🌺 00. Prólogo; Tomorrow will be another day.
. . .
En un mundo donde nadie era cien por ciento honesto, vivían bastantes almas silenciosas. Cada una ocultaba algo detrás de sus puertas, pero pocas se dignaban a abrirlas a los demás. No era fácil mantenerse en pie cuando el mundo iba tan en contra tuya todo el tiempo, y a veces había almas que cubrían puertas y ventanas con tablones para que nadie se permitiera mirar.
Así era el caso con él...
Cuando finalmente la puerta se abrió.
Y así fue cómo todos y cada uno de los alumnos en aquél malgastado salón voltearon a mirar al muchacho que recién se había dignado a llegar.
Era él...
Edgar Cottsweld, el famoso "chico de la bufanda" se encontraba de pie en el marco de la puerta, mirando fijamente al suelo, como si su mente aún estuviera en otro mundo completamente ajeno al nuestro. Su mochila colgaba a medio caer de su hombro mientras que su apariencia descuidada daba la sensación de que estaban frente a un vagabundo.
Con los pantalones del uniforme rotos y descosidos, las suelas de sus tenis cubiertas de barro, su rostro magullado con algunos moretones apenas notorios y unas banditas, mientras sus ojos cargaban con la pesadez de un par de ojeras oscurecidas por la falta de sueño. Su completa apariencia denotaba lo agotado que estaba, y prestar atención a su presentación en la escuela parecía ser una de las últimas preocupaciones que el muchacho se tomaba.
El profesor finalmente se levantó con el rostro severo, acercándose amenazante, dispuesto a retarlo.
—Señor Cottsweld, ya hemos hablado de esto, si volvía a llegar tarde-...
—Llamaría a mis padres, lo sé. No importa —la respuesta del joven no tardó en llegar, susurrando en un tono cuidadosamente bajo para evitar que el profesor lograse escuchar algo.
Aun así, el profesor alcanzó a oír sus palabras con más claridad que los demás en el salón.
—¿Cómo que no importa? ¿Acaso no eres capaz de ver el problema que te estás causando a ti mismo? —sus palabras llegaron una a una como cuchillas al pecho del joven de la mirada perdida y sin embargo, seguía manteniendo una expresión incómodamente vacía—. Toda esta actitud del chico altanero te afectará más de lo que crees. Si me dieras la oportunidad de hablar con tus padres podríamos buscarle solución, no necesitas hacer esto so-...
—¿Podría callarse?
Edgar dijo en voz alta, finalmente alzando la mirada en dirección al profesor que lo veía molesto, tal vez un poco preocupado.
Todo el salón cayó en un profundo silencio...
Tanto el profesor como todos los alumnos se quedaron petrificados ante aquella respuesta reacia. Sin embargo, apenas pasaron un par de segundos ante la incomodidad del silencio, algunos chicos comenzaron a murmurar los unos a los otros, causando que los rostros de los adolescentes se cubriesen de cierto aire burlón.
La vena del hombre mayor se levantó en molestia, mientras sus ojos se afilaban aun mirando fijamente al muchacho que tenía frente, con una mueca de cansancio. No tardó en voltear a ver a los demás alumnos con esa expresión de pocos amigos, causando que todos guardaran un silencio inmediato.
—Voy a llamar a tus padres ahora mismo.
—Hágalo, a ver si vienen —de nuevo, aquella muestra de insubordinación no hizo más que causar otra mueca en el rostro de su superior, lentamente llegando a una expresión casi indescriptible debido a la cantidad de emociones que parecía estar guardando.
A pesar de sus intentos por mantener silencio para no molestar más al ya de por sí molesto profesor, algunos alumnos simplemente no aguantaron la risa mucho más y explotaron entre risas. Edgar por su parte ni siquiera se inmutó, yéndose sin esperar una indicación de su superior que le permitiera sentarse en completo silencio al lugar más alejado del pizarrón. Mientras que el hombre se preguntaba cómo podría corregir a un alma tan descarrilada, Cottsweld solo mantenía la mirada baja hasta que llegó a su lugar designado –por sí mismo, claro–.
