Ocho
La semana que siguió a la muerte de Marie, la Academia se sumergió en una sombría y falsa normalidad. Las clases continuaron; algunos profesores fueron pacientes y aligeraron sus clases, otros les dieron trabajo extra a los alumnos para "mantener sus mentes ocupadas en el presente".
Y los rumores habían escalado a niveles extraordinarios. Algunos alumnos se inclinaban por la versión oficial: un pacto que salió mal; pero lo sazonaban con historias de amor con un demonio mayor que la habría manipulado, la venganza de una compañera envidiosa o un trastorno de doble personalidad. También se señalaban culpables más cercanos, desde los niños de primer año que la habían encontrado, sus compañeras de tercero o, incluso, algún profesor. El sospechoso principal de esta última teoría era Rodia.
Emil no quería pensar en esta última posibilidad, pero tampoco se atrevía a descartarla sin más. No cuando sabía de lo que era capaz Rodia al ser consumido por la ambición y el hambre de conocimiento.
Aún recordaba aquella vez.
Estaban en quinto grado. Emil había llegado a la habitación temprano en la mañana, tras pasarse toda la madrugada en la biblioteca. Sintió que algo no estaba bien incluso antes de abrir la puerta; un mal presentimiento se colaba por debajo del umbral como la niebla o el gas. Pensó que Rodia estaría haciendo otro de sus molestos experimentos y no quería verse involucrado, pero entonces se escuchó el sonido de un cuerpo caer.
Emil finalmente abrió la puerta.
Su habitación era un desastre. Las tres camas habían sido corridas para darle el mayor espacio posible a un círculo de tiza que se expandía en el suelo de madera como un sistema solar, un tsunami. Las velas se habían apagado y los talismanes habían salido volando por todo el cuarto. Y en el centro de todo aquello, estaba Rodia, un desastre en sí mismo.
Se había desplomado en el suelo y no se movía. No parecía estar respirando.
Por un instante, Emil se planteó dejarlo allí, hacer como que no había visto nada y libarse de todos los problemas que arreaba la existencia de Rodia. Pero antes de que aquel pensamiento esté completo, su cuerpo había decidido por él y había corrido hacia Rodia. Lo volteó boca arriba y vio que sangraba por todos los orificios de su cara. Su rostro sintió frío y húmedo cuando posó una mano temblorosa en su mejilla. Su piel -que solía perder su bronceado natural después de meses encerrado en la Academia- se veía aún más pálida en contraste con sus lágrimas rojas y sus ojeras azules.
Emil examinó sus signos vitales. No estaba respirando. Se le había parado el corazón.
Sin pensarlo más, Emil comenzó a presionar el pecho de su compañero a un ritmo parejo, a medida que recitaba todos los conjuros de sanación que conocía. Pero esto no pareció ser suficiente; el la vida de Rodia se le estaba escapando de las manos y Emil nunca se había sentido tan desesperado por volver a ver aquella sonrisa maliciosa. Así hizo lo único que se le ocurrió. Acomodó el rostro de Rodia, abriendo un poco su boca y tomándolo del mentón. Ignoró el vuelco en su corazón al pensar que sería la primera vez que haría aquello y apoyó su labios sobre los de él. Con toda su fuerza de voluntad, lo obligó a tomar aire y su energía vital.
El cuerpo de Rodia convulsionó debajo de los labios de Emil.
Después de dos intentos más, Emil se apartó antes de que Rodia se despertara por completo. Su compañero volvió a la vida con una brusca bocanada de aire y abrió los ojos de golpe, como si se despertara de un mal sueño. Rodia nunca era delicado en sus movimientos.
―¿Qué pasó? ―preguntó Rodia, incorporándose torpemente.
―Dímelo tú ―respondió Emil con indiferencia, a unos pasos de distancia, mientras se limpiaba la sangre de Rodia de sus labios con el dorso de la mano.
Rodia se apresuró a pasarse las manos por la cara húmeda, lo que hizo que se ensuciara aún más con su sangre y sudor. Tenía el cabello revuelto y la mirada frenética de un obseso.
―Mierda. Ahí se va mi proyecto de Alquimia al traste ―refunfuñó, dejando ver sus caninos, que eran un poco más largos de lo normal.
Se veía rabioso y eso fastidió a Emil.
―Solo volví por esto ―mintió el muchacho, tomando un libro cualquiera de su mesita de luz. Quizás podría transmutarlo en una almohada y echarse en una sala común―. Asegúrate de limpiar este desastre.
―Sí, sí ―dijo Rodia, aparentemente inconsciente de lo que acababa de ocurrir.
Se levantó sin cuidado y se tambaleó hasta caer en su cama. Lanzó una injuria y levantó la vieja camiseta que estaba usando para limpiarse la cara. Lanzó otra palabrota al verla manchada de sangre, por lo que no notó cómo los ojos de Emil se habían dirigido a su vientre plano, a la línea de oscuros vellos que se perdían en su pantalón.
Cuando reparó en Emil por primera vez, Rodia notó que tenía unas ojeras más profundas de lo usual y sus movimientos eran lentos, cansados. Su camisa, siempre prolija y planchada, estaba arremangada hasta los codos y...
―Tienes una mancha en la muñeca ―le advirtió.
