XXX. EARNED IT.
R
Fue instantáneo. Verla inclinarse sobre la ventanilla para mirarme provocó que toda la sangre que tenía en el cuerpo se empezara a acumular en cierta parte del mismo, creándome una sensación de querer salir del coche para hacerle el amor sobre el capó; la sonrisa que me dedicó me confirmó que estaba disfrutando de todo aquello. Eso tenía que ser una buena señal, ¿no?
Me pasó la bolsa de viaje que llevaba al hombro por la ventanilla y yo la tiré a los asientos traseros mientras observaba cómo abría la puerta y contemplaba ese vestido en todo su esplendor; parecía saber cuáles eran mis planes, ya que su vestuario me gritaba por cada hebra de hilo que se lo arrancara sin más ceremonias. Contuve la respiración a duras penas y procuré tranquilizarme; un dolor en la entrepierna me informó que mi cuerpo había decidido tomar las riendas por su cuenta y quería dejarme en evidencia delante de Genevieve. Mantuve la vista clavada al frente mientras sujetaba con fuerza el volante, observando cómo se ponían blancos mis nudillos.
Tragué saliva cuando se cruzó de piernas, con evidente deleite.
-Sería mejor que nos largáramos ya –me confió y, aunque no la miraba, supe que estaba sonriendo-. Mis padres no tardarán en llegar.
Arranqué en silencio el coche y la música que tanto le gustaba a mi padre inundó todo el interior; me mordí el interior de las mejillas, apresurándome a apagar el dichoso aparato y metiendo primera, quizá con demasiada brusquedad. El coche dio un ligero tirón cuando apreté el acelerador y mascullé algo que ni yo mismo entendí; no estaba acostumbrado a moverme por Princeton y no podía evitar sentir un cosquilleo en la nuca, como si alguien estuviera vigilándome.
Me había visto en la obligación de tomar prestado este coche de mi padre porque Giulietta llamaba demasiado la atención allí. Mientras bajábamos la calle que salía de aquel barrio, un Ferrari de color rojo subió a toda pastilla por la carretera, provocando que Genevieve se pusiera rígida sobre su asiento.
Puse la mano sobre la palanca de marchas, evitando colocarla sobre su rodilla.
-¿Todo bien? –pregunté, sin atreverme a mirarla a los ojos-. Parece como si hubieras visto a una falsificación de tu bolso favorito de Gucci…
Mi broma le arrancó una diminuta sonrisa. Sin embargo, se calzó unas enormes gafas de sol que le tapaban medio rostro, sin decir nada.
Seguí conduciendo en silencio, preguntándome quién iría dentro de ese coche para haber puesto tan nerviosa a Genevieve. Hice memoria, tratando de recordar qué modelo de coche usaba Marcus Clermont; tras varios minutos forzando a mi cabeza, logré acordarme de un comentario despectivo que hizo mi padre sobre el Bentley que normalmente usaba Clermont para desplazarse cuando iba con su familia y no quería usar su limusina habitual.
Me relajé cuando llegamos al Centro, pero aquella sensación no duró mucho cuando fui consciente de lo que se me venía encima: lo tenía todo preparado. Había dejado al cargo a Ken y él me había asegurado que todo estaba a punto para nuestra llegada; mi primo tenía alma de romántico, en cambio yo… Bueno, digamos que era más de acción que de pluma, papel y poesía.
Enfilé el Mercedes hacia la entrada que daba al garaje subterráneo e introduje mi tarjeta para abrir sus puertas; las ruedas del coche chirriaron contra el suelo mientras maniobraba para aparcar en mi plaza asignada. Era la primera vez que ponía un pie en aquel edificio tras la reglamentaria charla que recibí por parte de mi padre cuando cumplí los dieciocho; cogí la bolsa de viaje de Genevieve y me apresuré a sostenerle la puerta mientras ella trataba de salir del coche con aquel maldito vestido que me estaba poniendo enfermo. Y no en el buen sentido, precisamente.
Nos dirigimos hacia los ascensores en silencio. Silencio que se prolongó hasta que llegamos a la última planta; esa zona había sido reservada exclusivamente para personalidades tan importantes como el hijo del presidente… o de uno de los cónsules. De haber sido hombre, Genevieve también habría tenido allí su propio apartamento.
