Capítulo 7 | Jefe

JEFE

Mi destreza física no era algo de lo que pudiera alardear. Mi golpe no fue suficiente para derrotar a mi contrincante, quien reaccionó agarrándome de mi camisa y lanzándome con una fuerza impresionante hacia unas sillas vacías. Choqué con ellas y las tumbé, acabando dolorosamente en el suelo.

—¡Roberto!

Mía no tardó en aparecer en mi campo visual. Se agachó y trató de ayudar a que me reincorporara. Pero necesitaba unos instantes para poder hacerlo.

—¿Conoces a este tipo? —preguntó con hostilidad el agresor.

Estaba listo para seguir arremetiendo contra mí. Intenté con torpeza colocar a Mía detrás de mí para que no sufriera ningún daño, sin embargo, resultó no ser necesario. Antes de que él pudiera llegar a nosotros, de la nada pareció un hombre vestido de negro que lo tacleó. Después, se unió otro a la escena y entre ambos levantaron al acompañante de Mía, manteniéndolo sometido con sus brazos adheridos a su espalda.

—Venga a pagar su cuenta y luego con gusto lo escoltaremos a su auto —le indicaron—. Su esposa ya debe estar esperándolo.

Perplejo con la situación, me puse de pie con el agarre de Mía todavía en mi brazo. Efectivamente, el sujeto entregó efectivo en la barra para posteriormente abandonar el bar con los escoltas.

—Ven, vamos a ponerte algo de hielo en la espalda —dijo Mía guiándome a la barra.

La seguí en automático, mientras trataba de descifrar lo que acababa de suceder. No había visto esos guardias antes y fue extraño que supieran sobre la esposa del cliente. ¿Acaso tenían relación con Mía?

Me sentó en un taburete, aún sin soltarme; casi como si creyera que podía salir huyendo en cualquier momento. El que atendía la barra se acercó.

—Dame hielo, Isma, por favor —le pidió con confianza.

—¿Por qué haces esto, Lucía? —susurré.

Ella no respondió de inmediato. Recibió lo solicitado envuelto en un trapo y lo puso en mi costado. La sensación fría me hizo dar un pequeño brinco.

—Aguanta —gruñó llevando mi mano al sitio para intercambiarla con la suya—. Lo más probable es que te salgan moretones y mañana te duela más. Deberías comprar una crema analgésica.

Sujeté el hielo donde quiso, pero de igual forma la miré expectante. A pesar de su disfraz, en esa distancia era clara para mí la imagen de la chica de la cafetería y del sofá. ¿Cómo era que alguien terminaba en su posición, vulnerable a recibir tratos desagradables? Nadie se merecía eso.

—No debiste regresar a este bar, mucho menos intervenir en mis asuntos —añadió—. Ve a dormir, Roberto.

—No podía no hacer nada.

—No soy una doncella que tienes que salvar —suspiró. Le hizo señas a Isma—. Pídele un taxi y asegúrate que se suba.

Antes de poder encontrar las palabras para detener su partida, Lucía dejó unos billetes en la barra y salió del local.

Esperé el taxi, conteniendo las ganas de obtener información del bartender. No sabía qué tanto estaba involucrado en el negocio donde se movía Lucía, así que preferí ahorrarme posibles problemas. Ya era tarde y necesitaba con urgencia desplomarme sobre mi colchón.

Conseguí un analgésico en la caja de primeros auxilios del apartamento de Gabriel. Con la suerte de no toparme con él, me tomé el medicamento y fui a dormir.

Ese fin de semana fue tranquilo. Lucía volvía a mi cabeza, especialmente durante su acto como Mía. Su preocupación en el bar pareció genuina, pero sabía que era un sentimiento que hubiera tenido por cualquier otra persona que hubiese decidido defenderla. Era normal; no porque se trataba de mí.

Decliné la invitación de Jorge de ir a jugar bolos, porque continuaba adolorido, e ignoré a mi hermano hasta que se cansó y me dejó tranquilo. Me enfoqué en realizar las labores hogareñas de costumbre y tener todo preparado para una nueva semana de trabajo. Estaba emocionado, ya que empezaría a tener más actividad.

El lunes salí del apartamento media hora antes. Decidí pasar por una cafetería y darme un gusto para variar la rutina. Me lo merecía, luego de la mala racha tan prolongada. Tenía un jefe que creía en mí, así que las circunstancias solo podían mejorar.

Me detuve en una esquina a esperar que el semáforo peatonal cambiara de color, cuando una camioneta negra se interpuso en mi camino. El vidrio ahumado del copiloto se deslizó hacia abajo, dejando a la vista un hombre de traje y gafas oscuras.

—Sube —ordenó.

Quedé paralizado de la confusión. ¿Qué podían querer conmigo? ¿Los había enviado la empresa textil para intimidarme?

Otro sujeto apareció a mi lado y agarró con fuerza mi brazo, haciéndole reaccionar.

—¿Qué es lo que quieren? —exigí—. No iré a ningún lado. ¡Suéltame!

