Capítulo 2
Mi abuelo Monchy, una de las pocas personas que habían visto el desplome del mundo y su subsiguiente renacimiento, me había enseñado a amar el mar y todo lo que representaba.
Su inmensidad acuosa, lo fiero y traicionero que podía ser si lo desafiabas; lo generoso y benévolo en que podía convertirse para aquellos que trabajaban laboriosamente en la búsqueda piadosa de sus tesoros. Tumba insaciable o fuente de riquezas. Podía ser todo y nada para aquellos que emprendían la travesía a través de sus olas, y nuestra isla, rodeada por los cuatro cabos de su majestuosidad, requería de sus bonanzas para seguir existiendo.
La historia de mi abuelo no era muy impresionante, pero sus conocimientos sí.
Sabía de todo, recordaba hasta los detalles más insignificantes del pasado y contaba historias que parecían provenir de otra dimensión.
Su padre había sido maestro, cuando aún se creía que los niños debían estudiar desde tierna edad y se podían desempeñar infinidad de oficios al crecer. Ni siquiera cuando sobrevivir se volvió prioridad y tuvo que dedicarse a otra cosa, dejó de enseñarle a mi abuelo cosas nuevas, y él a su vez, dedicó largas horas a enseñarme a leer y escribir. Era de los pocos adultos que aún nos prestaban algo de atención.
—Abuelo, ¿es verdad que todo el mundo está pasando hambre y nuestra misión es evitar que desaparezcan? —Recordaba haberle preguntado mientras me enseñaba a izar las velas de la barca que solía usar para sus labores, desde el ocaso.
Sus brazos fuertes, y llenos de besos del astro rey, me sostenían el talle, elevando mi estatura. Éramos sacudidos por el ligero vaivén cadencioso de las olas, inquietas en su labor de devolver a la orilla todo lo que no era del mar.
—Tal vez en otra época sí, pero me temo que actualmente no —contestó. Se quedó en silencio mientras me colocaba sobre el suelo de madera de la barca y soltaba las amarras.
Me hizo señas para que me sentara, y, descendiendo a la orilla, la empujó con sus palmas abiertas hasta que quedamos a la merced de las olas.
Los primeros rayos de luz solar hacían que el agua brillara en una increíble sinfonía de tonos verdes y azules. Algunos pececillos se acercaban, atraídos por el aroma de la carnada fresca. Mi abuelo decía que, si queríamos tener alimento a diario, debíamos respetar la vida de las crías; así la abundancia del mar jamás cesaría.
Mi abuelo permaneció cabizbajo. Reflexionaba en lo que acababa de preguntarle. Se subió a la barca, y cuando había remado lo suficientemente lejos para que nadie más nos escuchara, añadió:
—Sin importar la época ni las circunstancias, los poderosos nos quieren sumisos e ignorantes. Lee mi niña, llena tu mente de conocimiento, de ideas propias y ajenas, de pensamientos sabios, de amor por los tuyos. Un día ya no estaré en esta tierra para enseñarte y protegerte... recuerda que este mundo, nuestro mundo, es solo una pequeña fracción de un universo lleno de belleza.
—¡Espérenme! —Un grito desesperado, estridente y más que todo, usual, hizo que mi abuelo desviara la atención hacia tierra firme, carcajeándose al observar cómo un adolescente escuálido y somnoliento se lanzaba al agua y empezaba a nadar hacia nosotros.
Ushi se sacudió cuál perro salvaje al subir a la embarcación, salpicando con las gotas saladas todo en el barco, incluyéndome.
Miré a mi hermano de crianza con desaprobación, al tiempo que me limpiaba las gotas de la cara. Su pelo lacio y de hebras superfinas, yacía desparramado sobre su rostro, cubriendo sus ojos casi inexistentes. Estaba más alto que un mes atrás, pero seguía siendo un niño tonto al que siempre se le pegaban las sàbanas. Desvié la mirada iracunda, inflando los cachetes. Ushi, haciendo una sola de sus muecas mientras tomaba uno de los remos con sus brazos casi esqueléticos, me hizo sonreír.
Sonrisas.
De esas no me faltaban mientras mi abuelo vivía y antes de que Ushi se marchara. Ahora solo me limitaba a reparar redes, extraer entrañas de pez y fingir que no me fijaba en lo opresivo e injusto que era el sistema que regía nuestra existencia.
Desde su mayoría de edad, los hombres del pueblo tenían la obligación de ir al mar muy temprano en la mañana, sin importar que tuvieran o no experiencia en el arte de la pesca. Las mujeres adultas trabajaban para los agentes del gobierno, limpiando los peces y empacándolos para su correcta transportación a través del mar, a los "hambrientos" que esperaban a que los países bendecidos con el don de producir todo tipo de alimentos naturales, compartieran su abundancia. Quien veía a un padre de familia trabajar todo el día para poner sobre la mesa dos piezas de arenque en una familia de diez, sabía que más que compartir con otros, nos estaban robando.
