Cuatro

Aquel no sería un año como los anteriores, supo Circe cuando llegó a su clase de Nigromancia con el nuevo profesor. Y era sabido que, de todas sus compañeras, ella tenía la intuición más afinada.

Lo había visto, al igual que todos, en la misa de bienvenida y también en los pasillos. Circe lo consideraba una lindura. Ondulado cabello azabache, ojos de un dorado imposible y unos caninos un poco prominentes que le daban un aire salvaje.

Aunque todos ya sabían que era de la misma generación del profesor Emil, Rodia irradiaba un aura jovial y pícara que lo hacía ver más jóven. Tenía el gesto permanente de un niño que estaba planeando una travesura.

―Supongo que a estas alturas, todas aquí saben qué es la Nigromancia, ¿no? ―preguntó el profesor Rodia.

Estaban en el viejo salón de la profesora Evangeline. Un lugar oscuro y frío con pesadas cortinas que ocultaban las ventanas, aún cuando casi nunca había luz en aquel cielo. La Nigromancia iba de la mano con la Necromancia, la magia de la oscuridad. Por lo que las siete alumnas de tercer año, a quienes todos solían apodar como "el grado de las brujas", se habían acostumbrado a aquella oscuridad. A veces era mejor no ver en detalle las mesas y estanterías repletas de restos disecados y huesos. Las únicas fuentes de luz eran los candelabros sobre los pupitres para permitirles trabajar. La suave luz de las velas contrastaba con el murmullo de los refrigeradores que conservaban los... elementos de trabajo más frescos.

Eso era la Nigromancia, vísceras y olores nauseabundos, pero Circe no dijo nada. En cambio, fue Sarah quien respondió:

―La nigromancia es la rama de las artes arcanas que involucra el manejo de cadáveres o la invocación de cuerpos muertos.

―También de espíritus ―agregó Nimue con entusiasmo.

El profesor asintió.

―La Nigromancia es el arte de la muerte. Es explorar los caminos del más allá, ir a donde nadie más se atreve, controlar lo que, para el resto del mundo, es incontrolable e inevitable. Así que díganme, señoritas, ¿hasta dónde han llegado con la profesora Evangelina?

―En el primer año nos enfocamos en anatomía y disección ―volvió a responder Sarah. Ella siempre había sido la alumna aplicada, la primera en responder. Circe estaba segura que, cuando llegaran a su último año sería elegida como asistente de algún profesor―. Y el año pasado vimos los rituales mortuorios y tuvimos prácticas con Adivinación.

El profesor se tomó el mentón con aire pensativo y les preguntó:

―Aún no han levantado a ningún muerto, ¿o me equivoco?

Las chicas negaron con la cabeza.

―Entonces es bueno que les haya traído un regalo ―dijo el profesor con una sonrisa que le provocó un escalofrío a Circe.

Rodia se acercó a una puerta de madera que ocultaba la entrada al más grande de los refrigeradores, era, más bien, una cámara frigorífica como las que Circe había visto en la carnicería de sus abuelos.

Un momento después, el profesor volvió arrastrando un cadáver, los talones de este haciendo un ruido resbaladizo al friccionar contra el suelo de piedra. Estaba tan rígido, por la muerte y el frío, que parecía una estatua de mármol. Se veía terriblemente pesado, pero el profesor no parecía hacer un esfuerzo al cargarlo él solo.

Algunas de las chicas dejaron escapar una exclamación, un par al ver a un muerto y otras por ver a un hombre desnudo.

―Lamento la falta de decoro, señoritas, pero tendrán que acostumbrarse a este tipo de exhibicionismo ―dijo Rodia mientras acomodaba al cadáver en una camilla inclinada para que todas pudieran verlo y le dio un vistazo analítico al cuerpo. Era de un hombre joven y bien musculado, hubiera parecido hasta guapo de no estar muerto y...―. Pero nunca se acostumbren a este tamaño, niñas. Pobre sujeto, ni la excusa del frío lo ayudaría a disimular.

