☆32☆ LOS DE HOWLLAND SOMOS COMO UN DIAMANTE
Khristen.
Yate, lujo, agua y al menos cien herederos de Howlland, yupi que emoción... —Nótese mi sarcasmo—.
Si no fuera porque recién descubrí que soy extraterrestre, adoptada, y mis poderes cuando se activen superarán los sueños de todos, me quedara en la Fortaleza haciendo deberes. Pero tengo mucho en la cabeza. Quizás un poco de sol con vista al mar me refresque las ideas. La verdad siento que es hora que me empiece a relacionar más a fondo con los descendientes. En contra de mi pronóstico, formo parte de su círculo en cuanto a origen se trata. Aunque siendo sincera, la actitud arrogante y desmedida superioridad no tengo planes de adquirirla nunca. Pero el caso es que soy superior, del clan superior...
Admiro el diseño de la caja de acero que me dio Daysi. Los dibujos al relieve parecen contar una historia, es como una danza en un lugar ilustre. Los que deben ser daynonianos están representados en un cuerpo de baile clásico, las mujeres con vestidos de vuelos y los hombres con trajes fantásticos. Si cierro los ojos veo las figuras en mi mente, y si me esfuerzo un poco más es como si escuchara la música...
Hay una melodía que me acompaña desde que tengo consciencia. No sé de dónde llegó o cómo vino, pero siempre trae consigo una emoción antigua, familiar. Si me concentro puedo recrearla en mi cabeza, y entonces me produce serenidad, me traslada a casa. No, no a Palm Springs, sino a Irlendia. Por mucho tiempo estuvo la interrogante, pero ahora que sé que pertenezco a ese universo cobra sentido la sensación de hogar, porque la melodía sin dudas es irlendiesa.
—Hija ya es hora —me sorprende mi madre entrando al dormitorio y guardo la caja bajo el colchón.
Vanessa Allen, mi madre que amo con todo el corazón. Nada va a cambiar eso.
—¿Tan pronto?
—El señor Jackson ha sido enviado por parte del primogénito Kane, ya deben partir.
Me levanto y alcanzo la mochila que he preparado con anterioridad. No pienso bañarme pero nunca se sabe... Salgo afuera y veo a Jackson en el umbral de la puerta.
—El señor Kane la espera.
—¿Nos llevarás tú?
—Solo me ha mandado a avisarle señorita, el señor Kane ha insistido en manejar él mismo.
Suspiro por los cambios de Arthur. Ayer insistió en ir con los demás en la limusina, hoy quiere conducir él mismo a la fiesta... En fin es tan variable como impredecible. Me recuerda mucho al clima de otoño, con sus ventoleras repentinas y sus cambios de dirección sin aviso, sin fronteras...
Atravieso la entrada y para mi tranquilidad se ha ajustado la alarma de objetos extraños. Antes que pueda dar otro paso, Órga sobrevuela mi cabeza y se me posa en el hombro.
—Hey, qué tal chica —saludo y ella gruñe.
Es un búho con personalidad propia.
Ayer a mi madre le tomó por sorpresa enterarse que me la habían regalado, pero ha terminado cogiéndole cariño. Los Kane todavía no se enteran que la tengo y ella me aseguró que seguro no había problemas pero Álioth debía ser informado. Para mi sorpresa me dijo que se encargaría personalmente de decirle.
Órga sale volando a posarse al techo —su lugar favorito—, y yo dejo detrás la zona de empleados, bordeo la piscina y paso al garaje sin entrar por la mansión. La puerta del mismo está abierta y veo como el muchacho más imponente de la Academia está metido en su Lamborghini pisando el acelerador sin soltar el freno, haciendo rugir el motor de su auto para placer propio.
—Supongo que no te cansarás nunca de escucharlo —alzo la voz por encima del ruido que da vida al vehículo.
—No. —Arthur repite la acción, y esta vez se escucha con más fuerza. Terminada, deja paso al silencio y sale del automóvil—. Nunca me canso de escucharlo.
