Cuarenta y dos
El rugido de Rodia fue el único aviso antes de que intentara abalanzarse sobre Lilith. Ella era incorpórea, una mera neblina, pero eso no lo detuvo. Intentó dar con ella, dando manotazos como quien espanta el humo.
―Tú... Cómo te atreves a usar su rostro, puta malnacida ―rugió Rodia.
Pero, aunque no podía ser tocada, Lilith sí que podía tocarlos a ellos. Con un movimiento de su mano, mandó a volar a Rodia. Este chocó contra uno de los vitrales y cayó al suelo en una lluvia de cristales de colores. Todos contuvieron el aliento hasta que lo vieron levantarse con dificultad Solamente el Director seguía manteniendo sus ojos fijos en Lilith. Su rostro se había desfigurado por la furia, sus escamas doradas estaban a la luz y sus cuernos habían crecido. Pero lo más inquietante eran sus alas desplegadas, negras como las de un murciélago, que rasgaron su ropa y se desplegaron detrás de sí. Las velas de la capilla ardieron trémulas y, fuera, los truenos retumbaban.
―Bastas de juegos, Lilith ―ordenó el Director con una voz ceceante y oscura que habría puesto de rodilla a cualquiera. Sin embargo, Lilith lo miró impávida.
―Tienes razón. Ya me he divertido lo suficiente. Es hora de ponerme seria ―dijo esta con una sonrisa antes de dar un paso hacia el Director. Bajo su pie descalzo, el suelo de la capilla se partió al medio por el pasillo principal. Una grieta profunda y grotesca hasta el altar que partió al medio.
―No creas que volveré a estar bajo tu yugo ―sentenció la bruja―. Estoy harta de los hombres que quieren controlarme y poseerme, mortales o dioses. No volveré a obedecerse, a confiar tontamente en ti. Tú me condenaste...
―¡Intentaba protegerte!
―¡Solo querías poseerme! El ángel que se rebeló y que se quedó con la primera mortal, que se robó a la creación favorita de Dios.
―No es...
Pero el Director no pudo decir más, antes de que Lilith se volteara, como si algo afuera le hubiera llamado la atención. Para sorpresa de todos, tomó la forma de una lechuza y salió volando de allí. Nadie reaccionó lo suficientemente rápido para detenerla.
El primero en salir del asombro fue el profesor Aleister. Volvió a dejar a Gaspar sobre el banco con cuidado y caminó hacia el Director. No se vio intimidado por aquel demonio de alas de murciélago y piel de serpiente, por todo el fuego y el azufre. Se paró delante de él y, sin reparo alguno, le dio un bofetón.
Todos en la capilla ahogaron un grito. Rodia, a medio levantarse ayudado por las estudiantes de tercero, soltó un silbido.
―¡Eres el maldito Lucifer y te dejas dominar así! ¡Anda, hombre! ―gritó Alei con indignación. No concebía el ver a su señor así, no era digno de él.
El Director se llevó la mano a la mejilla escamosa, más por la sorpresa que por el dolor, y soltó un bufido. Pero su semblante volvió a serenarse.
―Eres un idiota, Alei.
―Pues ya somos dos, mi Señor ―respondió el profesor de Alquimia con una sonrisa conciliadora. Al profesor de Pociones nunca le duraba mucho el enojo.
Viendo que la situación se había aclarado, Emil se acercó al altar, no sin antes comprobar que Rodia ya estaba de pie.
―Lilith, su señora, está descarriada ―se atrevió a decir―. Si no la detenemos, si no la detiene, destruirá la Academia.
―Destruirá todo por lo que has trabajado ―agregó Aleister, manteniendo la mirada sulfuraste de su jefe―. Lo conozco, Señor, y sé cuánto debe estar sufriendo. Ella también. Pero cuando comencé a trabajar para usted, cuando le entregué mi vida y mi alma, me prometió que su principal objetivo era iluminar a aquellos que buscaban conocimiento. Usted es el portador de la luz, el dador del libre albedrío.
―Aunque quisiera no puedo ―declaró y aún en aquella forma monstruosa, se veía... ¿apenado? Quién diría que hasta Él podría ser regañado por sus empleados―. No puedo hacerle daño. Le he jurado, cuando ella aún era humana y yo su ángel, que nunca la lastimaría; que no sería como Adán.
―Pues, entonces nosotros tendremos que hacer el trabajo difícil. Y usted deberá encontrar una manera de ponerla a dormir otra vez... ―sentenció Emil y se volteó hacia sus estudiantes de primero. Como lo esperaba, Margot y Hugo estaban protectoramente cerca del inconsciente niño rubio―. Al menos hasta que Gaspar tenga la edad suficiente para decidir si quiere acabar con este mundo o no.
―¿Q-qué está pasando? ―se escuchó decir a una voz temblorosa. Era Annabelle. Ella y los demás estudiantes de séptimo grado se habían acercado lo más que le permitió la fisura en el pasillo―. Necesitamos respuestas, profesores.
