53

LEONE

Cuando salí del baño, dejando a Emma sentada en el lavabo después de vomitar, me fui realmente preocupado. No había comido bien desde hacía unos días y me inquietaba el hecho de que podría llegar a enfermar si no comía como es debido. ¿Y si está gravemente enferma y no quería decírmelo? ¿No confiaba en mí?

Escuché como Rafaello también hablaba con ella mientras yo bajaba las escaleras. Me quede quieto a medio camino. Sabía que no estaba bien escuchar conversaciones ajenas, pero el estado de mi prometida era lo que más me importaba. Le dijo lo mismo que me dijo a mí, que había comido algo en mal estado. Rafaello la dijo que bajase a desayunar, al igual que los demás. Cuando entre en la cocina, Samara ya se encontraba preparando cinco cafés.

Buongiorno (Buenos días). —Dije sonriendo hacia mi futura suegra.

Ciao (Hola), Leone. ¿Cómo has dormido? —Preguntó Samara con una sonrisa—. ¿No te duele el cuello? La cama de Emma es muy pequeña para los dos.

—Tranquila, nos las apañamos bien. —Dije.

—Lo que no deberían es dormir en la misma cama. Hay dos, ¿recuerdas, cariño?

Rafaello se metió en la conversación, dando un beso en la cabeza a su mujer y lanzándome una mirada furtiva. En lo que a su hija se refería, Rafaello podía llegar a ser muy estricto. No le culpaba, era su casa, su hija, y aunque yo fuera su superior, eran sus normas.

—No seas tan cavernícola, Rafaello. Tu hija ya tiene una edad.

Me levanté dándole con una sonrisa traviesa, aunque intentando ocultarla, para ayudar a la madre de Emma. Ella rehusó unas cuantas veces, hasta que conseguí convencerla. Entonces, pregunté por Emma y los tres nos extrañamos. Iba a ir a por ella, pero Samara se me adelantó. Dijo que ella iría a ver si la había pasado algo. Algo dentro de mí se encogió al pensar que la había pasado algo en el baño. No tenía buen aspecto. Noté como Rafaello se sentaba en la mesa mientras yo procedía a hacer unas tortitas con sirope.

—¿Cómo te va, Leone? —Preguntó Rafaello. Me giré un momento hacia él, con una mirada extrañada.

—Bien, supongo. Los hoteles van bien, es temporada de turismo y estoy ganando bastante con ello. Además, mis armas están siendo probadas ahora por mis hombres en Florencia. Alessandro me dijo que, cuando se fue de aquí y llegó a mi mansión, cogieron todo el armamento para comprobar si todo estaba bien y no había ningún tipo de sabotaje. —Rafaello asintió con la cabeza.

—¿Y con Emma? ¿Qué tal? —Preguntó entrecerrando los ojos.

Tutto bene (Todo bien), Rafaello.

De pronto, la puerta se abrió y vi a un somnoliento y bastante pálido Leonardo entrar en la cocina. Sus ojos se dirigieron a su padre con una mueca de asqueadas y luego me vieron a mí, de la misma forma. Parecía que este chico odiaba a todo el mundo.

—¿Qué haces tú aquí, Caruso? —Preguntó el chico. Me acerqué a él y su olor me entró hasta por los poros más escondidos de mi cuerpo.

—Apestas, Leonardo. —Dijo. Su padre me miró extrañado.

—No te he pedido que me huelas, te he preguntado qué cojones haces aquí.

—Leonardo. —Dijo su padre en tono de advertencia, levantándose junto a mí.

—¿Ahora lo defiendes? Claro, es cierto. Él es más tu hijo que tu propio hijo. Lo cuidaste como tal, ¿verdad? Mientras nosotros intentábamos sobrevivir aquí. Mientras de olvidabas de mí. Emma al menos te conoció, pero no sé cómo ha sido capaz de perdonarte. Eres un...

—Ya basta. —Dijo Rafaello a su hijo, elevando la voz—. Vete a darte una ducha ahora mismo. Como bien ha dicho Leone, apestas a marihuana.

