⚓️19⚓️ PACTOS CON EL UNIVERSO

Año 13,
10Ka, 50Ma.
En algún punto del
Mar Entanche.
Bajo Mundo.

Mientras observaba las tranquilas aguas bajo el hechizo de la noche que ahora reinaba en el firmamento de ese punto cardinal de Bajo Mundo, el capitán sopesaba su proceder matutino respecto al día siguiente evaluando todas las opciones.

Las últimas noticias sobre la caída de la tregua y el reinicio de la Guerra Roja en Irlendia no debían preocuparlo en sobremanera, pues era una ficha neutral en el gran tablero del universo paralelo. No tomaba partida en juegos perdidos, porque si algo conservaba de su linaje era el odio a las pérdidas. Los tesoros, la fama merecida de su actual título, y las ganancias que le reportaba su estilo de vida eran una inversión segura. ¿Qué le podía ofrecer una guerra que solo daba pérdidas y el vencedor no se veía tan claro? Aunque... desde la llegada de la princesa prometida, Khristenyara Daynon, la balanza estaba visiblemente a favor de los auténticos líderes de Irlendia.

A él nunca le importó quién tuviera el control porque su trabajo no dependía de esa rifa, pero reconocía que el clan Daynon tenía el derecho por legitimidad. En el tiempo que llevaba en el universo había llegado a conocer las hazañas de Kronok, El Valiente, y muy dentro de sus entrañas, allá donde quedaba algo del joven humano, se inclinaba a confiar que Khristenyara sería una emperatriz excelente.

Rememoró ese corto tiempo que la había tenido bajo su voluntad y los planes que había tenido que trazar para que ella se librara del Atroxdiom sin secuelas graves. El corazón del capitán había escuchado desde mucho antes que el trío pisara el barco el reclamo que la princesa había realizado. Una de las cargas de ser Maltazar implicaba escuchar y conceder el deseo a todo el que sinceramente reclamara su lugar en el Atroxdiom. Pero no ella, ella no pertenecería nunca al barco.

Sin embargo no se trataba solo de Khristenyara, porque con ella, fueron tres los que llegaron al Atroxdiom. Y entonces Maltazar tuvo una oportunidad inigualable que probablemente nunca se repetiría: escoger.

En su tiempo de vasallo con el anterior Maltazar, comprendió el significado de lo que implicaba el puesto. No solo como capitán y verdugo, sino la responsabilidad, el peso de una tripulación y la presión por mantener un legado que se había formado de la nada. El oscuro tenía un objetivo, y estaba construyendo con minuciosidad su entorno más inmediato para que siguiera cumpliéndose día tras día, kiloaño tras kiloaño. Cuando el humano lo destronó se prometió seguir ese legado. Era más importante que su escape mismo porque encerraba el concepto de libertad. Tener el poder para cambiar el rumbo de las cosas, cambiar vidas, cambiar muertes.

Pero Khristenyara Daynon tenía un destino que cumplir y la parte Kane del hombre, la descendiente de guerreros, se sentiría orgullosa cuando ocurriera. También se trataba del legado de ella, uno concedido por la estrella Saol. Si permitía que la princesa y sus acompañantes se quedaran en el Atroxdiom, el universo entraría en un conflicto de intereses. Toda la preparación estelar que le había dado el Maltazar original al Atroxdiom se desmoronaría, todos los poderes adquiridos del descendiente desaparecerían y las consecuencias al azar que nadie podía calcular serían tan catastróficas como irreparables.

¿Existía una forma de evitarlo?

Sí, mediante la muerte. Una muerte bastaría para recolocar la situación en el rumbo natural de lo místico. Porque cuando los aspirantes a piratas pedían entregarse al Atroxdiom y dejaban todo atrás, su vida se ligaba a la del temible capitán con unas cadenas invisibles que habitaban en el alma del recolector de almas. Maltazar adquiría el control legítimo sobre esa vida, decidía cómo usarla, decidía sobre la muerte.

