La Julieta

      Caminaba la Julieta entre el barullo de gallinas con un baldecito rebosante de maíz. El gallinero era su cita de todas las siestas, y sus amigas cacareantes las únicas con quienes podía sentirse libre al conversar, aunque lo único que entendieran era que iban a ser alimentadas.

      Julieta Caballero era una veinteañera de esas que parecen haber quedado inmortalizadas en la pubertad, su pelo era tan largo que se deslizaba por sus caderas como una cascada de aguas negras. Era huesuda y de ojos misteriosos, por mucho, la más linda de la colonia. Sus hermanas mayores habían sido acomodadas en matrimonio con medianos hacendados, pero de ella, la menor de cinco mujeres, se esperaba que se quedara soltera y virginal, responsable de sus padres cuando éstos alcanzaran la vejez. Ella, sumisa como siempre había sido, jamás objetó su posición y aceptó su destino sin chistar jamás. Pero sus gallinas sabían que anhelaba otra vida y que, como ellas, estaba condenada a ver el cielo y no poder volar.

      Román era el hijo menor de los Montes, su padre era capataz de la hacienda, y hacía ya muchos años que funcionaba como mano derecha de Anselmo Caballero. A veces, la muchacha, cuando acompañaba a su padre a hacer andar el molino, se quedaba viendo a Román mientras éste cabalgaba de acá para allá entre los pastizales. Román era el único de sus hermanos que había nacido en la hacienda de los Caballero y el único de ellos que allí seguía, compañero de su padre. Se trataba de un joven trigueño de ojos verdes, de contextura grande y aires gallardos, un gauchito que cuando sonreía la Julieta suspiraba. Y aunque jamás había cruzado más que las palabras necesarias con ella, Román Montes veía a la Julieta con la misma mirada que ella lo hacía.

      «No seas opa —lo retó una vez su padre—, no te metas con la Julieta que es la hija del patrón, ¿vos querés que nos echen? » Román se había atrevido a confesar, en la cena, que la Julieta le parecía linda, y fue la última vez que sus sentimientos fueron más allá de sus pensamientos, pues entendió que era un amor prohibido.

      Se querían en silencio, se deseaban entre miradas, se necesitaban en la inmensidad del campo y en la intimidad de la soledad. Cada vez que podía, Román, sin que nadie lo notase, cortaba alguna flor de los pastizales y, con presto disimulo, se acercaba cabalgando hasta su querida dama para dejar en sus manos el regalo. Ella extendía los brazos, todo cuan largos eran, ya por la distancia del jinete, ya por las ansias de abrazarlo, y al momento de tomar la flor se aseguraba de acariciar su mano en un instante de tacto efímero que agitaba su espíritu entero como una hoja en la tempestad. Sus dedos se cerraban sutilmente sobre los de Román, y se desprendían de ellos como la vida que se va con el último hálito.

      Aquella tarde Julieta Caballero recolectaba algunos huevos del gallinero, su padre había dejado en claro su deseo de una torta para acompañar los mates de la noche. «Te estás olvidando de este» susurró una voz a su espalda. La Julieta pegó un salto que acompañó con un gritito, mas, al voltear, todo el espanto repentino se convirtió en una hermosa sorpresa. Román le extendía, en su mano, un huevo amarronado de gallina, ella lo tomó y lo colocó en la canasta.

      —¿Qué hacés acá? —preguntó, entre emocionada y temerosa de que los vieran juntos. Su rostro enrojecido dejó en evidencia la incomodidad del encuentro.

      —Vine a buscar el veneno, al galpón, y te vi que entrabas acá... quería verte un ratito.

      Ella casi que podía escuchar su corazón galopante, por un momento pensó en salir corriendo, pero ya se había perdido en el campo de sus ojos.

      Sin embargo, la Julieta nada dijo, sólo se quedó viéndolo como hipnotizada. Entonces, Román le agarró la mano y colocó en la palma una flor.

      —Esta vez que dure más tiempo, Julieta —le dijo, y no tardó en sentir la presión de los dedos de la mujer.

      La besó en la mejilla y, al cabo de un par de minutos, decidió que no podía hacer esperar más a su padre, que lidiaba con las orugas.

      Román se alejó con la misma sonrisa encantadora que la Julieta adoraba... y fue entonces que ella lo entendió, estaba enamorada.

      Desde lo lejos, el rumor de la chacarera era arrastrado por el viento hasta la ventana de la Julieta. La noche era exquisita, las estrellas parecían más encendidas que nunca a los ojos de la muchachita. Intentó imaginar a Román en medio de aquella jarana, ¿estaría bailando con alguna mujer? Al cabo de un instante, cerró la ventana dispuesta a dormir, mas no alcanzó ni a dormitar cuando un golpe la arrancó de la calma silenciosa de la habitación. Todos sus sentidos se pusieron alertas. De pronto, otro ruido... la ventana. Se acercó sigilosa y apoyó la oreja contra la madera de la única ala. ¡Paf! Dio un saltito atrás mientras ahogaba un grito. «Julieta, Julieta», susurró alguien desde el patio. Aunque fueron pocas las ocasiones en las que había entablado charla con él, ella reconocería esa voz entre el murmullo de mil hombres.

      —¿Qué hacés acá, Román? —reprochó, tras abrir la ventana, la Julieta.

      —¿Me dejás entrar?

      La cara de la muchacha se mostró aún más confusa que antes ¿se volvió loco?

      —Estuviste tomando vos.

      —Un poquito de vino, nada más. Me caminé toda la chacra sólo pa' verte, Julieta. Si nos ven charlando acá se va a armar la podrida, dale, dejame entrar, aunque sea para sentir que estás ahí, me quedo quietito, ni me sentís.

