3|
John permaneció en silencio. Tragó saliva para decir:
—¿Disculpe?
—Estoy seguro de que me escuchó, señor Lennon.
—¿Qué debo hacer para ver a Julian?
—Arreglar sus diferencias con el detective consultor McCartney.
—Ya lo hicimos, hace ocho años—recordó.
—No creo que eso sea cierto, señor Lennon.
—¿Por qué lo duda? Paul es mi amigo—mintió.
—Si fuera así, ustedes seguirían viviendo juntos, una amistad de verdad.
—Profesor McCulloch, somos amigos. Pero Paul está en Sussex, por eso no vivimos juntos.
—Yo sé muy bien que no concluyeron en buenos términos, no soy idiota, señor Lennon. Si usted quiere ver de nuevo a Julian, tiene que venir con el señor McCartney, hablar y resolver sus problemas. Quiero conocerlos, quiero ser el principal testigo de ese momento histórico.
—¡Eso es ridículo, señor McCulloch! Mis asuntos personales y privados con Paul no son de su interés. Lo que pide es patético.
—¡Vamos, señor Lennon! Le prometo que, si lo hace, no le haré ningún daño a Julian.
—¡No! Mejor ponga una cantidad. ¡Vamos! ¿Cuánto dinero quiere? ¿Diez mil libras? ¿Más? Ponga el precio, yo puedo pagar sin problemas.
Aquella suposición hizo enojar a McCulloch. No le gustaba que lo vieran como un interesado o una persona que sólo buscaba el bien monetario.
—Suena bien. Deme diez mil libras y le mandaré un dedo de Julian.
—¿Qué?
—Y si insiste, le pediré un millón por su cabeza.
—¡No! Por favor, no le haga nada.
—Ya le dije, señor Lennon. Yo no voy a herir a Julian si es que usted acata mis peticiones desde el principio. Es la única forma de lograrlo, y si tiene interés en llamar a la policía, será mucho peor.
—No, no lo haré, no llamaré a la policía. Haré exactamente lo que usted pida. Pero debo aclarar que Sussex está muy lejos de Londres. Así que necesitaré tiempo.
—Está bien. Su plazo caducará mañana a las 7 de la mañana.
—¿Qué?
—Señor Lennon, las cosas serán sencillas. Vaya a Sussex y regrese con el señor McCartney. Luego, voy a llamarlo mañana a las siete de la mañana para comprobar si lo hizo. Les daré una ubicación y allá los veré, a ambos. Cuando hayan arreglado sus problemas y su amistad esté vigente, podrán irse con Julian. Así de sencillo.
—Muy bien, comprendo. Espero su llamada. ¿Otra cosa que deba saber?
John no obtuvo respuesta, sólo escuchó la línea telefónica vacía. Colgó en seguida.
—Papá—dijo Kyoko cuando lo vio dirigirse a la salida—, escuché todo a través del otro teléfono. ¡No vayas!
—No tengo otra alternativa, Kyoko. El tipo ha sido muy explícito en sus demandas y debo cumplirlas.
—No, no es necesario. Se me ocurrió algo para salvar a Julian sin que tú tengas que obedecerlo.
—¡No hay tiempo! Voy a Sussex rápidamente. Mientras tanto, tú no salgas, quédate en el teléfono por si hay noticias.
Entre lágrimas, John condujo hasta Sussex, esperando lo peor. Miles de preguntas sacudieron su mente, preguntándose si Julian estaba bien. Pensaba que era una trampa o algo peor. Su ansiedad lo carcomía y lo hacían imaginar los peores escenarios posibles. Lo peor de todo, era tener que ver a Paul. Hace ocho años que no lo hacía, desconocía si seguía en su misma casa, si seguía siendo la misma persona o alguien diferente. El terror se volvió una molestia insoportable.
Sin embargo, tenía que intentarlo. Miró aquella antigua granja "The Grand Barbarism", alejada del mundo y muy cerca del mar. La fachada era exactamente igual, y denotaba soledad a kilómetros de distancia. Con temor, John bajó de su automóvil y se dirigió a tocar la puerta. No sabía que esperar, por un lado, esperaba ser atendido por Paul, por otro, no deseaba verlo. Esperó unos momentos, hasta que alguien abrió la puerta. Era el dueño de la casa.
La impresión inicial fue terrible. John abrió los ojos con firmeza porque no creía lo que estaba viendo. La juventud, el aclamado "tesoro" había desaparecido para Paul. Su rostro ya no era suave ni limpio, porque contaba con un sinfín de arrugas. Aquel cabello negro que una vez brilló por su color ahora era blanquecino de la parte de arriba, y una calvicie era predecible. Sus labios, fríos y resecos, mostraban el peor de los cuidados propios. Lo único que permanecía de lo que alguna vez fue la belleza de Paul McCartney, fueron sus ojos color hazel. Pero ni tanto, porque estaban rodeados de ojeras y sus respectivas bolsas. Destacaba el anillo color oro que aún usaba, aunque llevara ocho años en la viudez.
