(3) Mientras Procuro Olvidarte
Jackson cumpliendo órdenes precisas llevó a su jefe hasta el edificio de habitaciones y luego se esfumó. Ignoró por petición de éste los gemidos de dolor que se le escapaban y las contracciones que experimentaba cada dos por tres. A Arthur le pasaba algo relacionado con su padecimiento pero aunque quisiera ayudarlo, aconsejarlo, la terquedad del Kane no se lo permitiría. Se limitó entonces a subir con él en el ascensor hasta el último piso y le dio su espacio. Arthur se pasó las manos por el cabello varias veces, peinándolo hacia atrás en un gesto inconsciente para calmarse. Calmar el dolor o los nervios, lo que fuera. Probablemente los dos. Para su propio asombro no se sentía tan molesto, no al grado de molestia que se esperaría de él, con carácter de acero y paciencia limitada.
Los últimos meses habían hecho mella profunda en su personalidad. Si bien la partida de Khris representó un duro golpe, la lenta recuperación que él había soportado lo había convertido en una persona más paciente, más calmada. No le quedaba más remedio que ajustarse al programa de ejercicios, y no tenía el poder de adelantar el calendario. Así que las veinticuatro horas, esas que antes no le alcanzaban, se volvieron horas largas, eternas...
Ya Arthur disponía de tiempo para cosas que antes le eran imposibles, como admirar el entorno de la Fortaleza, e incluso ordenar remodelaciones. No eran necesarias pero cubrían horario. También jugar con su mascota Ulises, y aprender sobre las flores que se encargaban para la Mansión Fortress.
Leía mucho sobre medicina, e incluso algunas novelas clásicas. Sus estudios en Howlland le consumían todas las lecturas, pero al no tener ya las clases rigurosas y terminar sus deberes académicos temprano, Arthur descubrió el inmenso mundo que se escondía detrás de los libros. Leía por puro gusto, y nunca parecía satisfacerse. También dedicaba gran parte del tiempo a componer música, tocarla y cantarla. Le alegraba no tener restricciones, y su magnífica voz resonaba por los pasillos de la mansión cada vez que se sentía inspirado. Jessica era una gran fan, y no podían faltar sus vítores y aplausos. Arthur pensaba que en realidad ella lo sobrevaloraba demasiado en todos los aspectos, pero su alegría era contagiosa así que no la regañaba.
Después de todo, experimentaba satisfacción al tener a alguien que lo pusiera como lo mejor del mundo cuando él mismo ya no se sentía en ese derecho.
El heredero Kane aprendió un poco de humildad. No, no lo reconocería nunca en voz alta porque todavía tenía una reputación que mantener, aunque fuera dentro de su misma casa y con los pocos amigos que sabían que estaba vivo. Pero durante el proceso de fisioterapia, y los nuevos intereses que ahora ocupaban sus días, el joven fue moldeándose más sensible, más humano. Esto fue notado por su padre Álioth, que meditaba en silencio las ventajas del accidente de Arthur. De otro modo, quizás su hijo nunca hubiera aprendido el verdadero valor de las cosas.
Se lo comentaba a Vanessa, pues ella más que su ama de llaves se había convertido en una fiel amiga. Fiel amiga y... más que eso. Pero Álioth nunca daría un paso para consolidar algo serio, porque estaba ocupado con muchísimas cosas y se repetía que no tenía cabeza para una relación estable.
Solía decírselo por las noches, cuando tocaba el espacio vacío en su cama mientras la soledad se hacía latente y la necesidad por Vanessa se volvía imperiosa. En realidad aquellas mentiras creadas por su conciencia tenían como objetivo mitigar alguna de las dos cosas aunque en el fondo Álioth se daba cuenta que no estaba dando resultado. Porque lo que le sucedía al director se resumía en una sola palabra: miedo. Demasiado miedo corría por su sistema producto a sus sentimientos, esos que en años no se había activado de la forma que conseguía esa mujer. La primera fue Ariana y... él esperaba que fuera la última. Pero el recuerdo de la piel exquisita de Vanessa, su sonrisa amable, el refugio de su habla, la seguridad que encontraba en sus cálidos ojos... Ciertamente Álioth había quedado prendado de ella y supo que no existía manera de salvarse.
