19

LEONE

—Yo voy.

Miré al hombre que tenía a mi izquierda. No estaba seguro de su jugada. Quizás era cierto lo que decía y tenía lo suficiente como para hacerme perder todo mi dinero. Yo tenía una buena jugada, pero quizás no era mejor que la suya. No titubeaba nunca, pero en este caso estaba bastante nervioso. Miles y miles de mis millones estaban en juego.

—Yo también. —Dije convencido, aunque realmente no sabía si era la mejor idea.

Todos nos miraban expectantes. Los italianos somos impredecibles, y no lo digo solo yo. El póker es un juego en el que debes engañar, y cuando mis socios juegan conmigo o juego por negocios, nunca se sabe cual es mi última carta. Como se suele decir, siempre tengo un as en la manga. Y por eso casi nunca se atreven a jugar contra "El Diablo", porque saben que perderán todo. Pero, ahora mismo, temo por mi dinero. Diréis "¿no se supone que "El Diablo" no tiene miedo a nada?" Pues no, pero en cuanto a dinero se refiere...

—Caruso.

Levante mi cabeza y vi a mi socio más leal delante de mí, con una sonrisa perversa. Era un buen amigo, pero era capaz de convertirse en un monstruo cuando había dinero de por medio. Carlo Rossi.

—¿Sí? —Pregunté.

—¿Estás bien, amigo? Te noto tenso.

—Por supuesto que no. —Respondí firmemente. Mi amigo asintió—. Han repartido cartas de nuevo, ¿vas?

Cogí la carta nueva y vi que aún seguía teniendo la misma jugada de antes. Miré a la persona de mi derecha. Automáticamente se retiró. Miré a Carlo, y vi su cara de decepción y nerviosismo absolutos. Sus ojos volaron de sus cartas a las mías, y posteriormente a mis ojos.

—¿Estás bien, Carlo? Te noto tenso. —Pregunté con gracia. Mi amigo se retiró, fulminándome con la mirada.

—El señor Caruso ha ganado. —Dijo el crupier. Algunos gruñeron, otros maldecieron en voz baja pero con la intención de que les escuchase. Y por último, otras tres personas rieron: Alonzo, un amigo mío de la infancia que terminó metiéndose en este mundo a causa de la droga. Benedetto, primo de Carlo y muy leal a él, siempre le gusta chincharle y ver como pierde, aunque él también haya perdido una cantidad ingente de dinero. Y por último y no menos importante, Rafaello, mi futuro suegro. Debería hablar con él sobre el tema, aunque sé por experiencia que se entera de absolutamente todo. Incluso antes que yo mismo.

—He oído que te vas a casar, Caruso. —Comentó de repente Carlo. Miré a Rafaello y noté su tensión. Era de esperar. Carlo es una máquina de matar. No le gusta perder, y a mí tampoco. Pero Carlo es como la puta guerra de Troya—. ¿Quién es la puta afortunada a la que vas a terminar poniendo los cuernos dos semanas después de la boda?

Estaba resentido, lo notaba. Pero no iba a permitir que hablase así de mi prometida. Y Rafaello tampoco.

—Cuidado, Carlo. Eres un buen amigo pero puedes convertirme ahora mismo en tu peor enemigo si sigues hablando.

—¿Por qué? ¿Es que no tengo razón? Que yo sepa, dejaste a tu difunta mujer indefensa en tu mansión de lujo para tratar unos negocios. Negocios en los seguramente hubiese mujeres y putas de por medio. ¿Cuántas veces la engañaste a... Adriana se llamaba? Era guapa, toda una dea. Supongo que no habrás bajado el listón, aunque la pongas también los cuernos con la primera mujer que se te ponga de frente.

—Carlo... —Dije advirtiéndole. Todos me miraban sabiendo que estaba cagándola y que, quizás, no saldría vivo de aquí.

