Treinta y cinco
La cabeza de Margot era un caos, al igual que el salón comedor cuando entró aquella noche. El mismo salón donde Gaspar casi había asesinado a Hugo. Había sido inculpado por la muerte de Marie y los demás. Gaspar. Su Gaspar. El chico que la había abrazado con fuerza cuando encontraron el cuerpo de Marie. El chico que los había había protegido de los demonios gevaudan. El chico que la cuidaba, que cuidaba de Hugo. Su chico.
Ahora su nombre estaba en boca de todos los estudiantes. Lo decían en susurros, con los dientes apretados, lo escupían como un insulto. No tenían derecho. No era justo. Los odiaba. Odiaba a todos en aquella Academia. ¿Por qué había creído que allí sería diferente a casa?
―Margot, ven conmigo ―dijo una voz levantándose por sobre las demás.
Margot levantó la mirada y se encontró con el profesor Aleister en la puerta del salón. La chica no se había percatado de que sus manos estaban calientes y chispeando con una magia que se desbordaba. Casi había provocado un incendio. Como el que asesinó a su madre y su padrastro.
En ese momento no solo tuvo que enfrentarse con sus ojos, si no a todos los del salón. No había estudiante que no la estuviera mirando. La mayoría con recelo o con curiosidad descarada, otros casi con miedo y odio, unos pocos -Oscar, Basil y creyó que Vincent- con preocupación. Solo hubo una persona que esquivó su mirada cuando la encontró: Circe. Lo entendía, Circe había perdido a su amiga a manos del asesino y al parecer el amigo de Margot era ese asesino. El estómago de Margot se hundió aún más dentro suyo, pero su fuego se apagó lentamente.
―Margot ―repitió el profesor Aleister, con impaciencia. Era extraño verlo así de molesto y, por primera vez, le tuvo miedo.
Este comenzó a caminar hacia fuera del castillo con Margot casi corriendo para alcanzarlo. ¿La interrogarían? ¿La expulsarían? ¿Sería que ella ya no tendría permitido estar allí?
El profesor Alei la llevó hasta el invernadero, el lugar donde siempre se lo encontraba fuera de clases. Buscó un lugar entre las plantas y le ordenó que se sentara en uno de los bancos de piedra. Confundida, Margot obedeció. En cuanto lo hizo, una canasta apareció en la mano del profesor y se la entregó. Olía a jamón ahumado, queso y frutas.
Cuando vio la confusión en el rostro de la muchacha, el profesor dijo:
―No podrás comer bien si lo haces en el comedor con todas esas miradas indiscretas y hostiles. ―No agregó que tampoco podría cenar si provocaba una masacre primero.
Margot se lo quedó mirando mientras este se dejaba caer en un sillón de mimbre. El profesor de Pociones se veía cansado, tenía unas ligeras ojeras y llevaba su largo cabello castaño atado en un moño desprolijo.
―¿Por qué? ―preguntó la muchacha.
El profesor levantó un dedo y dijo:
―Eres inocente hasta que algo demuestre lo contrario―. Levantó otro dedo―. No rompiste ningún mandamiento así que no estás castigada―. Levantó un tercer dedo y se permitió sonreír despreocupadamente―. Y nuestro trabajo es velar por el bienestar de todos los alumnos, aun si están implicados en un crimen.
―Gaspar...
―Él se encuentra en los calabozos, custodiado por Emil ―explicó y debió ver algo en la expresión de la muchacha porque agregó―. No te preocupes, querida. Emil jamás usaría la violencia en un estudiante... Eso es algo que reserva solo para Rodia, pero ese es otro tema― agregó, agitando una mano como si quisiera espantar una idea y se inclinó un poco hacia Margot al decir: ―Por otra parte, Hugo se encuentra en la enfermería, me extraña que no me preguntaras por él...