Su último comentario pareció aligerar el ambiente e, incluso, hizo que algunas se sonrojaran por la mención a la masculinidad del hombre.

―Bien, comenzaremos con algo sencillo este año ―anunció el profesor, dando una palmada entusiasta―. Crearán sus propios zombies.

―¿Qué?

Zombies, ghouls, jiang shi, muertos vivientes, como quieran decirles ―aclaró con una sonrisa entusiasmada―. Empezarán con este.


Al finalizar la clase, todas las chicas habían ido directo a los baños para lavarse las manos llenas de putrefacción y restos de magia negra.

Y como Circe sospechó, Marie entró corriendo a uno de los cubículos con el rostro ceniciento. Un momento después oyeron las arcadas.

―Sí que el nuevo profesor sabe dar una buena impresión ―comentó Sarah, negando con la cabeza. Ella era una chica elegante a la que no le gustaba la magia visceral.

―Creo que tengo sangre bajo las uñas ―se quejó Agnes, restregándose las manos con fervor. El aroma a los jabones artesanales y sales purificadoras inundaban el baño y cubrían el olor a vómito que llegaba desde el cubículo ocupado.

―¿Estás bien, Marie? ―preguntó Sabrina y, tras la puerta, se escuchó un lamentable quejido como respuesta.

―Creo que tengo hierbas en mi... ―comenzó a decir Circe, llevando su mano al espacio donde debería estar su bolso―. Mierda, me olvidé mis cosas. ¿Alguien me acompaña al salón?

Sara soltó un suspiro cansado, pero dijo:

―Voy contigo. Sabrina, Agnes, cuiden de Marie.

―No se preocupen. Estaré aquí un rato ―respondió Agnes con jabón hasta los codos.

―¿Qué opinas de Rodia? ―le preguntó Sarah a Circe mientras volvía al salón de Nigromancia.

Esta le respondió con un encogimiento de hombros. Aún no tenía una opinión clara sobre el nuevo profesor. Había algo siniestro en él, pero podría ser un dejo del Averno a donde, según todos, había sido enviado. Y ese era el quid de la cuestión. Todos hablaban y opinaban sobre Rodia, pero nadie sabía nada sobre él. Nadie excepto quizás...

―No me hables como si me conocieras, Emi. Es adorable, pero también un poco patético, ¿sabes?

Circe y Sarah se detuvieron al oír la voz del profesor Emil dentro del salón de Nigromancia, sorprendidas por lo que podría estar pasando allí dentro. Si de algo estaban seguros todos los alumnos de la Academia, era que aquellos dos profesores no tenían la mejor relación. Después de todo, el mismísimo profesor Emil había confesado asesinar a Rodia en la misa de inicio de año.

―Ey, ¿qué... hmm?

Circe se sorprendió de sí misma al darse cuenta de que había cubierto la boca de Agnes con una mano cuando esta estuvo a punto de revelar su presencia. Sin embargo, los profesores no se percataron de que estaban allí.

Sarah susurró unas palabras y las tres compartieron la sensación de sumergirse en el agua. Había hecho un hechizo de silencio para ocultar su presencia. Sin mediar palabra, se acercaron un poco a la puerta, procurando que no las vieran asomarse.

―Dices que no, pero también te gusta el chisme, ¿eh? ―bromeó Circe en voz baja, aunque ahora estaban seguras de que los profesores no las escucharían.

Los chismes eran la moneda de cambio, golosinas, entre los alumnos. A veces, valía la pena arriesgar la cabeza por algo que contar.

Agnes les chistó cuando el profesor Emil volvió a hablar.

―Eres tú el que se pasea como dueño del lugar, como si nada hubiera cambiado.

―Tienes razón, muchas cosas han cambiado. Yo cambié. Tú eres el único que sigue aferrándose al pasado ―respondió Rodia con tono condescendiente―. Sigues siendo ese muchachito serio al punto que eres ingenuo. Así que, ¿por qué no hacemos borrón y cuenta nueva?