—¿Qué? Es la verdad. ¿Cuánto la has pagado para que se "case" contigo? —Preguntó con malicia—. O mejor aún, ¿la dejarás morir igual que a la anterior?

Las palabras de Carlo me encendieron por dentro de la manera menos placentera del mundo. Quise levantarme de golpe y apuntarle con mi pistola entre ceja y ceja, pero alguien más lo hizo por mí. No era más y nada menos que mi futuro suegro. No sabía si después de esto Rafaello seguiría aceptándome como el prometido de su hija, pero tenía una cosa clara: nadie toca la familia del Don. Rafaello lo sabía. Y por ese motivo se levantó tan rápido de la silla que ninguno lo vimos venir. Porque además de que no se toca a la familia del Don, a la de Rafaello tampoco. No era el Don, pero era alguien intocable. Sobretodo porque contaba con mi protección.

—¿Qué pasa, Rafaello? —Preguntó Benedetto. El padre de Emma no contestó. Ambos sabíamos que era un peligro que ellos conocieran la identidad de Emma, pero nos había cabreado mucho. A los dos.

—Nada que sea de tu incumbencia. —Siseó él.

—Claro que lo es. —Respondió Carlo decidido. Se levantó de la silla lentamente y Rafaello no dejó de apuntarle ni un segundo—. Rafaello, ¿por qué actúas así? Entiendo que Caruso te caiga bien, pero... ¿no crees que estás exagerando?

—No. —Respondió firmemente.

Carlo siempre me tuvo envidia. Lo supe desde el momento en que lo conocí. Era un chico complicado. Cuando éramos jóvenes, Carlo vendía droga cerca de la puerta de mi casa. Yo tenía diecisiete años y una vida de lo más complicada. Mis padres se divorciaron cuando tenía quince años, mi madre se fue de casa y se mudó a Milán, mientras que tuve que quedarme con mi padre y sus problemas de alcoholismo y drogadicción. No soportaba verlo cada día, tirado en el sofá con gramos de marihuana esparcidos por el lugar y una mujer diferente al día que estaba dándole placer sin que a veces él se enterara. Ahora digo que es mi padre, porque siempre me educaron como tal. Pero sé perfectamente que mi padre no es mi padre en realidad. Tanta droga y alcohol terminó por desatar el caos en mi familia incluso antes de que yo llegara. Mi madre empezó a acostarse con otros hombres, nunca supe de quién se trataba cada uno. Pero un día, quedó embarazada. Y entonces aparecí yo. Mi padre se puso como loco al criar un niño que ni siquiera tenía su sangre, por lo que siempre se iba de casa a algún bar o al puticlub más cercano que veía. Mi madre se fue a buscar al padre real, a mi padre, para que pudiera mantenerla. Pero ese hombre empezó una relación con otra mujer.

Los años pasaban y las agredió es aumentaban. Mi padre nunca me quiso, ni el verdadero ni el de mentira. El verdadero porque no quiso esperar para hacerse cargo de mí y se desentendió completamente del problema. Y el de mentira porque me maltrataba día y noche. Siempre me pegaba, con las hebillas de los cinturones, con escobas, palos, sartenes, incluso con sus propias manos. Era evidente que le gustaba hacerme daño. Siempre tuve un carácter fuerte, así me educaron. Cuando mi madre se fue, dejándome con mi padre y divorciándose de él, tuve que buscarme la vida para poder comer, estudiar y ahorrar. Pero nada nunca era suficiente. Trabajé y trabajé día y noche, sin poder estudiar a penas. Sacaba tiempo de debajo de las piedras para poder ir a mis clases en el instituto, pero todo cambio cuando me fui a la universidad. Mi mentalidad cambió. No podía seguir trabajando tanto sin estudiar nada ni tener una carrera. Y entonces conocí a Carlo. Me ayudó bastante a salir del hoyo en el que me había metido. Me metió en el mundo de la droga, y luego en la mafia. Me fui de casa cuando tenía diecinueve años. Ese año fue cuando me metieron con el Don de la Sacra Corona Unita. Además, vivía en Apulia, por lo que no tuve otra opción que irme de la casa de mi padre y dejar de pagar sus deudas. Se enfadó mucho, era de esperar. Pero era necesario. No podía seguir viviendo ahí dentro. Seguir siendo maltratado por un hombre que nunca me quiso, con el que ni siquiera comparto sangre. Solo un apellido. Uno de los jefes de Carlo me encontró, Carlo habló bien de mí y me presentaron al Don. Aún recuerdo la conversación.

