⚓️31⚓️ DESPUÉS DEL PACTO DE MATRIMONIO
Año 15
10Ka, 50Ma.
Triángulo de las
Bermudas.
Y ahí estaba, la oportunidad dada para que Maltazar cumpliera los deseos con los que fantaseaba y se desprendiera de toda atadura. Isis le estaba ofreciendo otra vez el intercambio: ella se rendiría a él si recibía algo a cambio. Y ese 'algo' era lo que siempre había querido, su verdadero nombre. O en términos correctos: su verdadera esencia.
Pero, ¿no era eso lo que había estado esperando? ¿No se había dicho a él mismo que de darse el caso dejaría que Isis averiguara todos sus secretos si el premio era tenerla finalmente? ¿Por qué ahora que estaba sucediendo en la realidad le costaba tanto ceder?
El enfermo corazón del hombre luchó por subir a la superficie, pero la tempestad oscura que abarcaba el alma consiguió impedírselo. La piel de Maltazar comenzó a ponerse traslúcida, y las venas negras se intensificaron, invadiéndole no solo los brazos, sino los pectorales, el abdomen... Él apretó los dientes y puños, pero la legendaria fuerza que intentaba subyugarlo se volvía dolorosa mientras más resistía. Conocía muy bien porqué sucedía aquello, y no era por negarse a decir su verdadero nombre, aquello no se trataba de un simple nombre. Maltazar debía desnudar su alma oscura para mostrar lo más inerme que le quedaba: la humanidad.
Y no estaba listo para volver al pasado. Revivir su vieja identidad. Volver a ese fragmento del tiempo y espacio que durante tantos años quiso olvidar.
Esa débil parte humana, una que él se había esforzado por quemar, ahora reclamaba resurgir de las cenizas. Poner al descubierto su pasado era resucitar lo que se había jurado desaparecer. Podía perder supremacía, vigor oscuro y tenebrosidad. Y había estado dispuesto, muchas veces, en la soledad de su alcoba. Pero una cosa era fantasear con Isis y otra que finalmente sucediera a cambio de tanto. Él... estaba convencido que su corazón le pertenecía a la princesa albina, pero todavía a Isis le faltaba conquistar algo más duro: la cabeza, esa que tejía tramas y fabricaba estrategias, esa que estaba siempre hambrienta de ambición y una vez conseguido los grados de poder necesarios, no permitía que su dueño los soltara fácilmente.
Maltazar gritó por dentro. Un grito de rabia mientras su apariencia era tan neutral que lucía como una aparición del gas tóxico del Séptimo Abismo. Y como demoraba en responder y las hileras color ónix se esparcían por su cuerpo, Isis lo tomó como una negación evidente y se separó de él, cruzándose de brazos y mirando al horizonte.
—Llévame al barco —exigió con sequedad.
Y Maltazar apenas si pudo concederle eso, trayendo una rápida ventisca que empujara el bote hacia el Atroxdiom mientras se recriminaba por ser tan entero de corazón pero tan inflexible con la cabeza.
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El capitán se encontraba en su camarote, tirado de cualquier forma sobre la gran cama, sin la capa, ni el chaleco ni la camisa, con el torso desnudo y los vestigios del clan Oscuro que escalaban en forma de grietas rehusándose a desaparecer, como si dicha esencia malévola con vida propia temiera que otra amenaza pura la subyugara. Por lo que Maltazar tenía unas ganas espantosas de perder la conciencia y que ese día pasase sin que él estuviese sobrio para contar las horas restantes.
—Sí, Capitán, en la bodega quedan al menos una docena de las variantes más añejas de Fron —informó Aracnéa cuando él la interrogó al respecto.
El capitán la había mandado a llamar con un objetivo muy específico.
—Ya sabes qué hacer, no demores —ordenó sin muchas ganas de hablar, arrastrando las palabras mientras enterraba los dedos en su cabellera color almendra que dolía desde el nacimiento, como si alguien hubiese tirado recientemente. El dolor de cabeza era insoportable. Pero más le dolía ese órgano olvidado y molesto que no servía para otra cosa que ponerlo débil y perezoso.
