Treinta y cuatro
Hugo realizó los ejercicios de meditación que le había indicado -exigido- la profesora Noreen cada noche antes de dormir, incluso durante las vacaciones. Y estaban funcionando. Al principio había tenido pequeñas premoniciones, como qué servirían en la cena, lo hermosa que se vería Margot la noche de Año Nuevo o que el rosal arcoiris del profesor Aleister daría rosas índigos este invierno. No fue hasta la víspera de la Noche de Reyes que el sueño que había estado esperando y temiendo vino a él.
Había estado durmiendo en la cama de Margot, nuevamente. No podía evitarlo, siempre dormía mejor cuando abrazaba el pequeño y suave cuerpo de la muchacha. Pero esa noche se despertó en medio de la madrugada sintiendo un frío que le calaba en los huesos. Margot le había robado todas las mantas. Pero lo más extraño fue que Gaspar, quien había estado durmiendo junto a él, había dejado vacío su lugar en la cama.
Quizás se sentía algo nostálgico. Hugo y Margot habían descubierto que el cumpleaños de Gaspar era al día siguiente, el seis de enero. Incluso habían preparado un pastel en secreto para él. Quizás extrañara su hogar, aunque Gaspar nunca hablaba de su vida previa a la Academia. Quizás salió a caminar y sumergirse en sus pensamientos como siempre lo hacía.
Pero Hugo tuvo un mal presentimiento y, como había aprendido, los presentimientos existían para ser escuchados, especialmente los que oprimían su pecho y jalaban de él.
Temiendo lo peor, Hugo se levantó sin hacer silencio y salió al pasillo.
No había tomado sus pantuflas, por lo que el suelo de piedra se sentía como hielo bajo sus pies descalzos. Se maldijo con cada pisada. Sus pies no se estaban acostumbrando a aquella temperatura. Pero ya había recorrido un trecho y no quería volver y despertar a Margot o a Circe y Oscar. Intentó envolverse en la bata que llevaba sobre su pijama, pero esta poco podía hacer para protegerlo. El frío de la noche ya se había anidado en sus huesos y venas.
―Lo que uno hace cuando está enamorado ―se dijo con los dientes castañeteando y una tímida sonrisa que no logró apaciguar el nudo que se le había formado en el estómago.
Buscó a Gaspar en las salas comunes cercanas, pero no estaba en ninguna de ellas. Bajó hacia el comedor, esperando que este haya ido en busca de un refrigerio. Sus pisadas no hacían ruido, cosa que le inquietaba. En los fríos y oscuros pasillos solamente se oían los latidos de su corazón. Su sentido común le suplicaba que volviera a la cama, pero algo tiraba de él hacia delante, una cuerda invisible que sabía que lo conectaba con Gaspar. Era como estar en un sueño y, a la vez, no.
«Quizás esto es lo que llaman viaje astral o es un sueño lúcido» pensó al llegar al salón comedor. Donde unas horas antes había estado cenando con sus amigos ahora solo había sombras que huían de la luz de la luna que entraba por los altos vitrales.
Y entonces lo supo con certeza: se encontraba soñando. Se encontraba nuevamente solo. No se había cruzado nadie en los pasillos, ni alumnos volviendo de las salas comunes ni espectros haciendo sus tareas. No se había dado cuenta porque en esa soledad también lo había dejado la Voz. No la había oído.
Sin embargo, ella no se hizo esperar más y eligió ese momento para hacerse oír. Aquella voz ronca por la sed y profunda como un abismo. Ya no se oía lejana, como enterrada en lo hondo de una cueva, ahora le susurraba en la nuca. Ya no estaba débil y moribunda, estaba famélica. Estaba rabiosa por la ansiedad. Al fin tendría a su última presa, el último sacrificio que necesitaba para al fin despertar. Uno más. El último.
El que fue advertido pero aún así caminó como un cordero obediente hacia el filo del cuchillo carnicero. Le había tendido una trampa y el niño tonto había caído en ella.
Solo necesitaba a Hugo.
Cuando al fin se libró de las espinas del sueño y abrió los ojos, el muchacho fue presa de un terror abrumador y paralizante. Hugo se percató de que se encontraba en medio del salón comedor, donde solo unas horas antes habían cenado y repasado sus lecciones de la noche. Donde antes había la calidez de las antorchas y el sonido de sus habitantes, ahora solo había desolación. y miedo. Ahora el terror lo invadía. Hugo sintió que le oprimía el pecho y el aire escapaba de sus pulmones a medida de que ella envolvía sus garras dentro de su pecho.
