⚓️37⚓️ DÍA DE AUDIENCIA

Año 16.
10Ka, 50Ma.
Mar Ciónico, Jadre.

Isis estaba nerviosa. Mucho, de hecho. Nunca en sus más de dos mil años había visitado Jadre, a pesar de haber leído sobre el mundo e imaginado su flora, fauna y calidez. Pero ese no era el motivo del nerviosismo de la reina del océano, el motivo era su esposo.

Maltazar llevaba horas controlando su propio nerviosismo y ansiedad. Y quizás para su tripulación, su actitud pareciera tan severa y helada como de costumbre. Pero Isis había conocido aquellas capas de sensibilidad que ocultaba muy bien el capitán, así que era capaz de discernir cuándo él fingía desinterés y cuándo estaba ansioso. Pues bien, desde que el Atroxdiom había entrado en Jadre, Maltazar estaba más ansioso que un camarón atrapado en una red.

Ya el Atroxdiom descansaba en las frías aguas del Mar Ciónico con el permiso concedido de los guardias costeros y dos docenas de fayremses custodiaban las aguas a la redonda sobre dos barcos de menor tamaño pertenecientes a la flota real. Un mensajero había solicitado entregarle al contramaestre un edicto de palacio que especificaba los detalles de la pronta audiencia de Maltazar en la corte; como nadie que hubiese cometido pecado podía pisar el Atroxdiom sin quedarse atrapado, el mensajero acudió en el barco personal de la realeza y el contramaestre, Güolec el híbrido de lagarto, acudió en un bote de remos al punto de encuentro.

A Maltazar se le llevó el edicto de inmediato, e Isis también fue informada de cada detalle según transcurría todo. Como reina del océano los piratas habían aprendido a respetarla, y desde su espectacular aterrizaje desde el cielo a la proa, se inmiscuía más en los asuntos de su tripulación. No obstante, desde ese día también había regresado a su camarote, desalojando el del capitán. Maltazar no dijo nada al respecto porque la muestra de poder que Isis había llevado a cabo, así como su resolución de quedarse junto a él, lo disuadían de lanzar requerimientos. Además, el pacto de abstención seguía vigente y por el bien de sus hormonas el hombre no se detuvo a pensar cuándo Isis lo rompería; si estaría indefinidamente a su lado como esposa llegaría el momento que quisiera rendirse, pero esto nadie podía asegurarlo, solo era una desesperada suposición. Porque cabía la enorme posibilidad que nunca quisiese. Tal vez después de tantos maltratos Isis había decidido no dejarse tocar nunca más. Maltazar no albergaba una certeza, pero le aterraba tener la razón en cuanto al último pensamiento. Por tanto se decidió a no pensar más en el asunto y dedicar cada energía en conquistar a su esposa del mismo modo que llevaba haciéndolo desde que la vio.

Por experiencia, había comprobado que Isis no era inmune a sus cortejos. Seducirla era fácil, lo difícil era conseguir que ella se dejara llevar por lo que sentía. Al menos, Maltazar contaba con algo que desconocía en el pasado, y era que le gustaba a Isis. No se daría por vencido.

No obstante, ese día no tenía cabeza para seducir. Estaba demasiado nervioso por lo que saldría de la reunión. Le enojaba sentirse así, no era propio de él. Pero habían muchísimas cuestiones circundándolo que no podía ignorar, y si había algo que a Maltazar le enojaba era sentirse acorralado. Para empezar estaba la cuestión de los títulos reales; él era un rey, el rey del océano, y como rey no podía reconocer la supremacía de una emperatriz que no ejercía dominio en los ocho mares. Si la realeza de Jadre estaba arrastrándose a suplicar que aceptara una audiencia, significaba que lo necesitaban para acabar la guerra. Por sí misma, aquella realeza jamás podría contra la flota de sus enemigos, perdería por mar. Si ellos querían contar con el apoyo del terror de los mares, el único capaz de doblegar cualquier ataque que osara llevarse a cabo por las aguas, entonces debían tratarlo como lo que era y estar conscientes que en cuanto al océano, no existía emperatriz que valiera, solo un rey. Y ese rey era él.