—Le traeré entonces una botella de Fron, Capitán.
—Tráeme tres botellas del Fron más añejo que encuentres. No —agregó cuando Aracnéa estaba a punto de irse—, que sean cuatro.
Aracnéa maldijo en silencio el rumbo que pensaba tomar Maltazar. ¿Acaso quería emborracharse al punto de acabar con su vida? Para ser el terror de los ocho mares de Irlendia se podía ser loco, pero no suicida. Él quería actuar de esa forma en que no le importaba nada ni nadie, y como su contramaestre, debía advertirle.
—Capitán...
—No te atrevas a replicar, turia —regañó con autoridad queriéndose ahorrar el discurso—. Vete y has cuanto antes lo que te he ordenado sino quieres ser la cena de mis tiburones.
La contramaestre asintió sin soltar palabra alguna, pues sería innecesario en vista del estado irritable del capitán. Mientras salía del camarote injuriaba a Isis por llevar a tal estado a un ser que debía resultar imperturbable. Esa maldita albina del clan Oscuro que merecía morirse, no ser la esposa del gran Maltazar.
Cuando Aracnéa la había visto aparecerse en la proa del barco, con ese anillo que exhibía una piedra estelar roja en su dedo, las venas se le calentaron a tal punto que podía cocinar almejas sobre sus puños. Esa albina tan ingrata... después de todo lo que Maltazar había hecho por ella y todavía tenía el descaro de pasearse por el Atroxdiom con la cabeza en alto y esa melena blanca que le llegaba a los tobillos.
Aracnéa siguió recriminándole a Isis la depresión de su capitán, la debilidad en la que prontamente se sumiría este al embotar sus sentidos con alcohol y las revueltas emocionales que le infligían graves agujeros a un alma que se esperaba, por el bien del Atroxdiom y sus tripulantes, que fuese de acero. Injurió contra Isis cuando llevó las cuatro botellas al camarote, obteniendo el rechazo del capitán cuando ella le propuso que bebieran juntos; más por una cuestión de evitar que él se pusiera grave que por la costumbre de antaño.
Pero él quería estar solo y ahogar sus «penas». Aracnéa bufó por el término. Maltazar no debía tener más penas que perder un buen botín, encontrar quemada su taberna favorita en Imaoro o cosas por el estilo. No deprimirse porque una ingrata descarada se negara a complacerlo. ¡A él nada menos!, que tenía cientos de miles de seres dispuestos...
«Te maldigo cien veces multiplicadas por un millón, Isis del Bajo y Alto Balgüim» blasfemó Aracnéa cerrando la puerta del camarote. Quizás, en tiempos pasados, importaba un miserable pecador del Séptimo Abismo que Maltazar se hubiese casado, pues un superficial matrimonio no influiría y mucho menos acabaría con la relación que ellos solían tener, una que se rompió desde la conquista de Valle Enrevesado.
Pero el grave problema no era un matrimonio.
El gravísimo problema era que contra todo pronóstico Maltazar, capitán del Atroxdiom, terror de los ocho mares, se había enamorado.
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Isis se aseguró de limpiar bien la herida del pie. No debió ponerse aquellas sandalias tan abiertas para una zona escabrosa, aunque fuese a llevarse a cabo la ceremonia del matrimonio. Ahora tenía un corte, del que ni siquiera se había percatado cuando ocurrió, haciéndole sangrar la parte posterior a la planta del pie, en la zona que cubría el tendón.
Se colocó una de las gasas que Felín le había subido a petición. Los primeros días de la atamarina en el Atroxdiom, después que Isis se desprendiera de la tensión natural de convivir con piratas y el asesino a sangre fría que los lideraba, ambas se habían hecho compañeras. No se podía afirmar que eran íntimas amigas, pero para la fecha, se apoyaban mutuamente. Por ejemplo, Isis le había contado a Felín cuando esta insistió en llevarle gasas para el sangrado periódico, que el ser albina le influía catastróficamente en el ciclo menstrual. La princesa intuía que sus problemas de esterilidad eran producto, en mayor grado, a las irregularidades con su período. No sangraba como era propio de las irlendiesas, sino que a veces pasaba todo un año sin hacerlo. Y otros, el sangrado era tan abundante que debía tomar Libis negra para controlarlo.
