Doce

―¿No son adorables? ―le preguntó Rodia a Emil cuando este se le acercó.

Al darse cuenta de que se estaba convirtiendo en el mar tercio -o, el mal cuarto, en este caso-, Rodia decidió darles un poco de espacio a sus estudiantes. Así que se había echado bajo un árbol y fingió dormir una siesta.

Aquel había sido un curioso hábito de cuando era joven. Le gustaba adivinar qué hacían las personas al verlo "dormido" detrás de sus párpados. Sombras moviéndose a su alrededor, sonidos anticipatorios y murmullos suaves.

Así había atrapado en varias ocasiones a Emil con la guardia baja; con el cabello suelto o la ropa desarreglada. Cuando creía que nadie lo veía, Emil adoptaba un aire relajado y casi angelical. Y, por alguna razón, a Rodia le satisfacía la idea de ser el único que conocía aquel estado de Emil.

Rodia no iba a olvidar la ocasión en la que...

Se había echado bajo un árbol muy parecido a este más allá del límite del Bosque Oscuro que rodeaba a la Academia. Se había internado en él en busca de musgo y raíces salvajes. Sabía que podía encargáserlas a algún espectro, pero le gustaba recoger él mismo sus ingredientes. Había caminado toda la noche, se había perdido las clases de aquella jornada, y casi había caído en el nido de una de las criaturas que habitaban allí, pero su canasta estaba llena y él, satisfecho. Así que, cuando vio la silueta del castillo entre los árboles, se había dejado caer, rendido.

Tras un largo rato escuchó el característico andar pausado de Emil, amortiguado por las hojas de los árboles. Sin abrir los ojos, sonrió disimuladamente. Seguramente venía a regañarlo por faltar a clases y llevarlo a las rastras.

Emil se detuvo cerca de Rodia y este estaba a punto de decir algo gracioso cuando sintió un peso sobre sus labios. Era una textura suave y cálida, sus dedos quizás.

«Tal vez está comprobando que aún respiro» alcanzó a pensar Rodia en medio de un torbellino de emociones antes de que aquella sensación sobre sus labios se esfumara y todo volviera a ser frío y oscuro.

Cuando Rodia se atrevió a abrir los ojos, se encontró con el serio e indescifrable semblante de Emil. Y no pudo evitar preguntarse si aquella sensación solamente había sido un sueño.

Y aquí estaba otra vez, con aquella misma expresión indescifrable. Una pequeña y tímida parte de su mente se preguntó qué expresión habría tenido mientras lo había visto dormir. Pero entonces, Emil dirigió su mirada hacia los tres niños durmiendo y su semblante casi, casi, adoptó un matiz de ternura.

Rodia decidió olvidarse de todos aquellos pensamientos inútiles y, en cambio, preguntó:

―¿Y tu grupo?

Emil se giró hacia donde se encontraba el pueblo.

―Ya casi es hora de volver. Ustedes son los únicos que faltan ―respondió impasible.

Rodia se levantó con pereza y se tomó su tiempo para estirar sus músculos.

―Siempre tendré la certeza de que la he pasado bien si eres tú quien viene a acabar con la diversión, Emi ―dijo con una sonrisa perezosa.

Se encaminó hacia los niños e invocó unas luces para alumbrar el camino. Hasta hace un momento los había oído jugar, pero se habían dormido mientras la tarde caía sobre ellos. En este lado del mundo la noche caía temprano y de golpe y las copas de los árboles tapaban el poco sol que se negaba a irse.

―¡Vamos, niños! Es hora de volver al Infierno ―exclamó Rodia en un tono que podría haber sido un chiste.

Los tres muchachos se levantaron con pereza, aún presos de Morfeo. Hugo soltó un enorme bostezo y Gaspar ayudó a Margot a ponerse de pie.

―Espera ―lo detuvo Emil. No por lo que dijo -cualquier pueblerino podría haber tomado aquellas palabras como una broma-, sino por algo más que había oído o, mejor dicho, había percibido.

Entonces, antes de que cualquiera pudiera hacer algo. Una sombra se materializó cerca de ellos con la forma de una enorme bestia negra. Fue tomando forma a medida que se dirigía hacia ellos a una gran velocidad.

