La cascada de las Janas
En un pequeño y tranquilo pueblo, en el que nunca ocurrían cosas extraordinarias, vivía un hombre común y corriente, tan común como el resto de lugareños que vivían en aquel pueblecito, y tan corriente que pasaba desapercibido, o, al menos, eso hubiese dicho una persona que no conociese a dicho hombre, pues éste, a pesar de su apariencia simplona, andares casi desgarbados y ropajes de colores apagados, era tan soñador como cualquier gran escritor londinense. Este hombre, era tan pobre de riquezas como bueno de corazón, y tan honrado que muchos consideraban que tenía pocas luces, aunque este pensamiento fuese erróneo.
Rafael Benavides Ortiz era su nombre, un nombre que cargaba con un apellido muy conocido entre los paisanos, pues el padre de este joven— aunque se le trate de hombre, no carga sobre sus hombros más de veintitrés años— se había ganado fama de holgazán y borracho.
Alfredo Benavides Almanzón había sido un humilde granjero el cual había tenido la desdicha de quedarse viudo demasiado pronto, por lo que tuvo que encargarse del cuidado del guaje él solo.
Entre las deudas, el duro trabajo de crianza y labranza y la pena por la muerte de su esposa, Alfredo cayó en uno de los peores vicios del hombre; la bebida.
Todos estos factores provocaron que el pobre hombre, incapaz de hacer frente a la realidad, se refugiara en sus delirios de soñador, repitiendo incansablemente que, algún día, encontraría a las ninfas del las aguas, y obtendría sus riquezas.
Esto comenzó a decirlo el día que se topó con un hombre trajeado que se encontraba sentado en un banco, con pipa en mano, leyendo un libro de apariencia tan elegante como el susodicho.
Alfredo, movido por la curiosidad, se detuvo, dejó el carro que transportaba con su burra a un lado, y se acercó a aquel hombre.
—Perdone, ¿Podría preguntarle qué está leyendo?
El hombre trajeado— el cual se encontraba ensimismado en su lectura— alzó la vista hasta el humilde hombre, cerró el libro y le enseñó la cubierta.
Por supuesto, Alfredo no sabía leer (venía de una familia muy austera, que no se podía permitir pagarles unos estudios dignos a sus hijos), asique observó los caracteres de la portada, sin comprender lo que querían decir.
Al ver que no le respondía y que no cambiaba su expresión de desconcierto, el caballero trajeado dijo:
—Un libro sobre folclore.
—¿Folclore? —preguntó, aún extrañado.
—Historias fantásticas. Leyendas.
—Oh, me sorprende que un hombre tan bien parecido como usted, con aspecto de poseer gran sabiduría, ande leyendo cuentos de hadas.
El hombre soltó una carcajada.
—Oh, caballero, sus comentarios me halagan, pero se equivoca. Éstos no son simples cuentos para niños, esto es cultura, literatura. Y, además, toda leyenda contiene algo de verdad, si sabes discernir entre qué es fantasía y que es realidad.
Siguieron hablando un buen rato sobre leyendas, concretamente se centraron en la de las Janas, la cual fue la que más llamó la atención de Alfredo.
A pesar de que el hombre había hecho gran hincapié en que dichas historias no eran más que eso, historias, Alfredo solo se había quedado con la última frase que había dicho.
«Toda leyenda contiene algo de verdad...»
Y con esto, se despidió del caballero y siguió con sus quehaceres, pero esta vez con la mente ocupada en la historia que su espontáneo amigo le había relatado.
A partir de ese momento, el señor Benavides no cesó en su empeño por encontrar a dichas ninfas, estaba decidido a encontrarlas, aunque le llevase toda la vida.
Y, sin embargo, todo esfuerzo fue en vano, pues no solo no las encontró, sino que, tras una visita al médico por unos terribles dolores, se llevó una noticia que acabó por sepultar toda esperanza.
Padecía una enfermedad poco común y que en aquellos tiempos no tenía cura, por lo que le habían dado un par de meses de vida, y con suerte.
Y, efectivamente, las predicciones médicas se hicieron realidad, pues no había terminado el mes y el señor Benavides yacía en su cama, muerto.
Su hijo estaba desconsolado, y este repentino fallecimiento no fue su único pesar, pues al morir su progenitor, él tenía que hacer frente a todas sus deudas.
Todos en el pueblo se compadecían del joven, que no solo había perdido a su padre tan prontamente, sino que ahora tenía que arrastrar la pesada carga de los errores del difunto.
Pero Rafael había salido a su padre en lo de ser un soñador. A diferencia de este, había recibido una educación, pero esto no lo libraba de la ingenuidad, y esto, sumado a su pasión por las novelas de fantasía y los cuentos que le contaba su padre, alimentaron ese afán soñador que provocó que quisiese seguir los pasos de su difunto padre, por lo que decidió que retomaría la búsqueda de esas ninfas y obtendría algún deseo o tesoro de ellas.
