Cuarenta y uno
Lilith no podía tomar el cuerpo de Helena. No le pertenecía.
Helena, su hermana, su luz, no se había convertido en un sacrificio, en el alumno reclamado de su promoción. Ella se había graduado de la Academia, lo había hecho con las mejores notas y un futuro prometedor. Había querido dedicarse a la magia curativa y a los conjuros musicales, quería llevar alivio a los enfermos incurables con su voz y a arrullar a las bestias inquietas como lo había hecho con Rodia.
Helena no había sido entregada al Averno. Rodia estaba seguro de ello, la había visto luego de su graduación. La había sostenido en sus brazos cuando ella había muerto.
Cuando él la había matado.
Fue en la graduación de los chicos.
Su plan y el de Emil había fallado catastróficamente. La tesis que los había obligado a trabajar juntos se había salido de control. Había sido demasiado ambicioso y, como castigo, lo había perdido todo. Las alas de Ícaro derretidas por querer alcanzar el sol.
La graduación, como todas, había tenido lugar en una enorme caverna: oscura, húmeda y caliente. Era lo más parecido al Infierno de los cuentos que Rodia había visto en la Academia, y eso lo hizo sentir abrumado. Finalmente habían descendido a un punto sin retorno.
El sudor hacía que sus rizos se le pegaran al rostro. Se había sentido tan sofocado que se había deshecho de su preciosa chaqueta de aviador. Sacársela y dejarla allí tirada se sintió como arrancarse la piel. Había sido lo único que conservaba de su vida anterior a la Academia; un recordatorio del niño que creció en las calles que había sido, feroz y hambriento.
Incluso Emil se había arremangado su camisa, enseñando las runas que Rodia le había marcado con tinta y aguja, las que emplearían para su plan. La camisa blanca se le pegaba al cuerpo, dejando ver las sombras de los músculos de sus hombros y la estrechez de su abdomen. Llevaba el pelo un poco más largo de lo normal y se lo ató en la nuca. A pesar de los nervios y su posible e inminente muerte, Rodia se tomó un instante para apreciar lo bello que se veía. Había llegado a un consenso consigo mismo, dejarse tener ese pequeño gusto, esa diminuta tentación sin pensar demasiado de qué significaba.
Sintiéndose observado, Emil se volteó hacia él. Su gélida mirada fue el soplo de frescura que Rodia necesitaba, aclarándole la mente.
La prueba era –aparentemente- de lo más sencilla, les había explicado el Director.
Los siete estudiantes de séptimo grado habían sido encerrados en la gran caverna que componía el centro del laberinto. Debían encontrar las salidas. Pero no estaban solos, demonios medianos y algunos exalumnos rondarían el laberinto oficiando de obstáculos. Y como si eso fuera poco, el suelo de la caverna podría ceder en cualquier momento, arrastrando a quien estuviera sobre él directo al Averno. Solo seis estudiantes saldrían de allí. Era una prueba de habilidad, sí, pero también era un juego de azar. La suerte también era un tipo de magia.
Tras dictar las consignas del examen, el Director se convirtió en una neblina de plumas negras y ojos rojos con la promesa de estar siempre observándolos. Todos ahogaron una exclamación al reconocer la entidad que se cernía sobre ellos, era un Serafín. Era, sin dudas, una versión corrupta de su antigua figura angelical.
―Lucifer―. Rodia escuchó susurrar a uno de sus compañeros. El verdadero nombre del Director.
Aquella cosa, el Director, el Caído, se expandió hasta cubrirlos por completo, como una nube de tormenta. Los había devorado, los tenía en la palma de su mano, bajo su mirada.
Desde todos lados y de ninguno, les llegó una voz profunda y susurrante:
―Comiencen.
Rodia y Emil fueron los primeros en salir corriendo hacia los pasadizos. Una mirada entre ellos les bastó para saber qué debía hacer cada uno.
Rodia fue al frente, conjurando ataques y aniquilando cualquier demonio menor que se les apareciera, mientras que Emil tomaba el maná que liberaba e iba hilándolo. Las marcas en sus muñecas transformaban el maná en ataduras y espinas. En un lazo que atraparía a una presa mayor.
El Director estaba sobre ellos, pero debía tener un núcleo y lo encontrarían. Ellos no solo querían salir del laberinto y pasar la prueba, querían hacerlo de tal forma que nunca nadie pudiera superarlos. Querían romper las reglas y obligar al director a replantearse el examen. Eran los mejores brujos que habían asistido a la Academia Oscura Salamanca. Dejarían su huella en ella. Desafiarían al mismo Demonio y ganarían.