Era un pacto con el universo forjado con sangre, brebajes estelares y kiloaños de sombras y fantasmal recluimiento. Maltazar cumplía su parte y el eje que regía a Irlendia entera cumplía el suyo. De ocurrir lo contrario, el desequilibrio alcanzaría el cosmos porque así era como funcionaban los clanes, las estrellas y el universo paralelo.

Khristen no debía pisar el barco, pero si insistía, debía suceder una muerte para suplantar a la suya, para que la legítima emperatriz de Irlendia quedara impune. Maltazar debía cobrarse una vida para permitirle la libertad. Pero todo de una manera inesperada, que ni su tripulación misma llegara a sospechar. Se jugaba mucho. Fue una ventura que Bastian Dubois se hubiera intentado robar la encina, así podría cobrarse su vida sin levantar quejas y arreglárselas con el falso pretexto de vender a Khris para dejarla libre de las ataduras que imponía el Atroxdiom.

Parecía un buen plan, aunque su antigua mejor amiga pensara de él lo peor. Pero era un riesgo que debía tomar, después de todo, él no era un santo. Había dejado de representar lo bueno de las almas desde hacía mucho, estaba tan sucio y manchado que la pureza distaba grandemente de alcanzarlo, en un punto tan lejano e inaccesible que ni siquiera valía la pena el esfuerzo por encontrarlo.

Él reconocía que los abusos y violaciones a su persona no eran justificación, pero sabía que habían forjado el duro ser que era en la actualidad. Además, los poderes adquiridos del Maltazar original le habían dado una resistencia a los sentimientos ajenos, al dolor.

No obstante, con lo que nunca contó fue con la traición de Eskandar Ahmed Kumar, su contramaestre, su amigo... Esa noche del incendio el actual Maltazar decidió que se habían terminado sus contemplaciones con la raza humana. La odiaba. Ya él no se consideraba un humano, no después de su evolución estelar. Los humanos resultaban los seres más despreciables de la galaxia, estuvieran en el universo que estuvieran. Eskandar no solo había frustrado su línea de planes de capitán para liberar a Khristenyara del modo más pacífico posible, sino que le había quemado el barco, y eso era imperdonable.

Probablemente se ocultaba en Jadre bajo el refugio de la emperatriz, pero el capitán juró vengarse del árabe de tener oportunidad y despedazar el cuerpo con sus propias manos sin darle participación a los tiburones. Después de todo, Eskandar había atentado contra el universo y todo por lo que este se sostenía.

Decidido sobre la cuestión, volvió a concentrarse en las olas constantes y encrespadas del Mar Entanche. Desde su llegada al Atroxdiom esa vista le infundía tranquilidad. Pero no evitaba que estuviera pendiente del entorno; no lo inhibía de sus habilidades como hijo del aire. Con la misma rapidez que percibió la presencia, levantó ondas de un viento tirano que la lanzaron contra el palo de mesana y la dejaron con las patas colgando en el aire.

Aracnéa comenzó a retorcerse por la presión contra su cuello, cada segundo le era más difícil respirar. La situación se le volvió perturbadora cuando se dio cuenta que el capitán no tenía intenciones de soltarla, que sin apenas esfuerzo, sin mover un músculo del cuerpo y usando solo el control mental, podía arrebatarle la vida.

—Justo a ti quería verte —dijo pausado, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

La turia hizo acción de hablar pero era imposible.

—Aclaremos par de cosas —siguió Maltazar sin mucha prisa—. Uno, no te meterás más en lo que no te importa —informó, obligando a las ráfagas mortales a presionar más el cuello de ella.

El viento había adquirido una velocidad peligrosa para quien estuviera suspendido en medio de la nada, con el único destino de unas aguas rebeldes donde los tiburones del capitán se agitaban ansiosos.

