35 Sobre mudanzas y juegos sexuales

El éxito está en la puerta, mis coquitos, ¡puedo sentirlo! 😏💕 ¡Hola a todos, aquí Coco! Quien les trae una nueva entrega de su historia romántica favorita, y espera ansiosa por sus reacciones tras esta cuenta regresiva. No, no me refiero solo para llegar a 900. Esta historia comienza a apuntar hacia su desenlace definitivo, aunque claro, no tan pronto 🔥 Y estoy segura de que disfrutarán mucho el trayecto hasta que lleguemos ahí. Hoy toca dulce, hoy toca saborear el sabor del éxito. Incluso ami me está tocando un poquito, pero les hablaré de eso luego 🤩 Por ahora, mejor vayamos a lo que vinimos. Ya saben qué hacer 💋


*

—Wow. —dijo Meliodas, y Elizabeth se mordió ligeramente el labio, tratando de contener su sonrisa. Acababan de atravesar el umbral de su nuevo departamento, pero aunque se había sentido un poco mal por impedirle a Meliodas que la cargara a través de la puerta, le alegró ver que se recuperó rápido, y que estaba completamente fascinado por lo que veía. Igual que ella.

—Sí. Es lindo. —El pasillo de la entrada estaba inmaculado, con tonos blancos, arena y crema. Los muebles que habían elegido eran tan armoniosos como acogedores, y ni siquiera podía decirse que habían pasado de verdad al interior.

—Wow. —volvió a decir. No es que no hubiera querido que la cargara, es que el espacio era demasiado angosto para los dos. Además, el pobre podría haberse desfondado del esfuerzo. No, era mejor que no lo hubiera hecho. El rubio dio dos pasos tímidos al frente, luego otro más, y entonces su gatita se le adelantó, siendo la más dispuesta de los tres a explorar su nuevo hogar.

—Vaya, no es lo que esperaba —Se quejó Elizabeth al llegar a su sala, aunque no era una queja de verdad—. Lo recordaba un poco más grande. Ya con los muebles, se ve más reducido el espacio. ¿Tú qué piensas, cariño? —Él no contestó. Miraba la asombrosa vista desde las ventanas de la estancia, la cálida iluminación, los libreros de piso a techo en tres de las cuatro paredes. Y de nuevo, aquel hombre considerado un profesional de las palabras soltó una única expresión.

—Wow. —Era demasiado tierno. La doctora estaba tan feliz de estar ahí con él que sintió el impulso de abrazarlo, tanto y tan fuerte como para levantarlo del piso.

«Yo sí podría cargarlo», pensó divertida. «Atravesar el umbral llevándolo en mis brazos», rio internamente, visualizándolo vestido de novia. Toda comedia se disolvió de sus pensamientos cuando ese vestido se volvió un esmoquin blanco en su imaginación. Le pasaba cada vez con más frecuencia. Las fantasías de matrimonio le rondaban la cabeza siempre que bajaba la guardia, y tenía que admitirlo, cada vez le asustaban menos. ¿Quería a Meliodas como esposo? No lo sabía. ¿Quería una ceremonia de blanco? No estaba segura. ¿Quería pasar con Meliodas el resto de su vida?

«Sí, eso sí. Es lo único que se aclara día con día». No sabía si era posible para alguien como ella comprometerse tan seriamente, pero si alguna vez lo hacía, definitivamente sería con él. Confirmó esta percepción cuando, tras girar en la habitación, volteó de nuevo a verla con los ojos como luceros.

—Ellie, todo esto es nuestro, ¿verdad? Es decir, ¿es para nosotros? —No resistió más. Completamente conquistada por su adorable roomie, tomó su rostro entre sus manos y le plantó un beso. El rubio se dejó hacer mientras abrazaba su cintura, y antes de darse cuenta, se estaban tocando y gimiendo mientras entrelazaban sus lenguas.

—¿Quieres que estrenemos el sofá?

—Sí, quiero —ronroneó gustoso. Pero no pudieron hacerlo, pues su bebé felina se les adelantó, y también ronroneó mientras se recostaba sobre la chaqueta que ella le había quitado, justo al centro del esponjoso mueble. Ambos rieron con tantas ganas que la gatita se ofendió y se fue.