—Dejadme en paz. A ninguno de los dos os importo. Creí haber reformado mi vida, hasta que... yo...

No. No iba a decirlo en voz alta, ¿verdad? No podía confesar así de repente. Aún tenía dudas. Me sorprendería muchísimo que hubiera sido él. Y si de verdad lo hubiera sido, tendría sus motivos.

—¿Hasta que tú qué? —Preguntó su padre con cierta impaciencia. Leonardo se rascó la cabeza con violencia.

—¡Déjame en paz! —Gritó. Salió de la cocina y subió las escaleras lo más rápido que pudo. Vi a Rafaello destrozado, sentado en la silla de nuevo con las manos en la cabeza.

—Ya no sé qué hacer con él, Leone. Samara me dijo que ya se había recuperado, que había dejado las drogas por ella y que ya no había ningún problema con su conducta. Incluso se había puesto a trabajar. Pero en cuanto yo llegué no vi eso, ni siquiera lo vi. La primera vez que lo vi supe que era mi hijo, pero estaba extraño. Me gritó y se fue de casa pegando un portazo. Trae a chicas cada vez que puede y a veces le veo inconsciente en el pasillo. Cada vez que eso pasa le meto en la cama y a la mañana siguiente ni siquiera recuerda que fui yo quien lo hizo. —Dijo cabizbajo. Puse una mano en su hombro y él puso la suya encima, reconfortándose a sí mismo—. Quiero tener una buena relación con él, empezar de cero, pero no me lo pone nada fácil.

—Lo conseguirás, Rafaello. Estoy completamente seguro.

Me senté de nuevo en mi sitio dispuesto a comer unas tortitas cuando Emma y su madre entraron por la puerta. A Rafaello se le iluminaron los ojos cuando vio a su mujer, y a mí me pasó lo mismo con Emma. Además, aprecié un pequeño sonrojo en su rostro. Quizá ya estaba mejor que esta mañana. Se quedó quieta en medio de la cocina, extrañándonos a todos.

—Emma, hija ¿estás bien? —Preguntó su padre.

Hizo caso omiso a su pregunta, mirando todos los lugares posibles. Vi como las aletas de su nariz se abrían y se cerraban.

—¿Qué es eso que huele tan bien? —Preguntó. Corrió hacia la encimera de la cocina para coger una bolsa de color azul en la que se distinguía el dibujo de un cacahuete. Su mirada se iluminó en cuanto comió uno de ellos—. ¡Están riquísimos!

Miré a su madre, aún aturdido y confuso por lo que estaba haciendo mi prometida. La vi de nuevo, esta vez comiéndose todos los frutos secos de la bolsa.

—Te he preparado el desayuno, Emma... —Dije con algo de tristeza. Había preparado tortitas para ella y su familia.

—¿No hay más bolsas? —Preguntó cuando ya se terminó todos los cacahuetes que había.

—No. Esos eran de tu... —Rafaello fue a hablar, pero entonces Leonardo volvió a entrar en la cocina. Puedo jurar por todos los presentes que la cara de mi futuro cuñado era un poema. Se dirigió rápidamente hacia su hermana y le arrebató la bolsa de las manos.

—¡Emma! ¡Mis cacahuetes! Joder...

Sono spiacente (Lo siento), pero estaban muy buenos.

Emma se sentó a mi lado y terminó comiendo lo que había preparado para ella. Las tortitas le supieron a gloria, aunque hubo un momento en el que, al oler el café, casi vomita. Realmente no creí que fuera bueno mezclar cacahuetes con tortitas. Después del desayuno, Samara y su hija se fueron de compras mientras yo me quedaba con Rafaello y su hijo. Estábamos los tres en el sofá, cuando se me ocurrió una cosa.

—Rafaello, debo agradecerte por la hospitalidad que nos estás brindando. Mejor dicho, que me brindas. —Dije. Él asintió con una sonrisa sincera—. Pero no puedo seguir abusando de ello. No puedo vivir aquí para siempre.

