⚓️32⚓️ EL SIGNIFICADO DE LEALTAD

Año 15
10Ka,  50 Ma.
Mar Akis.

Maltazar fijó las coordenadas hacia Korbe y el barco salió a toda marcha. El tamaño del Atroxdiom nunca había sido problema para la velocidad que su capitán quisiera alcanzar, y en esos momentos Maltazar tenía mucha prisa. Se trataba de Isis, y debía conseguir cuanto antes curarla.

—Capitán —dijo Felín tocándole la puerta del compartimento secreto—. He traído algo que puede ayudarle.

Maltazar suspiró. ¿Qué caso tenía apellidar un compartimento como «secreto» si todo el mundo sabía cómo llegar a este? Dedujo que el antiguo Maltazar lo había bautizado de esta forma porque nadie que no fuese capitán del Atroxdiom había pisado su interior, y por tanto, lo desconocido dentro del compartimento constituía un secreto para los demás tripulantes. Abrió la puerta y la cerró tras de sí, encontrándose con la atamarina que le ofrecía una copa de oro con un líquido azuloso en su interior. Maltazar lo olió sin llegar a aceptarlo.

—¿Intentas envenenarme, mujer?

—No podría darse el caso, Capitán —negó ella tranquila—. Es un remedio de mi mundo que ayuda con la resaca. —Miró a Maltazar unos instantes—. Se ve que lo necesita.

Él gruñó y de mala gana aceptó la copa. No necesitaba que una vulgar cocinera le dijera lo mal que se veía. Se llevó el objeto a los labios, pero antes de beber le dedicó una mirada amenazante.

—Si intentas envenenarme, que no lo conseguirás debido a mi fuerte sistema de regeneración, ten por seguro que te la haré pagar.

Diciendo esto se bebió de un tirón y sin pestañear el remedio azuloso que sabía horriblemente peor de lo que olía. Luego le entregó la copa vacía a Felín.

—Créame Capitán, aún si tuviese el deseo de envenenarlo, lo dejaría pasar a causa de la reina. —Maltazar frunció el ceño y ella continuó—: Quiero que ella se recupere, y por fortuna o desgracia, usted es el único que puede conseguir ayuda. —Se giró para marcharse y no volteó atrás.

Maltazar apoyó la espalda contra la puerta y alzó la cabeza con los ojos cerrados. Por todos los pecadores, ¡le dolía la cabeza a reventar! Esperaba que ese asqueroso remedio de Felín diese resultado lo más rápido posible. El Fron lo había hecho vomitar tanto que solo recordar el sabor le daba arcadas. Nunca había bebido a ese punto. Estaba seguro que de haber sido un humano común, se hubiese matado. Bien, su esencia de Legendario Oscuro le había evitado la muerte, pero no las consecuencias de aceleradas palpitaciones cardíacas, hincadas en el hígado, quemazón en la garganta, visión borrosa y..., bueno, todas las espantosas consecuencias que estaba sufriendo.

«Me vendrá estupendo un baño» se dijo, dirigiéndose a su camarote.

Si algo le hacía sentir bien al actual Maltazar era la frescura de un baño, con sus aceites aromáticos y el agua templada que relajaba los miembros. Eso seguía compartiendo con su antiguo «yo» y no le molestaba, todo lo contrario. Llegó al lugar de destino y consiguió quitarse la ropa con trabajo, todo le daba vueltas. Luego se metió debajo de la ducha de agua tibia, un sistema de calentamiento de tuberías que había perfeccionado después de su auto ascensión a capitán. Dejó que el agua le corriera por cada parte del cuerpo, cabello incluido, hasta quedar empapado. Sí... el agua ciertamente le hacía sentir mejor.

Salió fresco del baño, con el cabello limpio y una sensación placentera. Miró su cama que parecía saludarle. Ya la trayectoria estaba fijada a Korbe, no es que se le necesitase con urgencia en otra faena. Así que decidió tumbarse, solo un rato, para reponerse mejor y estar a la altura de su cargo. Ninguna cocinera o pirata maloliente osaría dar a entender otra vez que su imagen era un desastre. Sin vestirse, se acostó en la cama debajo del edredón color verde marino y cerró los ojos.

