(5) Lost
Inhumano.
Bestial.
Salvaje.
Ningún apelativo era correcto a grado cabal para describir lo que significaba estar a la borda de aquel barco. Aunque Aaron puntualizó que su tripulación no era fantasma como se especulaba. Los piratas eran de carne y hueso, pero su especie... eso ya era estudio para libros. Él se leyó cientos en la Academia, y estaba convencido que la mayoría que captaba su vista pertenecían al Bajo Mundo, donde los monstruos proliferaban y las pesadillas cobraban vida. Comprendían el noventa por ciento del grupo, quedando el resto, marineros de diversos clanes, náufragos tal vez.
Cada uno de ellos se mantenía mirándolo con asco, desagrado, y todas las malas palabras que se les podían atribuir. Varios tenían más de dos ojos y cuatro manos. Otros eran de cuellos largos, otros medían tres metros. Había entes con una transparencia aterradora en su cara, pues se detallaba el cerebro y los fluidos a través de las venas. La vista en general daba ganas de vomitar, así que Aaron enderezó su postura y levantó la cabeza; él era el que tenía que mirar asqueado, no ellos.
—¿Tienes lengua o te la han cortado?
Escuchó decir desde algún rincón. Miró a todos ellos, hasta que un oso parado en dos patas, con protuberancias como tumores en la cabeza, dio un paso al frente. Portaba un hacha al costado del peludo cuerpo sujeta con un cinturón que apretaba su cintura. Daba miedo de verdad. Algunos dientes se mostraban fuera de los labios, disparejos y negros.
—Yo...
—Mírenlo —El oso parlante lo tomó por el cuello de la playera levantándolo como si pesara menos que nada—. Me cuesta creer que el capitán haya aceptado tener a un alfeñique como él.
Todos se rieron. Las risas eran toscas y roncas.
Aaron resopló. Estaba harto que todos se burlaran de él. Cierto, se encontraba demasiado delgado, por debajo de su peso ideal. No podía asearse correctamente como cuando era el aclamado heredero de la Fortaleza, pero trataba de estar todo lo limpio que podía. Además, debía demostrar que era tan digno como cualquier bestia de pisar el barco.
—¡Ponme en el suelo si no quieres perder un ojo! —amenazó al oso.
Este dejó de reírse. Los piratas también dejaron de hacerlo.
—¿Crees que con ese tamaño puedes amenazarme? —gruñó.
—Puedo hacer lo que me dé la gana —prácticamente escupió las palabras—. No te tengo miedo, aliento de pescado.
Algún que otro pirata se rio por la referencia y el oso volvió a gruñir enojado. No le pareció gracioso que se invirtieran los papeles en el juego. Apretó el agarre de la ropa y balanceó al chico hasta que lo tiró con fuerza hasta un cargamento al extremo de la proa. Los presentes estallaron en vítores por la escena.
—Eso es para que aprendas a cerrar la boca.
Aaron trató de levantarse, pero un lagarto parado igual en sus patas traseras y con dos lenguas bífidas, lo tomó y lo zarandeó a su antojo. Se le unieron otras criaturas que empezaron a lanzarse al joven como si fuera una pelota. Cada vez que él intentaba un movimiento de defensa, salía golpeado o ridiculizado. Estuvieron divirtiéndose el rato suficiente hasta que un prepotente «Basta» los detuvo.
A pesar que el humano estaba mareado y los objetos del barco parecían triplicarse y moverse constantemente ante sus ojos, pudo percibir con claridad el aura aplastante que provenía de las escaleras que bajaban del camarote. Escuchó las pisadas pesadas de botas metálicas bajando los escalones. Los piratas se fueron apartando, abriéndole paso al que sin dudas, era el más importante de la embarcación.
Aaron se afincó a la barandilla más cercana porque sostenerse en pie era dificultoso. Trepidó. No podía entender lo que tenía delante. Pensaba que estaba preparado para cualquier cosa horripilante, pero aquello no poseía descripción existencial. Era una criatura salida del sueño más macabro de un descerebrado. Su apariencia se asemejaba a la imagen que brindaba el mascarón, pero más vívida. Frente prominente, mandíbula cuadrada, cuatro antenas que en realidad eran huesos que despuntaban del cráneo y dos pozos negros en las cuencas oculares, como la noche más peligrosa, como la galaxia más vacía. Era un rostro desfigurado, lleno de cicatrices y quemadas.
Al chico le recorrió un repelús digno de las peores películas de terror. Tragó grueso una y otra vez a medida que la cosa se acercaba, pero nada parecía deshacer el nudo gordo que se había formado en su garganta. La sudoración ácida volvió, y el oxígeno cambió a uno más pesado e insostenible. Por acto inconsciente cayó de rodillas y empezó a toser, envolviendo desesperado su cuello con ambas manos.
