Capítulo 25 | Billetes

BILLETES

Decidí no preguntarle a Lucía sobre la fotografía. No quise arruinar esa noche casi perfecta. Casi, porque no se quedó a dormir. Ni tampoco lo hizo el resto del fin de semana.

El viernes, delineé con paciencia, una y otra vez, cada línea de su cuerpo, hasta que acabó de derretirse entre mis brazos. Deseé ser el ganador de un suministro ilimitado de noches como esa. O de noches como las del sábado y domingo, en las que me dejaba desarmado y a su completa merced. Con su mirada malvada y mordiscos juguetones. En las que el lado racional se iba de paseo y sus uñas en mi piel encendían un fuego distinto. Uno al que quizás siempre sucumbiría, aunque doliera.

Definitivamente, el tema de la fotografía lo iba a hablar con Gabriel. Solo por salir de dudas —aunque prefiriera no hacerlo— debido a la pequeña posibilidad de que fuera cierto y el no estar seguro de cómo tomarlo. De cómo ser capaz de seguir frecuentando a Lucía con esa verdad confirmada rondando en mi cabeza. De imaginármelos y de la posibilidad de que volvería a suceder respirándome en la nuca.

De todas formas, disfruté al máximo mi tiempo con Lucía. Con ella, el presente tenía más protagonismo que el futuro. Y así el lunes llegó. Otra semana. Otra serie de rondas y parámetros por registrar.

—Parece que tuviste un buen fin de semana —comentó mi jefe al verme ingresar a la oficina—. Has sonreído mucho hoy.

Su observación hizo que mis labios que curvearan por un momento. Coloqué el reporte sobre su escritorio y me dirigí a mi escritorio.

—Estuvo bien —repliqué.

Había sido la primera vez que veía tan seguido a Lucía y no todo se reducía a sexo. Hubo risas, anécdotas y películas; estaba abriéndose conmigo.

—Qué bueno. Mi consejo es que aproveches tu juventud y no te obsesiones con el trabajo —concluyó.

Tomó el reporte y empezó a revisarlo. Sabía que también luego iría a hacer el mismo recorrido que yo, aunque no lo hubiera compartido conmigo. Lo hacía desde que descubrimos que alguien estaba alterando mi trabajo. Que lleváramos unos días sin anomalías no me tranquilizaba y a él tampoco.

Me ocupé revisando mis correos y repasando la actualización de una normativa de calidad. Pronto habría una inspección y la empresa se preparaba para renovar varios certificados.

Boada se fue y después de unos minutos decidí hacer café. Mientras me servía una taza, tocaron la puerta ya abierta. Al girar, me encontré con la licenciada de recursos humanos acompañada por dos guardias de seguridad. Eso no podía ser señal de algo bueno.

—Necesito que salga de la oficina, señor Rojas —indicó ella.

Regresé la taza medio llena a su sitio—. ¿Pasó algo?

—Solo salga —intervino el de seguridad.

Ellos terminaron de ingresar y yo hice lo que se me ordenó, permaneciendo en la entrada para observar. Cualquier resto de la emoción por mis avances con Lucía, fue reemplazada por intranquilidad.

—Adelante —instruyó la licenciada.

Mientras uno de los guardias se quedó cerca de mí, el otro empezó a revisar mi escritorio. Le entregó cada documento a la licenciada y ella se encargó de examinarlos a la vez que él se ocupó de abrir los cajones. Hurgó y sacó el contenido de ellos, incluyendo mi celular y agenda personal.

—¿Puede decirme qué sucede? —volví a preguntar.

Ninguno respondió.

El guardia encendió una pequeña linterna y se agachó para revisar el espacio bajo el escritorio. Tanteó con sus manos y con un ajá arrancó algo. Al reincorporarse, mostró frente a él un fajo de billetes.

No tenía idea de cómo había llegado eso allí, pero su presencia no me dejaba en una posición agradable.

—Eso no es mío —dije, como si fuera a servir de algo.

—Seguro que no —replicó con sarcasmo el guardia cercano a mí.

—Es mejor que no diga nada, señor Rojas —sugirió la mujer—. Va a tener que venir con nosotros mientras llega la policía.

—¿La policía? —inquirí estupefacto.

—Sí, recibir dinero para sabotear a la procesadora y posiblemente atentar contra la salud de los consumidores es un hecho grave.

—Yo no... Eso no tiene ningún sentido.

Como di unos pasos dentro de la oficina, mi custodio agarró mi brazo con firmeza y me haló hacia atrás.

—Conserve la calma y colabore —indicó.

—¿Qué están haciendo? —dijo la voz de mi jefe. Terminó de recorrer la distancia faltante y se plantó a mi lado—. Suéltelo.

—Encontramos dinero, José. Es robo, o soborno. Debe venir la policía a investigar.

El ingeniero posó su atención en el efectivo y arrugó el rostro—. ¿Crees que, si de verdad él es el saboteador, va a dejar su pago aquí, así como así?

—Lo que yo crea no importa. La investigación lo determinará. No puede pasarse por alto lo que Beatriz está diciendo ahora. —La licenciada dejó los documentos sobre la mesa y solo mantuvo en su poder el dinero—. Vamos.

—Quédate tranquilo. Todo va a aclararse —me aseguró Boada.

—Por favor, que le avisen a mi hermano —pedí.

El guardia tiró de mí cuando la licenciada había tomado la delantera.

Con molestia, me zafé de su agarre de un halón—. Yo puedo caminar solo.

