58

LEONE

Gianni y yo éramos buenos amigos. Nos complementábamos a la perfección a la hora de realizar operaciones y siempre pretendíamos ayudarnos mutuamente. Pero en este caso Gianni se había vuelto completamente loco. Me encontraba sentado en la silla de mi despacho, con las manos formadas en puños y mis codos sobre la mesa. Gianni explicaba su plan frente a mí, con exactitud. Me gustaba. Era bueno.

—Es perfecto. —Dijo mi amigo, cruzando sus brazos sobre su pecho y dirigiéndome una sonrisa divertida. Sonreí de la misma forma.

—Lo es. Me gusta. Pero... me gustaría saber quién es ese infiltrado del que hablas.

—Debe ser de confianza. —Dijo. Negué con la cabeza—. Leone, esa persona va a tener que meterse en la boca del lobo.

—Lo sé, Gianni. Me ha quedado claro. Pero no puedo arriesgar a ninguno de mis hombres de confianza. Y sabes que no me fio de nadie.

—Yo no he dicho que tenga que ser un hombre.

Mi vista se quedó fija en el suelo. Intuía muy poco lo que mi amigo quería decir, hasta que di en el clavo en menos de dos minutos.

—Ni de coña. —Dije recostándome en la silla.

—¿Por qué? —Preguntó. Le miré con los ojos como platos mientras él avanzaba y se sentaba despreocupadamente en la silla de en frente—. Piénsalo. Ira de incógnito. Cambiaremos su físico y nadie se dará cuenta de que es ella.

—No, no y no. Emma no va a ir a la mansión Volkov. —Gianni echó la cabeza hacia atrás. —No me hagas esto, Gianni. Cualquiera menos ella. Además, la conocen. Volkov reconoce a cualquiera. No va a ir, con todos esos babosos apostando por llevarse la palma con una de esas chicas que subasta. Destacará como mujer entre todos ellos y la descubrirán.

—No, porque irá como una de las subastadas.

—¿¡Qué!? —Pregunté con un chillido—. ¿¡Pero tú te has vuelto loco!?

—Es brillante, Leone. No es loco.

—¡Está embarazada, joder! —Le grité a mi confidente mientras sacaba la pistola de mi pantalón.

Gianni no levantó los brazos cuando le apunté a la cabeza. Es más, se quedo en la misma posición y su expresión seguía siendo neutral. Tantos años conmigo hicieron que se acostumbrara a mis arrebatos de ira. Pero debía entenderlo. Sabía perfectamente lo mal que lo pasé cuando Adrianna murió, el hoyo en el que me metí yo solo por la depresión y la tristeza. No podía volver a pasar por eso porque no solo me hacía daño a mí, sino también a los míos.

Va bene (está bien). Buscaremos otra solución. —Dijo. Mi pecho aún subía y bajaba de rabia y coraje—. Ahora baja el arma antes de que se te vaya la olla y me pegues un tiro.

Bajé el arma de mala gana, dejándola sobre la mesa y sentándome con desparpajo en la silla. Froté mi barbilla con frustración intentando averiguar cómo hacerlo. Entonces, Gianni volvió a hablar.

—Yo iré con ella. —Le miré con el ceño fruncido. Cogí aire con lentitud y fuerza para no tener el impulso de volver a coger la pistola y matarlo.

—Gilipollez tras gilipollez, Gianni. ¿Qué parte de que mi prometida no va a entrar en la mansión Volkov no entiendes?

Se hizo el silencio en la oficina. No podría soportar de nuevo el dolor y la angustia de perder a la mujer que amo. Mi amor por Emma es tan inmenso que sabría perfectamente que en cualquier momento me hundiría en la miseria y quizás no pudiera volver a salir de ella. Con Adrianna lo hice, salí de la depresión y de la mala vida en la que me metí tras su muerte. Me culpé día tras día hasta que Salva y Gianni consiguieron sacarme a flote, con sesiones psicológicas en el hospital y mucha pero que mucha desintoxicación. Fui un Leone completamente diferente al que actualmente soy, y por eso no puedo volver a esos tiempos. No quiero volver a pasar por lo mismo, no ya por mi salud física, sino por la de mi corazón. Emma ha reconstruido algo que creía que fuera imposible de reconstruir, pero lo hizo.

—¿Y quién va a entrar? ¿Tú? —Dijo Gianni un tanto exasperado, poniéndose de pie y señalándome con la mano. Asentí con la cabeza—. No, Leone. El Don es la parte más importante de la mafia. Eres el rey, eres el pilar fundamental. Si ese pilar cae, el rascacielos, por muy alto que sea, cae.

—No me vengas con metáforas baratas. —Dije poniendo mis pies sobre el escritorio. Levanté mi vaso de whisky y me lo bebí de un trago.