Maltazar dejaba pasar hambre a los tiburones a posta. Normalmente cualquiera pensaría que como no pertenecía al elemento agua, las criaturas marinas se le escapaban de control. Pero con aquellos tiburones específicos el asunto era muy diferente. No eran peces cartilaginosos comunes, se trataban de híbridos especiales de Irlendia, modificados genéticamente para ser el triple de letales. Algún negocio tendría el antiguo Maltazar con los xarianos para conseguir dichas mutaciones y que contaran además con un chip craneal manipulado para obedecer al terror de los ocho mares. Ahora obedecían al nuevo líder, y él llevaba una dominación muy recia sobre ellos. En esos momentos, los híbridos contaban tres días sin comer y estaban desesperados por carne fresca.

Aracnéa también lo sabía. Miró al capitán suplicante, balanceando los pies sobre la nada. Él se limitó a continuar su lista de amenazas:

—Y segundo, dejarás de meterte con la princesa del clan Oscuro.

Diciendo esto, suavizó la presión en el cuello de la turia, y después de tomar grandes bocanadas de oxígeno, ella soltó una risotada grande.

—Vaya, vaya. —Su cuerpo seguía suspendido en el aire por la mera decisión de Maltazar, pero en esos instantes pareció olvidársele—. ¿Qué estoy notando? ¿Demasiado interés, quizás? No es propio de ti, Capitán.

El comentario suscitó que el cuello de Aracnéa se viera apretado otra vez por una fuerte corriente de aire; era como si círculos ardientes estuvieran tentando a la muerte, llamándola más cerca. Pero Maltazar se contuvo de desatar todo su genio, no valía la pena con Aracnéa. Así que como mismo intensificó el ataque, lo redujo. La cara de la mujer-araña se quedó morada a consecuencia, aunque la expresión burlona continuaba plasmada en su rostro.

—Escúchame bien lo que voy a decir Aracnéa, porque no pienso repetirlo —habló sereno, como si no estuviese a punto de perder la compostura—. Vas a cerrar tu sucia boca respecto a todo lo que tengas que decir sobre ella.

Aracnéa intentó sonreír de nuevo, aunque lo que surgió fue una mueca debido al mareo en la cabeza y la presión en sus pulmones:

—Pero sino pretendo hablar de ella, sino de ti.

Maltazar hizo que el viento la tirara con violencia contra el suelo de la proa. Aracnéa comenzó a toser y masajearse el cuello.

—¿Acaso se te olvida el lugar que ocupas para conmigo, turia?

Ella levantó la cabeza, sus ojos presentaban un claro desafío.

—Te conozco. Por mucho que te fastidie, sabes que te conozco mejor de lo que muchos han deseado. Tú desprecias la raza femenina, pero a ella la tratas como la excepción. No intentes negarlo. —El Capitán cerró con fuerza los puños pero Aracnéa no se amedrentó—. Puedes matarme, pero la verdad no la matará nadie. ¿Por qué? ¿Qué tiene esa albina que consigue tu excepción? ¿Pechos bonitos? Ni que fuera la primera que...

—Cállate la boca.

Maltazar relajó los puños. Aracnéa no solía darle importancia a sus aventuras porque tenía presente que él no se encariñaba con nadie. No conocía la traición que antes de ser capitán, cuando era solo un adolescente de dieciocho años, había sufrido con su primer amor, uno que en realidad se basaba en las expectativas y esperanzas inocentes de un niño que pretende estar enamorado, pero que al final de todo sufre el pinchazo de una burbuja fabricada a base de pasión ciega. Aracnéa solo sabía que él guardaba rencor para con todos los seres, especialmente los del sexo femenino, y que convertido en Maltazar trataba a sus amantes con menos decencia que a otro pirata.

Pero con Isis era diferente, y eso volvía loca a la turia. Hasta que la princesa apareció, Aracnéa era la única cercana al capitán, la excepción.

—Isis es pura.

La turia bufó.

—Esa meretriz es de todo menos pura.

El estremecimiento del cuerpo de Aracnéa alcanzó su punto máximo cuando fue lanzado hacia unos barriles, provocándole agonía en la columna y una lesión en dos patas traseras.