Tuve que pasar por la vergüenza de ser escoltado a través de varios pasillos de la compañía. Mantuve la mirada fija al frente y apreté mis dientes, esforzándome por ignorar los cuchicheos de los espectadores. De nuevo estaba sucediendo.

Permanecí poco tiempo bajo la supervisión de los guardias. El rato pasó mientras la licenciada realizaba varias llamadas en el corredor, a quien vi del otro lado del cristal de la puerta. Policía, abogados, Ministerio del Trabajo, Gerente de Recursos Humanos, Director de la Sucursal, prensa, y la lista de posibilidades podía seguir.

¿Beatriz había mencionado mi nombre, o solo que tenía un cómplice en la procesadora? ¿Quién había puesto ese dinero en mi escritorio? ¿Desde cuándo? ¿Por qué inculparme a mí? ¿Por mi historial?

La policía fue más amable. Citaron mis derechos, pero no me esposaron, ni trataron como un criminal. En la estación, me tomaron la declaración y luego me instalaron en una celda para esperar lo que vendría después.

Creí que el escándalo de la contaminación del río iba a ser lo peor en mi carrera, sin embargo, estar detenido era otro nivel de puntos negativos en mi hoja de vida. Otra mancha grande. ¿Y si de todas formas me despedían aunque se aclarara mi inocencia? ¿Yo podía continuar trabajando en un lugar en el que dudarían de mí siempre, y tendría que estar alerta todo el tiempo? Parecía que la ronda de envío de currículums iba a ser retomada.

Con un suspiro, hice uso de la cama metálica. Me senté a esperar apoyando la cabeza de la pared. Divagué pensando en Lucía y yendo un poco más atrás.

Qué curioso cómo el rumbo podía cambiar de manera tan drástica. El fin de semana había sido perfecto y ahora estaba por perder mi estabilidad laboral y quizá libertad. Cuatro años atrás tuve todo planeado en mi vida, pero resultó ser una ilusión.

Ya sintiendo la vista pesada, me sobresaltó el ruido de la puerta del fondo abriéndose. Me reincorporé. Para mi sorpresa, se trató de un policía guiando a Lucía hasta mí.

—Cinco minutos —dijo el oficial antes de retirarse.

Me levanté y acerqué a los barrotes.

—Todo se resolverá. Me estoy encargando de ello —informó.

No obstante, lo único que me importó fue poder sujetar sus manos y verla allí conmigo. Había venido por mí.

—Yo no acepto sobornos de nadie. No sé cómo llegó ese dinero a mi escritorio.

—No tienes que explicarme nada. Yo sé quién eres —respondió.

Acercó su rostro más a los barrotes y sucumbí a la tentación de darle un beso.

—Gracias —murmuré.

—Gabriel está buscando un abogado y yo haré mi parte a mi manera. Aprovecha de descansar un poco y de pensar en mí.

No pude preguntarle qué era precisamente lo que haría, porque el policía regresó por ella. No me quedó de otra que volver a recostarme contra la pared y confiar. A medida que transcurría el tiempo, mi mente no paraba de darle vueltas a lo sucedido. ¿Podían meterme preso? ¿Era normal el trato que me estaban dando?

Cuando empecé a sentir hambre, el policía vino por mí. Abrió la celda.

—Salga. Retiraron los cargos —indicó.

—¿Cómo?

—¿Quiere pasar la noche aquí?

Negué y obedecí la instrucción.

Después de que me devolvieran mis pertenencias, me encontré con Lucía esperándome cerca de la salida. Mi hermano también estaba con ella.

—No puedo irme de viaje sin que te metas en problemas —dijo Gabriel luego de abrazarme—. Vamos a comer algo. Debes estar hambriento.

A través de las puertas de cristal noté que ya había anochecido. Lucía se acercó para tomarme de la mano.

—Lo lamento —murmuró sin dar una explicación más amplia.

Pese a mi intriga del por qué de su disculpa y de cómo la procesadora había llegado a la conclusión de retirar los cargos, seguí a ambos al exterior de la estación de policía. Estacionada en el borde de la acera, había una camioneta negra que reconocí. Santiago tenía hacia abajo la ventana del copiloto. Saludó de mala gana para consecuentemente subir el vidrio e irse.

Miré a Lucía. Eso no había sido una coincidencia.

—Estaba involucrado, al igual que Jorge. Quería quebrar la procesadora para comprarla —explicó. Y salpicarme a mí en el proceso, por mi cercanía con Lucía.

—Es un genio —señaló mi hermano.

Lo fulminé con la mirada. No podía estar hablando en serio.

—Lo digo pensando imparcialmente —agregó.

—¿Qué le ofreciste para sacarme de aquí? —cuestioné.

—Iré por el auto —intervino Gabriel antes de dejarnos solos.

Lucía cruzó los brazos de forma defensiva—. ¿Qué estás pensando que le ofrecí?

—Sé que nada sexual. Yo ya sé quién eres —repliqué. No volvería a cometer ese error.

Su expresión se suavizó—. Acepté llevar a Mario a su fiesta de compromiso, a cambio de que te dejara a ti y a la procesadora en paz. Beatriz cambió su declaración.

Si Santiago utilizaba esa clase de artimañas para sacarme de su camino y comprar una empresa por debajo de su precio, la fotografía e historia que me contó sobre Lucía y Gabriel debía ser otra de sus mentiras. No dudaría de ellos.

—¿Podemos ir por Mario y cenar los cuatro? Compláceme por hoy —pedí.

De todas formas, anticipé una negativa de su parte, con el argumento de que eso era lo que hacían las parejas y nosotros no éramos una. Sin embargo, accedió a que lo fuéramos a buscar. 

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