Nueve

Vincent tenía que confesar, a su pesar, que la camada de ingresantes de ese año era patética.

Estaba asistiendo al profesor Emil durante una clase práctica cuando tuvo aquella epifanía. Se había propuesto hacer buena letra para que lo designaran asistente de cátedra, no muchos tenían ese honor, pero los retoños de primer grado no se lo estaban haciendo fácil.

El ejercicio era de lo más sencillo: un glamour que le cambiara el color de cabello a su compañero. Y aunque a dos de las parejas que se habían formado les iba decentemente: las dos niñas que parecían inseparable habían creado arcoíris en el cabello de la otra y el muchachito de cabello bicolor refunfuñaba que su compañera se lo había dejado completamente castaño. Sin embargo, había un grupito de tres que apenas si mostraba un avance.

Eran los chicos que habían encontrado el cuerpo de Marie. Los había visto juntos desde el primer día, a veces en compañía de Basil y Laura o, incluso, de las chicas de tercero.

¿Cómo era que habían llegado hasta la Academia con aquel nivel tan pobre?

La niña apenas parecía una, tenía el cabello demasiado corto y sus prendas eran claramente de hombre, varias tallas más grande para variar; el muchachito alto parecía no haber tenido una buena comida en su vida y había algo... oscuro y repelente en él; el otro era el que quizás tenía mejor aspecto, se veía fuerte y sano y no parecía molestarle hablar por los tres. Aunque era, sin dudas, el peor brujo que Vincent haya conocido jamás.

En toda la hora no había sido capaz de recitar el conjuro completo. Y las dos veces que lo logró, el cabello de su compañero se había incendiado en las puntas y a la chica le había crecido el cabello hasta los hombros.

―¿Se creen que esto es una broma? ―preguntó el profesor Emil, apareciendo detrás de los tres estudiantes. Su postura recta y traje gris le daban el aspecto de una estatua, una cuchilla que te cortaría ante el mínimo error.

Ciertamente, los tres se volvieron hacia él con el terror palideciendo sus rostros y ahogando sus voces, antes tan joviales.

―N-n- no, pro-profesor. Es que... ―comenzó a tartamudear el pelinegro, Hugo.

―Adelante, di tu excusa ―ordenó el profesor.

―No estamos excusándonos ―replicó la chica, mirándolo con desafío; pero se detuvo ante el brillo afilado de los ojos del profesor y las mejillas rojas de su compañero.

En ese momento sonaron las campanas anunciando el final de la clase.

―Que no se repita ―sentenció el profesor antes de encaminarse a su escritorio.

―Le... le pro-prometo que practicaré ―exclamó Hugo con fervor, ganándose miradas extrañadas de sus compañeros.

Emil lo ignoró mientras recogía los materiales de la clase, pero Vincent se quedó un momento observando a ese grupito.

―Si seguimos así no tendremos que preocuparnos por la graduación, nos echaran antes de que termine el año ―exclamó Hugo mientras salía del salón de Hechicería, abatido―. ¿Creen que la profesora Noreen podría hacerme una poción para poder hablar sin trabarme.

―Vayamos a una sala luego de clases. Lo que nos falta es práctica ―propuso Gaspar, intentando animarlo, su voz curiosamente rasposa hecha solo un murmullo―. Quizás Lily o Virginia puedan ayudarnos. A ellas les fue muy bien.

―Hay que ponernos las pilas. Me gustaría cerrarle la boca a ese profesor ―gruñó Margot.

Vincent tuvo que admitir, para su sorpresa, que esos tres tenían agallas.

―Pronuncia con más énfasis. El acento está en la primera sílaba. Es VÁR-na, no varnaa así sin ganas como lo dices ―estaba diciendo Virginia, marcando cada palabra con el movimiento de su mano.

Hugo recitó el hechizo, sus ojos fijos en los labios de Virginia que le iba dictando silenciosa, lentamente. Mientras lo decía pasaba sus manos sobre su propia cabeza, no quería que nadie más saliera herido, y cuando terminó su cabello se había vuelto de un brillante verde hoja.

La felicidad en su rostro era tal que sus compañeros no resistieron el impulso de vitorear, ignorando cómo el resto de estudiantes se volteaban a verlos con fastidio. Hasta recibieron un regaño del profesor Sheridan, quien estaba apostado en uno de los quioscos con un libro en la mano para disimular que vigilaba a los estudiantes.

Como acordaron, luego de clases salieron al patio del colegio. Era una gran prado de césped bien cuidado, de un verde tan brillante aún de noche. El patio se extendía hasta el borde del bosque, donde los alumnos tenían prohibido entrar, a menos que buscaran su propia muerte. La llanura era interrumpida por la sombra de los olmos y unos quioscos que siempre estaban ocupados para cuando llegaban los de primero. Así que el pequeño grupo se sentó lo más alejados de lo demás que pudieran, por si había algún accidente.

―¿Cómo es que eres tan buena, Vir? ―preguntó Hugo y sacudió la cabeza para desvanecer el glamour.

―Toda mi familia ha estudiado aquí ―contestó la muchacha, jugueteando con una hoja de césped entre las manos―. Mis padres eran compañeros de clases y tanto mi hermana como yo heredamos sus dones. Mi hermana está en sexto grado.

―Eso es genial ―exclamó Margot.

