»of swords and silverstones
Había llegado a la torre.
Aquella estructura estaba prácticamente acabada, en ruinas y en medio de dos montañas de piedra. Estaba anocheciendo, y aquello solo le produjo escalofríos a Helena, pues el simple hecho de recordar esa bestia sobre ella, mordiendo su hombro, le producía inevitables arcadas y escalofríos. No era como si deseara que la oscuridad volviera a pintar el ambiente y la retrasara y atacara una vez más.
Así que aceleró el pasó, para poder llegar pronto a la piedra de altar. Si Arthur también estaba allá, entonces por fin dejaría de estar sola, en vez de estar rodeada de fantasmas y magia negra.
Subió la colina lo más rápido que sus piernas cansadas le permitieron. No pasó mucho tiempo cuando comenzó a sentir que alguien la estaba siguiendo. La piel se le puso de gallina, pero se negó a voltear a mirar atrás, se obligó a seguir avanzando, a pesar que de igual manera se permitió sentir ese miedo y desesperación; aquello la mantendría despierta y bastante alerta.
Al llegar donde se suponía que estaría la piedra de altar, su corazón pegó un vuelco cuando divisó la figura de Arthur delante de su posición.
El rubio estaba tambaleándose, siendo claro para ella que él tenía una de sus piernas lastimadas. Sin pensarlo otro segundo, sacando energía prácticamente de la nada misma, corrió para llegar a un lado del hombre. Pasó uno de sus brazos sobre sus hombros para ayudarle a soportar el peso y así hacer que el camino fuera un poco más sencillo para él.
—Helena —suspiró él el nombre de la castaña cuando la sintió a un lado suyo.
La nombrada lo vio al rostro, con una media sonrisa, sin detener su complicado andar. Era bueno tenerlo cerca al fin. No le cabían dudas de que los dos acababan de cruzar tremendo infierno para reunirse y cumplir con la misión, se sentía agradecida de poder verlo de nuevo. De igual manera, esperaba que él también se sintiera aliviado de verla y, a juzgar por su suave expresión, supo que sí.
—Parece que has pasado una gran aventura —comentó ella con cierto humor para aligerar el ambiente.
—Tal vez, pero habría sido más interesante si hubieras estado conmigo —contestó Arthur avanzando forzosamente —. Se te ha extrañado.
—Sí, yo sé que no puedes vivir sin mi presencia, Art.
—No lo dudes, cariño.
Apenas esas palabras salieron de los labios del heredero, Helena comenzó a sentir una fuerza atrayente llamar desde sus mismas entrañas. Exhaló una temblorosa respiración y llevó sus grandes ojos pardos hacia el lugar exacto que sentía la llamada. Le parecía ilógico que un objeto inanimado la atrajera de esa manera. No habían voces, no habían luces, solo energías magnéticas que hacían que le fuera inevitable no querer acercarse de alguna forma u otra.
Supo también que Arthur sentía lo mismo, pues el deshizo el abrazo y desenvainó la espada Excalibur. Entonces Helena sacó la daga también y se hizo un corte en la palma de su mano, lo suficientemente largo y profundo para sangrar lo necesario. Su rostro se contrajo en una dolorosa mueca, pero siguió el paso del heredero.
Cuando la elemental decidió observar hacia atrás, sus sospechas de haber sido seguida se consolidaron con las sombras de unos gigantes lobos, cuyos ojos brillaban con un tétrico blanco fantasmal. Retrocedió con rapidez al ver como esos animales se seguían acercando, acechándola a ella y a Arthur. Desvió sus ojos de las bestias y miró la piedra.
A la vez que el hombre posó la espada sobre la piedra, varias gotas del líquido carmesí de Helena cayeron sobre el mineral también. En cuanto aquello sucedió, el espacio se despejó y dejó solos a la mujer y al rubio.
Helena ya había descubierto su pasado y futuro en la villa, ahora era el turno de Arthur. Lo que no esperó, fue que una imagen bastante clara de sus padres se formara ante sus ojos, descolocándola por completo.