Por supuesto, al igual que le ocurrió a Alfredo, Rafael recibió burlas y comentarios escépticos por parte de sus vecinos.
—Y yo que creía que tú serías más listo.
—Muchacho, mejor déjate de cuentos y busca un trabajo de verdad. Currando es la única forma de salir adelante.
Otros tantos comentarios similares había recibido.
Pero Rafael estaba empecinado en su búsqueda, no le importaba lo que le dijeran.
Así pues fue que, al llegar el amanecer del día siguiente, preparó una bandolera que abasteció con lo básico y partió sin más demoras hacia el bosque.
A pesar de que su padre era quien le había dado a conocer sobre aquellos seres, era poca la información que le había otorgado, más allá de su apariencia y de que concedían deseos y poseían grandes riquezas, por lo que se había documentado bien acerca de éstas previamente.
Sus horas preferidas son las del alba, cuando se las puede ver en sus quehaceres, pero sin que ellas te perciban, porque entonces te castigarán como castigan a los amantes infieles y protegen a los enamorados.
Sabiendo esto, el muchacho había madrugado con la intención de asegurarse de encontrarlas reunidas en algún río, danzando, cantando o peinando sus largos cabellos dorados.
Según recordaba que le había contado su padre, en las historias eran descritas como mujeres pequeñas, poseedoras de una extraordinaria belleza, con una larga cabellera dorada y ojos verdes, ataviadas con túnicas blancas o plateadas, dependiendo de la zona.
Además— esto ya lo leyó en uno de los libros que había cogido en la única librería que había en el pueblo— su poder de seducción— comparable al de las sirenas— a través de su hermosura, su canto, o sus tesoros es tal, que el hombre seducido, independientemente de que éste se encuentre soltero, casado o viudo, no puede resistirse a sus encantos y terminan manteniendo relaciones con ellas en muchos casos, dando lugar al nacimiento de los janines, los cuales suelen ser intercambiados por los hijos de las lugareñas para que los amamanten y se fortalezcan, esto debido a que los janines suelen nacer frágiles y enfermizos, y cuando lo estiman oportuno, las Janas devuelven los de las lugareñas y recobran los suyos.
Caminó durante horas por el frondoso bosque, pensando que no llegaría jamás a su destino, cuando un suave murmullo de agua llegó a sus oídos.
A medida que se acercaba, fue percibiendo un nuevo sonido; unas dulces risas femeninas.
Cuando divisó la fervienza, se fue acercando sigilosamente, escondiéndose tras los árboles, desde donde pudo observar a cinco hermosas jóvenes, todas ellas con cabellos dorados y ojos esmeralda.
Dos de ellas se encontraban jugando y persigiéndose por el agua, otra se encontraba mirando su reflejo en el agua mientras cepillaba sus cabellos con un peine de oro, otra estaba ensimismada contemplando las flores, y la última parecía estar tejiendo algo.
Entonces, repentinamente recordó un verso asturiano que salía en uno de los libros que leyó sobre aquellos seres:
To madre te espera,
to madre te llama;
los ñeños tan solos
y tú con la xana.
Rafael se quedó anonadado contemplando a las hermosas damas, cuyas leyendas sin duda hacían justicia a su belleza divina, la cual iluminaba el lugar, haciéndolo aún más cautivador de lo que ya lo era.
Por un segundo su mente había quedado tan en blanco que había olvidado por qué motivo se encontraba allí, pero rápidamente recobró la compostura.
«¿Qué debería hacer ahora? ¿Si me acerco a ellas sin más y les hago mi petición accederán? ¿O se enfadarán por mi osadía? Quizás no fue buena idea venir hasta aquí después de todo...»
Y de repente, sus dudas se disiparon tan rápido como llegaron, pues sin querer, pisó una ramita que había en el suelo, haciendo sonar un crujido que sonó más fuerte de lo que debería, alertando a las muchachas.
—¿Quién osa espiarnos? Sal de tu escondrijo, mortal.
Viéndose descubierto, no tuvo más remedio que salir de detrás del árbol y enfrentarse a las bellas pero intimidantes ninfas.
—Perdonad mi osadía, oh bellas ninfas de las aguas, sé que no soy digno ni de contemplaros, pero os ruego que tengáis clemencia de este pobre ser que ante vos se postra, suplicante.
La que se estaba cepillando en cabello— que en ese instante había dejado de hacerlo— lo contempló, curiosa y dubitativa.
Sin embargo, otra de ellas— la que antes se encontraba tejiendo— lo miró con desconfianza y sospecha.
—¿A qué habéis venido? Dadnos una razón para no castigaros por vuestro atrevimiento.
—Solo soy un humilde campesino el cual no tiene ni un duro, y, en honor a mi difunto padre, el cual pasó toda su vida buscándoos fervientemente, me prometí cumplir con su sueño fielmente de encontraros, y así solventar las deudas a las que mi padre no pudo hacer frente y que ahora me acosan a mí.