Comienzo a dar los pasos para acercarme y no evito que con cada uno, se tambalee un poco mi resistencia. Él tira la puerta del Lamborghini y se recuesta en la misma, con una pose indiferente que le queda demasiado bien. Levanta la mano para peinar hacia atrás los cabellos que le caen en la frente, pero algunos vuelven a salir. No sé por qué se empeña si el cabello al frente le luce magnífico... Me permito detallarlo con calma. Es la primera vez que veo a Arthur Kane vestido ligero; sin ropajes de realeza, sin extravagantes diseños, simplemente un short blanco inmaculado, de marca obviamente, con una playera de colores mixtos entre azul y beige. La sombra de una barba asoma en su mentón y junto con las gafas oscuras le da ese toque atrayente, atrapante, envidiable...
—¿Ya estás lista? —cuestiona observándome de arriba abajo.
—Sí. —Me cruzo de brazos. Cada vez que él me escudriña de esa manera me siento muy expuesta, aunque ahora lo haga con gafas y sus penetrantes ojos no entren en contacto directo con los míos.
—¿No llevarás abajo ninguna trusa ridícula de esos muñecos que te gustan, cierto?
—Pues no Arthur, no —resoplo bordeándolo y entrando al auto.
La colonia que está usando es tan intensa como envolvente. Tiene un toque de menta con porciones de tronco de roble. Es masculinidad ligada a frescura. La mayoría de las veces me quejo de sus aromas pero he de reconocer que hoy cada aspecto se antoja a la justa medida. Entra de nuevo y se acomoda en el asiento del conductor.
—Trata de conducir a una velocidad normal —advierto colocándome el cinturón.
—No me hagas enojar y sacar la bestia veloz que habita en mí y todo estará a tu gusto —trata de sonar gracioso pero me estremezco. Tan solo recordar aquel mediodía me da náuseas.
—Arthur...
—Khristen —imita y se coloca su cinturón.
—¿Siempre tienes que usar este auto? —suelto en voz alta.
—Escucha. —Se quita las gafas haciendo que me encuentre al fin con esos ojos grises que debilitan cuando les da la gana—. Este auto costó ocho millones de dólares, pues no es un Lamborghini cualquiera, es el Lamborghini Veneno Roadster —narra como si estuviera en un anuncio de la tele—. Cada auto fabricado es tan exclusivo que solo hay nueve en el mundo.
—No quiero un comercial en directo —protesto y le tapo la boca.
El desgraciado me muerde.
—¡Oye! —grito, pero él se limita a sonreír. ¡Sonríe descaradamente!
—Estar sentada en uno de sus asientos debe ser un privilegio que te enloquezca Khristen, no cualquiera puede hacerlo —continúa como si hace un instante no me hubiera clavado los dientes—. Además de las altas velocidades que esta preciosura puede alcanzar, es capaz de...
—Ajá... —Enciendo el reproductor.
—¿Me estás escuchando siquiera?
—Hum... ¿podemos irnos?
—Sabes que a veces se me olvida que eres Legendaria y me dan ganas de decirte par de cosas. —Se coloca las gafas otra vez y gira las llaves para prender el motor.
—Me sorprende tu autocontrol —ironizo.
—Créeme, a mí también.
Bufo y le tomo las gafas, poniéndomelas, haciendo caso omiso a su mordida. Tampoco es que haya estado tan fuerte...
Arranca con una potencia que me asusta, y sale disparado del garaje.
El viaje es ameno, escuchamos canciones de Charlie Puth y Arthur me cuenta el robo del Concesionario de autos. Al parecer quien lo hizo se volvió completamente loco —¿quién narices se atreve a robarle a él, nada menos?— y además se trata de un heredero, porque después de un minucioso análisis, Ábner y Arthur llegaron a la conclusión que sin uso de habilidades era imposible lograr la hazaña.
Para cuando la bahía se extiende ante nosotros, hemos cantado unas diez canciones de Charlie. Escuchar la voz de mi acompañante fue una agradable sorpresa de la cual no hice un espectáculo para tener la dicha de seguir escuchando. No soporto cuando Arthur saca a relucir su Complejo Kane, pero no es menos cierto que con todos sus atributos tenga el ego por las nubes. Vamos, que si se lo propone destrona a los actuales reyes del pop, así de bien canta. Su voz cuando habla es grave, seductora sin esfuerzo y un tanto formal, elegante. Sin embargo cuando entona canciones combina todo esto más un ritmo perfecto, agudos afinados y falsetes sorprendentes. Canta bien, se viste bien, luce bien... ¿acaso la naturaleza conspiró para crear un hombre más orgulloso?
