15
LEONE
—Andiamo.
Emma y yo bajamos del coche y mis hombres cogieron mis maletas. Entramos en el aeropuerto. Tendría que volar en un avión público. Mi jet se lo llevaron dos de mis hombres y mejores pilotos para que no hubiera un atentado ruso contra nosotros esta noche. La gente nos miraba, era normal. Sabían quién era. Las mujeres se chocaban de vez en cuando con mi hombro, pero no hacía caso. Emma no mostraba ninguna emoción, aunque luego se giraba y las miraba como si las quisiera mandar al infierno pensando que no me daría cuenta. Eso me provocó una sonrisa.
—No te preocupes, principessa. No te he pedido que te cases conmigo para nada. —Hizo una mueca. Ella sabía que era un vividor. Un hombre de prestigio que ha llevado a muchas mujeres a sus hoteles para cortejarlas y así pasar una maravillosa noche con ellas. No la culpaba al pensar lo peor de mí—. Ti amo a ti, amore. —Se limitó a sonreír.
—Lo sé. —dijo.
—Escucha. —Puse mis manos sobre sus mejillas—. Sé quién soy. Sé que he pasado por la cama de muchas mujeres. Pero créeme que cuando estoy enamorado de alguien, no puedo pensar en otra cosa que no sea proteger a la mujer que amo. No pude proteger a Adriana, pero te protegeré a ti.
—¿Aún la amas? —Preguntó. Era eso lo que la ocurría. La confundían mis sentimientos.
—Adriana ha sido una parte muy importante de mi vida. Me destruyó por dentro verla morir a mis pies, igual que lo sentirías tú si falleciese sobre los tuyos. Eres lo mejor de mi vita, amore. No eres mi segundo plato, eres mi principal. No pude dejar de pensar en ti ni un instante, por eso te salvé la vida, por eso hablé con el director del hotel para que el bastardo de Pierce no te tocase ni un pelo, por eso estuve mirándote cada segundo y por eso te pedí matrimonio. Antes de pedírtelo no sabía qué sentía por ti, pero ahora lo sé. Te quiero conmigo el resto de mi vita. —dicho esto, besé sus labios sin que la diera tiempo a decir nada. —Que sea precipitado no quiere decir que no sea amor. Estos días podrás pensar en nosotros. Si decides no casarte conmigo, dímelo. Si no quieres estar conmigo por quien soy, dímelo. Pero quiero que sepas que siempre estaré para ti, principessa. No sé qué me has hecho, pero ti amo.
Miré sus ojos verdes, empañados de una pequeña y fina capa de lágrimas.
"Pasajeros de vuelo 2298 con destino a Florencia, por favor aborden por la puerta 7. Gracias."
Me volví hacia ella de nuevo. Estaba preocupada, lo veía a través de sus ojos esmeralda. No quería perderme, ni yo a ella.
—Volveré, te lo prometo.
—Te dije que no hicieras promesas que no pudieras cumplir.
—Y tú deberías preocuparte más por los demás que por mí. —ella acarició mis mejillas.
—Mi madre va a querer invitarte a comer. —dijo con una pequeña carcajada. Sonreí. —No puedes faltar, sabes que no se la puede decir que no.
—Seré el primero en sentarme a catar la comida tan rica que hace. —hubo unos minutos de silencio. Vi como uno de mis hombres me hacía un gesto. Debíamos embarcar ya.
—Ve. Vas a perder el avión. —asentí. Después de todo, comprendía a la perfección que debía marcharme.
—Ti amo, amore mio. Estarás bien. Salvatore se ocupará de que no te pase nada. Ni a ti, ni a tu madre, ni tu hermano. —cogí sus manos y las llevé a mi boca para besarlas. Su anillo recibió uno de mis besos. —Prométeme que, pase lo que pase, no te lo quitarás. —miró el anillo de diamantes que le había regalado.
—Te lo prometo. —dijo cogiendo de nuevo mis mejillas y besándome en los labios. —Ti amo, Leone. Estaré esperándote.
—Vendré en cuanto pueda. No lo dudes. —dije depositando otro beso en sus labios. —Ti amo, principessa.
Solté sus manos mientras me iba alejando a la puerta de embarque, dándome la vuelta. Por el camino me encontré con Salva. Le di un abrazo y lo último que le dije mis últimas palabras antes de salir del país.
—Protege a mi prometida, Salva.
—Lo haré, Don.