El profesor prefirió guardar todos sus insultos para sí y salió del salón a paso apresurado mientras sacaba su teléfono para hacer esa llamada que, ojalá, le salvara de tener que seguir lidiando con dicho alumno.
Varios estudiantes entonces se acercaron mirando curiosos a través de la vieja bufanda malgastada que llevaba sobre su rostro. Admiraban el rostro inexpresivo del chico como si se tratase de una celebridad, un héroe. Era bien sabido por los alumnos y casi toda la escuela que el profesor de matemáticas de primer grado era uno de los más detestados por los adolescentes que asistían a estas clases, así que ver como ponían en su lugar a ese anciano cascarrabias era, por decir menos, satisfactorio.
Sin embargo, Edgar se mantuvo indiferente ante las miradas de sus compañeros, y solo cerró los ojos en un intento de escapar de la desagradable realidad de la que se veía forzado a vivir. Podía escuchar murmullos alejados hablando de lo genial que era por dar la cara ante profesores "abusivos", también podía escuchar chicas riendo mientras se secretean cosas sobre lo sexy que podía ser Edgar si se lo proponía. Obviamente no podía faltar el alumno aplicado que pedía que no se burlaran del profesor, pues él era quien estaba forzado a soportar a una bola de adolescentes sin cerebro.
Se armó una pelea en el salón debido a esos comentarios, haciendo también que los alumnos que lo miraban se alejaran para prestar atención a este conflicto. Se comenzaron a oír gritos por todo el salón, haciendo que Edgar se dignara a abrir los ojos nuevamente.
Todos eran unos hipócritas.
Solo les parecía alguien atractivo cuando era de uso para ellos, solo lo consideraban genial cuando hacía algo que nadie más se atrevía a hacer. Todas esas molestas miradas dejaron de observarlo apenas algo más captó su atención, y así volvía a ser el mismo fantasma que habían estado ignorando por tantos años consecutivos.
Suspiró, sintiendo como si de alguna manera sus compañeros hablaran mal de él después de haberlos ignorado a todos. Ahora que no recibía miradas solo podía pensar en que todos eran unos desgraciados sin empatía.
Recordando vívidamente como un par de alumnos de grados posteriores lo golpeaban atrás de la escuela, más específicamente los lamebotas de su ex. De todas las cosas que sus compañeros de clase pudieron hacer para ayudar, prefirieron irse y dejarlo enfrentarse al profesor por su cuenta por haber llegado tarde a clases.
Una sensación de querer llorar lo invadió profundamente.
¿Por qué la gente lo odiaba tanto?
Antes todo era diferente, antes tenía varios amigos con quienes jugaba a ser algún personaje de caricatura, antes todos lo trataban con la decencia con la que se debe tratar a un ser humano. Ahora mientras más tiempo pasaba más decaía, más miserable se volvía... Finalmente repetiría año con la esperanza de encontrar gente nueva con la que convivir, pero...
Nada. Todo era relativamente lo mismo. Pero peor.
Casi que los mismos compañeros de mierda, durante más de 9 años. Siempre haciendo suposiciones tontas sobre él, nadie se detenía a preguntar qué era lo que ocultaba su desgastada bufanda. Siempre sería el culpable frente a los ojos de la sociedad.
Tras pasados unos segundos, por alguna razón que desconocía, todo el sonido de la pelea se detuvo mientras él se perdía en el silencio de su tristeza. Levantó la mirada viendo a sus compañeros quienes solo se movían avergonzadamente hacia sus asientos cada uno... ¿El profesor había vuelto?
Volteó a la puerta, solo vio a un chico de cabellos casi completamente blancos analizando con una petrificante mirada a todos los alumnos que hacían ruido, tal vez tanto ruido que logró captar la atención del tipo.
Edgar no lo conocía y no le interesaba. No entendía cómo podían estar tan asustados de una cara bonita que se notaba que tenía respeto solo por su dinero. Rodó los ojos y sacó su libreta estirando sus piernas hasta casi subirlas a su escritorio... Sin embargo, sería tomado por sorpresa casi de inmediato.