Sin embargo, los músculos de ese gorila tenían más empuje que mi forcejeo. Abrió la puerta del vehículo y me empujó hacia dentro. Golpeó mis piernas en el intento de cerrar la puerta, lo que hizo que terminara de meterlas en la camioneta. No había acabado de reincorporarme, cuando se subió por la puerta contraria. Se oyeron los seguros y de inmediato nos comenzamos a mover.

Así de fácil, me habían secuestrado.

—Se equivocan de persona —dije.

—No lo creo, señor Rojas —respondió mi acompañante en el asiento trasero.

Busqué el seguro en la puerta para abrirlo y lanzarme si era necesario, pero no estaba a la vista. Empecé a darle golpes al vidrio.

—Por Dios. Deja el escándalo, ¿quieres? Solo te doy un aventón al trabajo —indicó el hombre sentado como copiloto.

—No pedí ningún aventón.

—Eso es obvio, imbécil.

Apreté los dientes para evitar replicar. No estaba en una situación para hacerlo.

—Bien, ahora que paraste con tu episodio de locura, cuéntame de dónde conoces a Lucía y cuál es tu relación con ella —agregó.

Me senté mejor al oír su nombre. El sujeto delante de mí miraba hacia la calle, todavía con sus lentes de sol, y el brillo de su reloj costoso captando mi atención.

—¿Quién eres? ¿El proxeneta? —inquirí.

El extraño soltó una carcajada y los otros dos lo imitaron.

—Eres un ingeniero gracioso. Qué rara combinación —dijo—. Lucía no es una prostituta. Parece que en realidad no la conoces.

Tenía razón. No lo hacía, así que estar en ese auto carecía de sentido.

—Solo la vi una vez en una fiesta. No tengo ninguna relación con ella —contesté—. Quiero bajarme aquí.

Le hizo una seña al chofer con su mano y el vehículo se estacionó. Se quitó los lentes antes de girar a verme. Su cabello era negro, con exceso de fijador, ojos claros y facciones que no eran autóctonas. Por eso también tenía un acento que desencajaba al hablar.

¿Con qué tipo de gente estaba involucrada Lucía?

—Y te sugiero que continúe así. Lucía no necesita ninguna distracción en su vida, mucho menos si es un ingeniero fracasado.

—¿Eres su jefe, o algo así? —quise saber.

—Soy muchas cosas, Roberto, así que obedece mi advertencia.

No flaqueé al sostener su mirada, pero sí sentí temor. Cada detalle a mi alrededor era un claro indicio de que se trataba de un hombre peligroso y adinerado. Una terrible combinación. Además, quien se creía con autoridad en la vida de Lucía.

Quitaron los seguros.

—Fuera de aquí —añadió.

Asentí y me bajé de la camioneta. Abracé mi maletín mientras los vi alejarse.

Demoré un par de minutos en orientarme. Cuando noté que solo estaba a dos cuadras de la empresa procesadora de alimentos, empecé a caminar hacia allí. Seguía un poco trastornado, pero no podía darme el lujo de llegar tarde.

Hice un esfuerzo por actuar lo más normal posible. Después de todo, compartir la vivencia que acababa de tener era una locura. Y tampoco había sido agredido, así que acudir a la policía seguramente iba a ser una pérdida de tiempo; una distracción que no necesitaba en mi segunda semana de trabajo. Mientras más pronto me desligara de lo relacionado con Lucía, mejor.

—Oigan, ¿han visto la propaganda de la serie que estrenarán este fin de semana en el canal ocho? —preguntó Jorge para iniciar una conversación durante el almuerzo—. La de asesinatos.

—Ay, no —se quejó Vanesa soltando la cuchara con la que había estado comiendo su sopa de tomate—. Esa propaganda es demasiado sangrienta.

—Tengo entendido que es sobre esposos que cometen asesinatos por sus esposas —agregó Luis—. Está más orientada hacia el público masculino, según vi. Por eso la propaganda es de esa forma.

—Eso se asesinar porque otra persona te lo pide, no es algo en lo que malgastaría mi tiempo viendo —comentó Vanesa—. Hay series con mejores propuestas.

—No es que las esposas se los ordenan, sino que surge una situación y los esposos lo hacen, como infidelidades, o herencias —siguió Jorge—. ¿Qué opinas, Roberto?

Dejé de remover la pasta al escuchar mi nombre. No tenía cabeza para participar en la conversación y para nada estaba siendo útil en mi intento de tranquilidad. ¿Y si el sujeto era la pareja de Lucía? ¿Y si descubría que me había acostado con ella y decidía vengarse? Conocía mi lugar de residencia y de trabajo.

—Mi ex me fue infiel. Quise destruirle la cara al tipo a golpes, pero jamás ocurrió, ni pensé en matarlo. Pero cada quien es diferente, y quizá otro hombre hubiera reaccionado distinto —solté lo primero que cruzó por mi mente y me puse de pie—. Permiso.

Ninguno dijo nada. Se quedaron observándome ante la nueva información bastante personal que había compartido, así que puede alejarme de la mesa sin ser detenido.