Tras un largo rato recorriendo los angostos pasillos excavados en la piedra, dieron vuelta en una curva cerrada y se toparon con un espacio casi tan grande como la caverna principal. Sentían los ojos del Director escondidos entre los oscuros muros, expectantes. Por un momento, Emil temió haber vuelto al punto de inicio, pero aquella caverna era más baja y sombría que la primera.
Sin embargo, lo más extraño era que allí se encontraban varios de sus compañeros y exalumnos. En realidad, estaban todos.
―¿Nos estaban esperando? ―preguntó Rodia a nadie en particular, con una mímica de agradable sorpresa.
―Ustedes son demasiado problemáticos ―exclamó uno de sus compañeros, Julien, quien siempre los saludaba con una sonrisa afable.
―Los hemos soportado demasiado durante estos siete años. Nos tienen hartos con su egoísmo y orgullo ―agregó otro, Beckett, un exalumno que los había detenido siempre que comenzaban una pelea con Emil.
―¿Y ahora hacen equipo? Nada bueno puede salir de eso ―declaró una de las chicas, Alejandra, quien una vez le había declarado su amor con mejillas sonrojadas y ojos ilusionados.
―¿Así que nos prepararon una emboscada? ―preguntó Emil. No había traición ni sorpresa en su voz. Simplemente la necesidad de comprender la situación de manera racional. No los culpaba, si hubiera estado en su posición, él quizás también habría intentado realizar algo tan bajo e inútil.
―Esto nunca fue un examen justo. No con ustedes, monstruos.
―Te conocemos, Rodia. Eres capaz de asesinarnos y usar nuestros cuerpos.
―Se me había ocurrido esa idea, sí ―confirmó el aludido con una sonrisa afilada que los hizo retroceder un paso.
―Le estamos haciendo un favor al mundo deshaciendonos de ustedes dos ―declaró Beckett.
―Hay cadáveres debajo ―dijo Rodia, agachándose y tanteando la tierra con una mano; su sonrisa creció hasta convertirse en una mueca tétrica.
―Levantalos ―ordenó Emil.
Y, quizás por primera vez en su vida, Rodia le obedeció.
Tomó el cuchillo que siempre llevaba en su cinturón y se realizó un corte en la palma de la mano. La apretó como una fruta y la sangre roja y jugosa cayó sobre la tierra húmeda. Sus compañeros retrocedieron un paso. Nada bueno sucedía cuando Rodia, un futuro nigromante, se hacía sangrar.
Rodia conjuró, su voz rasposa proyectándose en la gran cueva como la de un actor. A Emil se le erizó la piel de la nuca mientras escuchaba el llamado a los muertos, el canto persuasivo de un nigromante.
Y estos acudieron al llamado de Rodia.
La tierra se removió para darles paso a al menos una docena de cuerpos que apenas eran más que hueso y cuero débilmente unidos. Uno se acercó por la espalda hacia Rodia. Pero, en lugar de sobresaltarse, el moreno simplemente levantó una mano y dejó que el cadáver apoyara su cabeza allí, como un perro obediente.
―Creo que ahora es una pelea justa ―dijo Rodia, regodeándose del terror que provocaba en otros brujos.
Desde las sombras, el Director observaba cómo sus alumnos se destruían entre sí. El enfrentamiento era intrínseco de aquel examen para seleccionar a los más fuertes y talentosos, a las frutas más podridas y destructivas. Su círculo de acólitos podría ser más pequeño que los de sus hermanos, pero sin dudas estaba compuesto por solo los mejores humanos y demonios. Sin embargo, se sentía decepcionado de la decisión que habían tomado, aliándose como una horda de ignorantes, una jauría de hienas contra un par de leones. Quizás el lord más indicado para aquellos brujos envidiosos sería su hermana Leviatán.
Las hienas lucharon contra los muertos de Rodia. Crearon armas y barreras, lanzaron hechizos y manejaron los elementos. Aun así, eran superados por las bestias sin raciocinio ni temor al dolor, solo el imperativo de atacar, de matar. Rodia era un nigromante prometedor y despiadado, pero aún era joven e inexperto y estaba intentando controlar más de lo que podía. A su lado, Emil se había convertido en su escudo, protegiendo a ambos de los ataques que lograron alcanzarlos.
