La Llorona

Cabellos negros como la noche, piel pálida como la escarcha matutina, belleza innegable pero trágica por naturaleza. Así se describe al alma de la Llorona, desde tiempos remotos. Lágrimas cristalinas cuelgan de sus ojos. Un vestido blanco como la niebla cubre su cuerpo pálido. Y sus sollozos son tan fuertes, tan tristes, que llegan a ser violentos. Horribles de escuchar.

Varias culturas, de múltiples partes del globo le han otorgado nombres y personalidades distintas. Los europeos la llamaban apenas de "la Dama de Blanco". Los mexicas la asociaban a la diosa prehispánica Tenpecutli, a la recolectora de almas Cihuacóatl, a la protectora de los huesos de los muertos Mictecacíhuatl, y a muchas otras entidades más. Para la mitología talamanqueña de los pueblos indígenas de Costa Rica, se relaciona con Itsö, un mal espíritu demoníaco. Los Mapuches de Chile la llaman Pucullén.

Pero en todos estos casos, su situación es similar; es un espíritu perdido en el tiempo y espacio, que lamenta la muerte de sus hijos y de su familia, cerca de ríos, riachuelos y otros cuerpos de agua. Y s luto es tan inmenso, que logra convertir a su melancolía en rabia. Por esto, se le considera tan peligrosa.

La Llorona, como concepto general, ha sido muy influenciada por el terror de la conquista española. Simboliza la pérdida, la miseria, la agonía y el resentimiento que el colonialismo creó en territorio Latinoamericano. Por eso, no existe apenas una Llorona, sino varias. Y cada una de sus versiones merece ser recordada y respetada, porque más allá del fascinante elemento sobrenatural que poseen, todas se basan en la sangrienta realidad de nuestro continente. 

De cierta manera, su llanto es el eco transgeneracional de miles y miles de lamentos del pasado, que fueron silenciados por las risas crueles de los colonizadores.

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