―Es solo tinta ―volvió a mentir Emil, cerrando la puerta tras de sí. Dejando a Rodia solo con un cuarto dado vueltas, un experimento fallido y una sensación extraña en los labios.
Ahora Emil intentaba concentrarse en los hechos empíricos. No en los rumores.
―No hay restos de veneno o pociones nocivas ―concluyó Alei, mirando atentamente las muestras de sangre que Emil le había llevado.
El profesor Aleister era, en la opinión de Emil, una persona peculiar. Como buen alquimista, creía en la dualidad de las cosas y en su coexistencia armoniosa. Eso le llevó a expresar una identidad no binaria, tanto masculina como femenina. Además, tenía el don de ver las cosas desde distintos puntos de vista, ver más allá de lo tangible y aparente.
Quizás era aquello lo que le permitía ver más allá de la fachada hostil del profesor de Hechicería. O quizás, en su afición por combinar cosas opuestas, había decidido que su personalidad alegre y dulce debería emparejarse con la de Emil, fría y estricta. Verlos juntos por un momento en algún pasillo o las misas era algo ya normal para los estudiantes, aunque el contraste siempre llamaba la atención: Emil nunca dejaba sus trajes de tweed en tonos neutros su largo cabello siempre estaba atado en una cola baja, sin ningún pelo fuera de lugar; mientras que Alei era imprevisible, expresivo y alegre en su vestir. Eran como el invierno y la primavera.
Cualquiera que fuera la razón, Alei era lo más parecido que Emil tuvo a un amigo. Era la persona a la que acudía en busca de consejo o compañía, de vez en cuando. Así que no había sido solamente la experiencia en la materia lo que lo habría llevado a pedirle ayuda en el caso de Marie.
Esa tarde, Aleister le había convocado a su laboratorio para darle los resultados de las pruebas que había realizado con la sangre y la carne de la chica. No había nada en ella que les diera una pista de lo que había ocurrido.
―¿Tienen alguna otra teoría? ―preguntó Alei.
Emil negó con la cabeza.
A su espalda, la pared estaba llena de arriba a abajo por estanterías con vitrinas, dentro de ellas había cientos, quizás miles, de frascos de diferentes formas y colores. El resto de la estancia, una mezcla entre un laboratorio científico y la cocina de una anciana era un completo caos. Ramilletes de flores y hojas secas colgaban de los tenderetes, distintos fuegos incendios calentaban el lugar con aromas dulces, ahumados y picantes. En un rincón, había un sillón chaise Luis XV original, aunque se encontraba casi oculto por unas cuantas pilas de libros a su alrededor. Los herbario y libros de recetas se mezclaban con novelas de romance.
―¿Encontraste algo extraño en los libros? ―le preguntó Emil con la vista en la desordenada pila. Nunca entendería el caos de su colega.
Esta vez fue el turno de Aleister de negar.
―¿Además del extraño gusto de las mujeres por ser secuestradas por enormes brutos sudorosos?
Emil lo miró con una expresión que habría aterrado a cualquiera de sus alumnos, pero Alei simplemente soltó un suspiro, aburrido.
―Además de eso no encontré nada ―respondió, esta vez, un poco más serio―. Tú serías el primero en encontrar mensajes cifrados y ocultos.
―Consideré necesaria tu perspectia.
El maestro de Pociones no pudo evitar sonreír con un poco de timidez ante la franqueza inocente de Emil. Era casi adorable.
―Adoro que tengas en tan alta estima mi opinión, querido ―contestó con voz mansa e invitó a Emil a sentarse en un taburete junto a una de las tantas mesas de trabajo―. Ahora, espero que también confíes en mi perspectiva para contarme que es aquello que tanto te aflige.
Emil se quedó de pie, petrificado.
―No sé a qué...
―Emil. Te conozco, algo te preocupa ―insistió Alei―. Algo que no tiene que ver con este caso. O bueno, quizás un poco. ¿Tiene que ver con cierto colega que ha regresado desde las entrañas del Averno?
―No creo que sea prudente revelarte mis pensamientos.
El profesor de Pociones soltó un dramático suspiro.
―Si algo he aprendido con los años, es que en la magia y las pasiones es bueno ser prudente. Ser demasiado arriesgado puede ser peligroso, es verdad. Sin embargo, contenerse al punto de la cobardía, solo crea frustración. Además ―agregó con una enorme sonrisa en su bello rostro y señaló la pila de libros con una mano―, esta semana me he convertido en un experto en romance.
―Que tengas un buen día, Aleister ―dijo Emil, dirigiéndose a la puerta, cansado de las bromas de su colega. Había tenido suficiente de Alei por aquel día.
―¡Vamos, Emil, cuéntale a tu amigo sobre tu mal de amores! ―rogó Alei, sin embargo una sonrisa juguetona adornaba su rostro cuando la puerta de sus laboratorio se cerró de un golpe.
Bueno... creo que hemos tenido el primer beso de estos dos.
Si algo he aprendido de los danmei es que "transferir energía espiritual/vital" a través de besos es una excelente excusa para que dos personajes chapen.
¿Les gustaría ver más de los profes cuando eran estudiantes? Yo sí >:) Así que acá les dejo un picrew que edité un poquito. Rodia y Emil chiquitos:
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top