Pero nadie decía nada. Así como nadie parecía darse cuenta de que los zapatos, que antes le habían cubierto de la caricia ardiente de la arena, habían desaparecido de todas las casas. Era inútil siquiera mencionarlo. A los pocos que tenían la delicadeza de retirar la mirada de sus soundviews por más de dos segundos para prestarme atención, le resultaba absurdo que una vez alguien se viera en la necesidad de cubrir sus pies de forma diaria. Su insistencia en negar algo tan evidente, hacía que en ocasiones dudara de la veracidad de la desaparición constante de las letras y su incidencia en los objetos físicos que representaban.
Usé el dorso de la mano izquierda para retirarme el sudor de la frente y seguí remendando. Extrañaba tanto a Ushi. Él al menos encontraría el lado cómico del asunto, ayudándome a olvidar el tema de una vez por todas.
—¡Ven acá, Mela! ¡Ayúdame a mover esto!
Obedecí a la exhortación de mamá, quien reparaba las redes de uno de los navíos que enviaban del exterior, y en el que trabajaban todos los desdichados que no contaban con una barca ni los medios para comprar una.
Tuve que avanzar dando saltitos para no chamuscarme los dedos al hundirse en los granos albinos. Casi escuché mis pies chisporrotear al entrar en contacto con el agua fresca de la orilla.
Si un pescador independiente debía entregar al gobierno el setenta porciento de su pesca diaria, un obrero de uno de esos navíos debía desprenderse del noventa, haciendo que llevar el sustento diario a una familia numerosa fuera una tarea colosal. Algunas mujeres se unían a la labor de sus esposos, colaborando con otras tareas, y así llevaban un poco más de pan a la mesa todos los días.
—¡María, mete a esa muchacha a su casa! —vociferó mi padrastro a la distancia, al tiempo que su barca se acercaba a la orilla. A juzgar por su mal humor y porque estaba de regreso más temprano de lo habitual, otra vez no había atrapado nada.
—Mela solo vino a traerme un poco de agua y quiso ayudarme un rato. Ya sabes que le gusta trabajar.
—Trabajará todo lo que quiera, pero en el campo. No tiene nada que buscar en el mar.
Apreté los dientes e intenté gruñirle, pero hasta yo sabía que me había buscado solita el recelo de Pedro al salir en la barca del abuelo de noche, tras varios días en los que había regresado a casa con las manos vacías.
Toda la playa era monitoreada a diario, no por otros seres humanos, sino por una especie de drones hipersensibles que detectaban la más mínima infracción a las normas, paralizando al rebelde con pulsos electromagnéticos, antes de llevarlos al centro de detención más cercano. La desventaja de estos cuerpos del orden mecánicos era que, cuando quienes los controlaban se quedaban dormidos, todas sus funciones quedaban inutilizadas. Por eso mi abuelo solía pescar tan temprano y yo me aventuré al mar antes del amanecer.
Había sido muy arriesgado.
Infringir el toque de queda y extraer recursos marítimos sin autorización se consideraba un delito tan grave como matar a alguien, todos lo sabían. Era cierto que conseguí pasar desapercibida y hasta fui capaz de recolectar más peces en unas horas que él en días, pero mamá había llorado tanto temiendo que en cualquier momento vinieran a llevarme, que juré nunca intentarlo de nuevo; aunque no negaré que me pasaba mil veces por la mente al ver la incompetencia de los demás hombres de nuestra isla.
La pesca no se trataba de fuerza física sino de ingenio. De conocer el entorno, de entender los hábitos de los peces, de pensar en las necesidades de tu familia y comprender que dependían de lo que llevabas a casa para subsistir. Si te pasabas los días en el mar mirando la proyección de tu soundview en vez de las redes, por supuesto que no ibas a pescar nada. Ahora que lo pensaba, en una tierra tan rica, con un mar lleno de abundancia, tal vez lo que nos había sumido en la miseria, era, más bien, la costumbre de los supervivientes de concentrar todos sus sentidos en las imágenes que provenían de sus mentes y existían para su entretenimiento.
Elevé la mirada hacia la colosal embarcación, que al fin desplegaba sus anclas, emitiendo una estela de humo blanquecino debido a la quema de carbón que le permitía moverse. Incluso los que se suponía debían estar vigilantes en la proa, buscando los bancos de peces, yacían obnubilados por las proyecciones, riendo a carcajadas o subiendo imágenes alteradas de sí mismos o su entorno, totalmente desconectados del mundo y su trabajo, mientras muchos de sus niños sufrían desnutrición extrema. Ni siquiera les interesaba que había más allá, que se ocultaba tras la marea y un cielo color salmón; por qué sus seres queridos seguían desapareciendo cada pocas semanas.