Meditaba en el flujo de pensamientos sentado esa noche mientras los sirvientes recogían los platos de la cena a la vez que su primogénito buscaba explicaciones a kilómetros de distancia.
El ascensor se abrió ante Arthur y él pudo salir al corto vestíbulo que mostraba las habitaciones que ocuparon sus primos cuando la Academia estaba funcionando. Jamás pisó esa área en particular de Howlland, pero conocía con certeza cuál era la habitación de Adrián. Así que abrió su puerta dejando atrás a Jackson y se introdujo a la oscuridad que brindaba.
El cuarto estaba desordenado dentro de ese aroma anisado de incienso, montones de papeles cubrían el suelo y la decoración parecía salida de una película de Ghibli. Además, no había vestigio de su primo.
Los ojos de Arthur discurrieron cada centímetro de la habitación, hasta que se posaron en una puerta semiabierta que daba a otro cuarto. Presionó el botón de su silla y se acercó con curiosidad a inspeccionar. Sin embargo, una vez que estuvo dentro la curiosidad desapareció, controlando su semblante ahora una estupefacción desagradable, una emoción tan negativa que lo hizo apretar sus puños con fuerza y gritar con prepotencia.
¡¿Qué diantres era aquel neurótico lugar?!
La rabia de Arthur se manifestaba segundo a segundo con mayor fuerza, muestras de ello eran el sudor frío que bañaba su espalda, y lo rojo de su frente. Con cada maldita flor, vela y cortina, sentía que un humo maligno salía por su nariz, de esos que escapan de las locomotoras cuando su mecánica caliente entra en reacción peligrosa con los rieles.
—Maldito enfermo —mascullo entre dientes.
Y no lo pensó más, porque la ira ya era lo único con sentido en su cabeza. Si había logrado mejorar algo los últimos meses, Adrián Bénjamin Kane y su trastorno acababan de desbaratarlo.
Arthur se olvidó del dolor dejando que en su lugar la rabia se apoderara. Tomó un candelabro que le quedaba cerca, y los músculos de sus brazos empezaron a tensarse cuando de forma vertical, atinó con el objeto al cuadro. Se mordió los labios enojado porque los músculos acalambrados le vibraron en reproche, pero fingió que no le sucedía nada porque tenía un objetivo más importante: ese condenado cuadro estaba destinado a hacerse añicos entre sus manos. Nadie debería tener a Khristen pintada en un cuadro y guardarla en tan macabras condiciones.
Golpeó una y otra vez, hasta que la pintura cayó al suelo cubierto de alfombras rojas, y allí mismo Arthur siguió despedazándolo con vehemencia. No le importó el oxígeno caliente que comprimía el fuego a su alrededor a causa de las velas que también habían caído, siguió golpeando y golpeando, siguió destilando su indignación.
Antes que fuera demasiado tarde para él, pudo salir y ordenarle a Jackson que se encargara de apagar el incendio. Lo próximo era encontrar a Adrián, y sabía que el único lugar donde estaría sería la azotea. Tomó unos minutos para despejar las inclinaciones violentas, y a medida que fue corriendo el reloj, la ira fue abandonando sus miembros, esos entumecidos que latían de dolor.
Jackson logró controlar el fuego, y se quedó sumamente preocupado en el vestíbulo de las habitaciones, sin entender el caos desmedido que había provocado a su jefe.
Ya en un estado medianamente normal, Arthur decidió que podía enfrentarse a Adrián. Todavía tenía ganas de estrangularlo, darle un buen merecido, pero comprendía que su primo padecía un trastorno que escapaba de su control. Había leído sobre el mismo, y conocía que se nombraba Limerencia, un estado mental involuntario resultado de una atracción romántica muy intensa donde el individuo necesitaba con desesperación ser correspondido. El trastorno solía volverse obsesivo-compulsivo, involucrando no solo los sentimientos del afectado, sino también pensamientos y conductas invasivas en busca de esa reciprocidad que podía no llegar.
En resumen: Adrián podía estar verdaderamente enamorado de Khristen, pero se había obsesionado con la idea de ser correspondido. Lo necesitaba para seguir viviendo .
Arthur respiró hondo porque su vida no podía volverse más complicada.