Pasaron horas, en realidad, hasta que Maltazar despertara. Y no lo hizo a voluntad, sino por los toques en la puerta. Cuando abrió los ojos, todo se veía más blanco y despejado. Caminó somnoliento hasta la entrada y giró el picaporte con la sensación que llevaba descansando solo diez minutos.

—¿Qué pasa Aracnéa?

La turia se esforzó por mirarlo directamente a la cara.

—Ca-ap..itán... —Tragó grueso—. Hemos llegado a Korbe.

—¿Tan pronto? —Él pareció espabilar con la noticia.

—No ha sido pronto, sino el tiempo estimado de siempre.

Maltazar se recostó a la puerta mientras se frotaba los ojos.

—Cangrejos, sí que perdí la conciencia.

—¿Qué órdenes tiene?

—Marca rumbo a Deora. Dile a Güolec que se prepare, y a Uros. También te quiero a ti en el grupo de incursión. Que el lagarto arregle el bote. ¡¿Me estás oyendo?! ¡No te quedes mirándome sin más y perdiendo el tiempo!

—Capitán. —Aracnéa asintió antes de retirarse.

Maltazar cerró la puerta y fue hasta su gran (gran) armario para vestirse. Escogió ropas pomposas (no es como si tuviera demasiado sencillas) de colores opacos para no llamar la atención pero de un estilo elegante para no perder su característica altivez. Era costumbre desde la Tierra resaltar en el aspecto físico, no porque deseara ser el centro, sino porque englobaba parte de quién era. Le salía natural eso del diseño y la moda..., como un talento adquirido de nacimiento y no una cualidad cultivada.

Se miró en el espejo enterizo alegrándose de que el remedio de Felín, la ducha y el descanso le hubiesen devuelto el brío a su rostro. Usó khol en los ojos, delineándoselos como de costumbre. Se colocó los accesorios y se amarró el paño típico en la cabeza para luego colocarse el sombrero de capitán. Finalmente se calzó los pies con las botas gruesas. Al salir de su camarote no se dirigió a la popa, donde estaban preparando el bote, sino al lugar donde reposaba su esposa.

Su convaleciente esposa... No dejaba de culparse por la gravedad de Isis, porque de él no estar borracho como una cuba, habría podido atajar el problema a tiempo. Cuando abrió la puerta, vio que Felín le estaba cambiando las vendas del pie. La pobre reina parecía muerta, con un color violeta claro mezclándose en la pálida piel y el pie tan hinchado que parecía un jamón recién cocido.

—¿Desde hace cuánto duerme así de profundo?

—No diría dormida, Capitán. Ha perdido la conciencia por el dolor, era más de lo que podía resistir.

Maltazar se acercó y le tocó la frente.

—Sigue ardiendo.

—He hecho todo lo posible para bajarle la fiebre, pero mis conocimientos médicos son demasiado restringidos. Lo ideal sería contar con un idryo.

—No podemos ir a Jadre ahora, no así. Intentaré otra vía, estoy seguro que funcionará.

Maltazar deslizó su mano de la frente de Isis para acariciarle el costado de la cara. Ella se veía tan frágil... Él la cuidaría y velaría por su bienestar. Miró a su alrededor, a todos los rincones de aquel estrecho cuarto con una sola ventana. Estar breves instantes allí lo asfixiaba, eso no era bueno para nadie.

—Toma todas las gasas y la palangana de tu reina —le ordenó a Felín—. También ropa nueva.

—¿Capitán?

—Trasladarás sus cosas a mi camarote.

La atamarina lo miró con expresión de sorpresa. Maltazar no dejaba que nadie estuviera mucho tiempo en su intocable camarote. Hasta para limpiar, el tiempo era calculado y reducido. Pero no protestó, él hacía lo que quería y en esos momentos, lo que quería era aquello y había que cumplirlo. Felín vio la forma delicada en que él introdujo los brazos debajo de la espalda de la reina, sujetándola con tanto cuidado como si llevase un tesoro que podía romperse en cualquier oportunidad. Así la llevó cargada en brazos por el corredor que separaba ambos camarotes, y una vez que entró al suyo, la dejó en la enorme cama.

Felín acomodó la palangana de bronce, y guardó las gasas en un gavetero cercano. Cuando trajo el baúl de ropa, ya Maltazar le había hecho un espacio en su gran (gran) armario. Luego despidió del lugar a la atamarina, advirtiéndole que se quedara cerca de la puerta para entrar justo cuando él saliera. Así lo hizo Felín, comprendiendo que el capitán pasaría unos minutos con su esposa a solas.

