Capítulo 20 | Celos

CELOS:

Durante el resto de la semana me encontré dos veces más con Lucía. Fueron encuentros momentáneos, fogosos y sin adentrarnos en capas personales más allá de las necesarias. Era más sencillo así. Más acorde a las razones por las que iniciamos ese acuerdo. El fin no era una relación con los compromisos que eso acarreaba, sino ser un escape. Ella de su presente, y yo de mí pasado.

No me atreví a ir mucho más allá de eso, pese a haber una parte de mí que lo deseara. Lucía y su trasfondo merecían mucho más que conversaciones banales y lujuria. Sin embargo, yo carecía de la valentía en ese punto para empujar más allá. Ya no estaba seguro de desear un espacio en su realidad. No importaba lo sentimientos que podía tener hacia ella, eso no era suficiente.

Ese sábado decidí salir a trotar. Esperaba que dar ese paseo y esforzar mi cuerpo de otra manera sirviera para ordenar mi cabeza. Terminé, sin darme cuenta, en los alrededores del apartamento de Lucía. Me topé con un parque bastante concurrido, con amplias áreas verdes y senderos por recorrer. Decidí explorarlo.

Otras personas también habían decidido pasar ese día al aire libre. Paseadores de perros, grupos haciendo picnics o practicando algún deporte sencillo, y otros ejercitándose. El sol estaba oculto por las nubes y hacía una brisa fresca. Mariposas revoloteaban entre las hojas de algunos árboles, lo que contribuyó a mi búsqueda de tranquilidad. No obstante, incluso en medio de esa atmósfera, Lucía halló la forma de colarse en mis pensamientos.

El martes quizá la vería de nuevo para seguir ideando cómo evitar los sabotajes en la procesadora y que quisieran inculparme. Luego de lo acontecido el lunes, opté por no tocar el tema por unos días. Por suerte, por los momentos, ningún otro hecho sospechoso había sucedido.

Llegué a una fuente hecha de piedra oscura, con una estatua en el medio conformada por peces que escupían el agua que circulaba. A su alrededor, yacían bancas para sentarse. Y, como si se tratara de una aparición creada por mis pensamientos, allí se encontraba Lucía; con las piernas cruzadas, viendo a lo lejos y con audífonos puestos. Su aspecto era calmado, ignorando por completo al sujeto reclinado hacia ella, observándola sin disimulo y seguramente pretendiendo iniciar una charla.

La molestia se asomó en mí, creciendo con cada paso que daba en su dirección. Casi estando allí, listo para hacerle ver a ese desconocido que ella no estaba sola, Lucía se puso de pie y se agachó extendiendo los brazos. En el siguiente segundo, Mario entró en escena, corriendo hacia ella, con una flor en sus manos.

Lucía lo abrazó y el sujeto no fue capaz de despegar los ojos de su trasero. Sentí vergüenza ajena y me cuestioné cuántas veces mi propia madre había experimentado una situación así solo por acompañarme al parque. Incluso le insistí a Laura para que tuviera su auto y así evitar esas incomodidades.

Llegué a ellos.

—Buenas tardes, querida —saludé.

Lucía, quien ya se había quitado los audífonos, me miró sorprendida.

—¿Querida? —cuestionó con gracia.

—Sí, disculpa la demora. —Le tendí la mano para ayudarla a levantar, la cual, por fortuna, aceptó. Después, coloqué el brazo alrededor de sus hombros y señalé otra banca—. ¿Qué tal si nos sentamos por allá?

Lucía me miró lista para sacarme de mi obvio episodio de locura, no obstante, quizá notando la súplica en mis facciones, o comprendiendo lo que pretendía hacer, que era alejarla de ese depredador, siguió mi sugerencia. Puso la mano en el hombro de su hijo para llevarlo con nosotros.

—Estás sudando —murmuró ella, mas sin apartarse aún.

—Lo siento.

—Te estoy siguiendo el juego de novio protector, porque está Mario. No porque necesito que me etiquetes como tu propiedad para que me respeten.

Nos sentamos en la banca. Ella sostuvo en sus manos la flor que le regaló Mario y le dio permiso de perseguir mariposas en el espacio frente a nosotros.

—Disculpa si te molestó lo que hice —dije.

—Hace tiempo aprendí que prestarle atención a tipos así, es una pérdida de tiempo.

—Supongo que terminan acostumbrándose —murmuré.

—Lamentablemente, sí. Es lo que toca —replicó, sin apartar ni por un instante la vista de Mario, ni de parar de hacer rodar el tallo de la flor entre sus dedos—. ¿Qué haces aquí?

—Salí a caminar. Estar aquí es una coincidencia.

—¿No dirás que es el destino? —rió.

Me relajé un poco, percibiendo que ya estaba de mejor humor.