      Y así cuchichearon hasta cerca del amanecer, ella sentada en la cama, él recostado contra la pared, en el piso. Al despuntar el día, la Julieta sintió que jamás había sido tan feliz, y aunque no había pegado un ojo en toda la noche, la mañana la encontró con más energías que nunca, con el corazón hinchado de emociones de todo tipo y el solo deseo de que Román volviese a llamar a su ventana una noche más.

      Y él regresó, una y otra vez. Y las charlas se volvieron besos, y los besos, lujuria. Se quisieron con el cuerpo y el alma, en la lobreguez de las noches y las sábanas de la cama.

      «Estoy embarazada» le dijo una tarde. Él la miró en silencio, ella esperó, esperó temerosa de que esa pausa fuera algo que la hiriese, al final él se limitó a sonreírle y se alejó al galope, nadie podía descubrir el secreto de los amantes furtivos. Cuando se hubo perdido entre los ranchos, la Julieta escuchó un grito eufórico de alegría, y supo que el mundo era, finalmente, como siempre lo había soñado.

      Esa noche resolvieron, por el bien de los tres, enfrentar a ambas familias, cada uno por su lado. Saldrían de la oscuridad de las noches y se casarían. Para las cinco, Román se perdió en la lejanía de la chacra, con paso lento y las primeras claridades del alba, sabía que el día llegaba cargado de cambios, lo que no imaginó es que traía aparejados horrores impensados.

      La siesta le resultó pesada, los sueños lo habían atormentado apenas hubo apoyado la cabeza sobre la almohada, plagándolo de quimeras que Román no entendía y que apenas recordaba al despertar. Se secó el sudor de la frente y caminó, aún atontado por la confusión del letargo, hacia el comedor. Entonces, un llanto entremezclado con gritos le acomodó la mente en el cuerpo de golpe. ¿Era su madre? Román corrió hasta la entrada, asustado. Afuera, más gritos completaban la escena; su madre, desde el portoncito, gritaba y lloraba poseída por el más escalofriante horror, «¡no, por favor, Roque, decile que no lo haga, él no tiene la culpa!», vociferaba a más no poder. Un poco más adelante, don Anselmo Caballero se acercaba enfurecido, y hubiese corrido si no fuese porque Roque Montes intentara en vano detener su andar.

      —¿Dónde está ese hijo de puta? Traémelo que lo voy a cagar a tiros —decía el patrón, escopeta en mano.

      Lo entendió entonces, la Julieta le había contado todo. Decidió hacerle frente; aunque poseído por la ira, Román estaba convencido de que Anselmo Caballero no lo mataría.

      —Andá pa' dentro, má —le dijo a la que parecía desmayarse en ese mismo instante—, no me va a pasar nada, vamos a arreglar esto tranquilos.

      —La Julieta se ahorcó, hijito... andate de acá, ya.

      Aquellas palabras perforaron los oídos como cuchillos. Un tembleque que le trepó por las piernas casi lo tumbó sobre la tierra arenosa del patio. Trató de asimilar lo que su madre le acababa de vomitar, ¿había escuchado bien? Repasó varias veces más, en la intimidad de su ser, lo dicho por la mujer, buscándole un sentido real a aquello, o buscando negárselo, quizás. Es un sueño, o una pesadilla, sí, eso debe ser, seguía tirado en la cama, sumido en el sopor de los horrores más terribles.

      —¡Andate te dije, pelotudo! —cortó la voz de su madre las cavilaciones de Román, volviéndolo al mundo terrenal.

      Se metió en la casa, corrió hasta la despensa y tomó el machete. Si la Julieta se mató no era su culpa, sino la de su padre quien, con seguridad, no habría aceptado el amor de los dos. Anselmo Caballero la había matado, no él, él sólo la había amado, y el amor no mata, no el suyo. Con él la Julieta fue feliz, pero ahora les habían arrebatado el mundo, su mundo, sus dos amores.

      Caminó de la despensa al comedor y se detuvo de golpe, como si una fuerza invisible lo tirara hacia atrás. Afuera, un disparo y más gritos. «Corré» le decía la voz de la madre en su mente. Por alguna razón que no entendió, se dio la vuelta, saltó la ventana de la despensa y salió disparado como una bala en medio de los pastizales. Bajo el sol ardiente de las cuatro y pico y con el machete en la mano, corrió como si entre la arboleda del monte lo esperase la Julieta, no se había detenido siquiera para ponerse la camisa y las alpargatas... Román, simplemente, corrió.

      Ni los pies sangrantes, ni el lomo arañado por las espinas de las tuscas, le dolían tanto como las heridas del alma, si es que aún le quedaba algo dentro de la carne. Recostado contra un árbol, sintió que el universo a su alrededor danzaba con violencia, las formas iban y venían en un vaivén infernal y, entre ellas, observó apenas la silueta ondulante de una persona. Cuando su mente, agobiada por el calor y el dolor, se equilibró y todo alrededor se detuvo, entre las palmas y las tuscas contempló la figura de la Julieta, encantadora como sólo ella podía serlo. Movía los labios, algo le decía, pero a él nada llegó más que los ademanes mudos de la mujer fantasma. Sólo el ulular del viento y el mugido de alguna vaca en medio de la arboleda se hacían sentir, aunque, en verdad, no le importaba lo que pudiera decirle, verla allí, de pie, rozagante y delicada, era todo lo que deseaba.

      —Nadie nos va a separar, mi amor —susurró a la sombra de la Julieta—. Si la vida no nos dejó estar juntos, que nos una la muerte entonces.

      Y allí, bajo la sombra rala de un árbol, en medio del monte, agarró el machete y decidió seguirla hasta la eternidad.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top