Maltazar se sentó al borde de la cama, tomando la mano de Isis, antinaturalmente caliente, y apretándola entre la de él.

—Ya viene la ayuda, reina mía, cómo te lo prometí.

Esta vez, Maltazar si cumplió su deseo del beso, aunque lo dejó en la frente sudorosa que seguía ardiendo. Realizó el gesto con ternura y suavidad, venciendo la tentación de derrochar un reguero de besos hacia abajo y colmar a Isis con todas las promesas que deseaba. Se puso de pie, envainó su espada, y salió del camarote.

꧁☠︎༒☠︎꧂

La taberna Cicum se había construido en un punto ciego a las afueras del rústico pueblo de Deora. Deora estaba cerca de la capital, pero las diferencias en características y estilos de vida que los separaban eran inmensas. Comenzando, no se veían xaritaxis volando por vía aérea porque de hecho, ni existían tales vías. Si alguien se desplazaba en su aerovehículo al pueblo, era bajo su propio dominio y experiencia de vuelo. Los impresionantes rascacielos tan típicos de Imaoro, eran inexistentes en Deora. En su lugar, edificios medianos y oxidados, generalmente vacíos, adornaban las pocas calles. Mayormente en Deora, se veían casas que en otro lugar del universo podían parecer futuristas, pero en realidad el moho y la corrosión habían dejado huella profunda y la mayoría se caía por trozos mientras las restantes mantenían la estabilidad por remiendos mediocres que los mismos dueños realizaban. Había mucho pasto, eso sí, y terrenos abandonados donde en otros tiempos se practicaban deportes. En otros tiempos aquel pueblo era muy diferente...

En otros tiempos el metal pulido resplandecía al sol, y el brillo de los ómnibus los hacía parecer libélulas coloridas de gran tamaño que zumbaban por las calles limpias. El aire se respiraba puro y las risas de los niños era contagiosa. Pero ya no habían risas que le agregaran melodía al vivir, porque las enfermedades y el hambre habían causado estragos. El aire estaba intoxicado con el olor a basura y podredumbre, y los habitantes se afanaban en trabajar para tener lo básico hasta el día siguiente. Con los nuevos adelantos tecnológicos en la capital, muchos de los seres talentosos de Deora se desplazaron a prosperar en una nueva vida y con el tiempo, la decadencia abarcó el pueblo. El pasar del tiempo dejó honda su mella.

Existía una taberna a las afueras de Deora, en una zona cercana a un vertedero común donde los robots rotos merodeaban en busca de tuercas que comer o un engranaje tirado para su mecanismo defectuoso. La llamaban "Cicum", palabra en Káliz para ciego. Y era notorio porque las escasas cámaras que habían repartido por Deora no llegaban a la taberna. ¿Que si el gobierno sabía de su existencia? Por supuesto, como de tantos puntos ciegos en Korbe. Pero era un pueblo abandonado que exigiría muchas energías escarbar para encontrar lo mismo que en todos los puntos ciegos: óctaco, la droga fabricada por los oscuros que conseguía que su consumidor se quedara por un rato en un trance, desconectado de la realidad. Y sí, alguien debía contrabandear la sustancia desde Balgüim pero a los xarianos que estaban en las altas esferas del gobierno les daba lo mismo, puesto que no querían invertir un céntimo en restaurar el pueblo, sus habitantes bien les convendría salir de lo que sería una eterna realidad. De vez en cuando, un oficial menor recién nombrado intervenía una embarcación con óctaco para ganarse un logro en su temprano servicio, y sus colegas oficiales dejaban que se regordeara con el hecho.