Le sostuve la puerta mientras ella pasaba con cautela, como un cervatillo asustadizo. No tenía ni la menor idea de lo que podía esperarme en el interior de aquel apartamento porque Ken me había asegurado que estaba todo bajo control… bajo su control; apreté la mandíbula con fuerza al ver la estampa que me había montado Ken en la pequeña plataforma que había donde reposaba un viejo piano que mi madre había comprado en una tienda de segunda mano de su viaje a Italia, cuando fue a visitar a su familia. Sin embargo, la habían apartado para colocar una mesa rectangular que parecía sacada de la película “La Dama y el Vagabundo”; Kendrick parecía haber decidido basarse en las raíces italianas que teníamos para montar todo aquel espectáculo.
-Voy a dejar tu bolsa en la habitación –le informé a Genevieve, evitando deliberadamente mirar de nuevo a aquella escena.
Ella no contestó, quizá noqueada por aquella bofetada de cuadros blancos y rojos. De haber sido nosotros cualquier otra persona, hubiera podido permitirme invitarla a un restaurante cualquiera, mucho más interesante que aquel despliegue de… no sabía ni cómo denominarlo. Me prometí a mí mismo matar a Ken con mis propias manos en cuanto lo tuviera delante de mí y, al dejar la bolsa de viaje sobre la cama, me fijé en que había un pequeño papel doblado pulcramente y lo cogí con cuidado; dentro podía leerse la elegante letra de mi primo donde me informaba que había escondido mi sorpresa en el primer cajón de mi mesita de noche. Se me había formado un nudo en el estómago que se vio acrecentado cuando abrí el cajón correspondiente y me quedé mirando como un idiota aquella cajita de color borgoña; las dudas me golpearon con fuerza ante las posibilidades que se me planteaban en aquellos momentos.
Mi primo era mucho más romántico que yo, de eso no cabía ninguna duda, y conocía bastante bien cómo conquistar a una mujer; cuando le había explicado que quería darle a Genevieve un obsequio por su cumpleaños y por demostrarle que estaba más que dispuesto a dejar atrás mi pasado, Ken me había dado una aburridísima charla sobre lo que debía esperar de mi promesa y lo que esperaban las mujeres de ese preciso tipo de promesa.
Me metí a toda prisa la cajita en mi bolsillo de la americana que llevaba y volví al salón, donde Genevieve se había acercado hacia la mesa y la estudiaba con recelo, al igual que el resto de la casa. No había visto en mi vida el apartamento de Patrick, pero seguramente el suyo tendría más encanto que éste; aquella era la primera vez que ponía un pie literalmente en aquel sitio. Mi madre había sido la encargada de darle un poco de personalidad a aquellas cuatro paredes frías y yo no me había opuesto en absoluto, dejando que hiciera lo que le viniera en gana.
El resultado, a simple vista, era bastante acogedor. Había escogido todo de manera que hubiera cierta armonía entre tanto color cálido; también se había empeñado en llevar allí el piano que había comprado en Italia, tratando de convencerme de que le diera uso… como cuando tenía cinco años.
-¿Acaso los hombres tenéis una obsesión enfermiza con las cenas románticas? –me preguntó entonces Genevieve, desviando la mirada de la mesa hasta clavarla en mi rostro-. Siempre recurrís a ello.
Me quedé paralizado. ¿Qué demonios tenía que responderle a eso? Aquello había sido todo idea de Ken y yo… bueno, simplemente no había hecho nada. Absolutamente nada. Pensé que había metido la pata hasta el fondo hasta que vi la enorme sonrisa que se había formado en el rostro de Genevieve.
-No lo sé –farfullé.
¿Habrían estado cenando cuando Ken la había llamado para pedirle ayuda? Seguramente Patrick hubiera usado sus influencias y contactos para conseguir una mesa en cualquier restaurante exclusivo de la ciudad para intentar dejar sin palabras a Genevieve; no podía evitar sentir un poco de envidia por ello. De haber tenido oportunidad, yo también habría hecho lo mismo. O quizá la hubiera llevado al cine.
Cualquier cosa que pudiéramos hacer en público y sin tener que vernos a escondidas casi como dos criminales.
Genevieve se paseó con lentitud hasta acercarse a mí. Su perfume me golpeó de lleno, recordándome en las dos ocasiones que había tenido la oportunidad de dormir con ella, con su cuerpo pegado al mío y…
Mis pensamientos se detuvieron de golpe cuando su mano recorrió suavemente su brazo, en un gesto de duda. Sus ojos azules le brillaban con la poca iluminación que había dentro del apartamento.