―Eso ya lo sé. Cuando me dijeron lo que pasó corrí a la enfermería, pero no me dejaron entrar. Me dijeron que está fuera de peligro, que está bien. Pero no puedo verlo ―contestó ella, recordando la desesperación que la invadió cuando Oscar la despertó para contarle que Hugo casi se había convertido en la siguiente víctima. A manos de Gaspar. Como todo su mundo, su refugio se había venido abajo, ahogándola en la incertidumbre. No sabía qué hacer, qué pensar.
El profesor Aleister cruzó las piernas y adoptó una postura más seria, pero sin dejar su amabilidad. Y entonces, volvió a sorprender a Margot.
―¿Qué te parece si te propongo un trato?
Margot se sorprendió al saber que habían llevado a Hugo al cuarto del profesor Rodia. A pesar de su tamaño y grandes ventanales, era un lugar oscuro y austero. Apenas tenía una gran cama con dosel, un armario que, supuso, estaría lleno de sweaters y una mesita de luz con una vela a medio consumir. No tenía decoraciones ni recuerdos del profesor. Todo era en colores neutros y oscuros. Supuso -y esperó- que no se había traído nada desde el Averno.
―Gaspar, él...
―Dicen los profes que está bien, pero está siendo vigilado. Creen que él es el asesino ―respondió Margot con voz suave.
Hugo se encontraba arropado en la gran cama. Tenía grandes ojeras y los ojos rojos de tanto llorar. Su brazo derecho estaba vendado hasta casi llegar al hombro. Pero por lo demás, parecía encontrarse sano y salvo. Los profesores Rodia y Aleister le habían permitido ir a verlo un momento, aunque no los dejaron solos.
―No es él ―dijo Hugo con dificultad. Por alguna razón se encontraba afónico. Margot apretó su mano izquierda.
―Yo también quiero creerlo, pero él te hizo esto...
―¡No fue él! ―gritó Hugo y su voz se quebró. Margot se acercó a él cuando una tos lo estremeció, pero él continuó con dificultad―: Gaspar es solo el verdugo, alguien lo obliga...
―¿Quisieras ampliar esa información, niño? ―preguntó el profesor Rodia. este se encontraba parado a los pies de su cama, con los brazos cruzados sobre su pecho. Había manchas oscuras en su sweater azul noche, la sangre de Hugo.
Como pudo y tras unos sorbos de té con miel, Hugo les explicó lo que había sucedido. Todo. Los sueños, la Voz, la mirada perdida de los ojos de Gaspar. Lo que creía que en verdad estaba sucediendo.
―¿Así que algo más? ―cabiló Rodia y tuvo que contener el impulso de ponerse a caminar de un lado a otro de la habitación.
Él y Emil habían llegado a la conclusión de que el asesino, el ladrón de maná debía atacar en las horas donde todos dormían; eso lo habían tenido claro desde la segunda muerte. Pero no fue hasta la muerte de Frank que sus sospechas recayeron sobre el extraño y silencioso niño rubio. Sus talento para la hechicería y la demonología no pasaban desapercibidos, aunque él mismo no lo notara. Así que habían puesto a los espectros a vigilarlo. Al menor indicio de una actividad extraña por parte de él, debían alertarlos. Lamentablemente había sido demasiado escurridizo en las veces anteriores. Pero, ¿podría ser que el Director no les haya dado toda la información? Él les había dicho que probablemente el próximo ataque sucedería en la víspera de reyes, por ello todos habían estado preparados y alcanzaron a salvar al muchacho. ¿Cómo había sabido? ¿Por qué no impidió los ataques anteriores?
¿Qué se traía ese viejo tramposo bajo la manga?
―Tengo una idea ―propuso Alei, sacando a Rodia de sus calibraciones―. No sé si estarás de acuerdo, Rodi;, Emil seguramente no.
Rodia sonrió ante esto. Se anotaba en todo lo que molestara a Emil.