—Hey. Tú. —el tipo lo miró fijamente, por un momento sintió que su corazón se salía de su pecho al sentir como todos los alumnos volteaban a verlo fijamente. Edgar volteó de un lado a otro, buscando una respuesta a porqué lo miraban a él, sin embargo, pronto descubrió que él no era el centro de atención, si no una chica sentada delante de él—. Hazme el favor y anota a cualquiera que empiece otra pelea.
Ella asintió poniéndose rígida cómo un militar, para enseguida sacar un pequeño sketchbook abriéndolo en la última página, todo mientras el tipo raro se alejaba del salón con un paso intimidante y marcado. Edgar podía oír a su costado como otros estudiantes mascullaban cómplices y entre risas algo como un "te habló tu crush". Se podía imaginar por qué la chica se puso tan nerviosa entonces.
Las mejillas de Edgar se cubrieron de rojo lentamente mientras más pensaba en ello, y no por lo que cualquiera creería, sino porque quedó en evidencia frente a todos sus compañeros de que había pensado que alguien de apariencia tan genial le dirigiría la palabra.
Tonto Edgar, ¿cómo fue capaz de pensar que captaría la atención de alguien de ese nivel social? Era tonto, si ese tipo tuviera su nivel económico o apariencia seguro que nadie le haría caso, ¿entonces por qué le preocupaba que creyeran eso? Ni siquiera él tenía la respuesta a sus propias preguntas, que al final se terminarían deformando al punto en el que su cerebro había empezado a darle un montón de pensamientos intrusivos.
Estúpidos millonarios, tienen el respeto que quieren siempre sin tener que luchar por él. A ellos siempre los tratan con más que decencia humana.
Gruñó, sintiendo molestia de cosas tan ridículas cómo aquellas. Después de algunos minutos más, el profesor regresó de su intento de comunicación. Este solo lo miraba fijamente, con una expresión de cansancio, molestia, e incluso preocupación.
—Te salvaste... —dijo el anciano mientras se quitaba sus lentes y apretaba el puente de su nariz—. Tus padres no contestan, seguro por estar trabajando en tu futuro.
Edgar no reaccionó a eso y solo soltó un suspiro de profundo alivio. Él siempre tenía en mente que sus padres nunca contestarían una llamada, pero era consciente de que algún día podría pasar y aquello terminaría en más que un regaño. Edgar sabía que ellos no estaban trabajando, pero estaban lo suficientemente fuera de sí para no poder escuchar el teléfono sonar.
El hombre soltó un largo suspiro.
—Tendré que hablar con el director de esto... —dijo, mientras la clase se mantenía silenciosa y obediente—. Por ahora, continuemos con la clase, ¿sí?
No había nada más que hacer, por lo que solo se acomodó preparándose para toda esa palabrería absurda que estaba por venir. Esos momentos de no prestar atención eran los únicos buenos momentos entre sus días de nubes lluviosas. Dibujando cosas silenciosamente en su cuaderno, Edgar alzó la mirada hacia fuera de la ventana a su lado, hacia el cielo grisáceo que nublaba sus mañanas.
A pesar de todo y sus pensamientos constantemente pesimistas, aún tenía un poco de esperanzas en su pequeño y magullado corazón, esperanzas que le decían que todo cambiaría, a su paso y eventualmente... Sin embargo, por otro lado, esas esperanzas iban perdiéndose entre más días pasaban. Edgar no sabía que sería de él una vez no haya nada por lo que sentirse esperanzado. Nada en lo que creer.
Cerró los ojos lentamente. Recargándose sobre su escritorio con cansancio.
Mañana será otro día.
. . .
—¡Hoy traje fresas con crema! —pudo oír una voz hablando a su lado, obligándolo a quitarse los audífonos para prestar atención. Normalmente no haría algo como eso por nadie, pero ella era una clara excepción.
—¿Nada más? —rió Edgar con un tono burlón, su amiga lo acompañó con una risa divertida—. Casi siempre traes toda tu nevera.
—Sí traje más, tonto —ella replicó sonriente, acomodando el tupper sobre sus piernas como si intentara presumir su almuerzo—. Pero es necesario hacer énfasis si me encantan las fresas con crema.
—Pero —Edgar alzó un poco su bufanda y cubrió más su rostro, pensando dos veces lo que iba a decir—... Son solo fresas... Partidas... Y con crema encima.