Recordó aquella ocasión que compartió con Khristenyara en el alcázar y le donó un poco de Libis, explicándole la responsabilidad que debía usar con el líquido, no abusando del mismo pues la oportunidad de procrear era un don legendario que no debía desperdiciarse por evitar un ciclo natural de las féminas.
Debido a sus desarreglos, Isis había declinado la oferta de las gasas, pidiéndolas únicamente cuando las necesitase. Bien, no tenía ningún período cuando Felín las llevó a su camarote, pero sí una herida en el dorso del pie que se negaba a cerrar. Isis probó su poder de congelación de forma superficial en la zona con la idea de crear una corteza que protegiera el interior y permitiera el proceso curativo, pero no funcionó. Estuvo cambiándose las gasas varias veces durante horas, y así la atrapó el día siguiente, y el otro, y el otro. Tres días. Aquello no era normal, lo lógico era que se curara rápido.
Al final del segundo día la temperatura de su cuerpo había comenzado a subir y continuó así hasta el tercer día, lo que eran muy malas noticias. El hielo que creaba con sus manos se vio afectado, y para cuando Felín tocó la puerta de su camarote, Isis languidecía en su cama sin fuerzas de abrir.
—La puerta no tiene seguro —murmuró para preocupación de la atamarina.
Felín estaba preocupada desde la noche anterior cuando le llevó la cena e Isis declinó la oferta del desayuno temprano, diciendo que no quería ser despertada por la mañana. Cuando abrió la puerta, comprobó horrorizada sus sospechas de que ella no se encontraba bien. Estaba muy lejos de estar bien.
—¡Por los ocho mares! —exclamó llegando a la cama y tocándole la frente—. Está ardiendo. ¿Por qué se ha quedado aquí sin decir nada? ¿Es la pequeña herida del pie que mencionó? Se ha empeorado en vez de mejorar, por los clanes...
—Demora en curarse. Pero estaré bien en cuanto comience el proceso. Esto es... solo es temporal —pudo terminar de decir.
—Debo avisarle al Capitán, Alteza.
—¡No! No lo hagas Felín, si tienes algún aprecio por mí.
Isis definitivamente renegaba de molestar a Maltazar. No se habían visto desde la ceremonia de matrimonio, desde que ella lo había seducido para sacarle su verdadero nombre, sin resultados ¡Cuánta vergüenza le embargaba! Lo único que había escuchado sobre él era una conversación de pasillo del día anterior, donde dos piratas cotilleaban sobre el estado de ebriedad agudo del capitán y que se negaba a salir de su camarote. La contramaestre, Aracnéa, había tenido que asumir el control del barco temporalmente. Así que como pintaban las cosas, lo mejor que hacía Isis era protegerse en la distancia y dejar que la bestia lidiara sola con sus problemas.
—Pero Alteza, es su esposo.
Isis reaccionó con una mueca ante la palabra, como si el hecho de que se lo recordasen le produjera más dolor que la herida abierta del pie.
—Mi... «esposo» no se encuentra mentalmente estable para tratar ningún asunto —alegó con esfuerzo, le costaba mucho hablar por su estado febril.
—Oh cómo es posible que su temperatura corporal suba cada vez más —indicó Felín volviendo a tocarle la frente. En esta ocasión, cercioró también la temperatura de los brazos—. Debo avisarle, mi reina —dijo cambiando la modalidad «princesa», en referencia a su antigua posición en Balgüim por la de «reina», como esposa del rey del océano.
En otras circunstancias, Isis la hubiese regañado por tratarla así pues no quería una relación tan formal con Felín, pero la atamarina había insistido en referirse a ella con el respeto que merecía y ahora que estaba casada con Maltazar sería más complicado convencerla de lo contrario.
—Escucha... escúchame Felín —comenzó a hablar Isis usando sus escasas energías para convencerla de algo más importante—, prepara algún remedio de tu clan para estas cosas. Busca en la bodega lo necesario. Has lo que tengas que hacer pero por favor, no vayas al capitán.