—No pasa nada. Tenemos todo el tiempo del mundo para disfrutarlo, mejor vayamos a recorrer toda la casa, que de seguro Gloxínea y Drole estarán deseando una evaluación con elogios sinceros a su trabajo.

—¡Pues vamos! —rio entusiasmado el escritor mientras le ofrecía caballerosamente la mano.

«Cómo me gustaría tomar tu mano en más de una forma», se dijo internamente. Y de nuevo, dejó a un lado esos pensamientos para concentrarse en disfrutar solo el presente con él. Si estaban juntos, todo estaría bien. Tarde o temprano obtendría las respuestas.


*

No podían estar más felices. La cocina, tan vintage y hogareña. El comedor, tan familiar y listo para fiestas. La alcoba, como un precioso nido de amor con sus maletas a la espera de desempacar. El estudio, el baño, la lavandería, la pequeña terraza y la habitación de huéspedes, recorrieron todo lo último de pasada, saltando de un cuarto a otro como niños en un juego. Solo que, en realidad, esa casa sí que tenía un cuarto de juegos, y no tenía nada que ver con la alegre inocencia con la que habían estado descubriendo su nuevo hogar. Elizabeth y Meliodas se pararon ante la puerta con la llave dorada en la mano, se miraron, y se reconocieron mutuamente por el brillo travieso en los ojos del otro.

—¿Estás listo?

—Claro que lo estoy. —La puerta se abrió con un suave y delicioso sonido de clic, y al entrar, fue turno de que ambos soltaran al mismo tiempo la expresión "Wow". Eso no era un calabozo. Y definitivamente, tendrían que escribir una carta larguísima a Gloxínea alabando su trabajo de diseño—. Esto...

—Ajá —Aquel espacio era una fusión de su alcoba, la sala y el estudio, todos sus cuartos favoritos, solo que más pequeño. Y por supuesto, la función de los muebles resultaba muy distinta.

Los recibió una asombrosa vista de piso a techo de cristal, pero aunque a Meliodas casi le dio un infarto ante la idea de que todos los vieran, pronto se dio cuenta de que el vidrio era reflectante y que había cortinas. Una esponjosa alfombra cubría casi toda la estancia, y los muebles, del mismo tono crema, se veían sumamente acogedores. Un gran sofá donde cabían ambos, uno individual de cuero, y lo más importante, su sillón tántrico, ese rojo que tanto les había gustado y que parecía tan sexy. Y había más muebles de color rojo.

La sybian chair de Elizabeth la esperaba con un moño aún puesto, las argollas en la pared que simulaban una cruz de San Andrés también eran de ese tono, habían dejado el columpio sexual montado, y había muchos cojines de formas extrañas, de los cuales él solo reconoció el que tenía forma de corazón. Pero no todo era rojo o blanco. Las estanterías, repisas y mesa eran de madera clara, olían delicioso, y había pequeños detalles decorativos en aquí y allá. Los únicos toques en negro eran unas cajoneras con contenidos misteriosos, y una percha, de la cual colgaban cinco diferentes fustas y látigos. Elizabeth se quedó paralizada a la espera de la reacción de Meliodas.

—Son solo decorativos. Recuerda que los seleccionamos antes de...

—No importa —le sonrió en un gesto profundamente sincero—. Me gusta la decoración. Aunque esta me gusta mucho más. —En una de las paredes había tres cuadros pequeños alineados de forma vertical con preciosa caligrafía en letras de oro. Decían respectivamente "Love me", "Trust me" y "Fuck me", y el rubio se quedó mirando el primero con una expresión de absoluto deleite. Elizabeth sintió que se derretía mientras miraba al frente y entrelazaba los dedos de sus manos.

—Quitaré los látigos. De todas formas tengo algo mucho mejor en mente. Espera aquí —La albina salió disparada de la habitación hacia quién sabe donde, y Meliodas se quedó con una sonrisa aún en los labios, apreciando la belleza del lugar.