Presionó el botón de la silla para ir a la azotea, donde efectivamente encontró al sujeto de espaldas, cubriendo con su cuerpo algo que absorbía todo el aire del ambiente.
¿Acaso...?
El cabello castaño de su primo se movía en todas las direcciones, y la ropa se bamboleaba por la fuerte atracción de viento que conducía al mismo a un viaje sin retorno. A medida que fue recortando distancia comprobó que la negrura se mantenía en un enorme circulo...
«No»
Arthur se estremeció en su silla.
Se repetiría la historia de su hermano, este Kane también huiría a Irlendia y él no podría impedirlo. Trató de calmar el maratón de sensaciones agrias que lo abarcaron, tenía que evitarlo.
—Adrián —llamó alto.
El joven giró solo la cabeza, y frunció el entrecejo al ver al primo con su silla de ruedas en la azotea. Luego miró detrás de Arthur, y vio el humo espeso, evidentemente no humo de incienso, que salía de su habitación.
—Pero qué... —Se quedó perplejo, girando el cuerpo completo. Mas se mantuvo anclado en el sitio, nada parecía afectarlo en gran medida.
Arthur contempló asombrado unos segundos el agujero negro, nunca había visto a plenitud cómo era..., pero apartó la fascinación para enfocarse en su primo.
—Fue un accidente. —Se forzó decir a justificación del humo.
En realidad quería gritarle millones de injurias y decirle con cada letra que destrozó el santuario a gusto y volvería hacerlo todas las veces que fueran necesarias. Pero Adrián no estaba sano, debía recordarlo para mantenerse en sus cabales.
—¿Mi habitación? —preguntó Adrián de forma retórica. Luego bajó la cabeza y la sacudió—. No me hará falta de todos modos... —Miró al agujero negro.
—Adrián escucha.
—Lo siento Arthur, siento habértelo ocultado, pero entenderás que mi pequeño secreto era un tanto vergonzoso para irlo revelando con facilidad.
El Kane de la silla de ruedas se mordió la lengua, porque el otro se lo ponía complicado. Si hubiera sabido de la neurosis de Adrián jamás le hubiera confiado a Khristen aquella noche de su velorio. Podía usar el razonamiento para apartarlo del agujero negro, pero lo que no podía era seguir la farsa ciega.
—Tienes un problema Adrián, y en la Fortaleza podemos ayudarte —habló conciso y sin rodeos.
El otro heredero sonrió con tristeza.
—¿El gran Arthur Kane interesado en mi salud? Sin duda estos últimos meses te han cambiado, primo.
—Conozco tu trastorno, y me veo en la obligación de informarte que tiene cura si es debidamente tratado con terapia a cargo de profesionales.
Adrián suspiró y miró a sus pies, después a Arthur y luego al agujero. Se revolvió los rizos sedosos y se pasó ambas manos por la cara, en un gesto de auténtica desesperación.
—No existe terapia o medicina que calme el amor incesante que siento por ella —declaró—. Por eso he decidido ir a buscarla, tú deberías entenderlo Arthur, tú mejor que nadie. ¿O es que no te late el corazón de forma pesada porque los días sin Khristen se han vuelto penosos y sombríos?
A Arthur se le paralizó el órgano al que hizo referencia Adrián. Sus palabras lograron removerle la estabilidad que había logrado sostener. Lo entendía, ¡oh, claro que lo entendía! Experimentaba cada hora la tortura de no tenerla, ¿qué clase de pregunta era aquella? Un insulto para su fortaleza, una afrenta para su amor.
Porque aunque él no fuera mejor persona que Adrián, también la amaba. A su manera menos enferma, pero tampoco sana. Una complejidad que solo él y Khris podían comprender.
—No saltes —atinó, porque era lo más juicioso.
—Perdí mi vida hace mucho, en este mundo no tengo propósito.
Y terminando de hablar, desapareció por el hondo agujero negro, dejando atrás el grito de Arthur, dejándolo en ridículo por estar su primo en una silla de ruedas y no haber podido quitarlo de enfrente del portal con un puñetazo.
Y ahí se quedó el portador de los ojos grises con mayor turbulencia de la Tierra, volviéndose más vulnerable de lo que ya estaba...
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