―S-si ―agregó Tristan―. No estamos entendiendo nada y parece que ¿la Academia será destruida?
Otros estudiantes se animaron también a hablar, exigiendo respuestas y explicaciones:
―Faltan compañeros, el chico asesino está inconsciente y cubierto de sangre, la escuela quiere matarnos y... ¿y qué es esa mujer o cosa que apareció?
―Ellos tienen razón. Necesitamos saber qué está pasando.
―¡Sí!
―Ya los oíste ―le dijo Alei al Director con una sonrisa socarrona―. Ellos necesitan saber.
―Señor, no puede seguir manteniéndolos ignorantes ―agregó la profesora Noreen.
El Director soltó un suspiro cansado que pareció quitarle todo un peso de dentro. Sus alas volvieron a replegarse y el brillo de sus escamas se apaciguó. El fuego de las velas también se estabilizó y la capilla se iluminó.
Y Lucifer habló.
Mientras tanto, Lilith, en la piel de una lechuza, volaba hacia donde se encontraba lo que tanto había querido. No esperaba tal golpe de suerte. Un cuerpo joven y fresco. Cuando hubo despertado, había intentado tomar el de aquella mujer de cabello corto y ojos estrellados, pero había sido marcado. Había sido el último sacrificio que necesitaba y, por ende, ya no quedaba nada de maná en su cuerpo. Estaba seco. Y ella necesitaba un cuerpo lleno de magia.
Y lo encontró.
Para su desgracia no estaba solo y abandonado como hubiera deseado. Con ella, porque era el cuerpo de una mujer –lo que la entusiasmó aún más-, estaban dos muchachos. Uno rubio y grácil como una primera nevada estaba parado junto a la mujer. En su mano había un elegante bastón que había sido transmutado hasta convertirse en un arma y él respiraba con agitación. Era poderoso, Lilith lo supo nada más verlo. También supo que él habría matado a la chica que yacía en el suelo con la garganta cortada. Ella tenía el cabello muy largo, muy negro y muy lacio; como ella cuando fue mortal. De inmediato adoró a la chica, a su cuerpo, nada más verla. Sin saberlo, el muchacho de hielo le había hecho un hermoso regalo.
Pero no estaba solo. En el suelo, cerca del cadáver, pero no tanto como para ser manchado de sangre; se encontraba otro chico. Este tenía la piel morena y sus ojos de chocolate estaban inundados de lágrimas. Sus hombros se agitaban con cada sollozo; seguramente la muchacha había sido una persona amada.
Lilith esperó, posada en uno de los candelabros apagados de la pared, camuflándose con la decoración. Les dio un momento para su duelo. No necesitó espantarlos; sus mascotas lo hicieron por ella. Como si la hubieran sentido, un par de demonios menores que aún habitaban el bosque comenzaron a correr hacia ella. O hacia el atractivo olor a muerte.
El muchacho rubio se percató de ellos y rápidamente su semblante serio y frío recuperó algo de vida.
―Vamos. Ya no es seguro aquí ―le dijo al otro con apuro en sus ojos azules.
―Pero Laura...
El rubio pareció ahogar un juramento y rodó los ojos, antes de tomar al moreno por el brazo.
―No hay tiempo, Basil ―urgió, obligándolo a levantarse sin mucha gentileza.
Sin embargo, cuando estuvieron frente a frente, algo en el rostro del rubio se ablandó y se permitió mostrar una débil sonrisa mientras secaba las lágrimas de Basil.
―Querías proteger a esos niñatos de primero, ¿no? ―le preguntó.
Basil se quedó quieto entre los brazos de Vincent y asintió; no se aparó de él ni acercó aún más. No sabía cuál de las dos cosas quería hacer.
―Y aún quieres patearme el culo en nuestra graduación, ¿cierto? ―volvió a preguntar Vincent. Y el moreno volvió a asentir, esta vez con una débil sonrisa en sus labios cuando respondió:
―Sabes que lo haré.
―Bien. Entonces aún tienes motivos para vivir.
Esta vez fue el turno de Basil de rodar los ojos.
―Es muy repugnante decir que tú eres mi razón de vivir.
―¿Te hace sentir mejor saber que tú eres la mía?
Basil negó con la cabeza, sin poder ocultar una sonrisa. Aquellas eran las palabras más extrañas –y preciosas- que había intercambiado en muchos, muchos años. Pero su sonrisa se apagó cuando vio el bastón de su compañero. Sin decir nada más, comenzaron a caminar hacia la capilla, apoyándose uno en el otro. Heridos y con el corazón roto, pero tan tercos y orgullosos que no se permitirían ser el primero en caer.
Cuando al fin estuvo sola, Lilith se acercó al cuerpo de la chica. Entonces, lo tomó para sí. Vistió su piel y bebió sus recuerdos. Había tanto rencor y codicia en ella. Era deliciosa. Sin embargo, para su mala suerte, no tuvo mucho para disfrutar de aquello antes de que alguien más llegara.