Esa era una habitación erótica, ni más ni menos, pero era bastante notorio que también era suya. Había un librero, uno lleno con publicaciones suyas y de Elizabeth, así como otras referencias de literatura romántica y salud sexual. Había velas blancas aromáticas, tazones con dulces, y no podía faltar un ramo de rosas en un florero que parecía hecho de azúcar. En una de las mesitas reposaba una manta color rosa, había toallitas y alcohol desinfectante, lubricante y condones. Y una foto, una de cuando fueron al jardín botánico a leer las cartas donde se revelaban mutuamente su pasado doloroso. La primera vez que se amaron completamente libres de mentiras so secretos.

«Este cuarto es mío. Es nuestro. Este cuarto es totalmente nosotros», romántico y erótico, travieso y dulce. La copropietaria de aquel espacio para el amor anunció su regreso plantándole un sonoro beso en la mejilla, y acto seguido dejó una maleta sobre la mesa de madera,

—¡Taran! —Levantó los brazos festejando la sorpresa, y él se fue poniendo tan feliz como nervioso mientras se acercaba al misterioso equipaje.

—¿Qué llevas ahí, Ellie?

—Bueno... —A esas alturas ya la conocía, y pudo adivinar lo que era solo por su reacción. Cerró las piernas con fuerza, contoneando las caderas de esa manera que le gustaba. Se inclinó hacia el frente, colocó un dedo con perfecta manicura sobre sus labios, y pestañeó lento, de esa forma coqueta que usaba cuando trataba de seducirlo. Meliodas se acercó, pidiéndole permiso para abrir la maleta, y en cuanto ella hizo un gesto afirmativo, bajó el zíper revelando lo que ya sabía, pero que igual lo impresionó—. Son todos mis juguetes sexuales. Sabes, antes de venir, estaba teniendo un pequeño conflicto interno —dijo metiendo la mano en la bolsa—. No sabía muy bien cómo distribuirlos. Qué debería estar en este cuarto, qué en nuestra alcoba, en el baño o en mi gabinete privado. Además, ¡son bastantes!

—Sí, puedo verlo —Aquello era una maleta deportiva cilíndrica bien llena, y él no supo si relamerse, reírse o meter la mano también. No hizo falta que volviera a pedir permiso, porque lo que ella le propuso a continuación resultó justo lo que quería hacer.

—Pues bien, nuestra mudanza comenzará con esto. Cariño, quiero que me ayudes a seleccionar las piezas más deliciosas para cada lugar, y luego tal vez usemos algunas. ¿Estás de acuerdo?

—¡Totalmente! —rio feliz.

Sí, estaba nervioso. No, no estaba seguro de entender lo que hacían todos esos aparatos. Y tal vez, solo tal vez, se sentía avergonzado de estar seleccionando juguetes sexuales para mujer. Pero es que no era solo una mujer. Era su mujer. Era Elizabeth, y eso bastaba para hacerlo sentir que estaba en el lugar correcto.

—Bien, ¡dispara! ¿Qué sacarás primero de tu bolsa mágica? —Un suave beso en los labios, otra sonrisa, y la entusiasta diosa sexual sacó el primer aparato.

—Esto es un succionador de clítoris —Empezó, y acto seguido le mostró un aparatito rosa con la forma del mango de un cepillo. Solo que, en vez de cerdas, la punta tenía un pequeño orificio circular—. Se usa así. Dame tu mano —pidió. Y lo siguiente que el rubio sintió fue un ligero chupetón. Podía imaginarse lo placentero que debía ser para ella al tenerlo abajo—. ¿Y bien? ¿Dónde debería ponerlo?

«Entre tus piernas», pensó, sintiendo como la sangre se le iba exactamente al mismo lugar. Sacudió la cabeza alejando esos pensamientos, y sostuvo el juguete en su mano, fingiendo evaluarlo.

—Pienso... bueno, estaría bien aquí. Pero también deberías tener uno para ti misma y para tu cuarto. También, no sé qué tan viable sea tener uno en el baño, pero... —Estaba orgullosa. Su pupilo había aprendido muy bien. Pero no era solo su pupilo, era su hombre. Besó los nudillos de la mano con la que apretaba su juguete, y luego aplaudió con fuerza sacándole un pequeño susto.

