(2) Lost
—Oye... oye, despierta.
¡Zas! ¡Zas!
Aaron se sobresaltó y abrió los ojos de golpe. Un ser de piel negra con aspecto de hombre, que poseía una barba repleta de canas y una prominente calvicie, estaba pateando el exterior de los tablones de madera que conformaban su refugio.
—¿Disculpe? —preguntó en Káliz.
Él dominaba a la perfección el idioma irlendiés, como todos los descendientes.
—Tienes que irte —bramó el señor y entrecerró los ojos, mirándolo con desagrado.
—¿Qué?
Aaron aún estaba en el proceso de despertar y coordinar el cerebro con el resto del cuerpo, que se empeñaba en seguir entumecido. Se enfocó en el interlocutor comprendiendo que él, tan flaco y hambriento, no era lo suficientemente fuerte para encararlo, pues su oponente era gordo y grande, probablemente pasaba los dos metros. De igual modo, decidió quedarse a luchar por su pedacito, era lo único que había conseguido después de trastabillar por ahí.
Para su ventaja, la lluvia había cesado. Un problema menos, aunque los colores rojizos de la tarde estaban desapareciendo para mezclarse con el azul oscuro de la noche.
—No me iré a ningún sitio —dijo firme, sacando su fayremse interior—. Estoy cansado de andar y andar, ya es hora que guarde un refugio para mí.
—Serás mocoso...
El irlendiés, que no era más que un vagabundo del clan Juno, alargó su gruesa mano para tomar al chico de la camisa y sacarlo afuera entre protestas. Lo alzó sin esfuerzo y sonrió por lo insignificante que se veía.
—¡Bájame! —exigió Aaron dando patadas al aire ya que sus pies no llegaban a tocar el suelo.
—Te vas a largar y nunca más regresarás aquí —rugió el juno con una mirada de advertencia.
—¡Por qué no me pones en el suelo para pelear limpiamente! —El descendiente batió sus puños.
—¡Ja! Un alfeñique como tú... Ni siquiera pareces pertenecer a ningún clan.
Aaron pudo percibir el aliento caliente y podrido que desprendía ese infeliz y en cuanto hizo el movimiento destinado a golpear la nariz que le quedaba al frente, el juno lo lanzó al aire en dirección a los contenedores de basura. La parte trasera de su cuerpo impactó y removió algunas bolsas que envolvían porquerías, terminando la mayoría en su cabeza.
El vagabundo se sacudió las manos y entró al refugio que había resguardado al Kane de la lluvia.
Aaron se enderezó en el suelo y abrazó sus rodillas. No tenía caso, jamás podría sacar de allí al juno de casi dos metros. Suspiró resignado y se llevó la mano al estómago que otra vez estaba gruñendo como un perro rabioso. Se puso de pie y se colocó la capucha del abrigo, al menos la prenda se había secado. Empezó a caminar sin rumbo fantaseando con un techo seguro y una comida apetitosa.
La noche tomaba alcance en el firmamento y las luces eléctricas alumbraban el moderno entorno. A cada metro, al chico le iban llegando los olores mixtos de los distinguidos restaurantes del área y el dolor de cabeza no ayudaba a menguar la necesidad.
«Tengo que comer algo o voy a morir»
Estaba desesperado, sentía que las malas horas estaban por pasarle factura y podía desfallecer de un momento a otro.
Entonces se le ocurrió algo que de no haberse encontrado en tal estado crítico, jamás hubiese pensado. Lo primero que hizo fue acercarse a uno de los establecimientos, el más apartado que estaba al final de la calle. Mientras lo bordeaba contempló por el cristal las familias pudientes con manjares exquisitos sobre sus mesas. También comían gustosos los dueños de los centros de investigaciones más acaudalados de Imaoro y los externos mejor pagados de otros mundos que se habían vendido a los xarianos. Aaron se fijó en cómo humeaban los platos, y cómo saboreaban los comensales cada trozo que llevaban a su boca. Se sorprendió a sí mismo relamiéndose los labios.
Apartó su figura del cristal y dobló por el costado del restaurante que daba paso a un nuevo callejón y la entrada trasera del establecimiento. No pensaba batirse con los vagabundos por restos, ya lo había intentado antes con catastróficos resultados: las cicatrices de sus brazos eran la prueba. En esta ocasión haría algo más arriesgado, pero que si actuaba rápido y preciso saldría ileso y calmaría sus furiosas tripas.
Se peinó con las manos el cabello que le caía delante, hacía un buen período que no se lo cortaba; volvió acomodarse la capucha y se subió el cierre del abrigo de modo que la tela le cubriera el mentón. Quedó imposible de identificar, pasando como un sin hogar cualquiera y no el chico raro sin clan definido del que todos susurraban. Se escondió detrás de un contenedor de basura y esperó a que el cocinero saliera a depositar las bolsas con desperdicios. Cuando vio que se daba media vuelta para volver a entrar, no perdió tiempo, lo atacó desde atrás y ambos cayeron al suelo.
El xariano trató de sacarse a Aaron de encima pero el joven Kane contaba con par de trucos que había entrenado en el gimnasio con su hermano y en cuestiones de segundos inmovilizó al cocinero propinándole un golpe por la nariz que lo dejó inconsciente. Agradeció que funcionara, porque de otra manera, estando él débil y hambriento, no soportaría un combate cuerpo a cuerpo.
Luego de esto, entró por la puerta y se encontró con el almacén del restaurante. Otro se hubiera lavado las manos ante todo, pero la desesperación que estaba haciendo estragos en su cerebro y estómago solo lo indujo a empezar a tomar cuanta cosa comestible viera. Agarró panes de trigos, barra de queso fayremse, leche de muka y dátiles de Jadre. Era increíble la velocidad con que se introducía los alimentos y tragaba; quizás ni masticara bien, solo tragaba y tragaba.
—¿Mino? —se escuchó desde algún extremo del almacén —. Mino, ¿ya regresaste de tirar la basura?
Aaron se sobresaltó y por poco se ahoga con varias uvas que deformaban sus cachetes. Las escupió de un tirón sin tener tiempo de reaccionar más que eso, porque el obeso xariano con ojos que destilaban rabia agarró el rodillo de amasar más próximo y abalanzó su gordo cuerpo en dirección a él.
—¡Ladrón pordiosero! —gritó sin poder atinarle, el humano era rápido—. Voy a escacharte la cabeza y coserte la boca —amenazó persiguiéndolo entre los estantes—. Así te quedarás sin ganas de robar.
El atacador seguía golpeando lo que encontrara con el fin de acertar la cabeza de Aaron, y entre intento e intento caían canastas con provisiones, pomos de encurtidos y frutas frescas. En medio de la persecución, el joven de ojos grises se cortó con un afilado cuchillo rectangular al apoyar la palma donde no debía. Afortunadamente, se las ingenió para llegar a la puerta ignorando la sangre que chorreaba por su mano y esquivar el rodillo que le lanzó el cocinero al pasar el umbral.
—¡Juro que si vuelves no escaparás con vida! —sentenció el xariano, que ya estaba lo suficientemente sudado para correr tras el ladronzuelo.
Pero Aaron no detuvo la carrera, siguió corriendo con las pocas fuerzas que le quedaban, ahora con un horrible y doloroso corte en la palma de la mano y el hambre más punzante de los cinco mundos.
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