Diecisiete

Desde ese día, Rodia y Emil comenzaron a trabajar en su tesis secreta.

No era como si aquello hubiera mejorado su relación. Seguían siendo dos aves carroñeras que no dejaban de pelear por cada migaja de magia, sacándose los ojos el uno al otro. Pero habían descubierto, para su sorpresa, que podían ser un equipo perfecto mientras dejaran de lado las miradas furtivas y palabras mordaces. Se conocían tan bien que las palabras sobraban cuando trabajaban a la par. Emil era el teórico, el que podía leerse una pila de libros de su propia altura en una noche y retener toda aquella información. Rodia era el práctico, el que no dejaba de experimentar con cada componente de su proyecto con una valentía que rozaba la estupidez. Rodia era al que se le ocurrían los conjuros y talismanes más creativos. Emil era el que terminaba de darles forma y controlarlos.

Pero cuando iban a medio camino de su tesis, se encontraron con un percance.

Habían estado usando como referencia el grimorio de Villena, El Nigromante, uno de los estudiantes más famosos de la Academia y quien, según se rumoreaba, había sido capaz de derrotar al Director en su propia graduación y convertirse en el primer profesor de la Academia. Los grimorios de los profesores y algunos alumnos fallecidos que se consideraban de gran valor solían ser copiados -con alguna que otra censura creía Rodia- y prolijamente catalogados en la gran biblioteca de la Academia. Pero los originales se entierran con su dueño en el mausoleo. Porque, obviamente, la Academia tenía su propio mausoleo debajo de la Capilla.

Rodia no confiaba en que el grimorio de la biblioteca les sirviera.

―Piénsalo, ¿tú dejarías una receta para derrotarte al alcance de estos idiotas? No, ¿verdad? ―le dijo a Emil una madrugada en el taller que habían comenzado a compartir.

―El mausoleo está custodiado por espectros furiosos con orden de atacar a cualquier intruso. Sin mencionar que debe estar repleto de trampas ―repuso el peliblanco, pero no había sido una negativa. No del todo.

―Entonces es bueno que tú y yo seamos las mayores mentes que esta Academia de pacotilla ha tenido en siglos ―declaró Rodia con una sonrisa que se reflejó en el rostro cansado de Emil.


Rodia y Emil lo hicieron. Entraron al mausoleo.

Una siesta, cuando todos estaban dormidos o escondidos en algún rincón de la Academia, salieron al prado que la rodeaba. Se sentían expuestos mientras caminaban por el oscuro césped bajo un cielo plomizo, pero Emil había conjurado una delicada neblina; no tan espesa como para que llamara la atención, pero sí lo suficiente para cubrirlos un poco.

Entrar a la capilla fue fácil. Esta siempre estaba abierta para quienes necesitaban un lugar de meditación, aunque no hubiera nadie ni nada que escuchara sus plegarias.

Lo difícil comenzó cuando intentaron descender a la cripta.

El primer obstáculo se lo encontraron en la portezuela que se encontraba oculta en un rincón detrás del altar.

Un grabado de letras góticas y pequeñas anunciaba "Facilis descensus averno", la frase de Dante Alighieri que usaban como conjuro para las entradas de la Academia. Esta anunciaba que ascenderían un piso más abajo.

―Supongo que aquí comienza nuestro camino hacia el Averno ―susurró Rodia al oído de Emil, provocándole un cosquilleo que recorrió su columna vertebral.

Este intentó ignorarlo y se concentró en encontrar el hechizo que le abriera las puertas:

―"Souvent le tombeau renferme, sans le savoir, deux cœurs dans le même cercueil" ―recitó en un dulce susurro.

―¿En serio? ¿El hechizo para entrar es un poema francés? ―exclamó Rodia con indignación siguiendo a Emil por una garganta de piedra negra antes que se lo tragara solo.

―El Director es un ente romántico, ama el arte y la poesía de los mortales ―dijo simplemente, sin dejar de descender por aquella caverna.

―Viejo cursi ―refunfuñó Rodia, mientras se envolvía en su cazadora. El aire a su alrededor se ponía cada vez más frío mientras descendían en completa oscuridad.