—Pues esa metáfora refleja la realidad. Tú no vas a ir. —Dijo Gianni—. ¿Quieres que tu hijo se quede sin padre?

—¿Quieres que tu buen amigo se quede de nuevo sin el amor de su vida? —Pregunté de forma sarcástica.

Un pinchazo en el pecho hizo que soltara una mueca en vez de una risa sin gracia. Me quedé en silencio durante varios minutos. Si moría tendría un sucesor, mi hijo. Así era el mundo de la mafia. Quisiera o no, sería el siguiente en ser el jefe de la mafia. Aunque realmente no deseo ese castigo a nadie. Me levanté de la silla, dejé el vaso en la mesa y pasé por delante de Gianni. Antes de apoyar la mano en el picaporte de la puerta, la voz de mi amigo me frenó en seco.

—Piénsalo, ¿vale? —Me giré de nuevo hacia él con lentitud.

—Si digo que no, es que no. —Abrí la puerta con fuerza. Abrí la boca antes de que pudiera hacerlo Gianni—. Fin de la conversación.

Salí pegando un portazo. ¿Es que nadie entendía que no podía volver a pasar por lo mismo? Todos mis socios quisieron volver junto a mí cuando Adrianna murió, absolutamente todos. Pero no lo permití. Ellos se burlaron, ellos dudaron de nuestro amor, ellos sabían que no terminarían bien... aunque razón no les faltaba. Adrianna murió por mi culpa. Tuve que dejarla aquí por una puta discusión, y al final murió delante de mí. Subí las escaleras de la mansión para ir de nuevo a la habitación y disfrutar de la compañía y el amor que me brinda mi futura esposa. La quiero como nunca he querido a nadie. A Adrianna la quise, pero Emma... era otro mundo. Era increíble, cada átomo de mi cuerpo amaba a esa mujer.

Mi enfado disminuía a medida que avanzaba hacia la habitación, pero la conversación que se llevaba a cabo dentro de ella hizo que la ira volviera en menos de un segundo.

—No pretendas llevar a cabo un plan tú sola sin saber con certeza en el mundo en el que ahora estás metida. —Le dijo Salvatore a la mujer que hace casi una hora y media dejé ahí dentro.

¿Plan? ¿Emma iba a llevar a cabo un plan? Escuchaba unos pequeños sollozos por su parte. Me apoyé contra el marco de la puerta, cruzándose de brazos para seguir escuchando. Notaba los pasos de alguien cada vez más cerca de la puerta, por lo que supuse que era Salva, dispuesto a salir de la habitación. Podría matarlo por esto, pero mi enfado no iba hacia él en estos momentos.

—¡Espera! —La voz de Emma se hizo presente. Estaba llorando—. Yo... le amo, Salva. Le quiero con toda mi alma pero no puede retenerme aquí dentro sin hacer nada mientras están torturando a mi hermano en la cárcel de esa forma. Quiero ayudar a mi familia.

Mi ceño se frunció aún más al escucharla. ¿Acaso no sabía que haría cualquier cosa por ella y por su familia? Su familia era la mía ahora. Pero la bombilla de mi cabeza se encendió. ¿Cómo sabía que estaban torturando a su hermano en la cárcel? El pobre chico solo llevaba menos de dos días ahí dentro y Vitali ya se había encargado de él. El sonido de la puerta me sacó de mis pensamientos, dejándome ver a Salvatore frente a mí, tapando a Emma con su cuerpo.

—O puedes decírselo tú misma.

Fue lo último que dijo Salvatore antes de marcharse. Me hice a un lado antes de entrar en la habitación y cerrar la puerta a mis espaldas. Emma estaba sentada en la cama, con las piernas dobladas contra su pecho. Las lágrimas salían y salían de sus ojos, los cuales eran seguían siendo verdes pero más hinchados de lo normal. Llorar hacia que sus ojos se vieran incluso de tono azul, pero no quise fijarme en eso. Era mi debilidad. Mi prometida era una mujer hermosa, pero ahora mismo lo último que quería era alabar su belleza. Lo que quería en ese momento eran respuestas.

—Leone... yo...

—No intentes justificarte. Sabes lo que ocurrió la última vez que fuiste con Volkov. —Me giré para mirarla—. Casi te pierdo.

Mi tono no era de enfado, era de angustia, de cansancio. Porque, como he dicho ya cientos de veces, no puedo volver a pasar por ese dolor.

—Yo... mi hermano... —Su voz se quebraba.

—¿Cómo has sabido lo de tu hermano? —Pregunté sin rodeos. Ella se quedó callada, sin decir ni una palabra—. Dímelo, Emma.