John también era viejo, lo reconocía. En octubre, cumpliría 48 años. Pero él no estaba tan afectado. Aún tenía bastante cabello y sus arrugas eran mínimas, casi irreconocibles. Había adelgazado mucho, pero eso era normal. Él no entendía como Paul, siendo dos años menor, pareciera alguien de sesenta años, incluso más. Fue un golpe muy duro, pero se vio en la necesidad de disimular.
—Hola.
—Hola—respondió Paul, con una voz ronca y grave.
—Sé que esto es muy extraño. Pero tengo algo muy importante que decir—John no pudo contenerse—: Es algo muy serio, necesito tu ayuda para...
—Un momento, ¿esperas que te ayude? Digo, no te veo desde hace años. Vienes un día de repente y...—Paul interrumpió, grosero.
—Es una situación muy delicada, por favor, te pido que me escuches.
—¿Y sólo por eso vienes a buscarme? Resuelve tus situaciones delicadas por ti mismo.
—¡Guarda silencio, por favor!
—¡No me calles en mi propia casa! Adiós—Paul estaba dispuesto a cerrar la puerta, pero John lo detuvo, usando su antebrazo derecho.
—Escucha sólo un momento. Es sobre Julian, tu ahijado ¿Lo recuerdas?
—¿Qué pasa con él?
—Fue secuestrado por un loco profesor de teatro. Lo único que el sujeto pide para liberarlo, es llevarte a Londres y arreglar nuestras diferencias.
—¿Cuáles diferencias?
—¡No sé! El secuestrador pide que seamos amigos otra vez.
—Eso es imposible.
—Paul, dejemos eso atrás. Ayúdame a recuperar a Julian. El profesor es un fanático tuyo, hará lo que tú pidas.
—No te creo—Paul volteó a los lados—, ¿esto es un programa de cámara escondida o algo por el estilo?
—No, no... ¡Te prometo que no!
—No sería la primera vez que lucras con mi imagen.
—Paul, por favor, te suplico que vengas conmigo. Dejemos estas trivialidades para cuando estemos frente al profesor.
—Bien...
Paul fue por su abrigo inverness y se lo puso enseguida. Empezó a caminar directo al coche de John, él lo seguía, entusiasmado.
—¿Llamaste a la policía? —preguntó.
—No. El secuestrador lo prohibió determinantemente.
—Eso está mal. Debiste dejar a una persona encargada por si el secuestrador mandaba algo o hacía una nueva llamada.
—Sí, sí hay alguien que se encarga de eso. Es Kyoko.
Al escuchar el nombre Paul se detuvo a pocos escasos de entrar al coche. John se adelantó y abrió la puerta del conductor. Lo miró al comprobar que no tenía interés de seguirlo.
—¿Qué esperas? ¡Vamos! —John insistió.
—¿Vives con Kyoko Cox?
—Claro, es mi hija.
—Hijastra.
—Lo que sea.
—Y cuidas de ella...
—Así es—aseguró Lennon, aún sin entender el motivo del reproche.
—No puedo creerlo.
—¿Tiene algo de malo? Es mi hija, ya te lo dije.
—Increíble, esto es simplemente fantástico—dijo Paul, con burla—. A mí no me perdonaste, me trataste como basura. Sin embargo, a la hija de la mujer que acabó con cientos de personas, la cuidas. ¡Es el colmo!
—Paul, por todos los cielos. Kyoko es una buena mujer, ella no tiene la culpa de nada de lo que hizo su madre.
—No estoy diciendo eso. Simplemente, digo que es el colmo que tú puedas cuidar alguien que fue parido por la mujer que mató a mucha gente inocente, a la que mandó a un hawaiano a matarte y a la que se le atribuyen cientos de fraudes. ¡Bravo! Y yo, un pobre tonto que quiso hacer de todo para salvarte, vengas a verme cada ocho años.
—Paul, basta. Deja de pensar en eso, ya pasó. Deja de hablar del pasado olvidado. Por favor, sube al auto.
—No.
Diciendo este último no, Paul corrió de regreso a su casa y cerró. No sólo eso, puso seguro y cerró las cortinas. John lo siguió, intentando detenerlo, pero perdiendo por un descuido.
—¡Paul! —John tocó la puerta, dando fuertes puños— ¡Acompáñame! Ven conmigo, por favor. ¡Sal!
Pero no obtuvo ninguna respuesta, sólo vio como las luces de la pequeña casa campirana apagaban sus luces.
—¡No hagas esto! No es por mí, es por Julian. ¡Es tu ahijado, maldita sea!
Aunque siguió tocando y tocando, no vio más rastros de McCartney. John explotó como una bomba, gritó e hizo corajes que no eran normales para alguien de su edad. Caminó por el pasto, vio una piedra de tamaño grande, la cogió y la lanzó directo a la ventana principal, rompiéndola de inmediato, mientras exclamaba un sonoro y remoto:
—¡Hijo de puta!
Corrió de regreso a su coche y pisó el acelerador, arrancando con violencia.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top