Sin embargo, ella ya lo estaba viendo con molestia. Específicamente con esa graciosa cara que hacía cuando quería hacer berrinche. Quería reír, pero tampoco quería desatar la ira de la chica, así que solo desvío la mirada a su celular, como intentando lucir interesante y frío.
—... No le veo lo especial.
—Lo especial se lo pone mi madre, tontito —respondió obviando las cosas que no eran obvias antes de acercar el tupper al rostro ajeno con emoción—. Mira, pruébalas, ¡saben deliciosas!
Edgar negó con la cabeza.
—No gracias, no tengo hambre.
—¿Cómo de que no? —la chica infló las mejillas molesta—. Para algo está el receso, por qué a esta hora da hambre.
Edgar rió antes de empujar un poco el gesto de amabilidad de su amiga, intentando concentrarse en un artículo aleatorio de internet que había buscado desesperadamente en un intento de parecer ocupado y distraído en otra cosa.
—Anda, solo una probadita —insistió—. Las hizo mi mamá con mucho amor.
—Colette, no insistas —el joven volvió a negar, y sin embargo la chica ignoró su petición y extendió la cuchara hasta la boca de Edgar, exactamente insistiendo—... ¡O-oye!
—¡Quítate esa bufanda fea y abre esa bocota grosera tuya! ¡Es una orden!
Apenas Colette le extendió más la cuchara, el joven retrocedió instintivamente, como si no fuera la primera vez que sucedía algo similar, y así, subió aún más su bufanda hasta cubrir su nariz, casi sus ojos.
Esto no se lo tomó para nada bien la chica, una joven de largos y desordenados cabellos albinos cuya expresión era tanto graciosa como tierna. Edgar quería no tomarse en serio el berrinche que ella estaba haciendo, pero pronto del puro enojo ella azotó su tupper con fresas sobre la mesa de la cafetería.
—¡No seas grosero, chamaco baboso! —gritó, poco importándole si estaban rodeados de otros adolescentes -o no-, para luego encimarse sobre su amigo con cierto grado de violencia e invasión. Ahora había una Colette abrazando violentamente a un patético chico de bufanda de rayas—. ¡NO TE NIEGUES A MI AMOR!
El grito que soltó aparte de romperle los tímpanos había sonado como el rugir de una bestia, el tono grave que ella había puesto sobre su propia voz solo lo hacía más gracioso. Sin embargo el chico comenzaba a sentir como su espacio era invadido cuando Colette le sacó el aire a al momento de apretujarlo contra ella. Edgar, molesto, comenzó a empujar a la chica en busca de quitársela de encima... Pero se sentía demasiado débil, no podía hacerle nada.
Era eso, o el hecho de que Colette era realmente fuerte.
La chica casi suelta otro rugido de bestia cuando vio a su amigo queriendo quitarla de encima suyo, porque claro, ese era el acto más ofensivo que podían hacerle a una dulce y tierna chica como ella.
—¡Colette, por favor! —intentó gritar Edgar con dificultad, se le estaba yendo el aire de solo hacer esfuerzo—. ¡No tengo hambre, deja de insistir, mierda!
—¿Ya viste lo escuálido que estás? ¡Debes comer algo! —la banca de aquella mesa de la cafetería comenzó a moverse de forma bastante inestable. Esto hizo a ambos amigos levantarse de golpe pensando que la romperían y sacarían los tornillos que la fijaban flojamente al suelo, solo por pelear de broma -no tan broma-.
Ambos se miraron un momento, sus hombros relajados ante el pequeño susto recibido. Con solo conectar sus ojos concordaron en no pelear más por el tema, pero Colette no había prometido no seguir intentando que Edgar comiese.
La chica volvió a sentarse en su lugar actuando como si no hubiera rugido hace unos segundos, totalmente adorable. Edgar aprovecho y se sentó sobre la mesa mientras volvía a ver su teléfono, el cuál no tuvo ni la oportunidad de apagar durante el pequeño enfrentamiento. Ahora tenía abiertos treinta anuncios que tomaría años cerrar gracias a la lentitud del aparato que ya estaba dando las últimas.