—Es pura de alma —especificó Maltazar ordenándole mentalmente al viento que se apartara de la mujer-araña—. Algo que tú no puedes comprender. Nunca lo harás.

Aracnéa ni siquiera lo miró al intentar levantarse, el dolor en sus miembros era latente como un veneno espeso. Su cuerpo temblaba, los golpes y las sacudidas le habían asestado con fuerza, el dolor en sus patas crecía vertiginosamente. Todo provocado por ese que no podía dejar de querer de una forma tan insana y terrible.

—Pensé que odiabas la pureza —dijo alzando los ojos, demostrando con su mirada que el capitán que estaba delante no tenía gota de eso.

—Pureza no es debilidad, insolente. Mas como dije antes, son cosas que no puedes entender. En toda tu vida solo has conocido la crueldad. Pero yo he visto de cerca corazones puros, y soy capaz de identificarlos.

Aracnéa bufó una vez más.

—¿Tan rápido olvidaste que sí conocí a un ser así? —Ella lo miró plenamente, como alguien que dice la verdad y no le pesa.

Porque ella recordaba ese grumete humillado que a veces no podía caminar a causa de las vivencias con los piratas. Ella recordaba un chico llorando por las noches, desamparado y acongojado en los rincones más oscuros. Ella recordaba lo que había sido y cómo se había sobrepuesto. Pero sobretodo, recordaba haber visto su pureza, y cómo poco a poco él la fue desplazando hasta desaparecerla.

Maltazar respondió con un enojo genuino. Pasó por alto el hecho que se agachaba a la altura de la turia, tirada en el suelo, pegando la rodilla derecha a la madera de la proa y usando su mano izquierda para apretar la mandíbula de Aracnéa tan fuerte, que la cara de ella parecía un globo desproporcionado en los puntos de presión.

—Sí, me viste en mi momento más vulnerable, ¿y cómo me llamaste por ello? —Apretó más los dedos contra los cachetes de la mujer-araña—. Flacucho, niño tonto, débil. —Entonces la soltó—. Tú eres de los que no pueden apreciar la inocencia cuando la tienen delante, porque es sinónimo de cosas despreciables. Por eso empezaste a verme con otros ojos cuando dejé de ser ese humano y me convertí en Maltazar.

El muchacho la miró con repulsión poniéndose de pie. Se arregló el fino jubón que se había desarreglado un poco fuera de los ajustados pantalones y dio media vuelta para retirarse.

—Ella no puede apreciar lo que eres ahora, yo sí. —Le oyó decir a Aracnéa por lo bajo.

Quizás fuese la primera vez en la conversación de esa noche que Aracnéa le hablara sin tono mordaz o de burla. Parecía casi... dolida. Lo que era extravagante porque Aracnéa era demasiado orgullosa y altiva para permitirse sentimientos de esa índole.

Fue en esta ocasión que Maltazar bufó.

—Tal vez me gusta que aprecien lo que no se puede ver.

Y sin volver a girar la cabeza, tomó paso firme hacia su camarote.

꧁☠︎༒☠︎꧂

El amanecer prometía un día precioso, tal como Maltazar se había propuesto que resultara ser. No hay que malinterpretar la personalidad del pirata, él continuaba sabiendo cómo apreciar los detalles preciosos. Le gustaban las lindas telas, un inmueble elaborado, las joyas más raras y la comida exquisita. Era lo que era, pero antes de eso, se había formado como un fanático de la preciosidad en todas sus facetas. Y desde que había conocido a Isis no hacía más que desear rodearla de cosas preciosas, de lindas telas, joyas y comidas exquisitas. Porque Isis era la preciosidad mayor.

La deseaba. La deseaba tanto como alguien podía desear un fruto apetitoso. La deseaba tanto que le quemaba la piel.