Pero lo que ninguno sabía era la frecuencia con la que el capitán pirata más buscado de los mundos visitaba la taberna, sobretodo después de un buen saqueo a las costas de las ciudades ricas circundantes a Imaoro. Maltazar solía ir al Cicum a relajarse, beber y recibir la atención de un puñado de seres que tenían como oficio bailar y complacer y que por ende, estaban obsesionados con él. Claro, esto era cosa de hacía pocos años, porque antes nunca se había visto al desfigurado capitán por ningún bar o taberna de tierra firme. Decían que solía celebrar las victorias en su barco, hasta un día inesperado que comenzó hacerlo fuera de la opulencia del Atroxdiom. Nadie sabía el porqué había cambiado de decisión..., nadie excepto su tripulación, que había visto como una cría de humano decapitaba al auténtico Maltazar y tomaba su lugar. A partir de entonces, descubrieron la avidez de su nuevo capitán, la que nunca parecía saciarse. Los piratas no podían comprender cómo alguien tan dañado, que en un principio se había sentido sucio respecto a él mismo, pudiera tener tanta avidez por lo que en el pasado lo había avergonzado. Pero el caso era que el hombre frecuentaba este tipo de lugares con regularidad, y en cada puerto de los mundos incluido el famoso Territorio Infame en Jadre, se añoraba su presencia; tanto por los bolsillos de los dueños como las criaturas que se habían enamorado de él.

Maltazar se bajó del bote que el híbrido de lagarto y primer oficial, Güolec, dirigía al borde del terreno escabroso que cedía paso a la taberna. Con ellos estaba Uros, un híbrido de toro con cuerpo humanoide bastante amenazador y la contramaestre Aracnéa. Para esta última, el regreso a Deora nunca era gratificante. Había crecido en Bajo Mundo y sido capturada por contrabandistas para ser vendida en la taberna Circum como espectáculo nocturno. El dueño del repugnante establecimiento era muy creativo para usar a las turias, y se podía decir que los años que Aracnéa pasó prisionera terminaron de forjar el carácter resentido siempre anhelante de venganza que mantenía.

Cuando llegó el turno de desalojar el bote, saltó al borde del escabroso terreno sin ayuda, sabía hacerlo. Uros hizo lo mismo usando los fuertes músculos de sus brazos, y el lagarto se adhirió a las rocas con sus tantas patas pegajosas. Maltazar usó el control sobre el viento para elevarse y dejar los pies firmes más allá de las rocas y grietas que causaban una falla en el camino permitiendo la conexión abrupta con el Mar Akis.

La pequeña parte de la tripulación se dirigió a la taberna sin miramientos dejando que Uros abriera de una patada la puerta principal para su capitán. Las luces iridiscentes parpadearon y la música se detuvo. Cada una de las pocas cabezas que estaban dentro a esa hora temprana giraron en dirección a los recién llegados, estando muy conscientes de quiénes se trataban. Aquellos no eran contrabandistas comunes y aunque la mayoría no hubiese visto antes a Maltazar, la fama reciente de su apariencia lo precedía: tan hermoso como malvado, con unos ojos carceleros que te doblegaban y atrapaban para siempre, joyas que ni los mismísimos nobles de Jadre poseían, y un cuerpo esbelto y musculoso que parecía sacado de esos catálogos táctiles que exhibían en los rascacielos de Imaoro cuando daban publicidad a cualquier producto inalcanzable.

La taberna quedó en un silencio absoluto mientras el capitán caminó directo a la barra, a un costado de la plataforma donde bailarines de distintos clanes habían detenido su función. Él se sentó en una de las sillas altas y sus tres subordinados hicieron lo mismo. El dueño de Circum ya había salido en vista de la inesperada pausa de todo lo que se había programado. Mas al notar a los que estaban sentados en la barra comprendió las razones. Le hizo señas a los bailarines, luego al encargado de la música —que se reproducía por un viejo equipo de casete— y todo volvió a la normalidad.

—Bienvenido sea Capitán, rey del océano ¿Qué se le ofrece hoy? Tenemos un Fron añejo recién traído de...

—No he venido a beber —contestó Maltazar sin dejar de mirarlo con severidad.

—Entiendo —dijo el dueño adoptando una expresión pícara—. Recién ayer nos llegó un cargamento de bailarinas exóticas que no han sido pedidas por nadie. El destino sabía que debía guardarlas para usted, Capitán.

Maltazar cerró el puño sobre la barra con tanta ira que las venas negras se le marcaron con claridad. El tabernero tragó saliva al ver cómo el terror de los ocho mares se irguió sobre el asiento y sus fuertes brazos lo cogieron por el cuello de la camisa en un modo que podía estrangularlo cuando quisiese.

—El único destino en el que creo es el que se forja uno mismo, viejo supersticioso.