―¿Eres capaz de hacerlo? ―preguntó Emil con una intensidad en su voz que sorprendió a sus alumnas, aunque estas no supieron adivinar qué sentimientos estaba conteniendo.

―Ni que hubiera pasado algo tan bueno o tan terrible entre nosotros ―respondió con una carcajada y debió ver algo en el rostro de su colega que lo silenció―. Vamos, no me mires así, Emi.

Este se quedó en silencio un momento hasta que se atrevió a realizar la pregunta que lo había estado torturando las últimas noches:

―¿Por qué volviste?

―Quién sabe ―respondió Rodia con un encogimiento de hombros―. Venganza, amor, un sueño frustrado o una buena oferta de trabajo estable. Cualquiera de ellas es una opción fiable para hacer un pacto con el Diablo.

Emil suspiró. Sabía que no lograría nada intentando dialogar con Rodia, nunca había podido. Era como intentar atrapar una serpiente escurridiza, como buscar una estrella que se había caído hacía eones. Rodia era inalcanzable.

Vencido, Emil se volvió para marcharse, pero fue detenido por la suave voz de Rodia susurrando:

―Tu cabello... Te queda bien así, largo.

Un doloroso deja vú golpeó a Emil en el pecho. La voz de Rodia, más aguda y juguetona susurrando de la misma manera tímida.

«Yo creo que tu cabello es genial»

Emil no respondió. Hizo lo posible por mantener la compostura mientras salía del aula y pretendía ignorar a las tres muchachas escondidas detrás de la puerta, el hechizo de silencio delatando que hacía mucho que estaban allí, escuchando.

Emil aún recordaba la primera vez que había visto a Rodia, en la oscuridad de aquella cueva donde todos pasaban por la prueba de iniciación. Lo recordaba delgado y rabioso como un animal extraviado. Sus ojos oscuros, su piel bronceada por el sol del verano y una mata de rizos que nunca aprendió a controlar.

Habían tenido dieciséis años y estaban hambrientos de conocimiento y poder.

Habían entrado a esa cueva sin importarles qué les esperaba. Se habían lastimado el uno al otro. Habían lastimado a otros. Habían sobrevivido como lo habían hecho desde que tenían memoria.

Esa noche se reconocieron como iguales. Y los demás ingresantes también lo hicieron.

El muchacho oscuro, salvaje y audaz que impresionaba a todos con su talento natural y confianza, demasiado audaz y orgulloso para su propio bien. El otro muchacho de cabello demasiado gris para su edad, demasiado serio, estricto y aburrido, que se la pasaba encerrado en la biblioteca o las salas de práctica, estudiando sin parar.

El talento nato, el trabajo arduo. Toda la Academia estaba pendiente de aquella tácita competencia.

Lo peor fue que, como una broma del destino, habían terminado siendo compañeros de cuarto.

Ellos dos y Helena, una chica de un año superior que se la pasaba en los cuartos de sus amigas. Por lo que, en la práctica, Emil y Rodia estaban siempre solos allí. Si es que coincidían, pues el primero prefería quedarse en la biblioteca todo lo posible, mientras que el segundo... quién sabe dónde se encontraba. Emil intentaba no pensar que Rodia solía volver tarde en la mañana oliendo, a veces, a acebo y tierra; otras, a hierbas, humo y tiza y, las peores, a perfume de otras personas. 

Holiii. Mil disculpas por no haber llegado a publicar el sábado.

Quizás han visto que ahora muchas editoriales están recibiendo manuscritos y propuestas, así que anduve abocada a poner bien bonitos mis proyectos y hacer propuestas y resúmenes y todas esas cosas que te piden. Espero tener algo de suerte este año.

Envíenme buenas vibras para que así sea.

Por cierto, hoy conocimos un poco a las chicas de 3° año, el grado de las brujas. Una curiosidad es que las siete chicas: Circe, Marie, Sarah, Agnes, Sabrina, Elizabeth y Nimue tienen nombres de brujas famosas de la historia y la ficción.

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