―Supongo ―contestó Virginia con una sonrisa extraña, casi una mueca―. Aunque mi mamá suele tener pesadillas. Este lugar deja marcas en uno. Cicatrices que no se curan con ningún hechizo o pócima.

Cualquier cosa que estuvieran por decir sus compañeros, fueron interrumpidos por unos gritos.

Dos alumnos de quinto grado habían estado jugando a pasarse una esfera de fuego sin que los quemara o perdiera su forma. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, la pequeña esfera se había convertido en una serpiente de fuego. Se había salido de su curso y se dirigía directamente hacia Laura, quien había estado distraída, leyendo unos apuntes cerca de uno de los quioscos.

Antes de que nadie -ni siquiera la propia Laura- pudiera hacer nada, el profesor Sheridan se había lanzado entre el fuego y la muchacha a tiempo que conjuraba un escudo. Cuando el fuego chocó con este no alcanzó a salpicar lenguas de fuego que habían sido cubiertas por una esfera invisible. Ya sin oxígeno, el fuego se consumió solo.

―Lo siento, lo siento. ¿Están bien? Oh, diablos. Laura, ¿estás bien? ―exclamaron los chicos de quinto una y otra vez.

Otros alumnos dejaron lo que estaban haciendo para ver los resultados de aquel alboroto.

―¡¿Qué ha sido eso?! ¡Deberían tener más cuidado! ―bramó el profesor Sheeridan, más furioso de lo que los que varios de los presentes lo hubiesen visto jamás. Su rostro normalmente rojizo había tomado un tono peligroso.

―Lo-lo sentimos, en verdad...

―Ustedes...

―Está bien chicos, fue un accidente. Fue un accidente, profesor ―insistió la muchacha, atreviéndose a tomar el brazo del profesor.

Este gesto pareció calmar Sheridan que parpadeó en su dirección antes de mandar a todo el mundo a sus habitaciones, sin aceptar objeciones.


Ese incidente fue tan solo el primero de muchos. En los días que siguieron, alumnos de distintos grados, sexos y habilidades sufrieron percances: hechizos que se salían de control, pociones que intoxicaron a quienes la bebieran -cuando esa no era su finalidad-, instrumentos astronómicos que se estropeaban, un cadáver que intentó atacar a sus amos.

―La magia está hecha un caos ―exclamó la profesora Artemisa y recibió una ceja levantada de Alei―. Ya saben a lo que me refiero.

―Hay algo interfiriendo y desequilibrando las energías ―reformuló la profesora Noreen.

Todos los profesores estaban reunidos en el despacho del Director.

Era más amplio que el de cualquiera de ellos y estaba desprovisto de decoración excesiva. Era casi minimalista. Un enorme escritorio de ébano se encontraba frente a un gran cuadro que representaba un aquelarre de brujas alrededor de un macho cabrío. El Director estaba sentado en la silla que hacía juego con el escritorio. Tenía el aspecto de un rey oscuro sentado en su trono, escuchando las súplicas de sus plebeyos.

Por su parte, los profesores estaban sentados en un juego lujoso de sillones ubicado en el centro del salón. Todos excepto Rodia, quien ocupaba un curioso lugar apostado contra el escritorio del Director y no parecía tener la intención de disculparse por ello. El Director tampoco lo reprendió.

―Si esto sigue así, los estudiantes saldrán verdaderamente heridos ―estaba protestando Sheridan. Sus ojos, uno azul y otro verde resaltan en su rostro encendido.

El profesor de Alquimia era un hombre alto y de hombros anchos, con un cabello castaño cobrizo y un carácter encendido, cosa que los demás solían perdonarle al ser el más joven. A pesar de que se había graduado hacía tan solo dos años, nadie podía negar su talento e inteligencia.

―No dejes que tus emociones nublen tu juicio ―aconsejó Emil con serenidad.

―¿Es que acaso tú eres de piedra? ―replicó Sheridan en un estallido de furia.

―¿Crees que no aprecio a mis estudiantes? ―dijo Emil, su voz peligrosamente parecida a un gruñido―. Pero alterarnos de esa manera no nos servirá. Tampoco a ellos.

―No gastes saliva, Sheridan ―intervino Rodia cuando este estuvo a punto de responder―. Discutir con Emil es como estrellarse contra un iceberg, solo se te congelará el cerebro.

Emil lo fulminó con la mirada.

―¿Y si volvemos al tema, señores? ―propuso Artemisa, fastidiada con la lucha de egos de los hombres.

Y, si alguno fuera a insistir, en ese momento guardaron silencio al ver que el Director levantó una mano. Callándolos.

―Adelante ―dijo este y las puertas de su despacho se abrieron, revelando dos estudiantes de séptimo grado, uno de ellos -Tristan- tenía el brazo levantado como si hubiera estado a punto de tocar la puerta―. ¿Qué sucede?

Todos los profesores miraron expectante al par de muchachos agitados por haber corrido y esperaron lo peor. Nadie iría a molestar al Director a su despacho a menos que fuera realmente importante.

―Es otro... Otro... ―intentó decir Tristan, recuperando el aire.

―Encontraron a otro estudiante muerto ―completó Osamu, con su rostro de un tono ceniciento y húmedo por un sudor frío―. De la misma manera que Marie.

Otro más... ¿Qué creen que sea lo que está pasando en la Academia?

PD: el sábado que viene tendremos un 2x1 y otra sorpresita para celebrar que es mi Cumpleaños. 🎉🎉🎉

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