Capítulo 2 | Desconocido
DESCONOCIDO
No pude negarme. Me dijo que se llamaba Mía y fue a sentarse en nuestra mesa. Y mi hermano, ya habiendo hecho de las suyas, se fue con la excusa de que tenía una cita. A pesar de lo irreal que lucía esa situación, ya no podía retractarme. Tuve que ocupar mi asiento frente a esa chica y revivir momentos universitarios, solo que no era Laura a quien quería impresionar.
—Sabía que tenías cara de cerebrito —dijo Mía observando atenta cómo trabajaba en resolver el primero.
No estuve seguro de si su intención había sido halagarme. Según Gabriel, el adjetivo sexy era el que debía instalarse en la mente de una mujer al vernos; eso nos daría el éxito. Sin embargo, esa no era mi aspiración. Estaba seguro de que esa no sería la principal palabra que Laura hubiera utilizado para describirme.
—Si quieres los comparamos con los que hiciste —sugerí.
Había colocado la libreta y las hojas húmedas a un costado de la mesa. Agarraba su nuevo café con ambas manos.
—No es necesario. No creo haber hecho un buen trabajo —contestó. Le dio un trago a su bebida caliente—. Lo bueno es que ahora podré echarle la culpa a un desconocido si salen malos.
Su explicación me causó gracia. Sonaba como si más bien le hubiera hecho un favor al tropezar con ella.
—Me llamo Roberto —dije—. Y no tendrás que echarme la culpa de nada, porque estarán bien.
No había estado los primeros veinte minutos repasando cómo nombrar cadenas de hidrocarburos para que obtuviera una mala calificación.
Ojeé hacia ella. La había hecho sonreír.
—Roberto es un lindo nombre.
Sentí mi garganta secarse. Esa era una línea de coqueteo de las que Gabriel me sugirió. Podía ser un comentario casual, pero Mía se había quedado mirándome fijamente, sin titubear, y con una intensidad que empezó a ponerme nervioso. No era un bar, ni una fiesta de solteros, sino una cafetería y un choque inesperado con resultado anormal.
—Perdón, no quiero incomodarte —añadió cuando no pude responder.
—No, para nada. Está bien. Mi madre tenía buen gusto.
Tragué grueso y volví a enfocarme en enumerar carbonos. ¿Acaso le parecía atractivo? ¿Era posible que, luego de acompañar a Gabriel a sus reuniones esperando un nuevo flechazo de cupido, terminara obteniéndolo por esa chica?
—No... no conozco a muchas personas aquí. De hecho, solo salgo con mi hermano... —me atreví a mencionar con el corazón acelerado.
No perdía nada intentando. Intuía que me estaba dando las señales adecuadas para hacerlo. Hacía rato había dejado de estar molesta y me estaba prestando demasiada atención con sus ojos cálidos y sonrisa ladeada.
—¿Me estás invitando a salir? —me interrumpió—. ¿Eso es lo que tratas de decir?
No pareció incómoda ante esa posibilidad, a pesar de que solo supiera mi nombre, que Gabriel era mi hermano y que era bueno para la química; sino más bien lo había dicho con un tono retador. Ese suéter no tenía nada que ver con su personalidad desafiante.
—No. Digo, sí, pero... —Llené mis pulmones de aire buscando la confianza de la que carecía—. No lo malentiendas. Eres linda, pero no quiero que pienses que me estoy aprovechando de la situación, o algo así. Puedes ser una salida normal, en un lugar muy público. Como amigos.
No estaba mirándola a la cara, y aun así era consciente de cómo estaba haciendo un desastre verbal. Dejar en claro que no quería que sintiera que la estaba abordando de forma brusca, era como admitir que sí estaba pensando que hacía justo eso. O peor, que no me interesaba en lo absoluto.
Pero ese no era el caso. En el futuro, después de compartir y de conocernos mejor, quizá podía existir el escenario de un nosotros como pareja. Como podía ser con cualquier mujer con la que me cruzara y sintiera el mismo interés por mí. Siempre y cuando superáramos todas las etapas previas. Claro, si era que ella estaba interesada en algo serio y no en algo de una noche. ¿Y cómo saberlo? No podía preguntarse de inmediato y ya. Tampoco quería sonar desesperado, porque no lo estaba. ¿Por qué tenía que ser tan complicado?
—¿Quieres que sea tu amiga? —cuestionó.
Que lo dijera ella lo hizo sonar patético. Éramos adultos, no niños de primaria. Una amistad surgía y ya, no se pedía como si se tratara de un favor. Y, además, en el fondo yo no estaba tan interesado en tener una amistad femenina, mucho menos de esa manera. Gabriel iba a burlarse de mí.
No, no estaba listo todavía. No servía para eso.
Solté una risa leve para aligerar mi vergüenza.
—Olvídalo. Derramé tu café y tuviste que quedarte aquí para que resolviera los ejercicios. No tienes que decir ninguna excusa. Entiendo que no quieras volver a verme. No tienes motivos para hacerlo —repliqué.