Pero la cocinera del clan Atamar ya había llegado hasta la puerta, decidida.
—Lo siento, mi reina, no puedo ocultar esto. Es por el bien de todos.
Y después de anunciarlo salió del camarote cerrando la puerta.
Isis no estuvo al tanto del tiempo que transcurrió después de eso. Su debilidad general no se lo permitía, la sudoración iba en aumento y los escalofríos y temblores eran constantes. Sin embargo, sí se percató cuando el picaporte fue girado, y aunque no había visto la figura tras la puerta, su cuerpo se estremeció de una manera que nada tenía que ver con los síntomas actuales. Ese estremecimiento lo provocaba una presencia tan imponente como arrolladora, una que no necesitaba ser captada por los ojos para hacerse presente porque todos los sentidos excitados de Isis aspiraban hasta el mínimo ápice de la misma.
Cuando Maltazar se adentró a la estancia, Isis, en medio de su agonía, notó los duros estragos que el Fron le había dejado: unas ojeras acentuadas por la pintura negra de Khol corrida, unas pupilas inyectadas en sangre que evidenciaban noches largas de mal dormir, y una demacración facial que a pesar de no disminuir el atractivo típico del capitán, sí demostraba que este se había lanzado a las aguas del olvido y el desgano a base de emborracharse en los últimos tres días. No llevaba sombrero ni paño, su cabello estaba despeinado y revuelto hacia donde le apetecía, cayéndole algunos mechones al frente.
Aun así, dio pasos firmes hacia la cama donde reposaba ella, y la albina pensó que tal vez a la hora, un poco de sobriedad le aclaraba la mente. Maltazar tocó las mejillas de Isis con ambas manos.
—Por los clanes, estás ardiendo —exhaló por lo bajo con una voz ronca, casi perdida.
Efectos secundarios de inundarse entre cuatro botellas de Fron.
—Le ordené a Felín que no te dijera nada —replicó Isis tosiendo un poco.
—Y ha hecho muy bien en desobedecerte —contraatacó el capitán—. De no habérmelo comunicado, me hubiese enterado por otra vía y la hubiese tirado a los tiburones por ocultarme algo así.
Isis desvió la mirada. Las palabras de él no eran rudas, apenas si tenía voluntad para mantenerse en pie cuando su embotada cabeza le suplicaba cama y más cama debido al arduo trabajo de quedarse ebrio por tres días seguidos. Maltazar casi susurraba todo lo que salía por su boca y tenía una jaqueca terrible. Se sentó en el borde de la cama de Isis, dejándole una de sus manos en el lateral de la cara.
—En todas las cosas de este barco tienes derecho menos en lo concerniente a lo que yo debo saber o no.
Tomó una de las gasas limpias que la atamarina había dejado y la empapó con el agua de la palangana de bronce que Isis usaba para bañarse. Maltazar limpió la frente sudorosa de su reina a la vez que se injuriaba mentalmente por haber estado ausente de la realidad mientras ella se ponía enferma. Todavía estaba bajo algunos efectos del Fron, pero debido a los vómitos de la noche anterior, había decidido tomar una pausa; pausa en la que Felín acudió a su camarote a informarle el estado crítico de Isis.
¡Gracias a los clanes se encontraba sobrio! Debía actuar cuánto antes y no dejar pasar un minuto más en negligencia. Si algo le pasaba a Isis por negligencia de él... No, no quería pensarlo.
—¿Cómo ha sucedido esto?
Isis trató de flexionar la rodilla en cuestión, para que Maltazar viera la herida del pie.
—En la ceremonia de matrimonio. Una de las rocas estaba tan filosa que cortó mi piel, y la herida no se ha cerrado.
El capitán descubrió espantado que dicha herida estaba de un color negro, y tenía pus alrededor. La zona estaba inflamada, y a la frágil Isis debía dolerle muchísimo.
—Reina mía, esto es serio.