—Descendiente Fayrem, hijo del aire, oficialmente has entrado a la tripulación del Atroxdiom. —Su voz era profundísima, de esas voces que se perpetúan al pasar de los siglos. Muy primaria, sólida.
—Mal.. tazar. —Aaron tosió e intentó levantar la cabeza.
Pero sostener la mirada al capitán era tarea ardua, porque esa niebla negra que lo envolvía, esos ojos macabros y todo su prototipo seguían haciéndolo temblar, lo volvían débil. De hecho, Aaron se dio cuenta que sus habilidades se habían aflojado y no necesariamente producto a miedo. Era el capitán el que lo estaba causando. Su poder era muy fuerte, entrenado para doblegar. Atando cabos el menor de los Kane entendió que el Legendario en su pasado debió ser alguien importante entre su clan, el clan Oscuro.
—Pocos han mencionado el nombre y salido vivos de mi presencia. —El capitán se inclinó un poco hacia él con las manos detrás de la espalda—. ¿Sabes quiénes son los sobrevivientes? —Señaló a los piratas—. Mis esclavos.
Se alejó de Aaron para caminar por cubierta. Solo así el chico pudo dejar de toser.
—Desde el momento que deseaste pisar el Atroxdiom mis sentidos lo captaron. Nadie ha anhelado en siglos pisarlo, anhelado de verdad. Todos se alejan, todos huyen... Y existen los payasos que sucumben a la vana curiosidad. Pero tú...
—Capitán —interrumpió el oso que había molestado a Aaron—. Sus pensamientos son sabios y sus decisiones irrefutables, pero queríamos saber qué haremos con un alfeñique como ese.
Maltazar suspiró, un suspiro hondo y tendido.
—Me has interrumpido... —dijo bajo. Su voz era profunda, áspera y analítica. Una hoja de sierra envuelta en
seda.
El oso se paralizó, los tripulantes se paralizaron. Hasta Aaron tuvo ese efecto, porque bastaba tener un poco de sentido común para saber que al capitán no se le pedían explicaciones, no se le cuestionaba y sobre todas las cosas, no se le interrumpía. A Maltazar le brillaron las cuencas oculares con ese brillo verde envenenado, después repitió cinco veces la frase de su doblegado «qué haremos con un alfeñique como ese». Ya el pánico en el rostro del oso era palpable, pero no pudo evitar que el capitán lo sujetara del pelaje y lo arrastrara hacia su propio rostro.
Maltazar sonrió. Una sonrisa hueca y siniestra.
—Alguien tiene que limpiar la cubierta.
Y susurrando estas palabras, dejó que la intensidad de sus ojos consumiera al oso. Este gritó de dolor, y se revolvió entre las manos del capitán que siguieron cerradas mientras una sombra oscura lo pulverizaba.
Era la sombra de la muerte.
Del pirata solo quedó un chapapote negro que Aaron observó asombrado.
—Límpialo —ordenó Maltazar sacudiéndose las manos.
—Pero...
No terminó la expresión, porque una de las botas del capitán se estampó en su cara, desencajándole la mandíbula y proporcionándole un dolor indescriptible. Luego apoyó la misma en su cabeza y siguió presionando. Aaron sintió su cerebro espurruñándose y si la situación se dilataba, iba a perder la consciencia sin remedio.
—No eres nada excepto un vil parásito. Mi barco, mis reglas. Tú has escogido, y la elección no solo te ha costado la vida, te ha costado la muerte. Ya no te perteneces. —Sacó la bota y se dignó a estirar el cuello abajo para escupir las próximas palabras al oído de Aaron. El aliento fétido tupía las fosas nasales de su oyente—. No te mueres si yo no lo decido, no mueves un músculo si yo no lo decido. Ahora eres un alma errante a la borda de Atroxdiom, ahora eres mi prisionero. Mírame.
Aaron cerró los ojos rehusándose a hacerlo. No quería contemplar de nuevo esas escalofriantes cuencas sin fondo de donde salía el brillo letal. Por lo que el capitán se vio forzado a tirar del cuero cabelludo de Aaron, al que no le quedó más remedio que reencontrarse con su propio reflejo en las cuencas. Pero allí, su reflejo se encontraba detrás de rejas que fulguraban en una luminiscencia verde.
Una cárcel dentro de los mismísimos pozos.
—Este es el precio por verme y seguir respirando —reveló Maltazar en un rugido glorioso—. Tu alma, tu libertad, tu muerte.
Y entonces lo soltó, dejándole cada facción facial entumecida y una palidez mortuoria en todo su endeble cuerpo.
Aaron lo entendió, había hecho un pacto que solo se rompería cuando el temido Maltazar, capitán del Atroxdiom, desapareciera sin retorno.
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