—¿Deseas irte? No tienes una propiedad aquí, Leone. Siempre vas a tu hotel.

—Lo sé. Y por eso había pensado en irme ya a Florencia. —Dije bajo la atenta mirada de los dos hombres con los que me encontraba.

—¿Y mi hermana? —Preguntó entonces Leonardo—. ¿Piensas dejarla aquí sola?

—Claro que no. Vendría conmigo.

Ambos se quedaron pensativos. Rafaello me miraba con tristeza y alegría a la vez. Sabía que él se alegraba por la felicidad de su hija. Después de todo él fue el que ayudó un poco al reencuentro entre Emma y yo. Por otra parte, Leonardo miraba hacia el suelo. Estaba pensativo, su padre y yo lo miramos un tanto extrañados. Había estado muy raro durante varios días. De pronto, Rafaello se levantó. Le miré y vi el gesto que me hizo con la cabeza para que le siguiera. Ambos nos fuimos a la cocina, dejando solo a su hijo en el salón.

—¿Ocurre algo? —Pregunté sentándome en uno de los taburetes de la mesa de la cocina. Él se cruzó de brazos y se apoyó al otro lado de la isla, frente a mí.

—¿No ves a Leonardo algo... raro? —Asentí con la cabeza—. Eso no es por las... drogas. Tengo el presentimiento que esta así por la muerte de Sophia.

Eso último lo dijo en un susurro. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. ¿Sospecharía Rafaello de que su hijo es el primer sospechoso de la muerte de Sophia? En estos dos meses que llevamos Emma y yo en Nueva York, nunca dio señales de ello. Incluso yo mismo comencé a desechar la idea. También es cierto que casi nunca le veíamos el pelo, siempre estaba de fiesta, drogándose en algún parque con amistades bastante peligrosas y yendo a bares en los que hay servicios de... señoritas de compañía.

—¿Tú crees? —Pregunté rápido aunque un poco aturdido. Rafaello no debía saber de mis sospechas hacia su hijo. Él asintió con la cabeza.

—Él la quería mucho. Siempre estuvo enamorado de ella, por lo que me ha contado su madre. Al parecer ha sido un golpe muy duro para él. Por eso ha recaído, pero mi instinto me dice que hay algo más. ¿Tú sabes algo? —Mi cuerpo se tensó por completo. Negué con la cabeza, aparentando normalidad. Rafaello echó la cabeza hacia delante con frustración.

De repente, las sirenas de coches de policía se hacían presentes en nuestros oídos. Mierda, ¿a por quien venían? Los golpes en la puerta de esta casa hicieron que Rafaello y yo saliéramos corriendo hacia allí. Leonardo se encontraba en la misma posición, aunque mirándonos con terror, angustia y un poco de alivio. Su mirada me lo dijo todo, fue él. Él mató a Sophia. Rafaello abrió la puerta, aunque no dejó pasar a los policías.

—Buenos días, ¿es usted Rafaello Sorrentino? —Preguntó el policía, con otros tres detrás de él. El hombre luego se fijó en mí, y entrecerró los ojos. Rafaello afirmó ser el hombre por el que había preguntado el agente, aunque luego hizo otra pregunta—. ¿Y el hombre con el que está es por casualidad Leone Caruso?

—Lo es. ¿Por qué lo pregunta?

Sabía que la policía estadounidense, la CIA y el FBI sospechaban de mis negocios desde hace casi una década. Por eso nunca les di motivos para sospechar mucho más. Siempre fui lo suficientemente cuidadoso para no tener algún percance con ellos. Suficiente tenía una la polizia de una parte de toda Italia. La otra parte, y por ende la más grande e importante, trabajaba para mí.

Buongiorno (Buenos días), agente... Brown —Respondí serio, mirando la placa que había sacado frente a mí para enseñarme su puesto. Tenía ganas de reírme en su cara porque sabía que no confiaba en mí, pero no podía arrestarme sin pruebas y sin motivos—. ¿Qué hacen aquí? —Me atreví a preguntar.

