Destino Y Tormenta

   La luz tardía del sol iluminaba el pueblo de Bermeo. El verano había llegado a su fin, y la llegada del otoño resultaba cada vez más evidente con el paso de los días. El agua del mar se mecía suavemente, bañada por los cálidos colores con los que el sol la decoraba mediante sutiles pinceladas. Las últimas parejas que paseaban por el puerto cogidas de la mano emprendieron el camino de vuelta a sus hogares. Una joven de larga y negra melena paseaba sola por una rocosa pasarela, hacia el límite del rompeolas. Sus ojos, de un azul tan profundo como el del mar, brillaban por los reflejos de los últimos rayos del sol, que cedía el turno a la luna. Esa noche se presentaba más bella  que nunca, redonda, grande, llena. La espesa oscuridad no se hizo esperar. El viento empezó a soplar, primero con suavidad y luego con una violencia espectacular.

   La joven cerró los ojos. Sintió como si el viento la cogiera de las manos con firme delicadeza y la guiara a través de la noche hacia un destino desconocido. Se dejó llevar. La luna, cómplice del viento, aguardaba expectante lo que pudiera ocurrir. Los pies de la chica caminaban ligeros sobre el firme suelo, hasta que llegó el final del camino. La joven no se detuvo y cayó al mar. Sabedora de la inminente llegada de su final, la muchacha decidió no luchar. Las furiosas corrientes del mar la zarandeaban de un lado para otro golpeando dolorosamente su cuerpo. Pero como por misericordia del destino, el desenlace no tardó en llegar.

   Se cuenta la historia de unos pescadores que navegaban ya en mar abierto cuando una tremenda tempestad los sorprendió. El gran barco pesquero amenazaba con naufragar. Las furiosas olas lo zarandeaban de izquierda a derecha, sin dar tiempo a los tripulantes a maniobrar para dar media vuelta y regresar a puerto seguro. La tormenta rugió y un rayo partió el mástil. Una bola de fuego se abalanzó sobre los marineros. Sólo los más rápidos consiguieron saltar por la borda y, una vez en el agua, se agarraban a lo primero que encontraban. El barco, en llamas, acabó por hundirse y los pocos supervivientes, cansados, se rindieron a la voluntad de las agitadas aguas que amenazaban con tragarlos. A lo lejos, una figura difusa se acercaba velozmente, cortando el agua a su paso cual filo de buen cuchillo. Los hombres, aterrados y casi sin fuerzas, pretendieron huir a nado. Pero antes de darse cuenta algo los golpeó fuertemente en la cabeza, dejándolos inconscientes.

   A la mañana siguiente, los pescadores despertaron sanos y salvos, en la arena del puerto. Sorprendidos, sin conocer la procedencia del santo autor de aquel milagro, se preguntaron por su identidad. Uno de aquellos hombres aseguró haber visto el rostro de una bella mujer, pero con una mitad inferior con la forma de una cola de pez. Agradecidos, los humildes pescadores regresaron a sus casas y contaron a sus familias la historia de ese ser que los había salvado. En agradecimiento, decidieron erigir una estatua que situarían en el lugar más vistoso del puerto, representando la figura de su bella sirena salvadora.

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