Después de botar los restos de mi almuerzo, rompí la ley del hielo y le envié un mensaje a Gabriel pidiéndole el número de Lucía. En la respuesta, solamente estuvo el contacto de ella, sin ninguna palabra adicional. Tampoco me molesté en agradecerle. Estaba claro que mi enojo continuaba intacto y que era inútil cualquier intento de acercamiento que pretendiera hacer.

Consciente de que no podía detenerme a considerarlo demasiado, por la delicada situación en la que podía encontrarme, marqué al número. Lucía contestó casi de inmediato, a pesar de ser un número desconocido.

—Diga.

—¿Lucía?

Hubo silencio. Obviamente mi voz era lo último que esperó oír del otro lado de la línea y casi podía escuchar cómo estaba considerando colgar.

—Un sujeto que te conoce casi me secuestra esta mañana —expliqué—. Tenemos que hablar. No sé si estoy en peligro.

Volví a recibir solamente su respiración como señal de que estaba allí.

—Bueno, quería hablar contigo antes. Quizá lo mejor sea ir a la policía y...

—Bien —me interrumpió—. Cuando salgas del trabajo, ve a la cafetería donde me conociste.

Sin esperar mi respuesta, colgó.

Guardé el celular otra vez en el bolsillo de mi pantalón. Respiré hondo un par de veces. Podía sentir mis palpitaciones algo aceleradas. En serio me encontraría con ella en unas horas y había sido más sencillo de ubicarla de lo que creí.

Y no era porque estuviera interesado en seguir interactuando con ella, sino porque en verdad me preocupaba mi seguridad. Ese tipo no me había dado buena espina y le pediría a Lucía que lo mantuviera controlado. Yo no quería problemas. Necesitaba que mi vida volviera a la normalidad, con un ingreso estable y solo la preocupación de tener cuentas que pagar. Una pareja llegaría sola, en el momento indicado, y con las características adecuadas.

Me encontré el resto de la tarde ansioso por salir. Terminé lo que tuve planeado para ese día y adelanté un poco lo del día siguiente. Mi jefe incluso me felicitó por mi nivel de proactividad. Sin embargo, mantenerme ocupado siempre era una estrategia efectiva para no saturar mi mente con pensamientos.

Demoré casi una hora en llegar a la cafetería. No obstante, al entrar pude visualizar casi enseguida a Lucía en una de las mesas. Ya tenía un café frente a ella y se distraía ojeando una revista. Yo no había vuelto a ir a esa cafetería desde el día que la conocí.

Me acerqué, descartando la idea de pedir mi propio café. No era una cita, sino una reunión para obtener explicaciones y luego marcharme para siempre.

Alzó la mirada antes de que alcanzara la mesa. Mantuvo una expresión seria.

—Buenas tardes —saludé.

Ella asintió como respuesta y cerró la revista. Se reincorporó y esperó a que me sentara. Su cabello era corto y negro, como el de Mía, mas su vestimenta consistió en una camiseta unicolor y unos jeans. Bastante sencillo. Quizá su estilo real.

—No estás en peligro —dijo—. Solo tienes que dejar de entrometerte y de coincidir conmigo.

—¿El hombre de la camioneta es tu...?

—Jefe —aclaró con un suspiro—. Un jefe que a veces se entromete demasiado.

—Pero dijo que no es tu proxeneta —murmuré.

Lucía primero se sorprendió ante mi suposición y luego se inclinó hacia adelante para también hablar en voz baja.

—Yo no soy una prostituta. ¿Gabriel te dijo eso?

—Entonces, ¿qué eres? Porque no entiendo nada. Te acuestas conmigo, todas las noches vas a ese bar con un hombre distinto y un tipo me obliga a subir a una camioneta para amenazarme.

—No son todas las noches. —Le dio un sorbo a su café—. Mira, sé que vives en tu propia burbuja. Y lo que hago para subsistir no define quién soy, así que tu pregunta está mal formulada, señor ingeniero prodigio.

—Lo de prodigio está de más. —Volví a echarme hacia atrás. Tal vez necesitaba tener un poco más de tacto. No estaba allí para hacerla enfadar—. Disculpa si te ofendí.

—Está bien, Roberto. Yo lo que hago es conseguir clientes para los locales de mi jefe y hacer que consuman, gasten dinero, e inviten a más personas. Los acompaño y gano una comisión de las ganancias.

No había escuchado a nadie que se ganara la vida así. No le encontraba mucho sentido.

—¿Gabriel te pagó para que te acostaras conmigo? —pregunté. Necesitaba que también respondiera a eso, aunque significara terminar de destruir mi ego masculino.

—El favor fue coquetear un poco y ya. Subirte el ánimo. —Se puso de pie—. Me acosté contigo, porque quise y tú igual. Ya está.

¿Eso significaba que yo le parecía atractivo?

Lucía agarró su revista y su bolso; lista para irse.

—Espera —dije abandonando la silla, a pesar de no tener claro cómo continuar con la conversación. No quería que se fuera todavía.

—Me encargaré de que Santiago te deje en paz —declaró—. Y tú deberías perdonar a tu hermano. Te deseo mucho éxito.

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