Le puse la tapa a mi bolígrafo y lo guardé en el bolsillo interno de mi chaqueta. Ya había terminado con los ejercicios. Acomodé las hojas y las deslicé hacia ella.
Volvió a empujarlas hacia mí—. Anótame tu número y déjame decidir a mí.
A pesar de haber sido mi primer pensamiento, no cometí la tontería de preguntarle si estaba segura. Mía no fue quien me dio su número, pero que me pidiera el mío también era una victoria y eso generó una emoción que llevaba tiempo sin experimentar. Todavía era capaz de ser de interés para alguien del sexo opuesto y no necesité de la ayuda de Gabriel para lograrlo.
Saqué el bolígrafo de nuevo y escribí mi número. Se despidió depositando un beso en mi mejilla y con la promesa de vernos pronto. La sensación de estar flotando, con mi ego por fin inflado, se mantuvo conmigo por el resto de la noche y fue otra razón por la que me costó conciliar el sueño.
El día siguiente, antes de preocuparme por refrescar la información básica de la empresa procesadora de frutas, lo primero que ocupó mi mente fue revisar si tenía algún mensaje de Mía. La ausencia de noticias de ella, la justifiqué concluyendo que era demasiado pronto. Ya tenía mi número, así que el siguiente paso era el inicio del confuso juego de seducción. Si era que ella también estaba soltera y de verdad se había sentido atraída por mí.
Luego de darme un baño, antes de ponerme mi traje especial para entrevistas, me detuve un momento a examinar mi reflejo.
«Cara de cerebrito», así había descrito mi rostro. Tenía ojos claros heredados de mi abuelo y uno que otro tinte de mis genes europeos, pero no me parecía intelectual. ¿Había sido por la barba que demoré en afeitar, pero con la que lidié esa mañana? ¿Por qué le había dado a Mía esa impresión? ¿Sería prudente preguntarle cuando la volviera a ver? ¿Por qué no se me ocurrió cuando lo comentó?
Tenía que estar atento y preparado para ese encuentro. Sabía que no volvería a tener pronto otra ventana así. Ya estaba claro que la fórmula de Gabriel no servía conmigo.
—No, Roberto. Todavía no te adelantes —me dije a mí mismo.
Y era cierto. Todavía ni siquiera me escribía.
Decidí sacar a Mía de mi mente por el resto de la mañana. Tenía que concentrarme en mi entrevista y en causar una impresión sobresaliente. Eso necesitaba lograr para conseguir el trabajo. Camino al lugar en transporte público, repasé las respuestas a las posibles preguntas que me harían. No fue complicado hacerlo.
Al llegar, me presenté, recibí mi pase y me senté en una sala a esperar junto a otros aspirantes que también habían aprobado la etapa inicial de la selección. No me mortifiqué buscando detallarlos y adivinar su edad y cantidad de experiencia. Eso no ayudaría. Mostrar seguridad era importante y eso lo conseguía con la mente fija en mis propios logros.
—Señor Rojas —me llamó la empleada de Recursos Humanos que tenía la lista en su poder.
Me levanté y la seguí a través de la puerta por el pasillo del que había salido. Me guió hasta la entrada de una oficina, donde me esperaba mi entrevistadora. Una mujer que debía doblarme la edad, con gafas para leer y cabello rizado. Al avanzar hasta el otro lado de su escritorio, noté la etiqueta con el diminutivo de licenciada antes de su nombre.
—Mucho gusto, licenciada Rodríguez —saludé extendiendo mi mano.
Ella apretó mi mano y me dio los buenos días antes de pedirme ocupar asiento. Ese fue un buen inicio. Cortés y confiado. ¿Por qué no podía ser así en otros ámbitos?
Frente a ella tenía unas hojas desplegadas. Se inclinó un poco hacia adelante para poder ojearlas y a la vez producir un ambiente más confiable.
—Según vi, no es de la ciudad. ¿Cómo se siente con la decisión de mudarse aquí? —cuestionó.
No tenía que ver directamente con el cargo, ni con mis habilidades, pero era igual de relevante. Mi estabilidad lo era.
—Bien. Más grande que donde crecí, pero me alegra poder estar más cerca de mi hermano. Tenemos cuatro años siendo solo nosotros dos y la familia es importante para mí.
Ella asintió. Parecía que le había agradado la respuesta.
—También vi en su experiencia laboral que tiene un vacío de casi un año, ¿ese es el tiempo que lleva sin trabajar?
Esa era una de las interrogantes que esperé recibir. Tanto tiempo podía ser una luz roja.
—No es así, solo sin ejercer mi profesión. Como fueron trabajos esporádicos que no aportan a mi crecimiento profesional, preferí obviarlos.
—Ningún trabajo honesto debe ser objeto de vergüenza, ingeniero.