-¿Ha sido idea tuya todo esto? –inquirió en voz bajita.
«Bueno, lo cierto es que ha sido idea de Ken. Yo no soy de hacer estas cosas…», era la respuesta correcta.
Me rasqué la nuca.
-Podría decirse que sí –fue lo que respondí.
Su dedo índice me recorrió la solapa de mi chaqueta, provocándome. Parecía haber estado preparándose para hacerme sufrir, para darme una lección… y vaya si lo estaba consiguiendo. Todo aquello del vestido, el perfume y actitud tan inalcanzable estaban causando estragos en mí. En todo mi cuerpo, para ser exactos.
Quería ponerme a gimotear como un niño pequeño, caer de rodillas delante de ella y suplicarle que me perdonara. Incluso confesaría lo que había sucedido en aquella discoteca, en los baños, con Elsa.
-¿Has cocinado tú? –siguió interrogándome, con aquel aire coqueto y seductor que tan bien le estaba funcionando.
Tragué saliva con esfuerzo. Debía parecerle patético con aquella cara de bobo que tenía y sin mi habitual chispa y rapidez a la hora de responder o actuar; su pregunta hizo que yo mismo me preguntara qué demonios habría para cenar aquella noche. Ken había dispuesto varios platos cubiertos con un cubreplatos de metal sobre la mesa, aguardando pacientemente a que los devoráramos. Si no decidía hacerlo yo primero con ella…
«Calma, joder –intenté tranquilizarme a mí mismo-. Pareces un puto perro en celo». Pero, por mucho que me lo repitiera, no funcionó del todo. Aunque sí me permitió recuperar cierto control.
-¿Ganaría puntos si dijera que sí? –logré articular con un timbre de socarronería.
Parecía como si se hubieran invertido los papeles. Genevieve estaba disfrutando de todo aquello y solamente faltaba que se relamiera por la forma en la que me estaba haciendo sufrir.
Había creído firmemente que todo aquel asunto de la cena sería pan comido y que, antes siquiera de llegar al postre, las cosas volverían a ser como antes. Era evidente que estaba más que equivocado: Genevieve aún estaba resentida conmigo por todo lo que le había hecho pasar y estaba más que dispuesta a devolvérmelo de aquella forma.
La sonrisa de Genevieve me hizo sospechar que las cosas iban a ponerse peor para mí.
-Depende de cómo estuviera –ronroneó.
Un escalofrío me recorrió toda la columna vertebral al escuchar su tono de voz. Se parecía muchísimo al que usaba Elsa cuando buscaba conseguir algo, pero sin ser tan exagerado.
Me forcé a sonreír con cierta altanería aunque por dentro estuviera temblando como una hoja.
-Entonces caerías a mis brazos rendida de nuevo –bromeé, controlando que no me temblara la voz y me pusiera en evidencia.
Genevieve echó la cabeza hacia atrás, mostrándome su cuello con toda perfección, para soltar una sonora carcajada.
-¿Tan seguro estás de esa posibilidad? –me preguntó y, bajo ese tono burlón, advertí que lo ponía seriamente en duda.
Me crucé de brazos y la sonrisa desapareció de su rostro. Había tocado un tema sensible y todo aquel intento de flirteo que habíamos mantenido hasta hacía escasos segundos; el ambiente se cargó de golpe y yo entrecerré los ojos.
En este caso, lo mejor era hacer un rápido cambio de tema que pudiera salvar la noche antes de que fuera a peor.
-¿Quieres una visita turística por mi maravilloso apartamento? –le propuse, esbozando una media sonrisa.
Genevieve recuperó ese aire que había mostrado desde que la había visto aparecer con aquel modelito y ladeó la cabeza. Sus ojos azules habían perdido parte de su brillo y, aunque trataba de ocultarlo, parecía haberse puesto nerviosa por algo.
-Por supuesto –aceptó de buena gana.
Empezamos por el salón. Era un espacio amplio que tenía una zona de comedor al fondo, junto a los enormes ventanales que daban al parque que había en el Centro; me entretuve inventándome una laboriosa historia sobre dónde había conseguido el resto de muebles y ella, aunque no me creyó en absoluto, tampoco dijo nada al respecto. Después pasamos a la cocina, que era demasiado funcional y se veía a simple vista que nadie la había usado; en el dormitorio tuve que mostrárselo a toda prisa antes de llegar a las escaleras que subían a la azotea. De algo de lo que tenía que sentirme orgulloso de aquel apartamento era del piso superior: mi madre me había informado que mi apartamento asignado podía unirse con la planta superior. Inmediatamente le dije que aceptaba.