La única forma de saber que Emil seguía delante de él, eran los sonidos de sus pasos y la estela de su perfume dulce. Por un momento temió que si este se volteaba a verlo, Rodia desaparecería como Eurídice en el mito.

Cuando Rodia comenzó a pensar que estarían caminando eternamente por aquel túnel, este se abrió a una enorme caverna. La tenue luz de los fuegos fatuos, cientos de ellos, que daban vueltas por la cúpula de la caverna les dejaba ver lo enorme que era. Debía tener el tamaño suficiente como para contener el castillo en su interior. Pero, en cambio, allí estaban, los cuerpos de sus predecesores alineados en elegantes sarcófagos de mármol tallados y pintados. Había decenas, cientos de ellos. Cada uno contaba la historia de su huésped con metáforas y símbolos alquímicos. Incluso había algunos lisos y vacíos, esperando a sus futuros inquilinos.

Y los espectros también estaban allí, alineados contra los muros de la cavernas como soldados, como armaduras decorativas en un viejo castillo gótico.

―Ellos no se moverán a menos que toquemos algo o perciban intenciones malignas ―aclaró Emil en voz baja.

―¿Y robarnos un grimorio no es una intención maligna? ―susurró el pelinegro con sarcasmo, mirando de reojo a los espectros guardianes. Le pareció ver que uno se sacudió levemente al oirlo.

―No lo robaremos ―le corrigió su compañero―. Lo tomaremos prestado con un fin meramente académico, lo devolveremos con su dueño una vez que no lo necesitemos más.

―En verdad eres una serpiente astuta ―dijo, ganándose una mirada gélida―. Sin malas intenciones, Emi. Recuerda.

Caminaron un largo rato con aquel pensamiento en su cabeza: solamente tomarían prestado el grimorio por un momento y lo devolverían. Emil podía memorizarlo con tan solo leerlo una vez.

―Este debe ser ―dijo Emil señalando un sarcófago al fondo. Su aspecto rústico delataba su edad pero no su dueño.

―¿Cómo estás tan seguro?

―Es el único con símbolos propios de la magia castellana.

―Sí que sos una enciclopedia andante ―dijo Rodia y ninguno de los dos supo si había dicho un halago o no. Tampoco importaba―. Bueno. Marqués de Villena, lo siento, pero vamos a perturbar su descanso un momento.

Juntos y con un poco de ayuda de magia, corrieron silenciosamente la tapa del sacófago. Pero el alma se les cayó cuando vieron el interior del rectángulo de piedra. Vacío.

―¿Dónde está el Marqués? ―preguntó Rodia.

Allí no había un esqueleto vestido con prendas del 1300 como habían esperado encontrar, solo un rectángulo de piedra lisa, vacía. Ni siquiera había polvo o telarañas. Nada que les diera una pista de su supuesto huésped. Y, por supuesto, el grimorio no estaba allí.

―¿Seguro que no te equivocaste, Emi? ―preguntó Rodia, sin poder ocultar su decepción y desesperación.

―Tiene que ser este.

Rodia estaba a punto de replicar, pero en ese momento sintieron que el aire descendía unos cuantos grados alertando la presencia de espectros. Estos al fin abandonaron sus puestos contra la pared y comenzaron a andar entre el laberinto de ataúdes.

Emil le dirigió una mirada molesta a Rodia, pero este levantó las manos en señal de conciliación.

―No me mires a mí. He tenido la mente en blanco todo el rato.

Emil lanzó un gruñido bajo, casi una maldición, y tomó a Rodia del cuello de su camisa.

―¡Oye, ¿qué haces?!

Emil lo lanzó hacia el féretro vacío y, antes de que Rodia pudiera reaccionar, se lanzó sobre él. Murmuró un conjuro que le permitió mover la pesada tapa de piedra sobre ellos. Un momento después, ambos sintieron el frío mordaz que dejaba un espectro a su paso. Emil había logrado meterlos a ambos en el ataúd justo antes de que el guardián pasara a su lado. Sabía que estos tenían la fuerza para atacar a un humano, pero no para levantar la pesada tapa del sarcófago. Con un poco de suerte, luego de un momento se olvidaría de su presencia y volvería a su lugar.