—¡Bien dicho! De hecho, tengo varios modelos con diferentes formas. Habrá uno en todos los cuartos que dijiste, solo dime donde prefieres cada uno.

Al final, en el cuarto de juegos se quedó el que tenía forma de capullo de rosa, en el baño el que parecía un delfín, y en el cuarto el que había usado de prueba. Los demás fueron a la cajonera negra, que hasta ese momento descubrió que estaba vacía.

—Bueno, sigamos —señaló invitándolo a meter la mano en la maleta de nuevo. Entonces su novio sacó un aparato en forma de micrófono, y ella saltó como una niña a la que hubieran mostrado una varita mágica. Y en cierta forma lo era—. Esta es una vara masajeadora. Ten. Enciéndela.

Ordenó con suavidad, colocándola sobre su pecho como si en verdad fuera a cantar. El botón hizo un suave clic. Y a continuación el joven escritor vio como los pechos de su novia comenzaban a vibrar al ritmo de la cabeza de la maquinita. Su suave carne se balanceó al ritmo de un zumbido mientras ambos se sonreían, y en un acto de valor, el rubio cambió la dirección del cabezal para dejarla justo sobre uno de sus pezones.

—Mmmm... sí, entendiste la idea. Aunque yo prefiero que lo pongas aquí —dijo bajándole la mano, y la varita vibrante acabó justo en el vértice de sus piernas. Meliodas la retiró tan rápido como pudo, sabiendo que sería incapaz de controlarse si seguían por ese camino.

—Este... bueno —carraspeó antes de poder continuar—. Pienso que este debería estar aquí. Es un poquito ruidoso, y creo que esta es la única habitación a prueba de sonido.

—Y además, este tiene un lazo para sujetarse. Mira —Contoneándose cual felina, Elizabeth tomó la varita color oro y la colocó en el lugar vacío de uno de los látigos. Mismo tamaño, mismo brillo que el de los cuadros—. ¡Es perfecto! ¿Y dónde ponemos los otros? —Un cajón entero se llenó con varas de diferentes colores y formas. Ya era innegable lo que les estaba pasando, pero igual siguieron ese divertido juego erótico mezclado con mudanza—. Este es un vibrador de conejo. —declaró, y no hizo falta ser más descriptivo. El dildo con forma de pene curvo tenía un aditamento con orejas para estimular su clítoris, y los traviesos conejos también acabaron en la cajonera y su mesa de noche.

La tarde se les fue en eso, y la temperatura subía y bajaba mientras los dos trataban de aplazar la recompensa lo más que podían. Una gran pluma rosa sustituyó a otro látigo, las cadenas de sujeción acabaron sustituidas por cuerdas de algodón, una docena de coloridos huevos Tenga acabaron en una adorable canasta de mimbre en una repisa, y un estante entero se llenó con juegos de mesa picantes.

—La vaquera invertida —ronroneó Elizabeth revelándole la carta de un memorama con un dibujo de dicha posición sexual bien ilustrado—. ¿Te apetece?

—Aún no —gruño Meliodas mordiéndose el labio—. Mejor tira los dados. Si sacas más de siete, jugamos a esto. —Por desgracia sacó un cuatro, pero igual siguieron sonriendo, felices mientras guardaban cajitas llenas de promesas e ideas que se morían por probar.

Condones de sabores, lubricantes de todo tipo y ropa interior comestible. El cuarto de juegos, la alcoba y el baño acabaron con un repertorio de sabores entre los que sobresalía el chocolate, la menta y la fresa. Aceites calientes, gel en frío, lociones relajantes y hasta un slime muy pecaminoso. Cadenas de perlas y tapones anales con formas tan brillantes que parecían pequeñas joyas, y una cajonera entera se llenó de ropa para juegos de rol y lencería sensual. Comenzaban a sentirse exhaustos de ir y venir por la casa, pero más de estar reprimiendo sus impulsos. Aquella noche sería salvaje, pero aún no habían terminado de hornear aquel pastel de disfrute erótico, y Elizabeth sabía cuál sería la cereza del pastel.