Pero algo fue capaz de atravesar el escudo de Emil: una melodía, un conjuro de calma escondido dentro de una nana. La voz de Helena.
De alguna forma, se encontraba en medio de aquel caos de vivos y muertos. Su hermosa voz destacando entre los gruñidos y gritos. Estaba calmando a los caminantes como un encantador de cobras.
Cuando Rodia se liberó de la sorpresa y fue capaz de comprender lo que estaba ocurriendo, vio que Helena había logrado salvar a uno de los estudiantes de séptimo de un caminante. Los celos golpearon a Rodia. Helena siempre lo había protegido a él. Ella debería estar a su lado y el de Emil. Era su compañera, su hermana. Era lo más precioso que tenía. Acabaría con cualquiera que quisiera ponerla en peligro, con todo los que pudieran hacerle daño.
En ese momento, Emil comprendió que algo se había salido de su ecuación, de su plan tan medido y estudiado: Rodia se había descontrolado. Su poder, su cólera, su nigromancia, su cordura. Todo se le escapaba de las manos, como si hubiera intentado cargar demasiado en ellas y ahora todo se escurría por sus dedos. Había estado recolectando demasiado maná, tanto que lo estaba enloqueciendo, y Emil no había sido lo suficientemente rápido para tomar la carga y transmutarla.
Y ahora era demasiado tarde, no llegaría a detenerlo a tiempo. En algún momento de la batalla, Emil había sido apartado de su lado y ahora se encontraba demasiado lejos, luchando por acercarse a Rodia. Si pudiera rodearlo con las ataduras que había creado, quitarle la carga que lo estaba ahogando.
Sin embargo, alguien sí pudo acercarse, quizás demasiado. Helena.
Ella había corrido entre los no-muertos intentando llegar a Rodia. Ella debía salvar a su niño, al dueño de esos ojos marrones dulces y feroces que tanto adoraba. Pero uno de los descontrolados esbirros de Rodia se había interpuesto entre él y ella para proteger a su amo. Antes de que cualquiera, incluso el mismo nigromante, supiera qué estaba pasando, una mano huesuda atravesó el pecho de Helena.
La mujer cayó al suelo. Y todo a su alrededor se paralizó.
Medio lúcido, medio loco, Rodia corrió hacia ella con desesperación. Nunca había sentido tanto miedo en su vida; un pavor que le helaba la sangre, paralizándolo. El miedo de que todo su mundo se desmoronara frente a sus ojos. Las piernas le flaquearon e hizo los últimos metros arrastrándose hasta que llegó junto a Helena.
No le importaba estar rodeado de zombis que ni siquiera él mismo podía controlar. No le importaba estar rodeado de personas que lo querían muerto. Solo le importaba Helena. Su Helena, que tenía un agujero enorme en el vientre, que hacía un ruido húmedo cada vez que lograba respirar con dificultad. Pero aún respiraba; aún lo veía con esos ojos negros como la noche. Como un refugio, todo lo que le daba seguridad a él.
Rodia no supo cuál había sido la última exhalación de Helena, pero ella había dejado de respirar. Sus ojos se nublaron y la mano que había levantado para acariciar la mejilla de su pequeño Rodia cayó flácida a un costado. Y entonces, lo poco que quedaba de humano en Rodia desapareció.
Creyó haber oído un sonido horrendo, trágico; pero quizás fue su grito al perderlo todo. Quizás fueron los gritos de agonía de los demás al ser devorados por los muertos. Ellos lo habían forzado a usar su nigromancia. Habían obligado a su dulce Helena a pelear contra él. Emil lo había dejado llevar a cabo su estúpido plan. Lo había dejado solo.
Quería aferrarse al cuerpo sin vida de Helena hasta que lo sintiera frío. Quería traerla de vuelta; no le importaba si solo conseguía aferrarse a una sombra de su alma. Ni siquiera, si para ello tendría que descender al Infierno como Orfeo... Eso. Solo debía dejarse arrastrar con ella, realizar un trato con el Diablo y recuperar a su familia.
Rodia estaba tan inmerso en sus planes y delirios que no vio venir el ataque de un compañero que lo tumbó lejos de Helena.
«¡No! ¡Necesitaba su cuerpo para traerla de vuelta!»