—Don, alguien quiere verlo.

Carlo se encontraba más nervioso de lo habitual a mi lado. No le había visto así nunca.

—Andiamo. —Dijo una voz procedente de un despacho. Entramos y vimos una oficina de lo más ostentosa. Cabezas de ciervos y jabalíes disecados adornaban el lugar. Un lugar demasiado vintage para mi gusto—. Carlo. ¿Qué te trae por aquí?

Un hombre de unos cincuenta años, de pelo canoso y complexión fuerte vino hacia nosotros. Se le veía decidido, sin miedo a nada. Me miró durante interminables segundos, hasta que se centró de nuevo en Carlo.

—Vengo a presentarte a un amigo.

El hombre me miró de arriba a abajo, como si estuviera estudiándome detenidamente. Su ceño se frunció considerablemente. Reconocía que no era un armario, pero tenía fuerza. Tampoco era un palo andante.

—¿Y bien? —Ambos esperaban que me presentase yo mismo. Cazzo, ya había quedado mal delante de él nada más empezar—. ¿Nome?

—Leone Grimaldi, señor.

—Tú nombre público, chico. No quiero tú nombre real.

—¿Mi nombre público? —Pregunté confundido.

—Sí. La gente no debe conocerte como realmente eres. Debes tener un apodo.

Pensé detenidamente, pero nada se me ocurría. Además, la presencia de este hombre tan poderoso y a la vez peligroso frente a mí empezaba a levantarme dolor de cabeza. Era el jodido Don. Un paso en falso y quizás estaría muerto.

—La razón por la que te lo he traído es porque está en la calle, Don. La verdad es que no tiene dónde ir y necesita apoyo. Su padre lo ha maltratado durante años. Debía irse de esa casa cuanto antes.

—¿No tienes más familiares? —Preguntó el hombre trajeado volviendo detrás de su escritorio y sentándose en su silla de cuero.

—Sí, señor. La familia por parte de mi madre. Pero hace mucho tiempo que no sé de su paradero.

—¿Y la de tu padre? —La sola mención de mi "padre" ya me provocaba escalofríos. Era irónico cómo la gente habla de él como si realmente lo fuera.

—Yo... no tengo padre, señor. —El Don frunció su ceño considerablemente.

—¿Cómo que no tienes padre? Alguien tuvo que hacerte, ragazzo.

—Mi "padre", como Carlo lo llama, no es mi padre en realidad. Es el hombre con el que mi madre estuvo casada antes de ponerle los cuernos con otro hombre. Ese otro hombre es mi padre, pero no sabemos nada de él. Lo único que sé es que rehizo su vida con otra persona y no podía hacerse cargo de mi madre y yo.

—¿Y la persona que te ha criado quién es?

—El exmarido de mi madre al que solía llamar "papá". —El hombre asintió. Se levantó de su silla y me miró detenidamente. Su vista se quedó fija en mi pecho. Luego, miró a Carlo. Mi colega parecía asustado, aunque yo estaba de lo más cómodo. Este hombre me transmitía muchísima confianza.

—Carlo. Vete. Debo hablar con el chico a solas.

—Pero, señor... —Intentó protestar Carlo.

