Ampárate de la Hueste de Ánimas
Era una fría y oscura noche de luna llena en la que una espesa niebla cubría las calles como un manto blanco.
En medio de una oscura y silenciosa calle vacía, una taberna alegremente iluminada acogía todas las voces de hombres borrachos y cantarines.
Un hombre, Alfonso Gutiérrez, entró en la taberna y se dirigió, tiritando, hacia la barra.
—Póngame una rubia.
Mientras esperaba, contempló la estancia; prácticamente conocía a todos aquellos paisanos que se encontraban bebiendo como cubas y riendo a carcajadas.
Entonces, reconoció a Francisco y a Lorenzo, sus mejores amigos, que estaban sentados al otro extremo de la barra, hablando con efusividad y entusiasmo.
Ellos también repararon en su presencia, por lo que cogieron sus cervezas y se acercaron hasta donde él se encontraba.
—¡Arrea! ¡Pero mira a quien tenemos aquí! —dijo Francisco animadamente.
Ambos hombres le dieron un amistoso abrazo.
Al momento se acercó el tabernero y le dio su cerveza a Alfonso, quien después brindó con sus amigos y pegó un buen trago de la espumosa bebida.
—¿Dónde te habías escondido todo este tiempo? —comenzó Lorenzo.
—Perdonad mi repentina desaparición, pero mi madre se puso enferma —como bien sabréis es de corazón débil —y, a falta de mi padre, tuve que ir hasta el pueblo para cuidarla hasta que se recuperase.
—Pero hombre, ¿cómo no llamaste? ¡Nos tenías muy preocupados! —exclamó Francisco.
—No creas que no tuve ganas ni tiempo, pero el único teléfono que allí tienen estaba estropeado, y se me pasó escribiros. Sé que suenan a malas excusas...
—¡Tranquilo! Entendemos tu situación.
—Y bueno, Lorenzo, ¿qué tal con tu hijo? He oído que ya nació. Lamento habérmelo perdido.
—Mi Martín está sano como un toro, me va a salir todo un mozo. Por cierto, mi señora te manda saludos.
—Salúdala de mi parte, y dila que hace un cocido buenísimo. ¿Y qué tal Pablo, el mayor?
—Bueno, ha cogido un buen trancazo y no para de toser, pero se encuentra bien, y dijo que ya tenía ganas de que volvieras para que le enseñases a hacer nuevos trucos con la peonza.
—Dile que la próxima semana iré a verle y le enseñaré a hacer saltar la peonza con la cuerda.
Y así, entre risas y tragos, pasaron una hora charlando hasta que entró de sopetón Lázaro, con un aspecto lamentable, y gritó:
—Pero ¡¿qué hacen tan tranquilos ahí bebiendo?! ¿Es que no saben lo que viene?
Lázaro era un hombre anciano al que todos consideraban que estaba como un cencerro, por eso, al oírle decir aquello, un hombre preguntó a modo de burla:
—¿Y qué se supone que viene, viejo?
—¡Pues la Hueste de Ánimas, qué más sino! ¡Marchen pronto a sus casas y tranquen las puertas de éstas! ¡O sino la Hueste vendrá a por ustedes!
Acto seguido, todos los allí presentes comenzaron a reírse.
—¡Anda, déjese de pamplinas y mejor váyase a dormir, anciano, que ya es tarde para usted! —comentó otro hombre.
—¡Necios! ¿Os tomáis a risa algo tan serio? Pues quedad bien advertidos de que, en el momento en que escuchéis una campana sonar, ese será vuestro final. ¡Yo ya os lo he advertido!
Y dicho esto, el anciano salió de la taberna y se marchó por donde había venido.
—Vaya con el Lázaro, cada día está más chiflado —comentó Francisco.
—¿La Hueste de Ánimas? ¿De qué me suena a mí eso? —se preguntó a sí mismo Alfonso, el cual tenía la mirada fija en las burbujas que flotaban en su cerveza.
—La Hueste de Ánimas, o también conocida como la Santa Compaña- Respondió Lorenzo—. Son almas en pena que vagan por el mundo de los vivos agitando una campana y las cuales buscan a su próxima víctima, un pobre hombre que ande por las calles despistado, o que espere— bien sin saberlo o no— la muerte.
—Ah, cierto, ya lo recuerdo. Esa historia siempre me la contaba mi abuelo cuando era pequeño.
—¡Bah! Un estúpido cuento para asustar a los guajes para que no lleguen tarde a casa. Como lo del hombre del saco —soltó Francisco.
—No es tan estúpido —le contradijo Lorenzo—. Mucha gente afirma haberla visto.