—Vaya escuela de mierda, ¿no? —susurró Colette para romper un poco el silencio que se había hecho en apenas un par de segundos—. Toda rota y fea. Ni las bancas del suelo aguantan estando en el suelo.
Ambos rieron. El chico agachó la mirada nuevamente.
—Hey. Sobre eso. ¿No el presidente había logrado restaurar el mobiliario de los de primaria? —preguntó Edgar apenas salió el tema. Inconscientemente recordando al tipo que se había aparecido horas atrás en su salón, y en seguida molestándose de recordar lo arrogante que se veía.
—¿Hablas del jefe del consejo? —Edgar asintió haciendo un gesto de mano, restando importancia a si era el jefe del consejo estudiantil o el presidente de los estúpidos—. Ese tipo nos va a salvar de la miseria.
—¿En serio crees eso? Nosotros ya vamos de salida.
Colette se encogió de hombros—. Tal vez, pero tal vez recibamos mejores eventos antes de graduarnos.
—Ugh... Sus eventos son ridículos y aniñados...
—Pero recolectan mucho dinero, y eso ayuda mucho —respondió Colette. Ya ni siquiera parecía seguir una conversación, solo lucía como que quería molestar y darle la contraria a su amigo—. ¿No es eso genial?
Edgar soltó un suspiro. Si fuera otra persona, ya le habría soltado un puñetazo, pero Colette era una obvia excepción a sus actos de odio por la sociedad.
—No es para tanto —odiaba pensar en ese tipo, más que nada por...—. Debe ser el típico engreído de mierda. De esos que se creer más que otros por su dinero y posición social —eso.
Colette sonrió, tal vez había sido suficiente. Solo lo dejó ir y siguió comiendo sus fresas con crema como si fueran el platillo gourmet más codiciado de París.
Pasaron un rato así, simplemente disfrutando la compañía del otro. Edgar seguía intentando hacer su teléfono funcionar correctamente y Colette comía metida en su mundo, como si no matara ni a una mosca. Molestar a Edgar era divertido, pero no llevarlo a tal punto del hartazgo. Si algo había aprendido Colette era a detenerse en el momento justo antes de molestar o desanimar a su amigo, y solo disfrutar su presencia diciendo nada pero apreciando todo.
Y así siguieron las cosas en completo silencio, hasta que Colette se atrevió a hablar de nuevo.
—¿Qué ocultas bajo tu bufanda?
Los escuálidos hombros del muchacho se tensaron de golpe al oír eso.
—¿De qué hablas?
—No soy tonta, Ed —susurró sin siquiera mirarlo a los ojos, pero mientras se dibujaba una tranquila sonrisa en su rostro—. Llevas rato subiéndote la bufanda como si ocultaras algo. Además, ni te atreviste a mirarme a la cara cuando te aplasté, ya ni enojado. ¿Qué traes ahí?
Edgar permaneció en silencio, como sudando frío ante la sola pregunta. Incluso si no tenía su mirada encima, se sentía cierto grado de presión sobre sus hombros.
—... Nada.
Ella se dignó a mirar a su compañero, alzando una ceja, tal vez demasiado, pero era Colette la que lo estaba haciendo. Y lo que Edgar temía ahora lo tenía.
Se quedaron así un par de segundos. Comenzó a ponerse nervioso, a tal punto de empujar gentilmente el rostro de la chica lejos de él, como intentando quitarse sus pesados ojos de encima. Ella rió, pero no cedió.
—Si no ocultas nada entonces no te molestaría quitarte la bufanda por mí, ¿verdad? —dijo al fin después de un largo raro, causando que el contrario solo soltase un quejido de molestia, para luego levantarse de golpe dispuesto a marcharse.
Sin embargo, la chica lo detuvo antes de que diera un paso más, tomándolo del brazo de forma invasiva. Y vaya que era fácil detenerlo, ni siquiera era lo suficientemente fuerte para pelear de vuelta y apartarse. Sin embargo escuchar un quejido de su parte alertó todos sus sentidos. Tal vez estaba insistiendo demasiado, pensó, pero no podía dejarlo ir así...
—Ed... Sabes que nunca te forzaría a nada, pero...
Edgar interrumpió—. Si no me quieres forzar, entonces sueltame.
—... Me preocupas...