Era un hombre alto y de hombros anchos, con brillante cabello rojo. El profesor de Alquimia, supo gracias a sus recuerdos, el amante de la muchacha. Sheridan corría hacia ella y aceleró aún más el paso al verla allí en la galería, herida y sola; ignorante del alma que ahora residía en aquel cuerpo que había gozado. Lilith sintió asco instantáneamente.
―¡Laura! ¿Estás bien? ¿Esta sangre? ―preguntó el hombre al llegar a ella. Pasó sus manos por sus brazos y la examinó en busca de heridas con preocupación.
―No es mía ―respondió Lilith con una sonrisa tranquilizadora, imitando la voz de la chica.
Sheridan asintió, no muy seguro. Tomó la mano de la muchacha y comenzó a caminar hacia la capilla: debían refugiarse en un lugar seguro.
―Tenemos que...
Pero no pudo decir más, pues Lilith había enterrado en su espalda el cuchillo que Laura había llevado consigo. Sintió el peso del hombre cuando sus piernas perdieron fuerza. Lo escuchó pedir una explicación, suplicando cuando volvió a enterrar el cuchillo más veces, diciendo palabras inentendibles por la sangre que lo ahoga. Finalmente, el cuerpo del profesor cayó a sus pies, muerto. Lilith lo miró con repulsión. Había sido un hombre asqueroso y orgulloso. De los que más odiaba.
Se sacudió la sensación de su toque y sonrió para sí. Ahora tenía un cuerpo. Al fin era libre. Ahora podría destruirlo todo.
Cuando Gaspar despertó, se sintió abrumado. Por el retumbar en su cabeza y por el peso de todas las miradas sobre él. No estaba en su habitación, de eso estaba seguro, el aire olía a azufre y sangre; se sentía en él la presencia de muchas personas. Sin embargo, lo primero que vio al despertar fueron los ojos de sus amores, el verde de Margot y el azul de Hugo. Eran los colores más claros y preciosos que había visto jamás.
Luego, para su desgracia, estos cambiaron por los ojos castaños del profesor Alei, quien espantaba a sus compañeros con el pretexto de ver cómo se encontraba el niño. Le revisó sus sentidos y cuando pareció satisfecho, lo ayudó a incorporarse. Solo entonces, Gaspar se dio cuenta de que se encontraban en la capilla. Todos estaban allí, algunos heridos. Se escuchaban murmullos y quejidos. El suelo de esta estaba partido a la mitad. ¿Tan terrible había sido el terremoto?
No, aquello no había sido un terremoto. Lo supo en cuanto vio la sangre que empapaba su ropa, fría y oscura; lo supo a ver que faltaban algunos estudiantes, el profesor Sheridan y la profesora... Él había matado a la profe Artemisa.
Iban a matarlo. No había forma de que le perdonaran haber asesinado a una profesora. Lo matarían antes de que Lilith lo utilizara para desencadenar el Apocalipsis. O, pero, lo enviarían al Averno. O al Infierno con su padre, Satanás.
Con miedo buscó la mirada del Director. Buscando su veredicto, su sentencia. En el camino se encontró con los ojos de los demás estudiantes. Algunos lo miraban con pena y culpa, la mayoría con miedo y... reverencia. ¿Acaso... sabían qué era él? ¿Les habían revelado su identidad? Cuando su mirada al fin encontró la del Director, no había rabia o desprecio en ellos, solo un gran cansancio y la paciencia que siempre les había tenido. El Director, su... ¿tío? pareció leer la pregunta en el rostro de Gaspar y asintió. Lo sabían. Ahora toda la Academia era conocedora de su identidad. De su ascendencia y su papel en la tragedia de la humanidad. Sabían que él era el Anticristo, el hijo de Satanás, el heraldo del Juicio Final.
―Lilith ha despertado. Destruirá la Academia ―le explicó Hugo, sentándose a su lado, y luego se volvió hacia el Director―. Es su prisión, pero también es nuestro hogar.
―Debemos detenerla. No dejaremos que lo use a Gaspar para destruir el mundo ―agregó Margot, mirando al Diablo con decisión y Gaspar creyó que no podría amarla más de lo que lo hacía en ese momento
El Director meneó la cabeza con incredulidad, como si no pudiera creer la audacia de sus propios estudiantes. Pero entonces los miró a todos con un fulgor cálido en sus ojos de serpiente y dijo:
―¿Están listos para pelear?
¡Arrancamos la maratón de Semana Santa!
Lo bueno es que esta vez tengo todo los capítulos programados, así que si Diosito me castiga (otra vez) ustedes no se quedarán sin maratón.
Este es un capítulo un toquecito tranqui, creo que todos tenían que ponerse al día y prepararse para la gran batalla final. Ustedes, ¿están listos?
Yo quería terminar la historia en la maratón, pero no podía dejar de escribir así que parece que serán 46 capítulos + un epílogo al final.
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