—Sólo es gente supersticiosa y temerosa de Dios pregonando sus delirios a los cuatro vientos. Yo no me creo nada.
Aunque por ese comentario pudiese parecer que Francisco no era muy creyente, era todo lo contrario, iba a misa con su mujer y sus hijos todos los domingos, y se confesaba cada que podía, aunque no tuviese ningún pecado más allá de haber soltado alguna mentirijilla.
Sin embargo, Francisco odiaba los cuentos de hadas y las leyendas urbanas, para él solo eran sandeces. Tenía los pies bien puestos en la tierra.
Lorenzo, en cambio, era todo lo contrario; creía en absolutamente todo. Era muy supersticioso.
En cuanto a Alfonso, ese tipo de cosas le llamaban la atención, mas no creía en ellas. Al igual que Francisco, él pensaba que no eran más que simples cuentos de niños.
Llegadas las 11:50, los tres hombres salieron de la taberna.
—Bueno, yo ya tengo que volver a casa con mi señora, que debe de estar preocupada por mí —se despidió Lorenzo.
—Sí, yo también debería volver a mi casa —dijo Francisco, quien se fue por el extremo contrario por el que fue Lorenzo.
Una vez Alfonso se hubo quedado solo, suspiró y sacó una cajetilla de cigarros y prendió uno.
Mientras fumaba, comenzó a pensar en aquello que había dicho Lorenzo sobre la Hueste de Ánimas.
Soltó una pequeña risa.
—La Hueste de Ánimas. Pues sí que es una tontería —murmuró para sí mismo.
Tras un par de caladas tiró el cigarro y comenzó la marcha por la ancha calle.
El ambiente se encontraba sumido en un profundo y antinatural silencio.
Y de repente, una campana comenzó a sonar en la lejanía.
Alfonso detuvo el paso de sopetón.
Espero unos momentos, escuchando atento a cualquier sonido más allá de la suave brisa o el canto de algún búho, y tras comprobar que no se oía nada fuera de lo habitual, llegó a la conclusión de que tal vez se lo había imaginado.
«Será mi imaginación jugándome una mala pasada». Se dijo a sí mismo, sin mucha confianza.
Decidió no darle más vueltas al asunto y reanudó la marcha, no sin que una extraña sensación, como un presentimiento, rondara su cabeza.
†
A la mañana siguiente, había un revuelo inmenso en la plaza.
La muchedumbre estaba concentrada frente al panel de las esquelas, unos con sorpresa, otros con tristeza y otros con miedo e incertidumbre.
—¿Qué es todo este jaleo? —se preguntó Alfonso, extrañado.
Se fue abriendo camino entre la gente, y cuando llegó ante las esquelas, el primer nombre que leyó le dejó de piedra.
«Francisco Suárez Montes falleció ayer...»
¿Cómo era posible?
Lorenzo, quien también se encontraba ahí leyendo la esquela con sorpresa y horror, se giró hacia él.
—No lo entiendo, pero si ayer estuvimos con él y estaba bien. ¿Cómo ha ocurrido esto?
El anciano Lázaro apareció de repente entre el tumulto y gritó:
—¡Os lo dije! ¡Os dije que la Hueste iba a venir, pero nadie me escuchó!
Entonces el sonido de una campana vino a su mente.
¿Podría ser que aquel sonido no fue producto de su imaginación?
Su cabeza se vio abrumada, no solo por la conmocionante noticia de la muerte de su amigo, sino también por aquel pensamiento tan absurdo y a la vez tan posible...
¿Y si ese sonido de campana que había escuchado la noche anterior había sido la Hueste de Ánimas que se había llevado a su amigo Francisco?
Decidió alejarse lo máximo posible de aquel lugar, de aquel panorama, por lo que caminó sin rumbo fijo por las calles hasta que llegó, sin darse cuenta, hasta una vieja y diminuta librería.
Como no sabía a dónde ir ni qué hacer, optó por entrar en ella para distraerse y no pensar en la fatídica noticia que había recibido.
La librería se encontraba sumida en un absoluto silencio que se vio roto por el sonido de la campanita de la puerta, la cual sonó en el momento en que Alfonso abrió la puerta.
La estancia se hallaba completamente vacía a excepción del dueño, el cual se encontraba ordenando un par de libros en una de las estanterías del fondo.
—Buenas tardes —dijo Alfonso.
—Bienvenido.
Paseó alrededor de las estanterías sin rumbo fijo, leyendo los lomos de los libros sin prestar demasiada atención.
—¿Busca algo en concreto? —le preguntó el dueño, mirando en su dirección.
—Mmm... No exactamente, pero...
Entonces una idea pasó fugaz por su cabeza.
—¿Tiene algún libro sobre leyendas?