Pero, ¿estaría la realeza y su Consejo dispuestos a reconocerlo?

La segunda cuestión era que en el fondo no deseaba incordiar a Khristenyara. Reencontrarse con la única amiga que había tenido le dejaba sentimientos mezclados. Ambos revivirían aquella noche en el Atroxdiom cuando ella le suplicó que no matara a Bastian. Maltazar estaba seguro que los escalofriantes últimos gritos del francés perseguirían los sombríos pensamientos de Khristenyara por el resto de su vida. Pero a diferencia de ella, él conocía el pacto con el universo que cargaba y las nefastas consecuencias de violarlo. Esto no menguaba el respeto y cariño que le tenía a Khris. La vería con una corona, sentada en el Trono Supremo, le miraría a la cara y le hablaría con firmeza, como el rey que era. Pero no podría decirle cuánto lo sentía, no podría confesarle que a pesar de tantos años, torturas y matanzas, él seguía procurando, a su modo, el bienestar de la legítima reina daynoniana. Khris no le creería, y el capitán estaba muy consiente que lo odiaba desde lo profundo de su corazón. Sí, sería muy difícil volver a verla y pretender ser el asesino insensible que la mayor parte del tiempo era.

La tercera cuestión y quizás menos importante, era el nuevo rey consorte que estaría sentado al lado de su soberana esposa. El capitán se convenció lo difícil que debería resultar para un varón no tener voto por encima de su esposa en un mundo tan ortodoxo como Jadre. Así que probablemente el rey consorte fuese una marioneta que se había casado por un deber previamente establecido. Pero si no, Maltazar trataría de presionar al susodicho para ganar la mayor cantidad de beneficios posibles. No era tonto, sabía que se enfrentaría a una reunión donde cada uno halaría a favor de sus respectivas partes. Su mérito radicaría en conocer a su oponente y manipularlo para que todo terminara según él lo había idealizado. Cosa muy propia de los Kane. Sí, Maltazar debería apelar al Kane que había en él para poder vencer contra el rey consorte.

La cuarta cuestión y una de las más difíciles, o analizando cada una desde un punto de vista político, la más dura e insatisfactoria, era que si él como capitán pirata no quedaba complacido con el trato y las propuestas, se levantaría una contienda absoluta entre el terror de los ocho mares y la Corona. Hasta la fecha, el Atroxdiom hacía y deshacía sin rendir cuentas, pero desde que su capitán aceptó la invitación a Jadre, tomó el riesgo de entregarse a merced de los que lo odiaban. Si la reunión no terminaba bien y al final no se pactaba acuerdo, habría arriesgado a toda su tripulación por nada, él mismo habría puesto la guillotina sobre su cuello. Pero como no estaba dispuesto a morir, tendría que luchar para salir de ese mundo y ahí la cosa se pondría muy fea.

Lo mejor para todos era que la Corona fuese flexible y no avara, que él como rey y capitán fuese razonable a la hora de exigir beneficios y que todos se trataran con el respeto que cada uno se merecía, en el grado debido. Él no reconocería a una "majestad" (al menos no hasta que hubiesen ganado la Guerra Roja y entonces Khristenyara pudiera alzarse sobre todos los mundos como la indiscutible ama del universo). No obstante, trataría de mostrarse cordial y educado a pesar de sus años siendo una auténtica bestia. Confió en los modales que tenía, era algo que ni degradación ni penurias le habían quitado.

Después de estudiar todos los pro y contras, como de antaño había sido costumbre en su linaje, el hombre se enfocó en otro problema: el aspecto con el que se presentaría.

Cuando Isis acudió al camarote, se encontró con señales que indicaban que Maltazar estaba inquieto y sumamente irritable. Sus resoplidos se podían escuchar procedentes del interior del cuarto vestidor, e Isis dedujo que el capitán no se ponía de acuerdo con lo que le ofrecían las perchas. También vio que encima de la gran cama se encontraban tiradas varias capas, camisas y jubones. La mayoría de las gavetas estaban cerradas solo a mitad y sobre la mesa donde Maltazar solía planear trayectorias, una botella de Fron abierta, casi llena, mojaba con su fondo húmedo algunos mapas. De golpe el camarote se veía desordenado, lo que era mal presagio pues su ocupante siempre tenía ordenado hasta las joyas del tocador.

