Parte II. Los muertos viajan deprisa
"Denn die Todten reiten schnell"
Bram Stoker (Gottfried August)
De la misma manera.
Como Marie.
Esas eran las frases que se desperdigaban por las mentes de todos como ecos silenciosos. Algunos, más audaces o más inconscientes, no podían evitar decirla en voz alta.
Nadie más que Gaspar, Hugo y Margot había visto el cuerpo de Marie; pero los rumores eran rápidos y todo el alumnado sabía cómo había terminado la muchacha: cubierta de cortes y marcas que ella misma se había hecho.
Ahora, sus imaginaciones y pesadillas se materializaron en el cuerpo de un chico de cuarto grado. Desnudo de la cintura para arriba, su ancho pecho era un lienzo liso sobre el que se habían dibujado símbolos que nadie reconocía. Un charco de sangre estaba comenzando a secarse debajo de él.
Louis había muerto como Marie.
Louis, el hermano mayor de Francis. Era una versión más masculina y tosca del menor, pero aún así el parecido era lo suficiente para que a Hugo se le partiera el corazón. Su cabello castaño, más corto que el de Francis se estaba apelmazando con la sangre a su alrededor. Sus ojos, más azules que los de Francis, miraban fijos a la nada sobre él. Su mano, más grande y áspera que la de Francis, aún sostenía un cuchillo enterrado en su brazo, con un arabesco a medio dibujar.
Lo habían encontrado en una de las salas comunes.
Una compañera suya había salido en un momento de la mañana al baño y lo había encontrado allí, entre los sillones mullidos y las mesitas de té. Nadie había escuchado nada sospechoso, al menos no hasta que la chica soltó un grito desgarrador y despertó a todo el piso.
Mientras algunos iban en busca de los profesores, alguien había corrido hasta el piso inferior a por Francis. El pobre Francis.
―¡Louis! ¡Louis, despierta! Hermano, despierta. Vamos, mírame, háblame―. Había llorado y rogado sobre el cuerpo de su hermano, sin importarle que su pijama de diseñador se estuviera empapando de una sangre igual a la suya. Se había aferrado tanto a su única familia que los demás estudiantes tuvieron que alzarlo entre dos para separarlo, para evitar que siguiera ensuciando la escena―. Suéltenme. Déjenme ir con él. ¿No ven que se va a resfriar si sigue durmiendo en el suelo sin camisa? ¡Suéltenme! ¡Louis, diles que me suelten!
«Pobre Francis» pensaba Hugo, con pena. Pero no podía hacer nada más que ver a su compañero de cuarto siendo contenido por alumnos mayores que le impedían volver a acercarse a Louis. Debían esperar que llegaran los profesores.
Gracias a... a quién sea, estos no tardaron en llegar.
Una neblina negra cegó a quienes se encontraban allí por un momento, antes de revelar a todos los docentes y a los dos chicos de séptimo que habían ido por ellos. En el centro de aquel torbellino estaba el Director. Este barrió la escena con una mirada rojiza antes de ordenar a todos que se largasen.
―¡Todos a sus cuartos! No saldrán hasta que se les indique ―sentenció con una gélida seriedad que pocos habían visto antes. Nadie se atrevió a quejarse―. Si es pertinente, les enviaremos el almuerzo a sus cuartos, pero no deben salir bajo ningún pretexto.
Todos se apresuraron a obedecer, temerosos de la promesa tácita de un castigo infernal. Pero los pies de Hugo se negaron a moverse al ver cómo Francis caía de rodillas, libre de los brazos que lo contenían.
Vio cómo los profesores acompañaban a los grupos de alumnos a sus cuartos y vigilaban las escaleras, mientras que Emil y Rodia fueron directo hacia Louis.
Tal como con Marie.
Hugo estaba tan absorto en sus recuerdos que no se dio cuenta de que el profesor Sheridan había levantado a Francis del suelo y ahora se dirigía a él con el ceño fruncido. Eran los únicos dos alumnos que quedaban en la sala.
―Hugo, ve a tu cuarto ―le dijo, depositando una pesada mano sobre su hombro.
El profesor no parecía tener problemas en cargar a Francis con un solo brazo, aunque el muchacho de diecisiete años debía pesar al menos unos ochenta kilogramos. En cambio, Hugo se sentía tan pequeño, tan flaco y débil en ese momento.
―Francis ―logró articular en un susurro.
El profesor Sheridan llevó su mirada desde un Hugo entumecido hacia un Francis al borde de la histeria y soltó un suspiro cansado.
―Vamos. Los llevaré a su cuarto ―dijo, apretando suavemente su agarre sobre el delgado hombro de Hugo―. No hay nada que puedan hacer aquí.
Entonces Hugo se atrevió a preguntar lo que tanto había temido desde que encontró el cadáver de Marie:
―¿Habrá más?
El profesor Sheridan lo miró con esos ojos disparejos -uno azul, otro castaño- que no demostraron el miedo que en verdad sentía, y dijo:
―No si podemos evitarlo.
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