Edgar rodó los ojos, jaloneando molesto -y adolorido- su brazo para apartarse de ella, sin éxito. Dejó de intentar una vez sintió un ardor recorrerlo, y solo miró fijamente al rostro de Colette.
Ella se levantó tras soltarlo, acercándose un poco solo para tomar los bordes de la bufanda y bajarla con gentileza.
El ambiente se puso tenso repentinamente, tanto que Colette ni siquiera se atrevió a decir nada.
Edgar tenía un labio roto y un enorme moretón en su mejilla izquierda. Además, rastros de sangre seca hacían acto de presencia en todo su rostro. Heridas que no habría notado si no hubiera retirado aquel anticuado pedazo de tela. Heridas presentes que enrojecían su rostro, ahora también enrojecían el pálido rostro albino de Colette, por la molestia.
—¿Quién te golpeó?
El menor desvío la mirada, se sentía invadido y atacado—... Los amigos de Charlotte.
Apenas escuchó el nombre de aquella desgraciada rodó los ojos mientras resoplaba con un profundo odio. Se separó del otro mientras hacía un gesto violento con los brazos, sus mangas revolotearon.
—¿¡ESA PERRA OTRA VEZ!? —dijo en un gritó, tan alto que resonó en toda la cafetería..., completamente vacía, por cierto. Su rostro se encontraba contraído en ira pura, enrojecido más de lo que era natural debido a la palidez de su piel. Normalmente era chistoso -de forma bonita-, pero ahora solo ponía ansioso a Edgar.
Con cierto grado de vergüenza, el chico asintió ante la pregunta como si fuera su madre la que lo estaba regañando, haciendo que en respuesta su amiga comenzara a recoger sus cosas mientras soltaba humo por las orejas.
—Qué... ¿Qué demonio estás haciendo?
—Voy a buscarla y a matarla —Edgar sabía que no tomar en serio a Colette era poner a prueba la veracidad de su palabra, teniendo solo de contraargumento; nada.
Así que se aproximó a ella y la tomó por los hombros intentando detenerla de cometer una idiotez de la que se iba a arrepentir -tal vez-. Ella respondió con un gruñido mientras intentaba empujar de vuelta al chico como si fuera una niña pequeña intentando luchar contra su padre.
Sin embargo, fueron repentinamente interrumpidos en su décima octava pelea del día.
—Hey, ustedes dos.
Una fuerte e imponente voz los había tomado desprevenidos, haciendo a ambos chicos dar un brinco del susto. Edgar volvió a subir su bufanda con rapidez y Colette sonrió inocente pretendiendo que no quería matar a nadie.
El temible tipo recién llegado pronto se cruzó de brazos y sostuvo el puente de su nariz por debajo de sus raros anteojos—. ¿Acaso no escucharon la campana? Retírense a sus clases, ya.
Los dos amigos miraron ciertamente intimidados a quién les gritaba demandante desde lejos; era un chico alto, muy bien vestido y con el uniforme color blanco, el especial para los alumnos que eran miembros del consejo estudiantil. Era albino al igual que Colette, pero parecía haber intentado tintar su cabello de negro varias veces. Usaba anteojos frente a sus filosos ojos silimares a los de una serpiente al acecho. Y sí, era el dichoso presidente de los estúpidos que Edgar había visto antes. Lamentablemente tuvieron la mala suerte de toparselo a él.
—Lo lamento, ya nos vamos —respondió su amiga en su lugar y tomó todas sus cosas junto a la mano de Edgar. Lo jaló con una combinación de nervios y amabilidad. Estaba seguro que sentía cómo sudaba por la sola presencia del tipejo ese.
El jefe en cuestión entrecerró los ojos y no se movió de su lugar hasta que los dos extraños amigos se encaminaron a la salida de la cafetería rápidamente.
—Háganme el favor de no repetirlo —los dos escucharon su voz por última vez antes de perderse por entre los pasillos.
Más tarde que nunca sus caminos se separaron, haciendo que se tuviesen que despedir para ambos seguir a sus respectivas aulas.
Ahora solo podía esperar otro regaño del profesor de turno solo por llegar tarde.
. . .
FINALMENTE, REESCRITO
~Soul
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