—Listo, llegamos —dice buscando un lugar adecuado para estacionar.
Me permito explorar la bahía visualmente. Es enorme y está abarrotada de hermosos yates, unos grandes e imponentes, otros medianos, pero todos con nombres que me suenan gloriosos. Japón es el país número uno en el mundo en el imperio naval, esto lo aprendí en la Academia. Construyen los yates más resistentes y caros, y sus compradores son tan selectos como el papa o el mismísimo sultán. A varios metros veo que uno de los navíos resalta no solo por su majestuosidad, sino por el grupo de jóvenes que se ve en la popa. Es blanco por completo y solo se diferencia el nombre.
—¿Titanic? —leo asombrada las grandes letras pintadas en azul.
—Es el yate de los Nakamura —cuenta Arthur estacionando finalmente—. Nombre curioso ¿verdad?
—Más bien plagiado. —Me desabrocho el cinturón.
—Qué va, este no tiene nada que ver con el de mil novecientos doce.
—Por...
—Está diez veces mejor. —Me guiña un ojo y no puedo evitar reírme.
Nos bajamos del Lamborghini y caminamos por el muelle. Me fijo que en algunos yates pequeños hay postas de hombres trajeados que vigilan en todas las direcciones y hablan de vez en cuando por wakie talkie. Algunos son japoneses, otros americanos y me atrevo a decir que algunos rusos.
—Los Nakamura son muy celosos con los cuidados —responde Arthur a mis pensamientos.
—No crees que sea... ¿demasiado?
—No —contesta sin dudar un segundo.
Puff, por favor ¿cómo se me pudo olvidar con quién estoy hablando.
—A mí sí me lo parece —añado.
—La vigilancia nunca está de más.
—Es solo una fiesta en yate con un puñado de estudiantes de Howlland —recuerdo—, no el traslado de un diamante.
—Los herederos somos como un diamante, Khristen —dice serio—. Cualquier persona con malas intenciones puede aprovechar estos eventos sociales para secuestrar a un chico ¿sabes siquiera el precio que le puede poner a la cabeza de cualquiera?
—¿Un millón? —Entrecierro los ojos soltando lo más alto que se me ha ocurrido.
—Cientos de millones, miles de millones. Pueden pedir lo que quiera porque los herederos que asistimos a Howlland no tenemos precio. La seguridad nunca será extrema, nunca será demasiada. Cada uno de nosotros está acostumbrado a vivir de esta manera.
—Es horrible —aporto—, no poder ser libre...
—Puedes verlo así. —Se encoje de hombros—. Nosotros preferimos verlo como que somos intocables.
No discuto nada más y me alegra en cambio, que las circunstancias que me rodeen sean secretas. No imagino viviendo de esa forma ni de broma. Es asfixiante. Aún no tengo idea del porqué Daysi me trajo a la tierra pero hizo muy bien en encargarle a Vanessa mi cuidado y no a un tipo rico obsesionado con la vigilancia.
Llegamos a la escalera de Titanic y hay al menos doce o catorce hombres entre los que están a los pies de la misma y arriba, esperando. Uno de ellos, calvo con gafas oscuras, se nos acerca y empieza a revisar una lista.
—Usted puede pasar señor Kane, ella no. —Me señala y siento que me encojo bien pequeñita.
—Debí suponerlo —mascullo por lo bajo y ya empiezo a dar media vuelta cuando Arthur me lo impide.
—Ella sube conmigo —repone intransigente agarrándome por el brazo, manteniéndome a su lado.
—Lo siento pero...
—¿Quieres perder tu puesto? —lo amenaza el muchacho.
—Señor Kane, entienda que si no está en la lista no puedo dejarla pasar.
—Te lo advertí —expresa Arthur serio y saca su celular.
Espero un minuto impaciente con ganas de perderme de allí, sé de lo que es capaz y ya empiezo a sentir pesar por el hombre de la vigilancia.
—Hiro —empieza hablar mi acompañante—. Sí, estoy abajo. Pues claro que me han dejado pasar, pero no a Khris. Khris la chica pelirroja que va a la Academia... Sí esa, la ridícula.