Estudié la reacción de Genevieve cuando subimos el último escalón y llegamos a la planta superior, que mi madre la había convertido en un hibernadero-piscina. Ken parecía haber pensado en ello, ya que había dispuesto por toda aquella planta velas aromáticas que le daban un aspecto mucho más… íntimo. No pude evitar sonreír cuando vi que se había quedado boquiabierta. En aquel sitio hacía calor, lo que convertía la atmósfera en algo pesada e incómoda.
-¿Tienes tu propia piscina? –y, sin previo aviso, se echó a reír.
Fruncí el ceño.
-¿Qué te hace tanta gracia? –mascullé.
-Me parece sorprendente que en un sitio como éste puedas tener tu propia piscina –respondió, cesando de golpe las risas-. Ni siquiera Patrick tiene algo… así.
Enarqué una ceja.
-¿Estás insinuando algo?
Genevieve se abanicó con su mano mientras desviaba la mirada a propósito.
-Es precioso –no se me pasó por alto aquel cambio de tema, pero no insistí-. Te transmite tanta paz…
-Y calor –añadí casi mascullando.
Genevieve me sonrió y se apartó el pelo hacia un lado.
-Me encantaría tener un lugar así –suspiró, dándose media vuelta-. Mi casa, en estos momentos, no es mi sitio preferido…
En su tono había cierto resquemor. ¿Qué es lo que había sucedido en aquellos días que no nos habíamos visto? Genevieve se mordisqueó el labio con nerviosismo, echando a perder su brillo de labios; no encontraba una posible respuesta… ¿Y si había descubierto algún secreto importante de su familia? Era obvio que nuestras familias escondían multitud de secretos. Algunos gordos.
No se conseguía un acceso al poder de aquella forma. Antes de llegar al consulado, mi familia había invertido en distintos campos que aún manteníamos: restaurantes, casinos… En cambio, los Clermont, uniéndose a la familia Young, habían logrado un impresionante patrimonio que se había dedicado a la investigación; sin ir más lejos, la tía de Genevieve poseía uno de los más importantes laboratorios dedicados a la obtención de nuevos fármacos. Ambas familias cubríamos distintas inversiones, a parte de la política.
-Luego podríamos subir aquí –le propuse-. Es perfecto para ver el cielo estrellado y… -me callé de golpe cuando pillé a Genevieve mirándome asombrada.
-¿Quién eres y qué has hecho con el R maleducado, pretencioso y mujeriego que conozco? –preguntó y ambos nos echamos a reír de buena gana.
El semblante preocupado que había mostrado antes al hablarme de su casa había desaparecido por completo. Pero ahora era yo el que estaba nervioso; notaba el peso de la caja golpeando mi cadera con cada movimiento, recordándome que, en algún momento de la noche, tendría que dársela y aguardar su respuesta.
Regresamos de nuevo a la planta de abajo y nos quedamos mirando la mesa con aire dubitativo.
-Sería una pena desperdiciarla –comentó Genevieve, refiriéndose a la comida. O eso quise creer.
-Aún tienes que caer rendida a mis pies tras probarla –le recordé con una sonrisa traviesa.
Se giró hacia mí frunciendo los labios y me dio un ligero manotazo en el bíceps. Me quedé sorprendido por aquella respuesta por su parte; era el primer contacto que tenía con ella desde el domingo. Aquello me puso más nervioso aún, pero fingí que me enfadaba y me acerqué dando grandes zancadas hacia la mesa.
Genevieve no tardó en seguirme, con una amplia sonrisa en su rostro; ocupó elegantemente una de las sillas y me observó mientras yo la imitaba. Apoyó ambos codos sobre la mesa y su sonrisa centelleó a la luz de las velas.
-¿Cuál es la primera sorpresa? –preguntó.
Hice un aspaviento con la mano señalando los distintos cubreplatos de metal que cubrían. No tenía ni idea de su contenido.
-Compruébalo tú misma –la reté.
Genevieve me lanzó una rápida mirada mientras destapaba uno de los platos que había en su lado de la mesa. Se le escapó un gemidito y volvió a mirarme, esta vez emocionada y un poco apabullada.
-¿Ha sido una casualidad que hayas elegido como primer plato risotto? –me preguntó, encantada.
No supe qué responderle.