—Bien, por fin acabamos de desempacar —aplaudió mostrándole la maleta casi vacía—. Solo falta una cosa.

—¿Qué? —Todo cuanto quedaba era un frasco grande de vidrio, nada fuera de lo común, muy parecido a los que se usaban para raciones industriales de mermelada—. ¿Qué es eso, Ellie?

—Es un frasco de los deseos —explicó. Nunca había sido tan romántica hasta ese momento de su vida, y le soltó la explicación en el mismo tono de una adolescente tímida—. La idea es que, cada que se te ocurra algo que quieras hacer conmigo en este cuarto, lo anotes en un papel y lo pongas aquí. Por supuesto, yo también. La próxima vez que vengamos, lo agitamos y tomamos una de las ideas. Podemos hacerla de inmediato o no, pero lo importante son los momentos que compartiremos pensando en nuestros deseos. Pero eso no es todo lo que puede ir en este frasco.

—¿No es solo para ideas sexuales?

—Pues no —tragó saliva, nerviosa, y siguió explicándole—. Valen todos los deseos. Tus ideas sobre las futuras citas que tendremos, los lugares que visitaremos, las cosas que comeremos, y todo lo que me quieras decir. Todo lo que quieras.

—¿De verdad? —Él no podía saberlo, pero ese tono suave y casi susurrado era su forma inconsciente de hacer una voz sensual—. En ese caso... ¿Podría decirte que te amo por aquí? —Sus mejillas enrojecieron, sus orejas también, y sintió el cálido aliento de Meliodas en su cuello mientras se le acercaba por detrás.

—Pues sí. Podrías escribirlo y dejarlo aquí. —Él amaba las palabras. Y ella lo sabía. El rubio tuvo que quitarle el frasco de las manos para que no se le cayera debido a los temblores.

—¡Cuidado! ¡Es un objeto muy valioso! —bromeó, y colocó el recipiente con tapa blanca al centro de todo—. Y si quisiera decirte lo bella que eres, ¿también podría escribirlo y dejarlo ahí?

—A-ajá. —afirmó. Su amado novio caminó en un círculo alrededor de ella, y fue como si dos planetas cuyas orbitas chocaran se fueran acercando, atrayéndose hacia el punto de colisión.

—Y si quisiera decirte lo importante, lo asombrosa, lo fabulosa que eres, ¿también puede ir ahí?

—Por supuesto. Mientras resistas que yo ponga lo mismo sobre ti. —Él desdeñó la idea con un gesto de la mano, como si no creyera que lo que se escribiera de su persona valiera de algo.

—Y si, por ejemplo, declarara todo lo que significas para mí, cuánto te necesito, cómo me has hecho un mejor hombre y mejor persona, ¿también podría colocarlo en el frasco?

—Vamos, no es necesario decir todo eso. Lo sé. Y además, necesitaríamos un frasco más grande.

—Sí, tienes razón. Y no. No necesitamos un frasco más grande. Necesitaría un libro, cientos de libros para acabar de decirte todo lo que siento y lo que deseo. Elizabeth, te amo —dijo como en un juramento, y tomó la única flor rosa del florero para ofrecérsela con una reverencia—. No sé cuando escribiré todos esos libros, pero al menos puedo prometerte que ese frasco nunca estará vacío. 

«¿Cómo es posible que no lo vea?», se preguntó a sí misma, sintiendo los ojos arder y el corazón latir desbocado. «¿No se da cuenta de que esa es su forma de seducir? ¿No tiene idea de lo diabólicamente sexi que es? ¿No comprende que cada palabra suya me seduce hasta sentir que pierdo la cabeza?». Había llegado el momento, y por primera vez desde que comenzeron la mudanza, se tocaron. Solo sus dedos, solo en el punto donde ambos sujetaban el tallo de la rosa. Y eso bastó para desatar un incendio.