—Cl..Claro que-e sí... Capit...

—Vengo por el doctor Minko —murmuró Maltazar con una aprensión incontrolable.

—¿Por qué ha venido aquí a buscarlo? —preguntó el tabernero que al parecer, había perdido la razón.

Maltazar apretó más el cuello de la camisa del grueso xariano, tanto que este fue incapaz de inhalar una gota de oxígeno, los ojos le aumentaron de tamaño y el corazón aceleró los latidos.

—Sé que está aquí —aseguró Maltazar entrecerrando los ojos. El tabernero pudo verse dentro de aquellos ojos entre una fiera tormenta que se arremolinaba contra él y lo ponía de rodillas temblando.

Palideció. No iba a ser una de las almas cautivas del capitán. No iba a morir por proteger a un científico loco que de todas maneras, no le había sido muy útil.

—Está en el segundo cuarto de atrás —pudo confesar con la voz chueca, apenas si todavía se sentía la garganta.

Maltazar lo soltó y el xariano dobló la espalda masajeándose el cuello ceboso. Se dirigió al pasillo poco iluminado que conectaba con los cuartos traseros de la taberna haciéndole un gesto a Aracnéa que salió disparada a su lado. Antes de perderse por allí, él se giró al que acababa de amedrentar:

—El hecho de que yo no halla venido a beber no significa que mis piratas no tengan sed.

El tabernero miró de soslayo al mitad toro y espécimen de lagarto que aún estaban en la barra.

—Sí... sí Capitán.

Habiendo resuelto los principales problemas, Maltazar siguió su curso con Aracnéa. El primer salón que se precedía al corto pasillo era el dispuesto para que los bailarines se cambiaran y arreglaran antes de salir a la tarima. Allí un reguero de telas y polvos de maquillaje abarcaban el espacio, mientras que seres del clan Lirne y clan Zook corrían como hormigas preparándose para el siguiente acto. Al ver al Capitán, se quedaron estáticos, admirándolo y temiéndole a partes iguales. Si alguien quería entender cómo podía gustar algo que a la vez partiera de miedo, que le preguntara a un ser que oficiaba en Circum, ellos conocían la sensación a la perfección y se resumía en Maltazar.

Porque la belleza es terror. Se tiembla ante todo lo que consideramos sumamente bello. Y más si el concepto de bello está condenado a la muerte.

—Capitán —dijo una vilfa que había coincidido con él en años anteriores. Tenía las alas rotas y los labios pintados de un rojo sangre. Fue hasta Maltazar y se prendó de su brazo derecho, haciendo a un lado a Aracnéa—. Cuánto tiempo ha pasado para que nos visitara nuevamente.

Una segunda, de una raza felina del clan Zook que tenía una larga cola peluda, una cara de leona y un cuerpo esbelto con tantas curvas como las montañas del norte de Jadre se le prendó al brazo izquierdo. Esta era más alta que la vilfa y le llegaba a Maltazar a la altura de las orejas.

—Lo hemos extrañado tanto —ronroneó por lo bajo.

Llegó un tercer ser, demasiado extraño para detallarlo. De estos solían verse mucho en las tabernas. Pertenecían al clan Zook, híbridos de caníril con lince, de vilfa con bahalenita, criaturas que nacían de todo tipo de combinaciones antinaturales, experimentos xarianos en las ansias de los científicos de dominar la genética. Tal ser se interpuso de frente y colocó sus manos en las cadenas del capitán.

—Luce usted más atractivo que la última vez que nos visitó... ¿Acaso trae joyas nuevas?

Maltazar respiró hondamente. Se desprendió del agarre posesivo de las dos bailarinas que tenía al lado y empujó al ser del frente.

—No vuelvan a acercárseme —ordenó para asombro de Aracnéa.

—Capitán... —soltó en tono reflexivo la turia. No era buena idea pasar de ser el más temido y codiciado al más leal de los maridos.

—Ahora estoy casado —continuó Maltazar hablando sin importarle un rábano de Bajo Mundo la turia—. Y la única que puede osar poner sus manos en mí es la reina del océano. —Miró con desprecio a todos y reanudó su marcha—. Nadie de este lugar le llega ni siquiera a los talones —murmuró sin dejar de caminar.

Después desapareció por el próximo pasillo en dirección a los cuartos.

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