Rafaello dejó pasar entonces al policía, aunque no a los demás. El agente, el cual nos dijo que era inspector, dijo a los demás que esperasen fuera y entonces Rafaello cerró la puerta. Se e puso la piel de gallina, aunque mantuve mi compostura seria y profesional, cuando el inspector habló. Sí, yo estaba con unos pantalones de chándal cortos y una camiseta de manga corta. Ya estábamos a principios de agosto y el clima no había cambiado. Hacía calor por el día, pero la noche empezaba a ser un poco más fresca, aunque no mucho más.

—Un anónimo nos ha enviado información a cerca de la muerte de la señorita Sophia Jhonson. —Dijo. Mi cuerpo se tensó al instante, igual que el de Rafaello—. Todo lo que sepan sobre ello deben decírnoslo.

—Nosotros no sabemos con certeza lo que ocurrió con esa bambina (niña). —Se atrevió a decir el padre de Emma. El inspector de giró hacia él y le miró con cara de pocos amigos.

—¿Entonces no le importará que eche un vistazo por toda la casa, verdad?

Rafaello negó con la cabeza. Cogí aire por la situación tan tensa que estábamos experimentando, acto que al inspector no le pasó desapercibido. Se giró de nuevo a mí, mirándome con los ojos entrecerrados.

—¿Le ocurre algo, señor Carusso? —Preguntó con soberbia. En cualquier momento le soltaría un puñetazo.

—Nada, agente. Y mi apellido solo tiene una "s".

—Mis disculpas. —Dijo con una sonrisa ladina.

Se fue hacia el salón donde encontró a Leonardo sentado, jugando con los dedos sobre su regazo. Empezaba a sospechar que este policía no era cualquier policía. Era corrupto, estaba casi seguro. Nos pidió a Rafaello y a mí que les dejásemos hablar a solas, cosa que ninguno de los queríamos hacer. Aún así, en ese momento él era la ley y debíamos hacer caso a sus órdenes mientras estuviera de servicio. Cuando pasó una hora, empezamos a escuchar sollozos y lamentaciones. Rafaello y yo nos miramos extrañados, dejando de hablar sobre alguna gestión de mis hoteles, y salimos de la cocina lo más rápido posible.

Ambos nos quedamos con la boca abierta al entrar al salón. El inspector Brown y Leonardo estaban de pie. El hombre se encontraba detrás del hermano de Emma, cogiendo las muñecas del chico y amarrándole con unas esposas. Leonardo no dejaba de llorar y mirar al suelo. ¿Había confesado? ¿Fue él realmente el que mató a Sophia?

—Leonardo Sorrentino, queda detenido por el asesinato de Sophia Jhonson. Todo lo que diga o haga en estos momentos sin la presencia de su abogado podrá usarse en su contra.

Escuchaba como Rafaello gritaba e intentaba hablar con su hijo. Mis oídos se taponaron de tal forma que solo podía mirar a la expresión de agotamiento de Leonardo, que ya había dejado de llorar. Salieron por la puerta, allí todos los demás policías esperaban y la sirena del coche se había encendido. Rafaello corrió detrás para impedir que se llevaran a su hijo directamente a la cárcel, pues ya tenía diecinueve años. Los policías cogieron a Rafaello de ambos brazos para que no avanzase. Me asomé por la puerta para comprobar si los vecinos habían escuchado este espectáculo, y al parecer sí. Y entonces vi la cara de terror de Samara viniendo hacia aquí, con mil bolsas en las manos. Llegó junto a Rafaello, el cual la abrazó bañado en lágrimas. Emma estaba un poco más atrás, estática, viendo como se llevaban a su hermano.