Ups, de repente me siento más pequeña todavía. Arthur me mira haciendo un ademán de poca importancia y comprendo que ha dicho eso porque es el nombre popular por el que se me conoce en Howlland. No me molesta, después de todo ante toda esa sociedad elitista soy la hija de la ama de llaves, así que me vale no andarme con exigencias.
—Ya viene —informa él y aunque el aviso es para mí, mira desafiante al calvo.
—Oye ¿crees que pudieras decirle a este tal Hiro que no le haga nada? —murmuro bajo en un inútil intento de cambiar el destino del hombre.
—¿Por qué? —se ofende Arthur.
—Solo hace su trabajo.
—Pues mal hecho. Debería saber quién eres y en segundo lugar, debería saber que a mí ni se me contradice, ni se me hace esperar. No obstante Hiro no hará nada.
—¿No?
—Lo haré yo —dictamina contundente.
No rebato más porque... bueno, se trata de Arthur Kane, a él es una pérdida de tiempo rebatirle algo. Sé que su amigo japonés se asoma desde el principio de la escalera, porque a pesar de ser un joven de unos veinte o veintiún años, el resto de los hombres trajeados se ponen más firme en sus posiciones y ni siquiera pronuncian palabra, creo que ni siquiera respiran.
—Arthur —lo llama y saluda con la mano.
Es un chico muy lindo y tiene cierto aire familiar, tal vez lo he visto otras veces por Howlland. Tiene el torso desnudo empapado de agua, la parte inferior se la cubre un short marca Adidas y está descalzo. Luce atlético, como un nadador, y recuerdo que pertenece al elemento agua, debe nadar excelente.
—Vamos Khris.
Sigo de cerca al que me ha traído y antes que empiece a subir la escalera, le hace una seña al calvo con gafas que no me permitió pasar.
—¿Sí, señor Kane?
Arthur le palmea el hombro como haría con un amigo y se acerca a su oído.
—Estás despedido —dice lo suficientemente alto para que yo también lo escuche.
Subimos al yate y en el proceso, la música resuena más alto con cada escalón que avanzamos, también las risas de otras personas y algunos gritos jubilosos acompañados de chapuzones. Ya arriba, los chicos se saludan con la mano. El japonés toma la mía y la besa por la parte superior.
—Arthur me ha traído un regalo —entona feliz sin soltarme la mano, clavándome sus ojos rasgados.
Habla Inglés bastante fluido y no se le escucha ninguna salpicadura de su idioma natal.
—Suelta Hiro. —Arthur me toma por la cintura y me arrastra hacia él—. Ella no está entre tus entretenimientos, de seguro tienes allá adentro.
—Sí, pero mírala —dice sin dejar de reír—, es preciosa.
—Sí como digas... Pero más te vale mantenerte alejado de ella. —Arthur lo mira a los ojos y el japonés levanta ambas manos en un gesto de rendición—. Ahora deja de asustarla y enséñanos lo mejor de este traste —pide.
—Vengan conmigo por favor —accede, ensanchando la sonrisa de oreja a oreja.
—Ah —menciona Arthur cuando el otro está a punto de salir caminando—, te he ahorrado la molestia de despedir al inepto que tenías revisando la lista.
—Vaya, gracias. —Hiro se asoma abajo— ¡Hey, Riff! —llama a otro de los guardias y éste, obediente, mira arriba—. Quítale el arma y la placa —ordena señalando al calvo—. Disculpa preciosa. —Se gira a mí y empieza a caminar sin siquiera mirar al frente—. Espero puedas fingir que no ha sucedido este pequeño inconveniente.
—Vamos. —Arthur me da un leve empujoncito y no evito mirar abajo cuando empiezo a caminar.
El calvo entrega lo que le han exigido y siento verdadera pena por él. Solo hacía su trabajo... No me gustan estas cosas, pero supongo que tendré que acostumbrarme a ellas porque entre los herederos es tan común tratar como desecho a cualquiera que no cumpla sus expectativas como estornudar. Por tanto, Khris se pondrá dos viseras como la de los caballos e imaginará que nada de esto le afecta.
Ahora, tengo un mega yate que conocer.
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