Entonces me metí en la puerta de embarque sin antes darme la vuelta y decir adiós a Emma. Salva ya estaba junto a ella. La guiñé un ojo y ella sonrió y se sonrojó por el gesto. Reí. Estaba feliz. Hacía tiempo que nadie me hacía sentir estas cosas. En cuanto me monté en el avión, supe que algo no iba bien. La zona VIP tenía otros cuatro hombres. No me gustaban nada los aviones, debía admitirlo. Las alturas no eran lo mío, de ahí que las suites en mis hoteles estuviesen en la planta baja.
Alessandro estaba sentado delante mío. Él era el Caporegime de mi famiglia. Era uno de los jefes de los remiges, cinco grupos de "soldados" que tenemos en nuestra famiglia. Todos ellos irán conmigo a Sicilia, junto con los capodecina, un grupo de unos diez hombres que vendrán para cubrirnos las espaldas. Por otro lado, Salvatore era mi Sottocapo, la mano derecha del Don. Alessandro hablaba y hablaba sobre mis armas. Las que estaban ya en mi mansión en Florencia. Pero no podía escucharle. Los hombres que estaban sentados a escasos metros de nosotros me daban muy mala espina. Les miré sin que se dieran cuenta, todos rubios, casi platinos, ojos claros en cada uno de ellos...
Cazzo. Rusos.
—Don... ¿me está escuchando?
Me giré rápidamente hacia Alessandro como si mi cabeza fuera un resorte. Mis ojos estaban completamente abiertos. Lo dijo, y ahora ellos lo habían escuchado. Alessandro se asustó con mi mirada, pero no apartó los ojos de mí. Él también se dio cuenta de la presencia de esos hombres, pero tardó varios segundos de más reconocer su acento.
—Ahora vuelvo. —dijo uno de ellos. Lo escuché. Decidí no decir nada y dejarlo estar.
Alessandro se quedó en su portátil y yo cerré los ojos para intentar dormir. No creo que los rusos quisieran matarme aquí mismo, en un avión público. Abrí un ojo para cerciorarme de que el ruso pasó por delante. Miró el portátil de Alessandro y se fue hacia una puerta. Había una pregunta que no dejaba de rondar en mi cabeza: ¿qué hacían los rusos rumbo a Florencia?
Estuve dos horas intentando dormir. No pude. No mientras estuviese pensando en que me encontraba a más de mil metros de altura, a siete horas de mi ciudad y con los jodidos rusos intentando sabotearme sin que yo me diera cuenta. No me fiaba lo más mínimo. Alessandro se quedó dormido con el portátil encendido, así que cerré la tapa y lo apagué. No podía darlo la vuelta, los rusos estaban detrás de mí, y si en esa pantalla había algo relacionado con mis armas íbamos a tener un problema. Saqué mi teléfono móvil, pero me di cuenta de que no podía comunicarme con nadie. Deseché la idea de llamar a Salva o Emma, estaría dormida. Tampoco tenía uno de esos juegos absurdos que tiene la gente en sus móviles, así que lo guardé en mi bolsillo. Me dispuse a levantarme, pero no podía dejar el portátil a la vista. Lo guardé en su funda y lo escondí en un compartimento de mi asiento, debajo de mis pies. Sería un error que los rusos lo tocaran. Otros siete de mis hombres estaban a los lados, detrás y delante de los asientos de Alessandro y yo. Uno de ellos se levantó cuando lo hice yo, viniendo hacia mí. Aproveché que los rusos no veían mis labios para poner en guardia a mis hombres.
—Stai attento. —No comprendió lo que dije—. Russi.
Nada más decir eso, me encaminé hacia el bar que había tras una cortina, separado de nuestros asientos VIP. Atravesé la cortina, no vi a nadie sentado en la barra. Me encaminé hacia el camarero y me acomodé en uno de los taburetes que había frente a la barra.
—Buonanotte. —Dije.
—Buenas noches, señor. ¿Qué quiere tomar?
—Un vaso whisky, per favore.
—Ahora mismo se lo traigo.
El hombre sacó una botella de whisky de debajo de la barra, que ocupaba el centro de ese pequeño mini bar, y me lo sirvió en un vaso.
—Ahí tiene. Si quiere algo más, avíseme. —Dijo dándome el vaso con una pequeña aceituna dentro.
—Grazie.
Se retiró y fue a limpiar unos vasos. Todo estaba demasiado tranquilo, no me daba buena espina. Me quedé mirando el líquido amarillo más tiempo del que requería. Al notar una presencia, miré al frente. Unos cristales estaban delante mío y apenas se reflejaba su rostro en el vidrio de la estantería donde había algunas botellas de licor, pero sabía perfectamente a quién tenía detrás. Escuché el seguro de un arma, vi mi oportunidad al instante.