Isis atravesó la estancia para recoger dos pares de botas que estaban tiradas en el suelo. Al hacerlo se encontró a su derecha, en el interior del vestidor, al hombre con el torso desnudo y solo con unos pantalones negros rebuscando en una de las tantas gavetas algo que no lograba encontrar. Ella recorrió con sus ojos las viejas cicatrices que delineaban aquella ejercitada espalda. Aunque podría parecer una vista desagradable, la verdad era que para la reina los músculos masculinos adquirían profundidad con las marcas, como si las tachas en lo que alguna vez fue inmaculada piel ahora combinaban a la perfección con la personalidad bestial de su dueño. Estuvo tanto rato mirándolo, que Maltazar se volvió al peso de la mirada, descubriendo a su esposa agachada en el suelo cerca de las botas que él había tirado, botas ahora acomodadas una al lado de la otra.

—Hola —soltó ella sonrojándose. Los lunares del pecho de Maltazar seguían siendo tan abundantes y aleatorios como recordaba.

—Hola —respondió él seguido de un largo suspiro. No quería que Isis lo viera agobiado por su pronta visita al palacio. Se recostó en el marco de la entrada del vestidor—. No tienes que recoger mi desorden.

—Quizás pueda ayudar —sugirió ella acercándose al vestidor.

Cuando pasó por el lado del capitán su brazo izquierdo rozó sin intención el bíceps derecho de él y una corriente paralizante se le disparó de la garganta al vientre. Isis se obligó a mantener la marcha. Llegó hasta varios atuendos de metal que estaban colgados y empezó a repasarlos uno por uno.

—¿Tienes idea específica de cómo quieres presentarte?

—Me pararé ante otros reyes, no puedo lucir inferior.

Isis absorbió las palabras. Maltazar era el legítimo rey del océano, se lo había ganado con sufrimiento, valentía y sangre. Así que su aspecto debía recordarle eso a todo el que lo viera entrar por las puertas de palacio. También era un guerrero, aunque sus guerras sólo incluyeran pillajes y la liquidación de sus enemigos, mas el atuendo que usara debía mandar ese claro mensaje. Finalmente Isis sacó una placa de oro de cuello alto, dividida en secciones y con ostentosas hombreras que tenía un acabado triangular. Colocado en el cuerpo masculino, parecería un opulento colgante. Echándosela al antebrazo, se movió al lado donde colgaban las armaduras y escogió una pieza interior de metal oscuro; también la echó en su antebrazo. Luego escogió una camisa blanca y un cinturón de cuero negro con hebilla y accesorios de oro. Como ya le pesaba demasiado el brazo, salió del cuarto vestidor y tiró las prendas encima de la gran cama, apartadas de las demás.

—Creo que esto funcionará.

Maltazar tomó la camisa y se la puso. Isis siguió con sus ojos los dedos masculinos, incluyendo el momento que juguetearon con los botones, decidiendo a último minuto no abrocharlos.

—¿Me ayudas? —pidió Maltazar por lo bajo, con un tono ronco que estremeció a Isis.

«Son solo prendas de vestir» se repitió ella.

Ayudó al capitán con ensayada elegancia, esperando que él no notara el temblor de sus pálidos dedos. Se convenció que era tonto agitarse por tareas tan sencillas como abotonarle una camisa, colocarle la armadura al capitán y cerrarle la placa sobre los hombros. Sin embargo dichas tareas por algún motivo resultaban sumamente íntimas. Él nunca se había propasado, y allí estaba ella, cubriéndolo de oro y metal con un gusto culposo.

—Ya está —susurró a la espalda de Maltazar, terminando de ajustar el corsé de cintura del que caían dos largas telas hasta los pies, una delante y otra detrás.

—Gracias —devolvió Maltazar en igual susurro girando la cabeza de lado. No alcanzó a ver por completo a Isis que se mantuvo a su espalda, pero el aroma de ella se extendía en todas las direcciones.