Ella lo observó fijamente, todavía con la sensación placentera del apelativo recorriéndole la espina dorsal. Los demás en el Atroxdiom se referían a ella como «reina», pero Maltazar acababa de llamarle «reina mía». Podía parecer una ligera diferencia, pero era diferente de un modo tan íntimo que a ella, con todo lo fatal que se sentía, le resultó restaurador. Y a pesar de su jugarreta en el bote para sacarle el verdadero nombre, y que Maltazar apenas se estaba recuperando de la resaca, el trato de él hacia ella era tan dulce que hacía quedar en ridículo las sospechas de Isis sobre el odio acumulado del capitán. Tener al rey del océano así, preocupado, era como el bálsamo a su fiebre y dolor.
—¡Ah! —Se quejó ella cuando el capitán intentó moverle el pie.
—Necesito buscar ayuda —concluyó él levantándose del borde de la cama—. Y debo hacerlo pronto.
—No quiero molestar —se disculpó Isis consciente que el rumbo del barco cambiaría solo por ella.
Maltazar suspiró, un suspiro condescendiente, y se inclinó hacia su esposa apoyando un codo en la cama. Isis respiró el aliento de Fron y lo que quedaba del aroma de colonia cara impregnada en los cabellos de color almíbar, más oscuros por la necesidad de un lavado. De cierta forma, aquello no le era desagradable, todo lo contrario, aceleraba los latidos de su corazón. Y es que la esencia completa de Maltazar, aun demacrado, con el maquillaje corrido y con el aliento etílico marcando cada una de sus exhalaciones, se le antojaba adictiva y magnética; para desgracia, claro estaba.
¡Cuántos corazones se habían sumido en la perdición por adorar aquella esencia perversa y bella a partes iguales!
—Tú jamás molestarías, Isis —le aseguró pronunciando el nombre como solía hacerlo: seductor, raspando con sutileza cada letra en Káliz. Se mordió el labio inferior y observó con tristeza el rostro pirético que lo miraba—. Vas a estar bien, te lo prometo.
Quiso sellar la promesa con un beso, pero no era el momento ni las circunstancias. Si bien era que Maltazar no necesitaba circunstancias idílicas para besar a su esposa, pues cada segundo del tiempo de Irlendia le parecía oportuno para perderse en los delicados labios femeninos hasta saciar la sed permanente. Pero ella estaba languideciendo sobre una cama, necesitaba otro tipo de atenciones de él. Así que se enderezó, apartándose de la tentación y caminando hacia la puerta.
—Felín se quedará contigo en todo momento, no pienso dejar que te sigas quedando sola.
—¿A dónde vas? —preguntó ella con dificultad alzando la cabeza.
Antes no quería que Maltazar fuese avisado de su grave condición, y ahora un impulso desesperado porque no se marchara del estrecho camarote la sobrecogía.
—Te lo dije, a buscar ayuda. Marcaré la trayectoria al sur, navegaremos hacia Korbe.
Korbe, donde el adelanto y la tecnología estaban desarrollados como en ninguno de los otros mundos. Sin embargo, Isis sabía que un capitán pirata no podía aparecerse en la puerta de una clínica a solicitar servicios. Los xarianos más que cualquiera de los irlendieses de otros clanes se habían visto perjudicados por los pillajes que la tripulación del Atroxdiom había llevado a cabo en sus costas. Ese clan tenía inumerables razones, de entre las que se destacaban robo armado y homicidio deliberado, para enjuiciar a Maltazar y hacerlo pagar con el precio más alto.
El capitán dedujo lo que pasaba por la cabeza de Isis, así que se lo esclareció:
—Conozco puntos ciegos en Korbe donde ni cámara ni drones pueden llegar. Y también tengo contactos, leales que me reciben después de cada incursión por el mundo. No te preocupes esposa, sé a quién tengo que ver y cómo verlo sin exponerme a que me atrapen. —Abrió la puerta y antes de cerrar añadió para darle seguridad—: Te casaste con el terror de los ocho mares, no olvides eso.
Y luego trancó la puerta dejando a Isis con una verdad que pesaba más que la fiebre.
«Créeme, Maltazar, no lo olvido ni por un segundo. Y eso es lo peor» se dijo cerrando los ojos.
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