—Arianna. —No utilicé ninguna expresión para mi rostro. Dejé que siguiera hablando—. Ella... ella me llamó a través de un número que no tenía guardado. Me recriminó haberme olvidado de ella, no parecía la misma. Me preguntó si había visto la fotografía que, al parecer, medio mundo ya ha visto. Y entonces me la envió.

Suspiré derrotado. Mis manos se apoyaron en mi cabeza y mis codos en mis piernas. Me revolví el pelo varias veces sin saber qué hacer.

—Tú la viste antes que yo, ¿verdad? —Volvió a preguntar. Asentí con la cabeza—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Su pregunta estaba cargada de lágrimas y decepción.

—Quería protegerte, amore (amor). —Dije en un susurro. Quise coger sus manos, pero no lo permitió. Se apartó levantándose de la cama.

—¿Protegerme? ¡Es mi hermano, Leone!

Las lágrimas caían sin control por sus mejillas y yo lo único que podía hacer era quedarme sentado en la cama. Hiciera lo que hiciera, se alejaría de mí. ¿Por qué era tan cabezota? ¿No entendía que la persona que llevaba en su vientre era mi hijo! ¡Nuestro hijo! Me levanté más enfadado que nunca.

—¿Y qué es lo que pretendes, eh? —Pregunté.

La noche caía, no me había dado cuenta de la hora que era. Emma miraba el suelo como si hubiera algo en lo que encontraría la respuesta. Escuché lo que le dijo a Salvatore, él también le preguntó lo mismo que yo. Esta vez no respondió. Ni siquiera me miraba a la cara.

—Mira, no sé qué te pasa. No sé qué mosca te habrá picado, pero es mejor que me vaya. —Dije. Ella levantó rápido la mirada y sus ojos se cristalizaron de nuevo.

—No... no, per favore (por favor)... —Suplicó. Mis manos sudaban ante la idea de irme, pero no me quedaba más remedio. Algo me rodeó el brazo.

—Necesito pensar, Emma.

Sus manos me soltaron y salí de allí más despacio de lo que hubiera querido. Bajé las escaleras con los puños cerrados y los nudillos blancos. Vi a Salvatore apoyado contra la puerta del salón.

¿Tutto bene? (¿Todo bien?) —Preguntó mi mejor amigo. Solo asentí con la cabeza. Él frunció aún más el ceño—. ¿Seguro?

—No quiero volver a verte dentro de una habitación junto con mi prometida, y menos si es la mía. ¿Entendido?

No me había dado cuenta de que le había sujetado del cuello. En algunas ocasiones, la ira me cegaba. Y en este momento no quería ver a ninguno de los dos. Carina se interpuso en mi camino. Quise rodearla, pero me lo impidió.

—¿A dónde va, señor? —Me preguntó con formalidad.

—A dar un paseo.

—Es casi la hora de la cena, es mejor que se quede aquí. —Dijo cruzándose de brazos. Me alejé de ella rápidamente, pero me frenó su voz antes de abrir la puerta—. Con su mujer.

—Mi mujer es... independiente. Además, no es apropiado llamarla así, Carina. No estamos oficialmente casados. —Abrí la puerta, viendo cómo Gianni venía hacia mí.

—Su mujer la quiere. Y espero que usted a ella también.

La duda que trasmitía su frase me cabreó aún más. Gianni y Carina me miraban con lástima y yo solo pude salir de la mansión y pegar un portazo. Indiqué a todos mis hombres que vigilasen la mansión como si les fuera la vida en ello. Nadie, y lo repetí hasta la saciedad, nadie entraría en mi casa.

—¡Leone! —La voz de Gianni me frenó de nuevo. Su mano se posó en mi hombro, haciendo que me girase hacia él—. ¿A dónde vas?

—Por ahí. —Dije sin querer dar más explicaciones. Su ceja se alzó, como si fuera un padre regañando a su hijo.

—Voy contigo.

—¡No! —Me apresuré a decir—. Quédate y vigila a mi prometida.

—Pero... No irás con... —Levanté la mano para que no siguiera hablando.

—Sí, lo necesito. —Respondí tajantemente.

—La vas a cagar, Leone. Te lo advierto. —Dijo. Me limité a darme la vuelta para montarme en mi Ferrari. En cuanto lo puse en marcha, Gianni se agachó para que pudiera oírlo—. No caigas de nuevo en sus redes.

—No lo haré.

Las ruedas rechinaron contra el asfalto y algunas piedras volaron a medida que salía de la mansión con rapidez. Mi mente voló a años atrás mientras conducía. Mucho antes de conocer a Adrianna. Esos recuerdos que creía bonitos, en realidad eran todo un tormento.

—¡Leone!

Una voz intentaba que me diera la vuelta, que volviera con ella y que no me fuera a tantas horas de la noche. Pero no había vuelta atrás. Ella lo quiso, ella me pidió que me fuera de su vista. Así que sus deseos fueron órdenes para mí.