La Jana la cual le había hecho la pregunta, lejos de sentir lástima, le dirigió una mirada indignada.
—¿Entonces solo venías a por nuestro oro? Típico de los mortales, tan avaros, solo pensáis en las riquezas.
Rafael no sabía que decir. No se consideraba materialista, el dinero le importaba bien poco, pues él tenía sueños más allá de las riquezas, pero en una situación tan desesperada como en la que se encontraba, agradecía alguna limosna, por pequeña que fuese.
El muchacho— que ya se veía venir su terrible final— se sorprendió cuando oyó decir a una de ellas— supuso que la que se estaba peinando los cabellos previamente— lo siguiente:
—Esperad, hermanas. No le castiguéis todavía. Este mortal me gusta. Desprende algo... No sé qué sea, pero me atrae. Démosle una oportunidad.
Las otras se miraron entre sí, pensando, y entonces asintieron.
La que se encontraba tejiendo suspiró, y dijo:
—Muy bien, te concederemos tu deseo. Pero con una condición: no deberás contarle a nadie jamás que nos has visto.
A simple vista, parecía una petición sencilla, sin embargo, a Rafael se le hizo muy difícil acceder a ella, pues antes de irse, les había dicho a todos que traería una prueba sobre la existencia de las Janas. ¿Y cómo iba a demostrar que existían si ni siquiera podía decirlo?
—¿Puedo preguntar por qué?
—Verás, llevamos siglos aguantando los caprichos de los mortales, hasta hemos tenido que lidiar con hombres horribles, terriblemente egoístas y avaros. Solo queremos llevar una vida tranquila, haciendo nuestros quehaceres sin tener que atender constantemente las demandas de los mortales.
Sabía que al volver quedaría como un tonto y un mentiroso, pero no podía decir que no a un dinero que necesitaba. Además, sentía lástima por su situación, no quería ponerlas en un aprieto, más aún cuando le habían perdonado por su osadía de espiarlas y pedirles dinero.
Entonces, la Jana que lo había salvado de un posible castigo terrible, lo guió hasta la cascada y, extendiendo los brazos, abrió las aguas de par en par, como si de una cortinilla de cuentas se tratase, y reveló la entrada a una enorme cueva, la cual en su interior contenía una enorme cantidad de tesoros, tan brillantes, que casi parecían la principal fuente de luz de aquel lugar.
Rafael no pudo evitar quedar impresionado y hechizado; nunca en sus veintitrés años de vida había visto tal cantidad de riquezas, era casi como un espejismo.
No solo había tesoros en aquella cueva, sino también otras tantas Janas, que se los quedaron mirando.
Una de ellas se encontraba lavando su brillante cabello en el agua, lo cual a Rafael le hizo recordar otro fragmento de verso que había leído en el libro, que había sido extraído del romance «el Cueto lloro»:
¡Ay! Que una xana hechicera
lavando está en Fuentenoble,
lavando cadejos de oro,
vestida de mil primores.
La Jana que le guiaba le condujo hasta un cofre generosamente decorado por diversas y coloridas piedras preciosas.
—Puedes llevarte todos los tesoros que contiene este cofre.
Rafael salió de la cueva con la bandolera cargada de oro.
—Os estaré eternamente agradecido por vuestra infinita generosidad.
La muchacha le sonrió gentilmente.
—Eres un joven especial, lo veo. Tengo el presentimiento de que llegarás a hacer algo grande en la vida. Te deseo mucha suerte, Rafael Benavides.
Y tras decir esto, le dio un dulce beso de despedida en la mejilla.
Cuando Rafael volvió al pueblo, al principio, los aldeanos se burlaron de él, puesto que, cuando le preguntaban sobre si había encontrado a las Janas, él decía que no— había prometido no revelar su existencia— recibió comentarios de toda clase y risas burlescas.
Pero a Rafael no le importó.
En el fondo le daba rabia no poder limpiar el buen nombre de su difunto padre, el cual había muerto con fama de haber sido un loco que creía en fantasías y cuentos de hadas, pero al menos le consolaba el saber que lo que aquellas gentes decían era mentira, pues el mismo las había visto con sus propios ojos.
El joven Benavides pagó todas sus deudas y, con lo que le sobraba, viajó por el mundo y aprendió mucho, tanto así que hasta llegó a escribir su propio libro, un libro sobre unas hermosas criaturas que poseían grandes riquezas y concedían deseos.
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Como siempre, espero que os haya gustado la historia.
A decir verdad me costó elegir cómo avanzar la trama pues había muchas alternativas de lo que las Janas/Xanas podían hacer, literalmente podía hacer varias versiones de esta historia. 😅
Antes de despedirme, os dejo otro hermoso dibujo que hay sobre estas ninfas (hay unos cuantos por internet).
¡Hasta la próxima!
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