Sentí a mi madre tocarme la espalda con los ojos llenos de disculpa, y extendí la mano en dirección a Yael, para que me acompañara devuelta a casa. Tuve que gritarle en tres ocasiones para que al fin despegara la mirada de la proyección y me obedeciera. Sus piecitos diminutos se hundieron en la arena, luego de salir de debajo del tronco del cocotero que le brindaba sombra, corriendo a toda velocidad hacia mis brazos al sentir lo caliente que estaba. Se parecía mucho a su padre, pero me amaba tanto como si fuera su madre. La nuestra... se había perdido en las lagunas de la tristeza, conformándose con una vida que no quería porque le parecía más difícil enfrentarse a un mundo injusto, sola.
Mi casa no estaba demasiado lejos de la costa. Mi abuelo la había comprado en medio del caos del siglo, queriendo alejar a su familia de la anarquía que se vivía en las ciudades. Las pocas personas que habían tenido la sensatez de hacer lo mismo, no se habían visto obligadas a vivir apiñadas en las habitaciones de los antiguos resorts en los que los turistas que visitaban la isla solían vacacionar antes de que la economía colapsara y los recursos naturales de nuestro país se declararan patrimonio mundial.
Desde entonces, no podías dedicarte a otra cosa que no fuera la producción de alimentos o de energía. Lo demás provenía del exterior, en muy poca cantidad y siempre con desperfectos, como si fueran los desechos del mundo, como si fuéramos los esclavos de la humanidad.
Lo único que llegaba en abundancia y sin retraso eran los soundview. Desde que nacíamos, aunque se averiaran... una persona sin un soundview era algo sumamente inusual. Por esa razón, porque los del exterior siempre nos proporcionaban eso que para muchos era el sustento de su existencia, trabajaban sin parar y con pocos beneficios.
—Pamela, ¿quién es ese hombre que está frente a la puerta de nuestra casa?
—¿Hombre? —Elevé la mirada en dirección a la casa desvencijada, con la pintura sucia y desvaída a la que llamábamos hogar, ante las palabras de Yael.
Mis piernas emprendieron la carrera en su dirección de inmediato, como un náufrago que usa sus últimas fuerzas para nadar en cuanto divisa tierra firme.
Me aferré a la figura alta, de ojos rasgados y la piel más quemada por el sol de lo que se esperaría de alguien con su ascendencia, sintiendo como Ushi me apartaba de golpe, mirándome a mí y al niño, por escalas. Lucía muy desconcertado, aterrado incluso.
—Señorita, ¿por qué...?
—¿Señorita? ¿Así llamas a tu hermana?
Sus ojos se agrandaron, o al menos intentaron empujar sus párpados para hacerse más grandes. Ushi se quedó en silencio, luego intentó hablar, luego silencio de nuevo. Al final solo soltó un hola. Incluso Yael se rio por su reacción tan extraña.
—Tú debes ser nuestro hermano mayor. Yo soy Yael el hermano pequeño.
—A ti si te conozco. —Ushi se abalanzó hacia él y lo subió a sus hombros. Continuaba sin mirarme—. ¿Has cuidado bien de la traviesa de Mela?
—Por supuesto. Espero que me hayas traído como recompensa algo.
—¡Claro que sí! —Lo colocó en el suelo y empezó a rebuscar en su mochila, o lo que quedaba de ella, estaba llena de parches y a las asas no le cabía un remiendo más. Su ropa no lucía mejor.
Ushi sacó algunos víveres de su interior. Me extendió una mandarina sin levantar la cabeza. Ya me estaba fastidiando ese afán de no mirarme. Entre todos los cachivaches y alimentos, asomó una especie de animal a la que le faltaba una pierna, lleno de trazos que ocultaban sus ojos y le conferían una expresión enojada, y se lo extendió.
Yael saltó de alegría con tanta efusividad que casi alcanzó la altura de Ushi.
—Esto... Esto... ¿Qué es esto? —preguntó al fin con su tierna vocecita.
Ushi se rio y yo llevé la mirada hacia él, contemplando el lugar vacío entre sus dientes, consecuencia de aquella vez que se trepó a una mata de cocos sin permiso y cayó desde la cima. Pensábamos que se había matado, pero solo perdió un diente.
Ushi se acuclilló en el suelo al tiempo que sus mejillas se encendían de nuevo.
—Eso es un dinosaurio. Eran más grandes que una casa y habitaban la tierra.
—Se cree que habitaron la tierra. No enseñes al niño cosas que no son ciertas.
—¡Wao, un dinosaurio! —gritó Yael eufórico al tiempo que volvía a saltar.
Ushi se encogió de hombros y me miró por segunda vez. Soltó un suspiro. Luego se le puso toda la cara roja de nuevo y se puso de pie. Estaba actuando demasiado raro. Parecía que había aprendido nuevas costumbres durante los cinco años que llevaba en el campo de cultivo y sobre todo, ahora andaba descalzo como todos los demás.
—¿Y tus zapatos, Pamela? ¿También se los robaron?
Llevé la mirada hacia Ushi, parpadeando un par de veces al escucharlo usar esa palabra con todas sus letras. Sentí felicidad y alivio, pero también miedo, un intenso terror. Lo que estaba pasando no era el resultado de mi imaginación.
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