—A ti jamás te diría eso. Lo tengo claro.

—Bien.

Nos quedamos en silencio vigilando a Mario. Pero no fue uno incómodo como la última vez, sino tranquilo. A Mario, además de los dinosaurios, parecían llamarle bastante la atención las mariposas. Cerca de él, se escabullían entre los arbustos. Consiguió atrapar a un par, solo para contemplarlas por unos instantes y luego dejarlas ir. Su risa se volvía sonrisas en mi rostro y una sensación de calidez en mi interior. Era un niño feliz disfrutando del mundo a su manera.

Después de un rato, se quedó tendido sobre el césped, mirando el cielo. En eso, se oyó un ladrido agudo, pero él no le prestó atención. Sin embargo, yo sí noté al perro de pequeña estatura que se dirigía hacia él. Podía no ser un peligro, mas, de todas formas, me levanté por instinto y fui de prisa hacia él.

El perro, de rizos y pelaje blanco sucio, arrastraba su correa y unos metros más atrás venía quien debía ser su dueño. El adolescente no iba a llegar a tiempo. Levanté a Mario del suelo antes de que el perro lo alcanzara y lo sostuve contra mi costado.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmado al principio.

El perro llegó a nosotros y olisqueó mis zapatos. Le pisé la correa para que su dueño pudiera atraparlo.

—Es solo un poodle —señaló Mario.

—A Roberto le dan miedo los poodles —dijo la voz de Lucía ya estando junto a nosotros.

—Pueden comportarse como dinosaurios si te toman desprevenido —argumenté.

—¿Qué es desprevenido, mami? —preguntó el niño.

—Cuando no ves lo que está pasando —le respondió.

—Lo siento mucho —se disculpó el dueño ya sin aliento deteniéndose frente a nosotros. Sujetó la correa, pero también prefirió tomar al perro en sus brazos para llenarlo de besos—. Muchas gracias por atraparlo.

—Trata de tener más cuidado la próxima vez —pedí.

—Está bien, no pasó nada —le aseguró Lucía al adolescente.

—Ya me puedes bajar —dijo Mario—. El poodle no me comerá.

—Sí, claro. —Lo puse en el suelo—. Eres más valiente de lo que creía.

—Sí, por eso ya no duermo con mi lámpara encendida.

El dueño del perro se volvió a disculpar antes de marcharse. Mario avisó que tenía hambre y me ofrecí a ir por unos helados, ya que antes de la fuente había visto a una señora vendiendo. Uno ácido para Mario, otro dulce para Lucía, y uno de vainilla para mí.

—¿Roberto?

Oír mi nombre me hizo girar. Jorge estaba parado fuera de la fila, también vistiendo ropa deportiva.

—Hola, ¿cómo estás? —saludé acercándome y maniobrando con los tres helados entre mis manos. Lo bueno era que tenían tapa.

—Bien. No sabía que te gustara tanto el helado —comentó.

—Eh, no. No son todos para mí.

—Ya veo. ¿Estás en una... cita? Vanesa me contó que te vio con una chica el otro día. Me alegra.

Dudé sobre cómo responder. No era una cita. Con Lucía, nunca era así. Además, había sido producto de una casualidad y estábamos con su hijo.

No tuve que contestar, porque vi a Lucía caminando hacia nosotros con Mario.

—Tenemos que irnos. Mario quiere ir al baño —indicó.

Jorge miró de ella hacia mí, para luego repetir otra vez la acción.

—¿No es la chica del bar? —preguntó sin importarle que Lucía estuviera escuchando.

—Se llama Lucía —dije, como si pronunciar su nombre le diera más valor.

—Sí, soy yo —contestó ella igualmente. Le tendió la mano, mientras le sonrió—. Un placer.

Jorge le estrechó la mano, con expresión de extrañado, pero demorándose más de la cuenta en soltarla—. Me llamo Jorge.

—¿Nos vamos entonces? —intervine, desagradado por cómo Jorge la veía.

—Sí. Déjame ayudarte con un helado. —Lucía tomó el suyo, ya que con su otra mano tenía agarrado a Mario—. Hasta luego, Jorge.

También me despedí y esperé a casi estar saliendo del parque para expresar mi molestia.

—¿Qué fue eso?

—¿Qué cosa?

—Tanta amabilidad.

—Te recuerdo que no puedes estar celoso —dijo. Cuando no respondí, suspiró—. No fue nada. Quizá yo pueda sacarle información de alguna forma.

—Mami —la llamó Mario tirando de su mano.

—Sí, corazón. Ya casi.

Lucía comenzó a caminar más rápido hacia el restaurante en la mitad de la cuadra. Entró con Mario y yo decidí esperar afuera. Comencé a comerme mi helado.

Unos minutos después, volvieron a salir.

—Misión cumplida —me informó él con una sonrisa.