Rodia rodó sobre el suelo y se incorporó lentamente. Sentía las piernas como plomo, le costaba respirar aquel aire húmedo con sabor a hierro y miedo. Miró a su alrededor y encontró a algunos compañeros que seguían luchando con los cadáveres que había invocado. Uno de ellos había logrado abrirse paso hacia él y ahora lo miraba con esos ojos claros y gélidos.
Emil.
―¿Y ahora qué? ―exclamó Rodia, su voz como un cuchillo roto y oxidado.
―Detente, Rodia ―suplicó este―. Ya es suficiente, recuerda nuestro plan.
Rodia lo miró. Nunca había visto tan sucio y desaliñado a Emil. Tenía la ropa manchada de sangre y mugre, el cabello se le había escapado de su coleta y mechones de plata caían por su frente, uno de los cristales de sus anteojos estaba roto. Vio que tenía el labio partido, hinchado y sangrante. Quería chupárselo y saborear su sangre, provocarle dolor.
Sacudió la cabeza, espantando ese pensamiento. Recordándose que Emil era tan culpable de la muerte de Helena como él mismo. Sus ojos del color de las lavandas estaban rojos, negándose a llorar. A arrepentirse.
―¡A la mierda con el plan! ¡Mira lo que hemos conseguido con esto! ―rugió Rodia, su pecho dolía con cada palabra, las escupía como espinas que se había tragado―. Ellos tenían razón, nada bueno puede salir de nuestra unión.
―¿Echarás a perder todo lo que conseguimos? ―repuso Emil, con desesperación. Tenía que detenerlo, tenía que salvarlo.
―¿Lo que conseguimos? ¡Ja! ―escupió Rodia abriendo los brazos como si quisiera abarcar todo el caos de la caverna―. Ya no me queda nada, Emil. Todo lo bueno que tenía se acaba de ir con ella.
Emil lo miró. Quería decirle que aún le quedaba él; pero, ¿de qué le serviría?
Debía detenerlo a toda costa. No importaba si lo hería, podría sanarlo luego. Lamería las heridas que él mismo hubiera provocado, lo arrullaría con nanas como Helena siempre había hecho con ellos. Soportaría todo su odio, todo su dolor. Lo dejaría destrozarle si eso le hiciera feliz. Haría lo que fuera para no perderlo...
Los ojos de Rodia se oscurecieron al verlo tomar un arma olvidada en la batalla, una vieja espada. Por supuesto que Emil estaría en su contra, no sabía por qué se sentía decepcionado al verlo apuntando el arma a su pecho. Tomó el cuchillo de su cinturón. Era corto, pero Rodia siempre había sido mejor en las peleas de corto alcance.
―Supongo que así será después de todo. Tú y yo, un duelo a muerte ―declaró con una sonrisa rota y filosa; ignorando la mirada afligida de Emil.
―Rodia...
Pero Emil no pudo decir más antes de que el pelinegro se le lanzara encima, su cuchillo apuntando a su cara. Emil apenas tuvo tiempo de esquivar un ataque mortal, pero el filo había alcanzado a probar su piel, justo debajo de su ojo izquierdo.
El dolor era molesto, pero había soportado cosas peores. Lo habían obligado a ello desde niño. Sin embargo, la sangre allí fluía más y pronto le impidió ver con ese ojo.
Aun así, Emil no dudó en arremeter contra Rodia.
El mundo dejó de existir para ellos. Solo importaba el muchacho que tenían enfrente, su compañero, su enemigo, su reflejo. Emil estaba herido, pero Rodia había usado demasiado maná. Sus movimientos, aunque más sucios e intrépidos, eran torpes y descoordinados. No había gracia en su pelea. Rodia siempre había sido un perro rabioso que se contentaba con hacer el mayor daño posible. Pero entonces, Emil encontró una abertura en su defensa y su espada se deslizó allí. El filo había entrado en la carne de su estómago. Rápidamente, el rojo floreció sobre su camiseta clara.
Rodia se tambaleó unos pasos hacia atrás. Al principio, creyó que el suelo se movía por su debilidad. Pero rápidamente se dio cuenta de que la tierra bajo sus pies realmente se sacudió. Toda la caverna lo hizo. Una fisura comenzó a abrirse debajo de ellos: el Averno.
A lo lejos se oían exclamaciones de los pocos brujos que aún permanecían con vida, apurándose a huir; prefiriendo enfrentarse a los caminantes y demonios en la oscuridad de los pasadizos que a la posibilidad de ser devorados por el Averno.