—¡Meliodas! —Se lanzó encima de él, desgarrando su ropa, y la casa quedó oficialmente estrenada cuando se empaló hasta el fondo en su miembro sobre la suave alfombra de su cuarto de juegos. El rubio también estaba incontrolable.

Nunca lo había visto así, lanzando sus caderas hacia arriba, gimiendo a todo volumen, tocándola como si estuviera alabando a una diosa. Hicieron el amor por todo el cuarto de juegos, y a lo largo de los días siguientes, lo hicieron por toda la casa. En el sofá de la sala, donde se relajaban juntos. Sobre la mesa del comedor donde recibirían las fiestas. Contra la isla de mármol de la cocina, con aroma a pastel horneándose de fondo. A media noche, en la terraza, contra el muro del pasillo. Sobre el escritorio del estudio y, por supuesto, en su enorme cama. Cada encuentro duro, suave, dulce y romántico iba rompiendo las barreras y resistencia de Elizabeth.

No volvería a ser una persona completa sin él. Sin él, aún era brillante, exitosa, poderosa e independiente, pero algo faltaba. Se daba cuenta de que, sin él, no tendría un corazón. Y esa determinación sería lo que la llevaría a tomar una decisión en los meses siguientes.


*

Meliodas se paseaba de un lado a otro por el pasillo que daba a la sala de juntas de la editorial Suzuki, y no sabía qué lo tenía más nervioso, la última evaluación a su manuscrito, o la noticia que estaba por darle a su editor. Había pasado casi un año desde que Elizabeth y él se conocieron, meses desde que empezaron a vivir juntos, una semana desde que terminó su manuscrito. Ya era hora.

Gowther salió de la reunión con una cara mortalmente seria. Lo miró. Y luego levantó el pulgar.

—Aprobado. Todo listo hasta el antepenúltimo capítulo. Solo hacen falta unas cuantas correcciones a los últimos dos, y esto está listo para ir a la imprenta. —Los amigos saltaron emocionados en brazos del otro, y giraron en círculos celebrando la victoria, mientras el resto de los asesores se alejaban con una sonrisa.

—Oh, Gowther, ¡lo logramos!

—Sí —confirmó el pelimagenta sorbiendo la nariz—. No puedo creer que mi solterón, célibe y amargado mejor amigo haya completado la pieza maestra de literatura erótica del año.

—¡Cállate! —le suplicó cubriendo su boca—. No tienes por qué decirlo en voz alta.

—Claro. Ya no lo eres. ¿Y bien? —cambió de tema abruptamente—. Yo invito las bebidas, pero por favor ya suelta cuál es la razón de esta salida. Deja el misterio, ¿cuál es esa "enorme decisión" que estás por tomar? —lo interrogó con los ojos brillando como faros—. Ya sé, decidiste aceptar escribir la secuela.

—Esto, no. Bueno, no aún.

—No aún —repitió el editor con tono cantarín mientras el elevador bajaba—. Bueno, si no es eso, entonces debe ser aquello de ceder parte de los derechos para hacer el Webtoon. No temas, los legales protegen tu obra, y es tan buena que no me sorprendería que te contacten para hacerle una serie de televisión.

—¿Tú crees? —preguntó, caminando hacia la calle—. Ojalá, pero no. Tampoco es eso.

—Vamos a ver... —se puso a enlistar su amigo, ahora sí, ansioso e inseguro de qué podría ser—. ¿Qué más tenemos en puerta? El contrato que te prometió Mael, aunque eso te lo tenía prometido desde que empezaste el proyecto. Mmm, ¿tal vez el lanzamiento de tu nueva identidad literaria fuera del anonimato? ¡Ya sé! ¡Por fin decidiste deshacerte de Liz! —Su mejor amiga había estado especialmente decaída y distante con él esos días, pero con todo, no había abandonado el proyecto.

—Claro que no, cabra loca. Para ya, ¡que no es nada de eso! —se rio, pero acto seguido se puso extraordinariamente serio. Ese gesto bastó para que por fin el pelimagenta enfriara sus emociones un poco, y por suerte ya habían llegado a la cafetería, pues había llegado la hora de la verdad.