—Ahora. —Mi colega asintió, sabiendo que no podía rechistar y desobedecer a su jefe. Carlo se marchó por donde habíamos entrado, dejándome completamente solo. Tenía miedo, sí. En esa época sí, no era lo que soy ahora. Carraspeé sin saber muy bien qué decir, así que él empezó la conversación—. Los mafiosos solemos tener un sobrenombre en el apellido. Le cambiamos para que la gente no sepa de nosotros realmente, para que nuestra familia sea intocable. Puedes seguir llamándote Leone, no te voy a pedir un cambio completo de DNI ni nada por el estilo. Pero debes adoptar otro apellido por lo menos.

—Caruso. —Dije sin dudar.

—¿Caruso? —Preguntó entre pensativo y sorprendido. Se acomodó aún más en su silla. Rascó su barbilla y volvió a fijar la vista en mi persona—. Un apellido clásico. Al igual que el Don anterior del anterior. El tercer apellido de su mujer era Caruso. Le gustó tanto que decidió igualarlo al suyo, por supuesto profesional. Pero, ¿por qué Caruso?

—Mi madre... —El hombre frunció el ceño.

—¿Apellido de alguien importante para ti, quizás? —Asentí con la cabeza—. Interesante. —Respondió levantándose de la silla, rodeando la mesa de trabajo, y viniendo hacia mí—. ¿Lo cambiarás en el DNI? —No lo había pensado, pero quizás sea lo mejor, teniendo en cuenta que tengo el apellido de alguien con quien con comparto ni el blanco de los ojos. Por lo tanto, asentí.

—Me gustaría, sí.

—Bien, entonces bienvenido al equipo. —Dijo dándome una palmada en la espalda.

—¿Qué? Señor, yo... no sé manejar un arma. No tengo ni idea de qué podría hacer aquí. Carlo me trajo sin avisar y...

—Tranquilo. —Dijo él poniendo una mano en mi hombro—. Aprenderás. Todo a su debido tiempo. —Se alejó dos pasos hacia atrás para poder mirarme a la cara—. Empecemos de nuevo. —Extendió su mano frente a mí—. Soy Ruggero Conte, Don de la Sacra Corona Unita de Apulia.

—Leone Grim... —Me quedé a medio camino de darle la mano. Casi digo mi nombre real de nuevo. El señor Conte rió—. Caruso. Leone Caruso, señor.

—Encantado, Caruso.


Escuché como me llamaban por mi nombre, sacándome del trance. La pistola de Rafaello ya no apuntaba sobre la frente de Carlo y todo el mundo se encontraba nervioso a mi alrededor. No sabían cuál iba a ser mi próximo movimiento, aunque deberían saberlo ya de antemano. Me acordé entonces de la conversación que tuvieron Rafaello y Carlo, sobre que mi mujer. Me levanté lentamente de la silla en la que me encontraba, inclinándome hacia Carlo.

—Como vuelvas a insinuar algo sobre mi esposa, te mato.

Cogí mi pistola y la puse sobre su pierna. Un estallido hizo que Carlo gritase de dolor y comenzó a soltar sangre a como si de una fuente se tratara. Una mano se posó sobre mi hombro a medida que me iba del club donde estábamos.

—Rafaello...

—No hace falta que me digas nada, Leone. Solo te voy a pedir una cosa. Una sola cosa. —Asentí con la cabeza esperando su petición. —Cuida de mi hija. No dejes que muera.

—La amo, Rafaello. —Dije. Él abrió los ojos con sorpresa—. Desde el momento en que la conocí en el secuestro no se me fue ni un instante de la cabeza. Ni siquiera cuando estaba con Adriana. En ese momento sólo podía imaginarme a una niña pequeña de ojos verdes y pelo largo, no a la mujer con la que estoy a punto de casarme. Algo en mí revivió cuando volví a ver a tu hija, algo que estaba roto.

—Espero que seáis muy felices, Leone.

Grazie, Rafaello. Ten por seguro que si alguien vuelve a acercarse a ella, lo mato.

Mi futuro suegro rió, y yo con él mientras salíamos del club en el que nos encontrábamos. Pero de repente, un disparo nos frenó en seco.

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