Rodia y Emil no corrieron. Rodia no dejaría a Helena y Emil no lo dejaría a él. Pero la grieta había llegado hasta el nigromante. Emil dio un paso hacia delante, queriendo alcanzarlo, pero Rodia retrocedió, más cerca del abismo.
―Rodia detente ―advirtió el peliblanco.
―¿O qué? Ya estoy harto de ti, Emil ―rugió con desesperación. Enloquecido.
Emil contuvo el impulso de querer acercarse y tomarlo en sus brazos. Sabía que, si daba un paso más, Rodia retrocedería otro, con el vacío a sus pies.
―Rodia, por favor...
Pero fue demasiado tarde. El suelo se deshizo debajo del pie de Rodia y este cayó.
Emil se lanzó hacia él, alcanzando a tomarlo de un brazo. Rodia se le aferró con sus dos manos; sus uñas clavándose en la muñeca de Emil hasta hacerlo sangrar, pero este no lo soltó. Sin embargo, no tenía la fuerza o la postura correcta para levantar a Rodia. Tenía la soga de maná al alcance de su mano izquierda, pero si perdía ese agarre... Si lo intentaba, caería con él.
Solo le quedaba... Levantó la vista. Los ojos rojos seguían viéndolos desde las sombras. Gruñó una maldición. No tenía otra opción, se había quedado sin planes y estrategias. Pero no dejaría caer a Rodia. No lo perdería a él también.
Buscó dentro de él aquella luz que le aterraba, esa fuente de magia que había aprendido a controlar antes de llegar a la Academia. La que juró nunca enseñar. La que podría condenarlo por una eternidad. Arañó hasta llegar a ella, olvidada y aborrecida y, aun así, brillante y pura. La única parte de sí que no estaba sucia y podrida. La tomó y dejó que se liberara. Sintió el calor expandiéndose del fuego celestial bajo su piel; escociendo en las marcas que Rodia le había tatuado, rechazándolas. Sintió el picor debajo de sus ojos, un dolor aún más insoportable en la herida que Rodia le había infringido. Al final, sí le había quitado un ojo.
Este lo miró con tal asombro que casi se resbaló de su agarre. Emil lo sostuvo con más fuerza, tanta que debió dejarle la marca de sus dedos en el brazo.
―Eres... ―susurró Rodia, pero se detuvo.
Emil no debería haberse mostrado así. Con sus dos pares de ojos tan claros que parecían brillar. En realidad, todo en él brillaba, su piel, cabello plateado y el extraño símbolo que apareció en medio de su frente. Era como si se hubiera encendido una lámpara. Emil era luz.
Él no debía verlo. Rodia miró hacia arriba, hacia los ojos del demonio que todo lo veía. Emil no podía caer con él. Allí abajo lo despedazarían. Pero él... Rodia podría encontrar una forma de volver. Haría un trato como Orfeo, se arrastraría fuera del infierno como Teseo de ser necesario.
Buscó la mirada de Emil. Era tan extraño. Se preguntó si lo estaba viendo doble, como cuando uno se encontraba ebrio. Quizás por eso, supo al instante las intenciones de Rodia cuando este sonrió.
―¡No!
―Un brujo no puede salvarme. Y no puedo condenar a un ángel por hacerlo ―susurró con una sonrisa triste.
―¡Rodia, espera! ―Emil se aferró a él con más fuerza, casi temiendo romperle el brazo. Pero Rodia había aflojado su agarre y entre la sangre y el sudor se le estaba resbalando.
Rodia lo miró; fue la última vez que vio esos ojos marrones.
―Volveré a ti ―le prometió. Le amenazó.
Y soltó su mano.
Buenaaas~
Primero que nada, disculpen por no haber actualizado la semana pasada. El capítulo no había quedado como quería aún. Y como habrán notado, terminó quedando del doble de largo de un capítulo normal, jeje. Pero es que estos dos necesitaban desarrollo.
¡Al fin vemos qué pasó en la graduación de estos dos! Aunque seguro habrán quedado con más dudas que respuestas. No se preocupen, ya las tendrán.
Porque este año volvemos con la maratón de Semana Santa. Aunque tendría que haber aprendido a no molestar a Diosito con estas pavadas porque después me da dengue o se me rompe la PC.
De todos modos, tendremos actualizaciones el jueves, viernes y sábado. ¿Están ansiosos por ver cómo termina esto?
Por cierto, ¿qué creen que sea Emil?
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