Inevitablemente cayó de rodillas, abrumada, al mismo tiempo que veía la manera en la que el mismísimo Vortigern enterraba una espada en el abdomen de su progenitor. Su padre cayó al suelo sobre uno de sus lados, agarrando con desespero el puño de la espada que seguía en él, pero lo que terminó de destruir a Helena, fue cuando los ojos del Silverstone mayor la miraron directamente, pidiendo ayuda silenciosa.
Desvió la mirada, no queriendo ver la manera en la que su papá fallecía ante sus ojos ni cómo éstos le gritaban miles de millones de palabras que ella todavía no comprendía gracias a su estado de shock. En el momento en el que volvió a abrir los ojos, mirando hacia otra parte, distinguió a una mujer correr, alejándose del lugar, trazando un afanado camino hacia el bosque.
Siguió la figura que se movía con rapidez entre los árboles y se detuvo cuando distinguió una versión más joven de su madre, recostada contra el grueso tronco de un árbol. Ella misma estaba ahí, pero era un bebé y estaba dormida. Ahora era clara la razón por la que no recordaba nada de esa noche.
Sin desviar su atención de aquel pasado, se dio cuenta que su progenitora se acercó a su hija para susurrar unas palabras. En cuanto sintió el aliento y las palabras directamente en su oído derecho, se sobresaltó, pero no se movió siquiera un centímetro de su lugar. Escalofríos recorrieron su cuerpo cuando volvió a escuchar la voz de su progenitora.
Habían pasado tantos años desde la última vez que la oyó. Ni siquiera sus sueños o pesadillas eran capaces de recrear la voz de su madre. Clarisse le había dicho una vez que lo primero que uno olvidaba era el sonido de la voz de las personas que amaba, pero ella se negó a creerlo en su momento. Hasta ese instante, no supo lo equivocada que estaba. La escuchaba, la reconocía, pero no era como su cabeza la recordaba, sin embargo se dejó envolver por esa voz de tono maternal que cubrió su cuerpo y alma y la meció en una gran extrañada y necesitaba balada de las palabras de su propia madre.
—Buscará la espada y te buscará a ti, mi amor —murmuró la mujer, mientras seguía arrullando a la bebé, pero parecía ser un gesto más para sí que para la niña —. Por eso debes encontrar a un mago y al hombre que sacará la espada de la piedra. Ellos son tu camino. Sabrás que existen sacrificios mucho más grandes de los que nos gustaría aceptar, pero eso es lo que nos conforma como seres vivientes en ese mundo.
Sintiendo de repente un tremendo impulso de correr hacia aquella imagen, lo hizo, creyendo que al menos podría tocarla, que podría sentir su calor una última vez antes de tener que irse de ahí. Pero pronto fue detenida y al mirar hacia todas partes, se dio cuenta que ya no estaba en un bosque.
Ahora estaba en el centro de aquella corona de piedras que le dieron ingreso a las Tierras Oscuras. Suspiró confundida y de repente el ardor de la marca en su cuello se intensificó, por lo que empezó a revolcarse en su lugar con dolor, no solo físico sino mental. Aquellas tierras la acababan de quebrar y cambiar la vida, no solo por medio de recuerdos y peleas, sino porque le habían mostrado y hecho vivir lo que tenía que hacer.
Y estaba aterrada.
Una cosa era morir por un accidente, enfermedad, en medio de una lucha o por vejez, pero otra cosa era saber cómo y cuándo debía suceder. Al parecer ese era su destino, pero ¿por qué tendría que aceptar un destino que la llevaba a la mismísima muerte?
Sin embargo sabía que al final del día, ella debía morir o el resto del mundo moriría por las terribles acciones de Vortigern.
No tenía que agradarle; tenía que aceptarlo. Tenía que sacrificarse de alguna manera u otra.
Comenzó a llorar, perdida entre el pánico y desasosiego, entre aceptación y negación. No quería morir.