Al principio no entendía bien por qué Aleister había aparecido en su puerta con la niña y le había exigido que le dejara ver al muchacho, cuando se suponía que se encontraba bajo vigilancia. Pero ahora comenzaba a entender. Esos tres, su cancerbero, podían darle las respuestas que necesitaban para completar el rompecabezas.
―¿Qué les ha dicho Gaspar sobre él? ―les preguntó Aleister a los niños con voz melosa.
Hugo y Margot no parecían muy seguros. Rodia no sabía si ellos no querían hablar o no tenían mucho que decir; pero Aleister insistió:
―¿Creen que podrán sacarle algo de información? Después de todo son su trieja.
―¿Trieja?
―Relación de tres. ¿No son eso acaso? ―contestó Alei con una sonrisa pícara.
Hugo y Margot se miraron y pareció que el rubor subía por el rostro de ambos al mismo tiempo. Al menos el muchacho ya no se veía como un muerto.
―Bien. Lo haremos por las buenas ―dijo el profesor Rodia con entusiasmo―. Ustedes serán los policías buenos. Si están seguros de la inocencia de Gaspar, haganlo hablar. Demuestrenlo. Y quizás lleguemos al fin de este misterio que me tiene harto.
Esa noche bajaron a los calabozos.
A Hugo le sorprendió que hubiera tantas celdas dentro de la Academia; se preguntó si también las habría en las escuelas normales. Esperaba que nunca hubiera sido necesario llenarlas todas. Sin embargo, ahora todas se encontraban vacías a excepción de una. Gaspar estaba en una de ellas.
El corazón de Hugo se relajó apenas al ver que Gaspar se encontraba en una celda limpia, iluminada y que incluía un sillón cómodo, una manta y un lugar para ir al baño. Pero eso fue apenas un segundo antes de que su mirada se encontrara con la de Gaspar. Sus ojos estaban hundidos en unas profundas y oscuras ojeras. Pero lo peor fue ver su expresión al notar las vendas en los brazos de Hugo. Las heridas que ahora sabía, las había provocado él mismo.
―Gaspar―. Margot corrió hasta chocar con los barrotes de hierro a los cuales se aferró con fuerza, como si pudiera doblarlos con solo su voluntad. Hugo pensó que quizás sí podría hacerlo. Pero Gaspar se echó hacia atrás, lejos del agarre de la pelirroja―. Gaspar, ¿estás...?
El chico negó con la cabeza y desvió la mirada.
―No debieron haber venido ―dijo secamente con esa voz profunda y cálida que tenía.
Hugo se adelantó. Odiaba ver esa expresión desolada en un rostro que quería tanto.
―Está bien. Sé que no querías hacerme daño, Gaspar. Sé que no eres tú quien mató a los demás.
Pero Gaspar volvió a negar y se encogió sobre su catre. Tenía las rodillas pegadas a su pecho, sus brazos alrededor de estas estaban cubiertos de rasguños. Hugo temió que algo lo haya lastimado, pero la sangre seca en las uñas de Gaspar decían que él mismo se había infligido dolor. Hugo lo odió un poquito por eso.
―No es necesario que mientas, Hugo. Sé que fui yo. Ahora lo sé. Yo... estoy roto, partido en dos. O en más pedazos, no lo sé.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó el profesor Rodia con la voz más amable que le habían oído.
Solo en ese momento Hugo recordó que no estaban solos. Los profesores de Nigromancia y Pociones habían venido con ellos; querían ver si Hugo y Margot podrían hacer hablar a Gaspar, comprobar la teoría del pelinegro. El profesor Emil había estado junto a Gaspar todo este tiempo, sentado en una austera silla junto a su celda, con un viejo grimorio en sus manos. Cuando lo vio, Hugo reconoció en sus páginas una de las marcas que ella le había obligado a hacerse.
Gaspar los estaba ignorando a todos. Tenía la barbilla apoyada en sus rodillas y la mirada perdida en sus pensamientos.
