Lucas despertó la mañana de ese lunes como todos los demás lunes. Se vistió apresuradamente después de que el incesante sonido de su despertador lo sacara de sus mas profundos sueños, los cuales ya había dejando de lado para comenzar su rutina. 

Lucas era un niño delgado, de pelo negro encrespado y ojos azules brillantes. Tenía una hermana, de ojos igualmente azules y cabello rubio largo que usualmente se amarraba en dos coletas.

Su madre entro en la habitación pocos segundos después.

-Hoy es día de nieve, no hay escuela.-dijo la madre del niño apenas asomando su cabeza hacia dentro de su habitación con una mueca de asco. El chico se desbordó de alegría, rápida y torpemente, tomó su abrigo. Se puso unos gruesos guantes rojos y un gorro café.

Salió de su casa con su pequeña hermana Mary, abrió la puerta del obscuro y sucio garaje con dificultad, al abrirse una ranura estrecha, Mary entró y sacó un abollado y viejo trineo de color rojo descarapelado.

La niña puso el trineo en el suelo, se sentó en él y le dio a su hermano una pequeña cuerda que tenía una parte atada al objeto, Lucas tiró del trineo llevó a su hermana a la calle, donde más niños jugaban. Lucas alcanzó a ver de reojo a varios hombres vestidos de negro, pero al voltear a verlos, habían desaparecido.

A Lucas esto le pareció bastante extraño, se acercó al lugar donde había visto a aquellos hombres:

-Mary, quédate ahí- le ordenó a su hermana, quien hizo caso omiso y se levantó del trineo tomando el brazo de su hermano, ella había visto algo.

-No quiero, hay alguien ahí, metieron a Albert- dijo la niña, refiriéndose a un niño gordito y morocho, quien siempre estaba resfriado- en un auto.

Ambos caminaron temblorosos al lugar.

-Mierda, alguien nos vio- escuchó Lucas entre unos arbustos, para acto seguido, ver un cielo nublado, escuchar un grito de su hermana y quedarse dormido.