Lo peor fue que no estaba solo y, cuando fue consciente de quién lo acompañaba, sintió que su corazón se rompía.
Frente a él se encontraba Gaspar. Se veía exactamente como un sonámbulo. Sus oscuros ojos perdidos en el vacío, sin brillo, sin vida. Gaspar portaba un cuchillo en su mano. La hoja se veía antigua y estaba repleta de manchas oscuras. Sangre seca.
Gaspar extendió su mano. Hugo quiso retroceder, huir, pero sus pies no obedecieron. Los lazos de la Muerte lo tenían sujeto al frío suelo de piedra. Sin emitir ninguna palabra, Gaspar le entregó el cuchillo y Hugo vio, con horror, cómo su mano se extendía y tomaba la fría empuñadura.
Y entonces lo supo: Gaspar no era el asesino.
Gaspar y Hugo y todos los chicos que habían muerto eran simples títeres, moviéndose en contra de su voluntad en un sangriento y horrible espectáculo que solo ella contemplaba, impaciente y extasiada. Era ella quién estaba detrás de las muertes. Ella reclamaba el sacrificio. Ella daba la orden.
Gaspar era simplemente su verdugo. Y Hugo sería su última víctima. El acto final.
Un momento después, el filo besó la piel de su brazo. No oponía resistencia, no podía ni siquiera pensar en hacerlo. Tampoco le dolió mucho, ya sabía cómo se sentía cortar su piel. Lo que en verdad le dolía era ver a Gaspar parado delante suyo. Pensar en cómo reaccionaría cuando se despertase y viese a Hugo tendido en el salón, sin sangre y sin maná. Muerto frente a él.
Pensó también en Margot. Inocente de todo. En su promesa de protegerla de todo. Al menos, siendo él la última víctima, ella no correría peligro. Pero no podían romperle el corazón de este modo.
Uno muerto. El otro culpable. Ella no podía perderlos a ambos, no de esta manera.
Entonces, sintió que algo lo jalaba hacia atrás. El cuchillo había dejado de cortar.
Primero vio su brazo cubierto de sangre. Se había hecho tres sigilos extraños, horribles, pero no eran mortales. Luego miró hacia arriba y vió al profesor Rodia abalanzándose sobre Gaspar.
Lo había apartado y le había llevado las manos a su espalda, atadas con hilo mágico e irrompible. Su boca también había sido sellada con un hechizo. Aunque Gaspar no oponía resistencia, era un peso muerto y maleable en los brazos del profesor.
―No le hagas daño innecesario ―le ordenó el profesor Emil a Rodia.
Hugo se dio cuenta de que quién lo sostenía era el profesor de Hechicería y Conjuro. No lo había aprisionado como a Gaspar, simplemente había rodeado sus hombros con un brazo y con la otra mano, sostenía el cuchillo que le había arrebatado.
―N-no... ―intentó decir Hugo, pero las palabras se sentían demasiado pesas para su boca.
―Tranquilo. Ya no podrá hacerte daño ―le dijo Emil.
Hugo negó con la cabeza. Quería llorar, pero las lágrimas se habían congelado en sus ojos. Quería hablar, pero no tenía voz. Quiso caminar hacia Gaspar, pero sus piernas flaquearon y el profesor Emil lo sujetó más fuerte.
Cuando la Voz se dio cuenta de que interrumpieron su acto, cortó las cuerdas de sus marionetas. Y en ese momento, Gaspar pareció volver en sí. Sus ojos recobraron el brillo de vida y su semblante, antes imperturbable, reflejó un caos de emociones: confusión, sorpresa, preocupación al ver la sangre de Hugo y, finalmente, el horror de comprender que había estado a punto de pasar.
Gaspar miró a los profesores en busca de respuesta, pero estos solo le dirigieron miradas heladas. Ya no podían confiar en él; lo creían culpable.
―Gaspar, quedas bajo custodia y eres acusado de haber asesinado a cuatro compañeros ―sentenció el profesor Emil con voz firme.
Bueno, ya descubrimos quién ha estado detrás de las muertes todo este tiempo. ¿Creen, como Hugo, que Gaspar es en verdad inocente?
¿Qué le pasará ahora?
Agárrense que se viene el tramo final.
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