―Hubo veces en las que... hacía cosas. Pero no era yo. Decía cosas hirientes, lastimaba gente, me hacía daño. Todos decían que había sido yo, pero no lo recordaba. No recuerdo haber... lastimado a Marie y los demás. Pero si dicen que fui yo, les creo.
―¿Trastorno de personalidad? ―conjeturó el profesor Aleister en un murmullo.
―No lo creo ―negó Rodia.
―Tú no me lastimaste ―exclamó Hugo―. No me pusiste las manos encima en ningún momento.
―Pero cuando Frank... Cuando Laura nos encontró y tenía su sangre ―insistió Gaspar.
―No fuiste tú. Fue ella. La Voz. Ella nos controló, ella movió mi mano para cortar mi piel.
―Yo no... no recuerdo nada.
―¡Entonces no te eches la culpa tan rápido! ―exclamó Margot con furia.
Gaspar al fin levantó la cabeza y los miró. A la chica que sujetaba con fuerza los barrotes y lo miraba con una determinación implacable; al chico a su lado que lo miraba con esos ojos azules que parecían desentrañar su corazón. Ellos eran las primeras personas que le permitieron quererlos, las primeras que lo quisieron en verdad. Y ellos creían en su inocencia. En que aún quedaba algo de bueno en él.
Gaspar no tuvo tiempo de encontrar las palabras para sus amigos, porque, en ese momento, el Director apareció frente a todos ellos.
Un momento no había nada y al siguiente él se encontraba parado en medio del pasillo oscuro. Vestía un sencillo pero elegante traje de brocado negro con detalles de escamas en dorado que combinaba con sus ojos de serpiente.
Miró a los presentes y soltó un pesado suspiro, como si se viera obligado a dar fin a una discusión infantil o no hubieran entendido las reglas de su juego.
―La señorita Margot tiene razón ―dijo, sorprendiendo a todos―. Gaspar no es el autor de las muertes. Pero si es quien las provoca. O, mejor dicho, su mera presencia las provoca.
―¿Qué quiere decir? ―exclamó Emil, que se había parado de un salto y aferraba con fuerza su grimorio.
El Director miró a sus tres profesores, los mejores que tenía y a sus tres alumnos más jóvenes, las piedras en bruto que había esperado pulir hasta convertir en diamantes. Aunque una de ellas había comenzado a brillar antes de lo esperado y se había ganado la atención menos deseada.
Con parsimonia, el Director levantó la silla que había tirado Emil y se sentó en ella. Piernas cruzadas y manos sobre estas; los miró a todos como un rey miraría a sus súbditos. Y cuando habló, lo dijo con la mayor de las calmas.
―Es una entidad mayor a ustedes quién ha visto la necesidad de recolectar maná, de preparar sus ofrendas.
―Ella. La voz que escuché todo este tiempo ―murmuró Hugo y el Director asintió con una sonrisa triste.
―¿Qué quiere decir con ofrendas? Explíquese, por favor ―exigió saber Aliester; odiaba tanto cuando su jefe se ponía en modo enigmático. Para ser el demonio que le dio el fruto del conocimiento a la humanidad, podía llegar a sobreestimarla.
El Director miró a todos y cada uno y luego fijó sus ojos en los del niño rubio. No era difícil encontrar un parecido en él. Su cabello era más opaco y su desnutrición le había privado del cuerpo fuerte que había heredado; pero esa mirada hambrienta y voz imponente era inconfundible. Si tan solo hubiera podido pulir correctamente ese diamante.
―Ofrendas para Gaspar, su señor ―dijo el Director poniendo el peso correspondiente en cada palabra―. El heredero de este mundo. El hijo del Señor del Infierno, nacido de la carne humana. El Anticristo.
Chan, chan, CHAAAN
Al fin pude escribir esta pequeña gran revelación. Aunque fui tirando pequeñas pistas por aquí y por allá. ¿Se imaginaron que Gaspar podría ser el Anticristo?
Pero, ¿quién es la Voz? ¿Y qué querrá?
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