—¿Entonces? —El día estaba precioso, el sol brillaba, el cielo era azul y todo parecía perfecto.

«Es el momento».

—Voy a pedírselo.

—El "qué". ¿A quién? —Entonces Meliodas metió la mano al bolsillo, y sacó una pequeña cajita roja de terciopelo cuyo significado Gowther entendió de inmediato.

—Llegó la hora. Voy a pedirle matrimonio a Ellie.

El tiempo se detuvo mientras el peso del viaje golpeaba a los dos amigos, y no les importó la poca masculinidad que mostrarían al hacerlo. Se callaron, comenzaron a llorar y se abrazaron con fuerza.

—Felicitaciones —susurró Gowther—. Yo... diablos, no sé qué decir.

—¿Mi editor literario no tiene nada que decirme? Vaya, esto es grave. —Feliz no alcanzaba a describirlo, pero apenas pasó la solemnidad del momento, la energía desbordada de Gowther volvió.

—¿Cuándo vas a pedírselo? ¿Quién más lo sabe? ¿Ya comenzaste a planear los detalles de la boda?

—Calma, calma —se rio tratando de quitárselo de encima—. Pronto. Nadie más lo sabe, solo tú, y considéralo un privilegio. En cuanto a los detalles, no pienso planear nada. No hasta que ella diga que sí.

—Claro, como si fuera posible que te rechazara. —se burló el otro, pero la verdad, Meliodas no estaba completamente seguro. Después de todo, era Elizabeth. Tendría que confiar en el destino y su suerte—. Yo que tú iría llamando a Ban y King. Necesitarás padrinos, seguro esta será la fiesta del siglo.

—A-aún no sé si nos casaremos por lo religioso. Podría ser una ceremonia civil.

—Hasta crees. ¿Un romántico empedernido como tú, perdiendo la oportunidad de declarar tu amor eterno?

—Pensaremos luego en eso —reconoció, ruborizándose y dándole la razón—. Lo importante es que diga que sí.

—Claro, claro. Oye... —dijo volviendo a ponerse serio—. ¿Y Zel? —Ese aún era un tema, más o menos.

Había ido a algunas cenas familiares. Incluso accedió a ver a su padre un par de veces. Se había mostrado tan frío como un cadáver con él, y pese a las lágrimas de cocodrilo del viejo, en realidad nada había cambiado. Solo que su hermano insistía cada vez más en que se acercara a la familia.

«Lo que se rompió en esa cena de Navidad no puede repararse», pensó Meliodas, y al final Zeldris tuvo que estar de acuerdo. La primera donde hablaron de su madre abiertamente. La única donde alzó la voz. La última que pasó en casa. Después de eso se fue, y no habían vuelto a ser una familia real hasta ese año, y eso porque el viejo se estaba muriendo. ¿Quería que volvieran a formar parte de su vida? «No». Se respondió en el acto. «Elizabeth se convertirá en mi familia. Y tengo a mis amigos. Ellos son la única familia que necesito». Estaba feliz, demasiado feliz como para arruinarlo trayendo a la fiesta un pasado que ya no existía.

—Solo invitaré a Zel. Tu tranquilo, viejo. A partir de ahora, la vida solo traerá cosas buenas. —Por supuesto, estaba equivocado, y ese pasado que no había podido resolver colisionaría con el presente con la fuerza de un tren descarrilado. 


***

Fufufu 😈 Coco y sus finales dramáticos. ¡El fin se acerca! ¡Lo más intenso está por venir, y no me refiero al sexo! Bueno, en parte 😏 Por fin veremos llevar a cabo todos los planes maquiavelicos de Estarossa, y me prometo algo: se van a sorprender de sus motivos. No, no es solo por Elizabeth, aunque sí, pero no de la forma en que imaginan. Pero me estoy adelantando, ¡calla, Coco! 🤣Mejor nos despedimos por ahora. ¡Eso sería todo, mis coquitos! Les mando un beso, una abrazo, mis mejores deseos para la semana que inicia y, si las diosas lo quieren, nos vemos el fin para más. 




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