Rodia apenas alcanzó a ponerse entre los estudiantes y la bestia antes de que las garras de estas se materializaran. Aquellas zarpas recién formadas aterrizaron sobre su pecho demostrando cuán afiladas podían ser.

Los chicos gritaron aterrorizados, pero cuando los profesores les ordenaron quedarse quietos, obedecieron. Emil no tardó en conjurar un escudo para protegerlos, una cúpula iridiscente que los envolvía. Corrió hacia ellos, justo a tiempo para socorrer a Rodia, quien apenas se sostenía sobre sus pies. Pero cuando estiró sus brazos para sostenerlo, este lo rechazó con un manotazo. Aún cuando su frente se perló de sudor a causa del esfuerzo, su orgullo le impedía aceptar su ayuda.

―No, no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como un pórtico, pero es buena, servirá ―dijo con una voz sombría―. Pregunta por mí mañana y me verás de un humor lúgubre.

―No es momento de citar a Shakespeare.

Roda le respondió con una sonrisa y se pasó la mano por el pecho ensangrentado. Tenía su gabardina desprendida y la camisa hecha jirones. Tres grandes cortes lo recorrían desde el hombro hasta el inicio de su abdomen. Rodia estiró frente suyo su mano cubierta de sangre y conjuró. Su boca soltaba palabras semejantes a siseos y chasquidos, como los sonidos que producía una araña antes de devorar su presa.

La bestia se retorció, presa de la telaraña de Rodia; hilos de energía oscura que parecían estar hechos de la noche misma la envolvieron. Pero cuando pareció ceder ante el poder de Rodia, dos más aparecieron detrás de ellos.

Emil rápidamente invocó las raíces de los árboles para atraparlos. Pero aquellas criaturas eran gevaudan, demonios hechos de sombras que solo deseaban hacer daño; podían desvanecerse a placer. Se asemejaban a un canino de pelaje oscuro pero su cuello era largo, coronado por una crin que iba desde la cabeza hasta el lomo; su cola también era larga al igual que su lengua bífida.

Emil temió que hubiera más de tres y que se dirigieran hacia el pueblo. Pero necesitaría todo su poder para enfrentarlo y con Rodia herido y los niños asustados, le sería imposible.

―¡Profesor, deshaga la barrera! ―gritó Gaspar.

―¡¿Estás loco?! ―chilló Hugo, horrorizado.

―Yo puedo hacer unas ―insistió el rubio, insistió con seriedad.

Emil lo miró de reojo por un momento. Sus oscuros ojos brillaban con decisión y por un instante le pareció que no estaba viendo el rostro de un niño de dieciséis años.

―¿Estás seguro que podrás? ―le preguntó.

―Usted no puede protegernos y atacar a esas cosas a la vez.

―Chico listo ―gruñó Rodia―. Si salen vivos de esto les daré puntos extras...

―Escuchen ―le ordenó a sus alumnos, ignorando a Rodia―. La desharé a la cuenta de tres. Gaspar, haz un escudo pequeño, una cúpula consumirá todo tu maná. Hazlo y corran colina abajo, se detengan hasta que encuentren a un profesor. Yo me encargaré de los gevaudan.

―Querrás decir "nosotros", Emil. Nosotros nos encargaremos ―lo corrigió Rodia, pero Emil volvió a ignorarlo. En cambio, comenzó a contar: ―Uno.

―Oye, albino cuatro ojos, escúchame.

―Dos.

―Ey, ¿qué haces? ¡Emil!

―¡Tres!

Emil deshizo el hechizo y, justo antes de que Gaspar creara otro escudo, tomó a Rodia de un brazo y lo lanzó hacia los chicos. Hugo y Margot lo sujetaron, sin separarse de Gaspar.

―Llévenlo ―ordenó Emil y dirigió toda su atención y violencia hacia los gevaudan.

Escuchó las protestas de Rodia, pero no se volteó a verlo siendo arrastrado por los chicos.

Pronto ya no oyó nada más que su respiración agitada. Estaba solo con aquellas bestias que ni siquiera respiraban en aquel oscuro bosque. Era libre de invocar todo su poder.

Chan, chan, chaaan.
¿Qué pasará con Emil? ¿Con Rodia y los chicos?
¿Qué serán y qué quieren los demonios?
¡Lo sabrán en el próximo capítulo!

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