—¡Leone! —Me di la vuelta de nuevo para ver a la mujer en la puerta de la mansión. Corrió hacia mí—. No te vayas. Per favore (por favor)...

—Me dijiste que me fuera. Entonces me voy. Quédate en casa. —Me fui al coche y abrí la puerta. Aunque no me dio tiempo a meterme antes de que volviera a llamarme—. No voy a volver a repetirlo.

—¿Vas con ella, verdad? —Preguntó.

—Me voy a Inglaterra, Adrianna. —Aclaré, harto de la situación—. No saques las cosas de quicio, per favore (por favor).

—¿La vas a llevar contigo? —No contesté. Me limité a salir de la mansión quemando rueda.

Conduje por las calles de Florencia sin rumbo fijo, todavía quedaban unas cuantas horas hasta que me fuera a Inglaterra. El vuelo no salía hasta las cinco y media de la mañana y en ese momento eran las once de la noche, por lo que tendría tiempo para hacer cualquier cosa antes de irme. Aparqué en una de las zonas más apartadas de la ciudad. Froté mi cabeza y me di dos pequeños cabezazos contra el volante del Ferrari. De repente, mi teléfono comenzó a sonar sin parar. Cuando vi el nombre en la pantalla, un sudor frío se apoderó de mi nuca. Descolgué y tardé varios segundos en hablar.

—Ciao (hola), Viviana.

—Leone, cariño. Cuánto tiempo sin oír tu voz. —Dijo la mujer al otro lado de la línea.

—Sí. Ha pasado mucho tiempo. —Empezaron a sudarme las manos. Joder, ¿desde cuando me ponía tan nervioso? —¿Podemos... vernos?

—¡Claro! Ven a mi casa y... —Comenzó a decir bastante animada.

—No, mejor en una cafetería. En el centro de la ciudad. Ciao (Adiós).

Así fue como corté la llamada. Tiré el móvil al asiento del copiloto, viendo cómo se encendía de vez en cuando por los continuos mensajes y alguna que otra llamada de Adrianna. ¿No entendía lo que era el espacio? Aún así, mi pregunta realmente no era esa. Mi pregunta era: ¿qué nos había pasado? Éramos felices, y me atrevía a decir que el matrimonio más feliz de Florencia, de Apulia y de toda Italia. La conversación, o más bien la discusión, todavía retumbaba en mi mente. Los hijos.

Tanto Adrianna como yo queríamos hijos, pero Adrianna se negaba en rotundo a tenerlos en esta vida. En este mundo no cabía lugar para los bebés, según ella. Así que tras horas y horas de discutir lo mismo, terminé dejándola el espacio que me había pedido. Y allí estaba, de camino a una cafetería para encontrarme con la mujer que, de niño, me enseñó muchas, pero que muchas cosas. Entré en el establecimiento sin encontrarla, hasta que la vi sentada en el sitio de siempre.

—Viviana. —Ella sonrió de forma resplandeciente al verme.

—Leone, amore mio (mi amor). Que mayor te has hecho, cómo has crecido y... menudos músculos. —Eso último lo soltó de forma en la que solo la escuchara yo. Me recorrió el cuerpo con mirada lujuriosa—. Entiendo que no es lo único que ha mejorado.

Esa noche estuve horas y horas conversando con Viviana, contándola mis problemas, ella contándome los suyos. Le expliqué al razón por la que me había ido esta noche y ella me aconsejó sobre cómo solucionar el problema con mi mujer. Sí, parecería algo extraño el llamar a una mujer que me conocía desde que tenía uso de razón, que sabía todos y cada uno de mis movimientos y todas aquellas fantasías que rondaban por mi cabeza. Algunos lo llamarían traición, yo lo llamaba ayuda psicológica.

Aunque, por desgracia, esa noche tuve que salir corriendo antes de que Viviana intentara besarme porque habían secuestrado a mi mujer. Y esa noche la perdí. Perdí al amor de mi vida.

Y allí estaba, años después, en prácticamente la misma situación. Llamando a Viviana con los ojos cerrados y aparcado en una cuneta lejos del centro de la ciudad. Como no, la mujer me contestó al instante.

—Leone. —Su voz coqueta no cambió en absoluto.

—Viviana.

—Déjame adivinar... —Dijo con cierta gracia, aunque yo aún estaba apretando el volante con las manos. Mis nudillos estaban blancos y el maños libres puesto—. Has discutido con tu mujer, ¿no es así?

—¿Podemos vernos?

Ella accedió en cuanto solté esas palabras por mi boca. En mi cabeza no era un error, pero en realidad era muchísimo peor. Había cavado mi propia tumba.

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