(4) Lost

Se vistió con las ropas todavía húmedas y se acercó al pequeño barco donde estaba el pescador.

—Señor —llamó en Káliz captando la atención.

—¡Por Atamar! —se asustó el viejo llevándose una mano al pecho— ¡Pero de dónde has salido!

—Estaba bañándome debajo del puente. —Aaron señaló el lugar—. Escuché la conversación que tuvo con su compañero y...

—Un momento. —El atamarino se pegó al borde de la popa para mirarlo bien— ¿Qué clase de criatura eres tú?

—Soy...

Aaron dedujo que decirle la verdad no era opción. Nadie debía saber que era humano. Así que optó por su sangre legendaria.

—Soy del clan Fayrem.

La reacción del viejo fue instantánea. Sonoras carcajadas escaparon de su boca de tal forma, que Aaron incluso chapoteó molesto el agua con sus puños.

—Un guerrero... —Se limpió las lágrimas de los ojos cuando terminó de burlarse—. Un alfeñique como tú no puede ser un guerrero real.

—Eso no es lo impor...

—Dime niño —inquirió el pescador todavía con tono jocoso—, ¿a cuántos seres has matado? ¿Tal vez diez o doce moscas?

Volvió a reírse de su propio chiste y Aaron apretó los dientes.

—¡Quiero que me diga todo lo que sabe de Maltazar! —gritó impotente.

Ante el nombre gritado el cielo se resquebrajó en truenos. El viejo pescador miró asustado arriba, luego al horizonte. Después se inclinó a una velocidad impresionante para tomar al chico de la playera y alzarlo sobre el nivel del mar.

—Nunca más vuelvas a mencionar ese nombre. —Apretó el agarre y lo acercó más a su severo rostro—. Nunca más, ¿quedó claro?

El tono no era tan furioso como aterrado; los ojos de ese atamarino desprendían terror, y Aaron tragó grueso porque su propio corazón empezaba a latir con fuerza por todo el misterio bestial que cercaba al barco y su capitán.

—Bájeme —ordenó con un ligero temblor en la voz.

El pescador dejó que descansara los pies sobre el barco.

—Escúchame bien niño Fayrem, si es que aprecias tu vida, escucha mi consejo y no indagues por ese maldito barco.

—Pero está aquí en Imaoro, oí claramente como se lo decía a su compañero.

—Has como sino hubieras oído nada. Olvida y sigue tu camino.

El pescador dio media vuelta, todavía alterado, y reanudó su faena antes que uno de los soles se ocultara por completo. Aaron miró el horizonte, asegurándose de trazar un plan.

—Al anochecer... —expresó para sí mismo pero en un tono que pudo escuchar el atamarino—. Lo esperaré al anochecer.

El pescador soltó un suspiro largo y sacudió la cabeza.

—Te arrepentirás del día en que naciste.

Aaron ya se había acercado a las escaleras de la pequeña embarcación.

—Llevo dieciocho años haciéndolo.

Y después de haber dicho eso, bajó finalmente del pequeño barco.

—◇—

La noche llegó cubriendo el firmamento de Korbe. Las constelaciones del universo de Irlendia se propagaban definidas, bellas, reinando con cada una de sus luces. El chico Kane esperó sobre un montacargas que estaba estacionado cerca del puente. Las horas fueron sumándose, y era bien entrada en la madrugada cuando un sonido chirriante, como el del peso de un ancla sumergiendo oxidadas cadenas hizo que este dilatara las pupilas. Había habilidades que desde que cruzó por el agujero negro se le habían potenciado.

Sus desarrollados ojos grises discurrieron por la oscuridad del ancho mar, pero no encontró objeto alguno. Se bajó del montacargas y caminó hasta el puente. La brisa despeinaba sus cabellos, y el olor de agua salada brindaba un ambiente maravilloso. Pero no se había quedado en vela para disfrutar de las condiciones de la bahía. Así que hizo lo que vehementemente le había pedido el pescador que no hiciera:

—¡Maltazar! —gritó sin despegar los ojos de las aguas—. Maltazar, te invoco.

Unos truenos surcaron el oscuro firmamento y entonces un bote apareció por arte misteriosa amarrado al puente. Ahí estaba la señal que Aaron esperaba, y sin pensarlo saltó dentro, lo desamarró y empezó a remar mar adentro.

No sabía a dónde se dirigía, pero el fantasmal barco había llegado, lo sentía en cada célula de su cuerpo. Siguió remando hasta que ya no pudo avanzar más. Por otra misteriosa razón, el bote se había congelado en un punto específico, y no importaba cuantos intentos hiciera Aaron: no se movía. Entonces, el viento cambió de dirección y la temperatura se volvió extremadamente fría y densa. Respirar costaba, y el chico lamentó no tener otro abrigo que ponerse. De repente una niebla gris apareció de la nada, y era una masa tan grande que cualquier ser podía advertir que cubría algo de proporciones descomunales. La acompañó un canto grotesco y múltiple, de varias voces unidas a coro que le dejaron al descendiente la piel de gallina.

Poco a poco, la niebla fue aclarándose. Y finalmente, con una presentación sublime el barco se dejó ver. Aaron entendió todos los temores del viejo pescador. Él mismo se encontraba en un estado enloquecedor. Sudaba de forma antinatural, con gruesas gotas que ardían en los poros, su cara pasmada, los vellos de punta.

El barco estaba construido con madera y mezcla aleatoria de metales preciosos. Las velas como había escuchado, eran negras. La bandera pirata no era la típica conocida de una carabela. Esta se extendía en la punta del mástil con una figura extraña en el centro, asemejando el esqueleto del rostro de alguna criatura, con frente prominente y mandíbula cuadrada. Del cráneo salían extensiones, como raíces, gruesas y largas; la nariz tenía unas fosas nasales distorsionadas. Detrás de la figura se cruzaban dos cimitarras¹ y abajo, dos huesos largos.

El joven no había terminado de admirar el ensamblaje cuando el barco giró de forma repentina, demasiado rápido para sus proporciones. Lucía descabellado, y se movía igual de inaudito, dando sensación de ligereza a pesar de lo pesado de su artillería. Cada metro que se iba acercando, menos explicación le hallaba Aaron al funcionamiento del buque: este flotaba. Literalmente navegaba flotando por encima del mar. Y el vaivén de las olas era lo que conseguía mojar la quilla. El mascarón de proa era traumante, porque en vez de sirena u otra criatura marina conocida, la figura que portaba con orgullo era semejante a la carabela de la bandera, pero ahora se dejaba ver el resto del cuerpo extraterrestre, con raíces blancas que salían en todas las direcciones y una luz verde que alumbraba el camino.

No fue hasta que la mano del chico pudo tocar el babor que comprobó rebosante de admiración que en efecto, no era producto de su imaginación.

Era palpable.

Era auténtico.

Era real.

La niebla se disipó por completo, el canto de los piratas se hizo más alto. Una soga cayó desde cubierta y él la agarró. Empezó a subir, repleto de curiosidad, una emoción loca en el pecho y las esperanzas renovadas. Mientras subía miró abajo y cada ángulo fue quedando convertido en un vacío oscuro. El bote había desaparecido y la bahía ya no estaba. Recordó las palabras del viejo pescador sobre los que ven de cerca el barco y su capitán, y el precio de la libertad.

Ya no cabía el retractarse. Ya no había marcha atrás.

Notas

¹Cimitarras: Sables de hojas curvas y largas.

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