—Lo sé —contesté. Sabía cómo recuperarme—. Siempre aprendo todo lo que pueda del lugar en el que estoy, sin embargo, para simplificar, y como sé la cantidad de candidatos que deben tener, decidí dejar lo más relevante.
Lo que podía causar más angustia en una entrevista es que nunca se estaba seguro de si las respuestas que dabas eran las correctas, o no. No darían el puntaje después y señalaría cuáles fueron los errores. Simplemente volvían a llamar, o no. No obstante, tenía práctica manteniendo el control sobre mis nervios en esas circunstancias. En otras, no tanto.
Pero, la expresión de mi entrevistadora y que no hiciera hincapié en el tema, podía tomarse como que estaba satisfecha. Y fue una forma de destacar mi eficacia.
—¿Por qué un graduado de Cum Laude renuncia al trabajo en el que quedó fijo al terminar las pasantías, para comenzar en otro fuera de la ciudad y renunciar a ese nuevo trabajo unos meses después?
La interrogante que no podía faltar.
—Encontré un horario más flexible y mejor sueldo, pero tengo valores éticos muy arraigados y no estaba de acuerdo con cómo manejan las políticas ambientales. Hice un informe, no estuvieron de acuerdo conmigo y preferí renunciar. Luego hubo un escándalo mediático y la clausuraron.
—¿Por eso se mudó aquí? ¿Para no estar envuelto en esa situación?
Negué—. No, fue por asuntos personales. Yo respaldo mis acciones y obedecí los procedimientos y reglamentos. Nada va a salpicarme.
El resto de la entrevista continuó fluyendo bien. Después de esas preguntas puntiagudas, el resto se basó en mi formación y aspiraciones como profesional. Hice hincapié en mi intención que crecer dentro de una empresa íntegra que velara por el bienestar de sus trabajadores y de la comunidad donde radique. Nada me ataba a mi lugar de residencia anterior, y no me negaba a echar raíces en la misma ciudad donde vivía mi hermano.
Salí de las instalaciones con la esperanza de ser contactado pronto para avanzar a la siguiente etapa, en la que sería entrevistado por mi jefe directo. Ya ese sería el último paso para ser contratado, o no.
Me senté en la parada del bus, aliviado por haber terminado con esa entrevista. Según mi percepción, lo había hecho bien. El resto dependía de en qué punto estaba con relación a los demás aspirantes.
Era casi mediodía y había quedado con Gabriel para almorzar juntos. Tenía que esperar por el transporte que me dejaría cerca de su trabajo. Tuve que vender mi auto y ya me había acostumbrado a estar sin él.
Desde la banca que ocupaba, podía observar las personas que cruzaban la plaza del otro lado de la calle. Era llana, con suelo de terracota colonial y una fuente funcional. Lucía como un espacio agradable en el cual estar. No había estado en ese lado de la ciudad.
En mi campo visual se atravesó una mujer caminando por la acera. Llevaba una falda corta y pantimedias negras que terminaban en el interior de sus botines de tacón. Su cabello llegaba casi a la altura de su mandíbula y avanzaba con prisa. Reconocí a la chica de la cafetería.
Me tomó un momento decidir si era prudente acercarme. ¿Y si en realidad no estaba interesada y por eso todavía no me escribía? Abordarla en la calle podía resultar extraño, incluso alarmante. Y no quería que pensara mal de mí. Ni asustarla.
Sin embargo, ¿qué tan probable era tener la suerte de coincidir de nuevo con ella y justamente el día después de conocerla?
Mi duda sobre cómo actuar se vio sacudida cuando noté que Mía cruzó la calle. Completamente ajena a su entorno —o fingiendo que era así—, ignoró las bocinas de los autos que la veían pasar. Hombres, por supuesto. Cómo aborrecía ese comportamiento carente de autocontrol.
Mía se detuvo en el otro extremo de la parada, con los brazos cruzados contra su pecho y revisando la hora en el reloj de su muñeca. En ningún instante ojeó en mi dirección; cosa de lo que estaba seguro porque yo no había podido dejar de mirarla. Quería que me notara y tuviera la iniciativa de saludarme.
Continuaba llamando la atención y recibiendo señales de ello. Y más allá de estar interesado en ella, me daba vergüenza ajena con los individuos de mi género. Porque yo fui criado por mi madre para mostrar respeto y sabía lo mal que podían pasarla las mujeres con ese acoso callejero. Por eso le insistí a Laura para que comprara su vehículo.
—¿Mía? ¿Eres tú? —dije como si acabara de darme cuenta de que estaba allí.
Ella no reaccionó de inmediato, y por un instante creí que no me había escuchado. No obstante, luego ojeó en mi dirección. No obtuve la respuesta esperada.
—Me estás confundiendo con otra persona.
Antes de que pudiera recuperarme de mi sorpresa, porque estaba seguro de que era ella, Mía se colocó unos audífonos. Me quitó la oportunidad de replicar y no pude hacer más que acomodarme en mi asiento y seguir esperando el transporte, resignado a haber fallado de nuevo.
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