Parecía haber abandonado por completo su papel de exnovia vengativa que pensaba hacerme sufrir y ahora parecía una adorable niña de diez años a la que le habías comprado su dulce favorito; me di cuenta que, cuando sonreía, se le marcaban ligeramente los hoyuelos o que se le formaban arruguitas en las comisuras de sus ojos. ¿Cuántas cosas más desconocería sobre Genevieve? Ambos habíamos acelerado mucho las cosas, sin darnos oportunidad de conocer los datos más básicos el uno y el otro. Sin embargo, aquel peso en el corazón se mantenía en su sitio.
Al igual que el nudo en el estómago.
Observé con una auténtica sonrisa cómo se llevaba un poco a la boca y en cómo disfrutaba saboreándolo. Después aquellas imágenes se distorsionaron un poco al recordar aquel vestido que llevaba y que dejaba más que claro que no llevaba nada debajo, al menos sujetador.
-Podría vivir alimentándome de esto toda mi vida –me confesó, dándole un sorbo a su copa de vino.
Me incliné hacia ella sobre la mesa, incapaz de dejar de sonreír.
-¿Aceptas entonces caer rendida a mis pies después de haberlo probado? –le pregunté.
Mi intención era que comenzáramos a flirtear de nuevo. Era la única forma que tenía de mantener la situación más o menos controlada por encontrarme en un elemento que sabía cómo funcionaba y porque no sabía hacerlo de otra forma; aquella era mi primera cita formal con una chica que me interesaba de verdad. En otra ocasión, y siendo otra persona, me habría acercado a ella, habría coqueteado un poco y habría conseguido metérmela en los pantalones.
Pero con Genevieve no quería hacer las cosas así. Le había prometido que cambiaría y eso mismo era lo que estaba intentando.
Genevieve se metió otro bocado en la boca y me observó en silencio mientras masticaba. Esperaba que mi pregunta no la hubiera incomodado; era cierto que le había prometido que, de salir las cosas mal en aquel fin de semana que acababa de comenzar, la llevaría de regreso donde ella quisiera. Confiaba en no tener que cumplirla y que las cosas salieran bien
-Veamos cómo trascurre la cena y ya veremos –contestó, zalamera.
No sabía cómo tomarme sus últimas palabras, pero opté por preguntarle por su infancia. Me vino a la mente el vídeo que me había mostrado mi madre de cuando Ken y yo éramos niños y salíamos haciendo una guerra de arena junto a las hermanas Clermont; Genevieve no parecía recordarlo y yo no quise sacar el tema por el hecho de que su hermana mayor, Hannah, había muerto varios años más tarde.
El peso de la cajita pareció duplicarse conforme pasaban los segundos y los temas de conversación se nos acababan. Íbamos por el tercer plato y estábamos hablando sobre cuáles eran nuestros gustos musicales favoritos cuando decidí lanzarme de cabeza.
-El domingo fue tu cumpleaños –dije, fingiendo que lo recordaba de golpe.
Ella asintió, pero no parecía muy ilusionada con el tema.
-Fue un día muy importante para mí –comenzó y miró inconscientemente su mano. Al menos había tenido el detalle de quitarse el anillo-. Pero también fue muy duro.
Enarqué ambas cejas con curiosidad.
-¿Y eso por qué? -¿recordáis el dicho de «La curiosidad mató al gato»? Bien, pues a mí debían darme de hostias por ello. No pude contenerme a preguntar.
Genevieve bajó la mirada.
-Mi hermana mayor murió cuando tenía diecisiete años –me confesó en un susurro, como si le costara hablar de ello en voz alta. O conmigo.
Vale, eso no me lo había esperado en absoluto. Palpé el bolsillo donde guardaba a buen recaudo aquella dichosa cajita y me animé a mí mismo a continuar; Genevieve parecía haberse sumido en sus propias reflexiones y, tal y como me había prometido yo mismo, la quería entre mis brazos antes del postre.
Traducido: aquel era el momento perfecto.
Saqué a duras penas la cajita borgoña y la deslicé con suavidad por la mesa hasta que se detuvo al lado del codo de Genevieve; ella levantó la mirada un segundo para mirarme a mí y, después clavarla en aquel maldito cuadrado de terciopelo.
-¿Qué es esto? –inquirió.
-Mi regalo de cumpleaños atrasado y mi promesa de compromiso –le informé y vi cómo su rostro mudaba a un gesto de desconcierto e incredulidad-. Vamos, ábrelo –la animé.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top