Cuando Rodia logró comprender la situación, se encontró encerrado en un ataúd junto a Emil.

Estaban dentro de un rectángulo de piedra con apenas el espacio suficiente para que cupieran ellos dos, si se apretaban lo suficiente. De alguna forma Rodia terminó boca arriba, con el rostro de Emil apoyado en el hueco de su cuello; sus pechos pegados, subiendo y bajando a la par; y sus piernas enredadas. No había parte de sus cuerpos que no estuvieran en contacto con el del otro.

―¿Te has vuelto loco? ―gruñó Rodia, revolviéndose ante la incomodidad del peso de Emil sobre él.

―Shhhh ―siseó Emil, pero al menos tuvo la gentileza de moverse un poco hasta poder dejar su peso sobre sus antebrazos, colocados a cada lado de la cabeza de Rodia―. Sin malas intenciones, recuerda ―se mofó usando sus propias palabras en su contra.

―A la mierda las intenciones, Emil. Estar encerrado contigo en un ataúd no era parte de mis ritos mortuorios.

―¿Crees que yo lo estoy disfrutando? ―replicó Emil, molesto con Rodia, molesto con la situación y con sus estúpidos lentes que se estaban resbalando por el puente de su nariz.

―Puedo percibir los latidos de tu corazón, Emi ―sonrió Rodia, sus maliciosos caninos centelleando en la oscuridad mientras devolvía los lentes de Emil a su lugar. Los mechones de suave cabello plateado le hicieron cosquillas en la mano.

Emil intentó alejarse, pero, al moverse, su pierna rozó contra los muslos internos de Rodia, provocando que este se retorciera debajo suyo.

Entonces, ambos se quedaron quietos. Ni siquiera se atrevieron a respirar. Emil intentó no pensar en lo que sentía contra su pierna. Abrió la boca para decir algo, pero Rodia lo interrumpió.

―Dices una palabra y te mato.

Emil no podía ver nada, pero por el tono quejumbroso de su voz y el calor que emanaba de su cuerpo, supo que Rodia estaba completamente ruborizado y, por alguna retorcida razón, aquella idea le agradó. Demasiado.

Así que acercó su rostro al de Rodia. A este se le cortó la respiración ante la idea de que Emil siguiera bajando, pero cuando sus labios estuvieron a un suspiro de distancia, algo hizo clic. Emil había movido su mano hasta dar con una especie de mecanismo oculto.

―No te muevas ―susurró al oído de Rodia, mientras las piedras detrás de su cabeza se movían y Emil parecía rebuscar en ellas―. Lo tengo ―anunció con tono triunfal antes de girar hacia su compañero―. Encontré el grimorio.

Rodia podía jurar que había sentido los labios de Emil sobre su mejilla, peligrosamente cerca de la comisura de su boca.

Entonces el peliblanco al fin se separó un poco de Rodia y volvió a conjurar la tapa del sarcófago para abrirla unos centímetros. Espió a su alrededor y no vio ningún espectro moviéndose.

―Creo que ya es seguro salir ―dijo y comenzó a mover la tapa de piedra―. Vamos.

Rodia vio a Emil alejarse y, por alguna estúpida razón, le molestó el frío, el vacío que sintió de pronto.

Buenaaas~

¿Cómo andan? Yo acá recuperándome de a poco del dengue. Porque sí, al final la razón por la que anduve desaparecida la semana pasada y por la que casi muero intentando cumplir con la maratón fue un maldito mosquito chupasangre. 

Pero ya estoy mejor y y emocionada de traerles este capítulo. Soy muy fan de la autora de danmei Mo Xiang Tong Xiu y tenía muchas ganas de meter a los dos protagonistas dentro e un ataúd como lo suele hacer ella. Es mi trope favorito después del de "cuchillo en el cuello" jajaja.

Espero que les haya gustado el capítulo. Si es así no olviden comentar y votar. Y para interactuar les dejo una preguntita:

Entre Emil y Rodia, ¿cuál creen que sea el primero en admitir sus sentimientos? 👀

Los leo <3

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