Pero entonces, salí corriendo hacia ella. Sus piernas fallaron, las bolsas cayeron al suelo y el cuerpo desmayado de mi prometida, siendo atendido por dos policías que estaban más cerca. Les empujé para que me dejaran pasar, y entonces quisieron esposarme. No lo permití. Les grité que ella era mi prometida y que llamara a una ambulancia cuando me di cuenta de que Emma no respondía a mis súplicas. Samara también corrió hacia su hija, gritando que llamaran ya a una ambulancia. Leonardo también intentó salir del coche para ayudar a su hermana, pero no se lo permitieron y se lo llevaron antes de que pudiera hacerlo. Unos cuantos policías más se quedaron con nosotros, intentando tranquilizarnos. El inspector Brown fue el que se llevó a Leonardo, por lo que no estaba allí.

La ambulancia llegó, y Samara era todo un mar de lágrimas. Yo también estaba realmente asustado, la cara de Emma estaba pálida. Nos dijeron que solo una persona podía ir en la ambulancia, cuando los tres queríamos ir con ella. Samara me dijo que fuera yo, aunque se me adelantó antes de decirla que ella debía ser la que tenía que ir con su hija. Insistió tanto que me metió de golpe en la ambulancia. La hacía análisis por todos lados. No escuchaba absolutamente nada de lo que me decían los médicos, estaba centrado en la expresión desmayada de mi prometida. Cuando llegamos al hospital, se la llevaron corriendo por los pasillos. Quise entrar a la sala donde metieron su camilla, pero no me lo permitieron. Estuve más de dos horas en la sala de espera, me tomé tres cafés que no resultaron ser muy tranquilizantes y daba vueltas y vueltas por toda la sala sin poder quedarme sentado. Además, un hombre que también se encontraba allí, solo, me miraba fijamente y no ayudaba en absoluto.

—Señor Caruso. —Un médico vino hacia mí con una carpeta. Hice caso omiso a la mirada penetrante del otro tipo y me centré en él. —Soy el doctor Miller.

Mis brazos cruzados, mi boca mordiendo mis uñas y mi pierna inquieta en el sitio le dio a entender al doctor Miller que estaba ansioso por saber el estado de Emma.

—¿Dónde está Emma? ¿Está bien? ¿Puedo verla?

—Tranquilícese, por favor. —Dijo con una calma que a mí me ponía de los nervios—. Están bien.

Mi cabeza cortocircuitó por un segundo. Le miré confuso y él me miró sorprendido y divertido a la vez. ¿Qué coño le hacía tanta gracia? Quería pegarle un puñetazo, pero me contuve y me atreví a preguntar lo que estaba pensado.

—¿A qué se refiere con "están", doctor?

—Su mujer y su hijo, señor Caruso.

Mi corazón empezó a latir con fuerza. Mis ojos se abrieron de par en par y mis manos empezaron a temblar y a sudar. El médico me miraba con alegría al darse cuenta de la noticia que acababa de darme. No supe cómo lo hice para no desmayarme yo también, aunque no metí ningún sonido. Poco a poco, una sonrisa empezó a salir por mis labios. En esos momentos era el hombre más feliz del mundo.

Iba a ser padre. Yo, Leone Caruso, iba a ser padre. El doctor me sonreía igual que yo a él, pero la burbuja se pinchó en cuanto mi teléfono móvil empezó a sonar. Me disculpé con él no sin antes decirle que quería ver a Emma lo antes posible. Contesté pensando que podían ser Rafaello o Samara desde algún teléfono que no tuviera guardado, pero me equivoqué. Me equivoqué por completo.

—Leone, amigo. He oído que tu mujer se ha desmayado. ¿El crío está bien? —La voz procedente del otro lado de la línea me provocaba escalofríos—. Enhorabuena, por cierto. Me encantaría ser el futuro tío, si su majestad lo permite.

Me giré hacia dónde estaba previamente el hombre sentado, el cual había desaparecido por completo. Fruncí el ceño y respondí con los dientes apretados. Si él sabía esto, íbamos a tener muchos problemas. Por lo que mi conversación con él intentó ser lo más discreta y con todas las mentiras posibles. Opté por saludarle, antes de empezar a hablar sobre la noticia. Mi voz sonó con dureza y enfado, aunque intente adoptar un tono de lo más tranquilo.

—Carlo.

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