—No te lo recomiendo. —Dije bebiendo de una vez el líquido ambarino de mi vaso. Lo dejé en la barra y me di la vuelta mientras sacaba rápidamente mi pistola del lateral de mi pantalón. Él ya me apuntaba con la suya.
—Caruso. —Dijo el hombre.
—Uomo de Volkov, supongo.
—Supones bien. —Dijo con una sonrisa.
—¿A qué se debe este viaje repentino a mi ciudad, caballero? Creo recordar que Moscú está más cerca de Florencia que Nueva York.
—No creo que sea de su incumbencia, Caruso.
—Entonces —Dije levantándome, aún apuntándonos ambos—, que disfruten de las vacaciones. Florencia es un lugar inolvidable.
—Orgulloso de tu ciudad, pero provocando el mal por dónde pasas. Ingenioso, Don.
—Se me olvidaba que vosotros sois unos ángeles. —Dije con sarcasmo.
—No nos tomes el pelo, Caruso. Solo estamos de paso. Teníamos que hacer una paradita.
—No os quiero ver por mi territorio, ¿me has oído?
—No te preocupes, nos iremos en el primer vuelo a Moscú que veamos. —Se dio la vuelta para volver junto a sus acompañantes. Frenó en seco y se volvió hacia mí antes de atravesar la cortina—. Por cierto, enhorabuena.
—¿Perché?
—He oído que te vas a casar.
Atravesó la cortina y desapareció de mi vista. De repente, Alessandro apareció por donde se había ido el ruso y me miró con preocupación.
—Don... ¿tutto bene? —Miré al camarero. Estaba aterrado. Le hice un gesto con la mano para que no dijera ni una palabra de lo que acababa de ver. El camarero asintió, asustado, y posteriormente me giré hacia mi uomo.
—Tutto bene, Alessandro. Volvamos a nuestros asientos.
Ambos atravesamos las cortinas y nos sentamos en nuestros respectivos sitios, no sin antes observar a los rusos. Todos nos miraban expectantes, pero les dediqué una mirada de lo más siniestra. Todos apartaron sus ojos de mí, excepto el hombre con el que tuve un encontronazo hace menos de cinco minutos. Me miraba con una sonrisa y levantó la copa hacia mí, a modo de saludo. Le hice un gesto con la cabeza y puse mi sonrisa más falsa. Me senté de nuevo y miré por la ventana. No tenía miedo de los rusos, pero me esperaba lo peor de ellos.
—Señor... —Vi a un Alessandro bastante inquieto sentado frente a mí.
—¿Qué ocurre, Alessandro?
—Russi... —parecía nervioso. Era normal, pero no lo entrené para tener miedo en estos instantes. Si no, ¿qué iba a hacer cuando fuéramos a Sicilia? ¿Llorar? Chasqueé mis dedos frente a su rostro para que dejase de mirar a mis enemigos y me mirase a mí.
—Céntrate, Alessandro. No va a pasar nada. Duerme. Todavía nos quedan unas horas para llegar.
—No creo que pueda, mi señor...
—Inténtalo. —Dije cerrando los ojos. Me esforcé en no abrirlos y mirar a los rusos que estaban detrás de mí. Sabían que tenía demasiada protección como para hacer nada. Me dormí pensando en la hora de volver a Nueva York y volver a ver a mi principessa de ojos verdes.
El vuelo se me hizo medianamente pronto, ya que dormí el resto de horas que quedaban. Cuando Alessandro me despertó, los rusos ya se habían ido. Me dijo que no hicieron nada que pudiera perjudicarme. No se atreverían. Media hora después ya estábamos en mi mansión, las empleadas me recibieron con una sonrisa. Eran todas jóvenes, menos una. He de reconocer que, cuando me quedé viudo, las satisfacía a todas. Pero me di cuenta de que debía parar, con el personal no se juega. Aún así, todas y cada una de ellas pensaban que estaba dispuesto a repetir. Si supieran que estaba comprometido...
—Don. Hay algo que debe ver.
Alessandro me guió por la mansión y me llevó a los sótanos que estaban bajo tierra, bajando unas escaleras. Lo mandé hacer para guardar mis armas. Alessandro abrió la puerta y mi todo mi armamento estaba allí. Vi todas y cada una de ellas. Cuchillos, pistolas, machetes, ametralladoras... de todo. Cogí una pistola, de las más nuevas del mercado. Sonreí, mirando a Alessandro.
—Estamos listos. —Cargué el arma y disparé a un maniquí de madera que había en esa sala, para casos de emergencia.
—Va bene, Don.
Sicilia, allá vamos.
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