—Neville, no digas eso... Escucha. Vales mucho. En serio, sé lo que te digo. Eres muy importante para mí.

Sonríe, a medias, pero era una sonrisa al fin.

—Escúchame... —susurro. Tengo que pensar bien lo que digo—. Eres un gran chico. Eres dulce, eres todo un caballero, siempre quieres ayudarme, siempre me escuchas... —Me acerco un poco más, y él también se endereza—. Eso vale más que cualquier otra cosa. No me imagino a nadie más lejos de ser un perdedor.

No sé cómo nuestras manos se enlazan. Estamos rojos, pero tenemos la mirada en los ojos del otro. El espacio entre nosotros es cada vez más reducido, siento su respiración, su calor, comienzo a transpirar.

En un abrir y cerrar de ojos, dejo de pensar y lo beso. Tengo miedo de que me rechace y por un instante me arrepiento, pero Neville también me besa.  devuelve con otro. Siento un cosquilleo que sube por mi espalda hasta la nuca, haciéndome encoger de hombros ligeramente, y me estremezco sin alejarme de él. Trato de pensar lo que recuerdo de mis hermanas y sus novios, pero lo único que se me viene a la mente es Selene y su larga lista de pretendientes. Estoy con Neville, no quiero pensar en Selene ahota. Le aprieto la mano, nerviosa, y él sonríe. Creo que en cualquier momento seré un pudín.

Besarlo es como estar en las nubes, pero lamentablemente no dura mucho. Pronto siento un murmullo de voces a mis espaldas y me salgo de la camilla para ver qué pasa. Con la respiración agitada y el rostro probablemente encendido, veo que toda la gente de la enfermería (y un par de colados) nos están mirando, casi todos con rostros que expresan ternura. Aún con la respiración cambiada y con mi mano en la suya, miro a Neville y le sonrió. Antes de irme, le digo por lo bajo:

—Para mí no eres un perdedor.

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