—Excelente. Aquí está tu helado.

Lo abrí para él y se lo di.

—Muchas gracias —indicó con incluso más emoción.

Como la acera era amplia y estaba vacía, y su apartamento se encontraba al cruzar en la esquina, Lucía lo dejó avanzar unos pasos por delante de nosotros.

—No quiero que Jorge piense que puede...

—No puedes controlar los pensamientos de los demás, Roberto —me interrumpió ella—. No estoy diciendo que haré algo. Todavía ni sé cómo. Pero ser amable, que nos viera juntos, y subestimarme, es una ventaja. Sé que sigue vinculado con Beatriz, ¿por qué mentir?

—¿Que nos viera juntos no es mas bien una desventaja? —inquirí.

Lucía sonrió con astucia—. No para un personaje como él. Le gusta competir y si yo muestro interés, estando con alguien como tú, será un buen alimento para su ego.

Era intrigante cómo su gusto por la actuación se ligaba a su trabajo y a la vez se extendía hacia la habilidad de descifrar de esa manera a las personas. De poder definirlas y usar eso a su favor. No, no necesitaba que nadie la protegiera. Ella había podido subsistir por su cuenta y lo seguiría haciendo sin mí.

—¿Alguien como yo? —me atreví a preguntar, sintiéndome de cierta forma diminuto.

Lucía, en su papel de atormentarme, me dejó con la intriga por unos largos instantes. Solo respondió cuando nos detuvimos frente a la entrada del edificio donde vivían.

—Escúchame bien, porque no pienso repetirlo. —Le tomó la mano a Mario y me encaró—. Eres atento, inteligente y atractivo. Cualquiera sería afortunada de estar contigo. El mundo lo ve, así que tú también deberías verlo.

Abrí la boca para reaccionar a sus palabras tan halagadoras. Si yo era todo eso, ¿por qué esforzarse por mantenerme al margen? No obstante, sacó las llaves de su bolso y se dirigió a la entrada del edificio.

No me moví. Se detuvo en los primeros escalones, jugando con las llaves y giró a verme.

—¿Quieres subir? —invitó—. Haré café.

Accedí, siendo consciente de que quizá no era algo que se repetiría pronto. Ya dentro del apartamento, Lucía lo primero que hizo fue llenar un florero con agua para colocarlo en medio de la barra. Mario salió corriendo a su habitación.

—¿Te gustaría comer un poco de pasta? Quedó del almuerzo y le calentaré a Mario —dijo Lucía.

—Con el café está bien. Gracias —respondí tomando asiento en el sofá. El lugar estaba más ordenado que la última vez.

Desde mi puesto, la vi poner a funcionar la cafetera y sacar de la nevera una vianda para calentarla en el microondas. En medio de eso, su celular sonó.

—Dime —dijo al contestar—. En el parque.

Teniendo la corazonada de saber de quién se trataba, se fui a sentar en el taburete frente a ella. Sus ojos se posaron en mí. Había molestia en sus facciones, pero me fue imposible escuchar lo que le decía la otra persona.

—Depende de si la niñera está disponible —continuó—. Bueno, en treinta minutos.

Colgó.

—Era Santiago, ¿verdad?

Lucía ignoró mi pregunta y volteó para abrir la compuerta del microondas. Tomó un plato hondo para niños y sirvió las sobras de pasta en él.

—Sí era Santiago —concluí por mí mismo.

—Necesita que hablemos de un asunto, así que lo mejor será que te bebas tu café y después te vayas —replicó.

Llamó a su hijo. Mario vino corriendo hacia enseguida y lo acomodó en la silla para niños. Luego, puso frente a él el plato de pasta y le dio un tenedor de plástico sin filo. Mario empezó a comer.

—¿Viene para acá? —pregunté.

—Claro que no. Alguien vendrá a buscarme. —Lucía sacó de la nevera un jugo de cartón y también se lo puso a su hijo—. Hoy vendrá Susan a cuidarte, tesoro. ¿Qué te parece? —le informó al niño.

—¡Sí! —exclamó él—. Podré colorear con ella.

Lucía sonrió y depositó un beso en la cima de su cabeza. Después, fue a servir dos tazas de café.

—¿Por qué tienes que ir si te llamó tan inesperadamente? —cuestioné cuando ya tuve mi taza frente a mí.

Era el padre de su hijo y, aunque no hubiera nada romántico entre ellos, me molestaba el hecho de que tuviera el poder de convocarla de esa forma. Por eso se había tomado las libertades de querer alejarme con intimidación y con aires de ser su dueño.

—Es mi jefe y tenemos unos temas importantes que tocar —explicó.

—Pero no creo que... —Me contuve cuando entrecerró su mirada. No, no iba a aceptar quejas de mi parte—. ¿Puedo ir contigo?

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