De repente, unas manos masculinas fueron a parar sobre sus hombros, tratando de mantenerla quieta en su lugar, entonces Helena abrió los ojos. Sus ojos frenéticos se encontraron con los oscuros de Bedviere, los cuales la observaban con preocupación y algo de precaución.
—Estás bien. Estás fuera —dijo el moreno, tratando de ayudar en el estado de pánico de la castaña.
No, Helena no estaba bien, porque ese justo era el problema: que estaba afuera y ya no había vuelta atrás.
Creía que estando en el barco devuelta a las cuevas lograría tranquilizarse, pero de alguna manera era incapaz de despegar sus ojos de la pequeña isla que conformaba la entrada a las Tierras Oscuras. Ni siquiera sabiendo que se estaba alejando le hacía sentirse mejor, porque lo único que estaba sucediendo era que ella se estaba acercando cada vez más a su fatal destino. No tenía ni la más mínima idea de qué hacer con ello, tampoco quería aceptarlo, pero sabía que de alguna forma u otra, sucedería.
Resoplando con disgusto, le dio la espalda a aquella inmóvil imagen y posó sus ojos sobre Arthur.
El rubio estaba siendo atendido por la maga, pues las heridas del hombre eran bastante serias y claramente él no obtuvo la extraña ayuda que Helena. Por lo menos ahora estaba consciente. Una venda rodeaba su cabeza, otra su pierna y otra sus manos, también tenía un ojo moreteado e hinchado, no obstante estaba vivo, y eso lo agradecía y apreciaba Helena en su interior.
Sin embargo, el momento en el que posó sus ojos sobre la figura de la maga, una increíble ira se apoderó de su cuerpo y con pasos decididos, caminó en dirección hacia la mujer de cabellos negros.
Helena comenzó a sentir que las puntas de sus dedos cosquilleaban, pero ignoró aquella sensación. Se plantó en frente de la mujer que estaba agachada atendiendo a Arthur y esperó a que la volteara a ver. Cuando no lo hizo, la ira de la castaña lo único que hizo fue aumentar.
—Tú lo sabías, ¿no es así? —Inquirió con el tono de voz endurecido, al igual que el resto de su cuerpo.
Pero la maga solo suspiró y siguió con sus labores curativas. No obstante, esa fue toda la respuesta que Helena necesitó en el momento.
Sin poder evitarlo en realidad, la energía mágica que recorrió su anatomía y que había ignorado hasta ese momento, explotó de manera que Excalibur se removió en su sitio al igual que el broche y la daga de los Silverstones. El no saber cómo controlar aquellos impulsos solo empeoró las cosas a su alrededor.
Rubio, Percival y Bedivere miraron la escena con atención, esperando si tendrían que intervenir o no, mientras que Arthur trató de sentarse haciendo una mueca en su rostro. Estaba más que claro para el rubio que algo sucedía, que algo estaba mal, además porque también era la primera vez que veía reaccionar aquellos objetos convenientemente metálicos de esa manera con la presencia de Helena.
—¿Qué está pasando? —Preguntó el legítimo rey con cautela, intercambiando su mirada entre las dos mujeres
—Tu misión era encontrarme para prepararme como si fuera un cerdo de mierda para el matadero —declaró la elemental dolida, ignorando la pregunta de Arthur por completo —. ¡Lo sabías y no tuviste la amabilidad de decirme siquiera!
—Cuando pienses con claridad, podremos hablar —contestó la maga, mirando a Helena de reojo —. Todavía hay cosas que no comprendes.
—Y supongo que ya no debería confiar en ti para ello —dedujo con amargura —. No vaya a ser que te guardes alguna otra verdad...
—De qué está hablando —exigió el rubio, mirando directamente a la maga con el ceño fruncido.