El hombre no solo estaba agradeciendo la placentera acción de que Isis hubiese decidido vestirlo, sino también su presencia en el momento previo a entrar al palacio de Jadre. No le gustaba sentirse ansioso ni nada que se le pareciera por comparecer en la Corte. Pero Isis le daba paz, eso mitigaba bastante las malas sensaciones.

—No ha sido nada —convino Isis separándose de él y yendo al tocador del espejo enterizo.

Allí estaba el maquillaje de ojos que el capitán usaba, y cofres desorganizados con joyas entre dentro y fuera. Estaba tan anonadada organizando que solo notó la respiración de Maltazar cuando esta le acarició el cuello.

—¿Puedes ayudarme en otra cosa?

—Claro, esposo mío —contestó tragando saliva, consciente del peso tan enorme que dejaba en el aire al decir aquellas palabras.

Era la primera vez que lo decía y supuso que Maltazar se quedó un poco más loco que de costumbre al escucharlas. La sonrisa ronca y baja que él emitió le confirmaron que no se había equivocado.

—El término «esposo mío» salido de tu boca es uno de los afrodisíacos más intensos con los que me he podido topar.

Isis volvió a tragar saliva por segunda vez. Y luego lo hizo una tercera. Debía enfocarse en lo que se necesitaba para que él estuviese listo, no en jugar y provocar a la Bestia.

Aunque siendo sincera con ella misma, hacía muchísimo que había determinado no jugar... Entonces, ¿qué era aquella actitud natural y fluida que brotaba? Quizás que ya conocía lo suficiente de Maltazar para saber qué constituía su punto débil: ella. Y como miembro del sexo femenino, sus armas femeninas, sutiles y capciosas por naturaleza, habían despertado.

«Oh Isis, no lo provoques, no necesita mucha tentación»

—Dime en qué más puedo ser de ayuda —apremió, separándose y girándose de frente.

Maltazar se inclinó hacia su cara y por un instante el tiempo se detuvo para Isis, que apretó los labios. Se alegró de no haber cerrado los ojos cuando él extendió un brazo para tomar la navaja que estaba tras ella, encima del tocador. La colocó en el corto espacio que había entre los rostros de ambos y a Isis se le humedeció la boca. Aquellos ojos grises y limpios en contraste con el filo de una navaja pulida resultaban la cosa más mundana y atractiva que podía haber visto. Tanta peligrosidad y belleza que no llegaban a alcanzarla y que ella no tocaba, y sin embargo no conseguía mantenerse al margen.

—Voy a necesitar unos cortes.

—Ah... sí... por supuesto. —Parpadeó y tomó la navaja.

Su cuerpo y alma estaban alborotados como un insecto que vuela de aquí para allá y no se puede estar quieto.

«Solo concéntrate en lo que haces Isis, concéntrate y tranquilízate»

Maltazar acercó el banquillo que reposaba a unos centímetros y se sentó frente al espejo, alcanzándole con total confianza el objeto filoso. Ahora ambos miraban el reflejo del otro en el espejo.

—No quiero que cortes en exceso, solo los mechones que han crecido hasta el cuello.

La albina notó que en efecto, el cabello revuelto y abundante del capitán había crecido bastante en el último año. Cuando enterró los dedos en su cráneo, la sensación le ofreció un placer inesperado.

Maltazar la observó con fijación a través del espejo. Quería que Isis le acariciara la cabeza con ambas manos, pero no se lo dijo. La dejaría a su ritmo, aunque la impaciencia lo torturara.

—¿Comienzo cortando aquí? —preguntó ella saliendo de la hipnotización y tomando un mechón de cabello que caía hasta debajo de la mandíbula.

—Sí.

Así comenzó la reina esa nueva tarea cortando en orden ascendente hasta llegar a la zona superior

—Nunca he llevado el cabello demasiado recortado.

—¿No te gusta? —inquirió Isis sin dejar de laborar.

—Me acostumbré a llevarlo de un modo suelto, aunque ahora esté más largo y abundante que en el pasado. Mi hermano era el que solía recortarse y amoldarse el cabello. —Se arrepintió en el acto por decirlo.

Isis detuvo lo que estaba haciendo y se quedó pensativa. El hombre no supo el porqué la confesión brotó de su boca espontáneamente, en lo que Isis la acogió gustosa.