Pero existía en su empequeñecido corazón algo extra al deseo de su carne. Podía parecer irónico atribuirle algún tipo de sensibilidad al recrudecido corazón del capitán del Atroxdiom, pero lo cierto era que muy intrincado en las venas del órgano, una palpitación se extendía cada vez que observaba a la princesa. Podía ver su alma, como el Maltazar de las leyendas solía hacer. Y sin embargo no podía reclamar esa alma como suya.

Isis era un espíritu puro y libre.

A pesar de haber nacido entre el hierro y hielo del alcázar de Dlor el temible, a pesar de haber sido encadenada como una abominación en la mazmorra de Vogark, a pesar de estar atada moralmente al Atroxdiom, Isis poseía un alma indomable, inquebrantable e intransigente.

Y eso al actual Maltazar lo envolvía en admiración, en respeto.

Por eso quería llevarla a donde la llevaría. De cierta manera, él quería sentir ese lugar con ella. Había escuchado al respecto, como de otros tantos lugares escondidos que existían en el universo de Irlendia. Sería una experiencia... interesante.

Le había pedido a Isis que se pusiera específicamente un vestido blanco y que no se colocara joyas ni se trenzara el cabello. Tampoco ningún rastro de maquillaje. Ella como siempre, había obedecido. Cuando la vio salir no pudo más que hacer lo que hacía invariablemente que Isis aparecía ante sus ojos: observarla intensamente de pies a cabeza.

Una hora antes, Isis había estado ocupada organizando su camarote, pensando en los inusuales requerimientos del capitán para ese día. Si iban a pisar tierra, no era muy lógico la vestimenta que había pedido. Cuando terminó de ordenar vio su imagen en el espejo, con aquel vestido blanco e inmaculado que contenía unas sencillas mangas de seda transparente y se ajustaba hasta su cintura, donde partía suelto hasta las rodillas. La princesa se soltó el cabello, como quería el capitán, y no se aplicó maquillaje. Verse así frente al espejo le dio un pequeño escalofrío, porque recordó lo que las desgracias le habían hecho olvidar, la antigua Isis. Porque esa joven lucía... virginal.

Eso era todo lo que proyectaba, virginidad, pulcritud.

Salió caminando a la proa como había establecido Maltazar, y en el proceso trató de hacer caso omiso de las miradas hambrientas de cuanto pirata se le cruzaba. El vestuario no ayudaba, porque ella era ese detalle inmaculado que no existía en el Atroxdiom. Sus pasos iban dejando una ligera escarcha en el piso, y su mentón se mantenía en alto como si portara una corona. Al salir a proa, caminó hasta el capitán que esperaba tranquilo, enarbolado en sus ropajes lujosos y su sombrero distintivo. Él giró la cabeza y posó los ojos en cada parte del ser resplandeciente, como solía hacer cuando se perdía en el deseo de sus pensamientos.

—Preciosa —elogió en tono bajo. La imagen que proyectaba Isis tan natural y fresca resultaba una fantasía que el hombre había deseado cumplir desde la primera conversación que ambos mantuvieron en el camarote del capitán—. Has cumplido mis requisitos.

—No podía ser de otra manera, Capitán —respondió ella mirando al frente.

Estaban de pie en una plataforma alta de proa que servía de paso a la puerta interior del Atroxdiom, desde donde se veía todo el espacio delantero del barco. Los piratas se encontraban ocupados en sus labores, un grupo recogía las velas de los mástiles puesto que el ascenso del navío requería la acción.

Maltazar se tomó la libertad de deslizar un brazo por la cintura de Isis, consiguiendo el sobresalto de ella, que lo miró aterrada. Cuánto él hubiese querido borrar esa mirada de su preciosa cara... Confirmarle que no tenía porqué aterrorizarse, que él jamás la doblegaría...

Pero también sabía quién era, y que Isis del Bajo y Alto Balgüim lo miraba exactamente por lo que era: una bestia.

Lejos de intentar contradecirlo, Maltazar solo dijo:

—Sujétate fuerte Isis. Para lo que ocurrirá ahora necesitarás estar bien sujeta.

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