Helena resopló tratando de controlarse, a pesar de que sentía todo su alrededor vibrar junto a su energía. Estaba demasiado dolida, preocupada y hasta desesperada. Estaba cayendo a un abismo del que no sabía cómo salir, aparte de tener que aceptar algo que no quería. En verdad que existían cosas insuperables.
—No te preocupes, Art —habló la elemental, pero sin retirar sus enojados ojos del rostro impasible de la pelinegra —. Quizá todo esto termine más pronto que tarde.
—¿Qué sucedió en las Tierras Oscuras, Helena? —Insistió Arthur.
En ese momento, la nombrada llevó sus orbes hacia la malherida figura del rubio. Soltando un pesado suspiró, se dejó caer a un lado de él, sentándose a poca distancia de la anatomía del hombre, cuidando de no lastimarlo. Fue ahí cuando la maga decidió retirarse del lugar.
La elemental no tenía ganas de hablar sobre el tema, pero sabía que él no la dejaría en paz hasta que expresara qué era eso que la atormentaba. La conocía demasiado y a veces lo agradecía, pero ahora lo odiaba. Estaba deseando que el respetara su silencio como muchísimas veces hizo antes, solo que demasiadas cosas habían cambiado los últimos días.
Los dos seguían ahí porque buscaban verdades. Casi parecía como si no pudieran soportar la simple idea de que no todas las cartas estaban sobre la mesa, que aun debían descubrir más. Pero los dos estaban agotados. Uno ya quería saltar a la acción, mientras que la otra se sentía cada vez más paralizada.
—Descubrí lo que soy, por qué lo soy y para qué lo soy —contestó con evasión, mirando sus manos jugar con la tela de su capa.
Apenas terminó de hablar, una mano vendada y lastimada se posó sobre las suyas, interrumpiendo el movimiento nervioso. Al sentir el calor de la mano masculina sobre su piel, se permitió voltear a observar el rostro del legítimo rey. En algún segundo él se había acercado más de lo que ella esperaba, pero no se alejó. Observó todas las facciones, sanas y lastimadas que tenía en frente de ella, queriendo quemarlas en su memoria lo mejor que pudiera.
Su corazón pegó un vuelco cuando comprendió que llegaría un momento en que no lo volvería a ver.
—No dejaré que nada malo te pase —prometió Arthur con pasión retenida en sus ojos y gestos.
Una triste sonrisa curvó los labios de la castaña.
—No puedes controlar lo incontrolable. No puedes controlar el destino.
—El destino se puede joder —la cortó él.
Helena se quedó callada en ese instante, disfrutando el sonido de esas palabras, a pesar de que no eran reales bajo ninguna circunstancia. Era lindo tener ese pensamiento mientras pudiera.
Obviamente jamás le diría a Arthur lo que a ella le sucedería, porque presentía que él era capaz de dejar todo abandonado, sobre todo si eso significaba proteger a las personas que le importaban. No podía hacerle eso, no podía ser egoísta de querer pedirle que se fueran de ahí sin más y que el resto del país se jodiera por sus cobardes actos. Y eso que también dudaba que él fuera capaz de arruinarles el mundo a otras personas.
Era un dilema que ella tenía, pero no por eso lo pondría también en manos de él. Arthur ya tenía demasiado en su plato. Lo mínimo que ella podría hacer ahora, era apegarse a lo que tenía que ser y afrontarlo en silencio.
—Te prometo que saldrás victorioso de todo esto —declaró Helena, mirándolo con fijeza a los ojos.
—Juntos —recalcó él.
—Sí... juntos suena bien.
A pesar de que sabía que esa era una gran mentira.
¿Ya estamos llorando?
¿Qué opinan de lo que ha sucedido en este capítulo? Porque si les soy sincera, mi corazón duele por Helena, pero... cosas que pasan jijiji
Mil gracias por todo el magnífico apoyo a esta historia, por aguantar mis pendejadas y ocurrencias que les rompen el corazón, son lo máximo. Preparen la caja de pañuelos para la otra semana, están advertidos.
¡Feliz lectura!
a-andromeda
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