Un hermano. Maltazar tenía un hermano.

Como la tensión se hizo palpable, la albina continuó recortando.

—¿Has tenido noticias de él?

—No. —La respuesta llegó rápida y seca. Pero Isis no tuvo tiempo de lamentarse por poner entre la espada y la pared al capitán, porque la otra confesión llegó tan espontánea como la primera—: Él vivía conmigo en la Tierra, por lo que hace años no lo veo. Espero que esté... —Suspiró e Isis descubrió tristeza y añoranza en el suspiro—. Seguro que está bien, es resistente. De hecho es la persona más resistente que conozco.

Isis no se atrevió a preguntar nada más. Todavía le parecía irreal haber obtenido datos de su pasado sin haber presionado para sacarlos a flote. Ya sabía algunos aunque no le eran suficientes. Quería más... pero en el momento adecuado. Poco a poco Maltazar se estaba abriendo y eso era un logro enorme. Sin embargo Isis no pudo gozar por completo del logro, porque el semblante de él, a veces recio, a veces pasional, se había quedado agónico. Los ojos grises se mostraron marchitos y su boca quedó ligeramente curvada abajo.

«Lo extraña» razonó Isis, reconociendo que se le hacía muy dulce que Maltazar amara a su hermano a pesar de que no lo revelara verbalmente. Debía ser muy duro para él estar separado de su sangre por miles de años luz, solo eliminados por un agujero negro que lo llevaba directo al universo paralelo. Quiso averiguar si alguna vez el capitán había querido usar el portal para ver a su hermano, pero también se reservó esta intriga.

—Ya está —dijo en cambio, terminando la tarea de recortar el cabello que parecía una mezcla de néctar y líquidos deliciosos.

Maltazar se admiró en el espejo, Isis había recortado más de la cuenta, pero el cabello le volvería a crecer. Aún así seguía luciendo abundante. Asintió en recompensa y tomó el khol negro para delinearse los ojos. Eso lo haría solo. Es más, deseaba estar solo en ese momento. Apreciaba la compañía de Isis, pero confesar un aspecto tan privado de su pasado le había removido la tan incesante ansiedad, salpicada ahora con nostalgia.

Solía pensar a menudo en su familia, aunque con cierto desapego. No obstante cada vez que recordaba a Arthur su indiferencia no podía mantenerse. Se preguntaba qué estaría haciendo..., de seguro estaría disfrutando por todo lo alto sus méritos bien ganados. Arthur siempre tan diligente y capaz... No como él, pues en esa época que solo era el menor de los herederos su comportamiento distaba bastante del de su hermano. Y sin embargo, jamás sintió celos. Estaba orgulloso de Arthur, del coraje y determinación que en él mismo carecían a sus dieciocho años. Después de haber llegado a Irlendia y convertirse en el terror de los ocho mares, Maltazar todavía albergaba la lejana esperanza de volverlo a ver. En un futuro que aún era incierto, el capitán visitaría la Tierra y lo vería desde la distancia. No se acercaría, pero saciaría esa necesidad fraternal de apreciar la figura de su hermano mayor.

—Continuaré yo —le comunicó a Isis terminando de pintarse los ojos.

—Como desees, esposo —cedió ella con cariño.

Antes que se volteara para marcharse por la puerta, él le tomó la mano.

—¿Sabes por qué he decidido acudir solo en la primera audiencia, verdad?

—Lo sé y lo comprendo —explicó ella con serenidad. Comprendía que era lo mejor, ya luego, si todo salía bien, sería presentada como su esposa. La idea de reencontrarse con Khristenyara le gustó.

El capitán acarició allí donde su pulgar se encontraba con la blanca piel de Isis.

—Nos veremos dentro de un rato.

—Ve con el poder estelar resplandeciendo en tu corazón.

Maltazar la miró queriendo comérsela a besos. ¡Qué alma tan pura y gentil era Isis! Él no la merecía. Pero la había liberado y ella había regresado a él, por voluntad propia. Nunca más volvería a dejarla. Por eso no podía morir, pasara lo que pasara en la Corte. Ahora tenía algo por lo que valía la pena luchar y no permitiría que le fuese arrebatado.

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