—Todos los libros sobre mitología y folclore se encuentran en las estanterías del fondo a la derecha.
—Gracias.
Los libros de aquella estantería, a diferencia de los del resto de la librería, eran de unos colores más intensos y, aunque eran tan viejos como el resto, se notaba que estaban muy bien cuidados.
No había mucha variedad, y la mayoría eran sobre mitos y leyendas extranjeras o de épocas pasadas, pero de todos ellos, se fijó en uno que llamó especialmente su atención: «Folclore leonés».
Lo cogió y, tras quitarle un poco de polvo que tenía encima, lo abrió con sumo cuidado.
Las páginas estaban un poco amarillentas, pero a pesar de ello el libro se conservaba en perfecto estado. La caligrafía era fina y alargada, como una firma. Un delicioso olor a libro viejo invadió sus fosas nasales.
Comenzó a pasar páginas y páginas hasta que encontró el capítulo que buscaba.
—«La leyenda de la Hueste de Ánimas.»
Intrigado, se sentó en una pequeña butaca de madera que había cerca y comenzó a leer:
—«La "Hueste" o "Güeste" de Ánimas, conocida en otras zonas de España como Santa Compaña, es una procesión espectral de ánimas en pena, ataviadas con mortaja blanca o negra, que en las noches del mes de los santos, recorrían los caminos, saliendo de cementerios o iglesias, para reprochar a los vivos faltas o errores cometidos, anunciar la muerte o cumplir una pena impuesta en el más allá, buscando la redención de sus pecados».
›› «Portaban una campana que hacían sonar con su andar, acompañados con la cruz y un calderillo, recorriendo el pueblo y los campos para llevarse a cualquier despistado que anduviese por la calle sin la protección conveniente de un amuleto o reliquia, o para anunciar a un enfermo que le había llegado su hora».
›› «Si te topabas con ella, salir corriendo no era una opción, y la única alternativa que existía para que no te arrebatasen el alma era marcando un círculo en el suelo con sal, tiza o una rama de tejo y metiéndote en él».
Tras leer esto, una duda asomó por sus pensamientos, por lo que, acompañado del libro, se dirigió hacia donde se encontraba el dueño de la tienda, aún ordenando libros.
—Perdone, lamento molestarle, pero he estado leyendo este libro, en concreto el capítulo de las Ánimas, y me surgió una duda a raíz de esto.
El anciano miró el libro, terminó de colocar el que tenía en las manos y bajó de la escalera para ponerse a su altura.
—Ah, sí, la Güeste, la recuerdo, mi padre me contó cuando era un crío que a mi bisabuelo se lo habían llevado porque estaba muy enfermo, a punto de morir.
—Bueno, estuve leyendo este texto, y me dejó con una duda; si las ánimas se llevan a las personas, ¿quiere decir que desaparecen sin más, o están en alguna parte?
—Pues, hay quienes dicen que, tras ser atrapados por la Hueste, pasan a formar parte de su procesión de muertos andantes.
—Ya veo... ¿Usted cree que exista?
—¿Que si creo que existe? ¡Pues claro que existe, joven! La gente está tan ensimismada con sus propios problemas que no se da cuenta y cree que son cuentos para asustar a los guajes, pero es muy real, vaya que si lo es, yo una vez logré escuchar su campana en la lejanía.
—¿Y no llegó a verla?
—¿Verla? Oh, muchacho, gracias a Dios que no, si la hubiese visto ¡No estaría aquí ahora mismo para contártelo!
Estas palabras le dejaron con una extraña sensación de miedo, pero a la vez con una pequeña esperanza, pues, ¿Y si su amigo formaba parte de la Hueste? Aunque en el libro no decía nada de que se pudiese ayudar a quienes eran capturados por ella, Alfonso no quería rendirse tan pronto.
Entonces lo vio todo claro; esa misma noche, cuando la Hueste regresase a por una nueva víctima, él estaría ahí para tratar de rescatar a su amigo Francisco.
†
Eran ya las once pasadas, una espesa niebla cubría las calles, y Alfonso se encontraba escondido en un callejón, atento a cualquier sonido.
A esas horas prácticamente ya no quedaban transeúntes por las calles; los que no estaban en los bares bebiendo ya se encontraban en sus hogares descansando.
Faltaba poco para que llegasen las doce, la hora nona, el momento en que las ánimas saldrían a caminar por la tierra en busca de algún pobre despistado.
A decir verdad, Alfonso no tenía ningún plan sobre cómo salvaría a su amigo, simplemente había ido allí, al mismo lugar en el que se despidió de sus amigos la noche antes de que Francisco desapareciese, para desmentir o confirmar su mayor temor, que era que su viejo amigo, aquel con el que había estado tantos años y con el que había vivido tantas aventuras y desventuras, se había convertido en un alma en pena condenada a vagar por toda la eternidad por la tierra sin rumbo fijo.
De repente, el Ding Dong de un enorme reloj lo sacó de su ensimismamiento advirtiéndole que ya era la hora.
Entonces, de la niebla salió un grupo vestido con mortajas blancas, que caminaba con paso lento.
Uno de ellos portaba una campana que hacía sonar al ritmo de su andar, mientras otro portaba una pesada cruz a sus hombros.
A pesar de que sus caras estaban medio tapadas por sus capuchas, Alfonso logró reconocer a su amigo Francisco en el grupo de muertos.
Reconocía su figura desgarbada y su andar cansino.
Pero lo que no reconoció, y le dejó la sangre helada, fue su expresión vacía.
Su mirada estaba apagada, sin vida, como si le hubiesen arrebatado el alma. Era como una marioneta de carne y hueso, hueca...
Alfonso no pudo contenerse más y, a pesar del riesgo que suponía, se lanzó al encuentro de su amigo.
—¡Francisco! —exclamó, agarrándole de los brazos y agitándole con brusquedad. El susodicho lo miró, pero pareciese que miraba al vacía más que a él.
—Francisco, ¿es que no me reconoces? ¡Soy yo, Alfonso, tu amigo! Por favor, vuelve en ti.
Pero por mucho que insistiese, éste no respondía. Se zafó de su agarre y prosiguió con su marcha fúnebre.
Pero una de las ánimas si prestó atención a Alfonso y, girándose hacia él, le señaló y dijo:
—A tu amigo ya le ha llegado su hora. Márchate, pues aún no ha llegado la tuya.
Estas palabras calaron en lo profundo de su alma, y fueron un duro golpe de realidad.
Hacía ya tiempo que Francisco no se encontraba en su mejor estado, bebía mucho y fumaba aún más, pero no se esperaba que muriese tan pronto, tan joven.
Esto, contra todo pronóstico, no hizo que Alfonso se desanimase, sino que le hizo reflexionar sobre lo afortunado que era de estar vivo.
Aún no era su hora, como bien había dicho aquella ánima, y tenía que disfrutar del tiempo que le quedase, y no anclarse en el pasado, por mucho que le costase asumirlo y, más aún, seguir adelante.
†
Habían pasado varios meses desde el fallecimiento de Francisco, y la gente seguía sin comprender cómo había ocurrido.
Alfonso era el único que sabía acerca de lo ocurrido, no se había atrevido ni tan siquiera a decirle a la familia de su difunto amigo sobre la causa de su muerte, en parte por traer mayor preocupación y dolor a estos, y en parte, por temor a que, al mencionarlos, pudiese invocar su presencia.
Desde lo sucedido se había vuelto más abierto de mente, y también más consciente sobre su propia vida, pues la había estado viviendo tan descuidadamente como su amigo Francisco, y comenzó a cambiar sus hábitos a unos un poco más saludables.
Dejó de fumar, comenzó a salir a caminar un poco todos los días...
Y, una vez al mes, en domingo, visitaba el cementerio para llevar flores a su amigo.
Por supuesto, la tumba era simbólica, pues no se había encontrado su cuerpo.
De alguna manera, Alfonso sentía como que su amigo no se había ido del todo. Aún percibía su presencia de alguna manera, lo que en cierta forma le reconfortaba.
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Bueno, ¿Qué os ha parecido la historia de la Hueste de Ánimas?
Si no entendéis qué significa alguna palabra, preguntad sin miedo, que estaré encantada de sacaros de dudas.
No pude resistirme a incluir expresiones del llionés, más que nada porque tristemente se está perdiendo, aunque hay algunas palabras que se conservan y quizás mucha gente no sabe que vienen de ahí, asique quería hacerle un pequeño homenaje en esta historia, que está ambientada en el pasado (no sabría dar fechas porque soy pésima para esas cosas, pero más o menos ubicad que en la época de vuestros abuelos o bisabuelos más o menos).
En las historias más ambientadas en la actualidad no veréis ninguna o casi ninguna.
Técnicamente, más que "Hueste" sería conocida como "Güeste", pero ya que es una palabra que viene del latín (y que significa «ejército de almas») quería conservar su escritura original, y aunque me sentí tentada de ponerle Santa Compaña, que es más conocida por ese nombre en España, preferí coger el nombre que se usa en León, ya que Santa Compaña se ubica más para sitios como Galicia (aunque creo que todo el mundo usa más el otro nombre, pero en fin).
¡Nos vemos en el próximo capítulo!
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