XVIII. SHAKE THAT BRASS.

R

Salir de la mansión de los Clermont fue más fácil de lo que había creído. Cuando se me ocurrió la arriesgada idea de presentarme allí para disculparme con Genevieve por mi comportamiento, creí que intentar entrar en aquella mansión sería algo imposible, como si en vez de ir a la mansión del cónsul Clermont tuviera que presentarme en alguna cárcel de máxima seguridad. O en un nido de hienas, dispuestos a saltarte al cuello a la menor oportunidad.

Bajé la mirada y me calé mejor la gorra que llevaba cuando me crucé con un tipo que tenía aspecto de querer coserme a balazos de saber quién era. Sin embargo, aquel debía ser mi día de suerte: únicamente recibí una mirada desdeñosa por su parte, como si fuera una alimaña.

Desbloqueé los seguros de Giulietta y me tomé unos segundos para poder recobrar el control. Nunca antes me había visto en una situación así… Joder, nunca antes me había presentado en casa de ninguna chica para pedirle mis más sinceras disculpas; por lo general, solía visitar los rincones que tuviera más cerca para poder disfrutar de la compañía femenina y luego despacharlas, sabiendo que nunca más las volvería a ver.

Apoyé mi nuca sobre la almohadilla del reposacabezas del coche y solté un suspiro de derrota. Pero mi pequeño descanso no duró mucho porque mi móvil empezó a sonar de manera escandalosa.

Fruncí los labios con desagrado cuando leí el nombre de la persona que me llamaba en la pantalla.

Elsa.

Dudé unos segundos, sopesando la posibilidad de no cogerlo, antes de que decidiera descolgar, ya que Elsa podía llegar a ser bastante exigente. El tipo de chica que siempre quiere salirse con la suya.

-¿Qué quieres? –pregunté de mala gana.

Escuché su insidiosa risita al otro lado del teléfono y aquello me cabreó de sobremanera.

-Que me confirmaras desde cuándo tienes prometida, cielo –respondió con un tono burlón aunque, en el fondo, sabía que estaba muy molesta por ello.

-Zsofía y yo aún no estamos prometidos –repuse-. Además, no hay nada entre nosotros, Elsa. Lo que haga o deje de hacer con mi vida es asunto mío.

De haber estado Elsa enfrente de mí, habría rechinado los dientes y me habría fulminado con la mirada; aparte de ser una persona caprichosa, también le gustaba mantener el control de todo lo que le rodeaba.

-Pero podría haberlo entre ambos, R –ronroneó e hizo una pausa-. Quiero verte.

-No es un buen momento –respondí de inmediato.

Conecté el manos libres del coche mientras arrancaba y salía de allí a toda prisa, con la extraña sensación de que la llamada de Elsa no podía significar nada bueno. Siempre había creído que ella sabía que aquello no podía continuar, que simplemente eran encuentros esporádicos y que no iba a durar para siempre; ahora que había conocido a Genevieve, estaba más que dispuesto a zanjar con mi pasado. Aunque Elsa no parecía estar dispuesta a que cerráramos ese capítulo.

-Oh, vamos –me animó ella-. Tomaremos algo y así podrás contarme más cosas sobre Zsofía.

Se me escapó una carcajada cargada de escepticismo.

-Nosotros nunca hemos hecho algo así, Elsa –le recordé mientras entraba en territorio Beckendorf y todo mi cuerpo se relajaba de golpe. Allí estaba a salvo, incluso podía sentirme como en casa-. Lo nuestro siempre ha sido algo más salvaje…

No quise añadir que lo nuestro únicamente se centraba en tener sexo con el que poder desfogarnos y pasar un buen rato. Pero, estaba seguro, que Elsa todo aquello lo tenía más que claro.

Ninguno de los dos buscaba algo serio.

Hasta ahora, al conocer a Genevieve.

-Y nos lo pasábamos bastante bien, R. Tienes que reconocerlo.

Solté un suspiro.

-Estuvo bien, Elsa –asentí mientras abría la puerta del garaje-. Pero creo que debemos dejarlo aquí…

Oí el rechinar de sus dientes y supe que la había cabreado, saliéndome de su plan preconcebido de cómo debía haber trascurrido la conversación; casi incluso podía adivinar lo que Elsa había buscado: mi aceptación. El que le dijera que nada entre nosotros no iba a cambiar.

-No te atreverás. ¡No te atreverás! –chilló-. Tú no me dejarás, R Beckendorf, porque, de lo contrario, me encargaré personalmente de hundirte.

Su amenaza me arrancó una risotada.

-No me importa, Elsa –le aseguré, apeándome del coche-. Adiós.

Ni siquiera le di tiempo a que me contestara. Colgué el teléfono y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta que llevaba; tendría que subir a hurtadillas hasta mi habitación para que nadie pudiera pillarme vestido de esa guisa. Me había visto en la obligación de “tomar prestado” aquel uniforme para poder colarme en la mansión de los Clermont sin que nadie pudiera reconocerme.

El teléfono empezó a vibrar en mi bolsillo pero lo ignoré mientras ascendía las escaleras que conducían a la planta baja y comprobaba que no hubiera nadie allí. Proseguí con mi camino cuando alguien carraspeó a mis espaldas, sobresaltándome.

Petra.

El corazón me dio un vuelco cuando comprobé que únicamente era ella. Aquella mujer había formado parte de mi infancia: no había ni un solo recuerdo que tuviera en el que no apareciera. Sin embargo, su ceño fruncido y sus brazos cruzados a la altura del pecho me decían que, tal y como había sucedido en el pasado, aquel recuerdo también sería imborrable.

-¿De qué demonios vas disfrazado, jovencito? –aquel término hizo que soltara una risotada. Tenía diecinueve años, por amor de Dios.

Me encogí de hombros, restándole importancia.

-Estaba intentando descubrir si tenía madera de repartidor –mentí con descaro-. Pero creo que prefiero seguir llevando la vida que llevo. Es menos agotador y mucho más placentero.

Empecé a subir los peldaños, saboreando incluso la ducha que iba a darme nada más encerrarme en mi habitación, pero Petra me sujetó por el hombro, impidiéndomelo. Giré un poco la cabeza, con un gesto de confusión por semejante interrupción.

-No tiene gracia alguna, Romeo –no me gustó que me llamara por mi nombre completo-. A tu padre no le haría gracia alguna verte con semejante aspecto.

Fruncí los labios ante la mención de mi padre.

-Estoy intentando hacer lo que él quiere que sea: alguien de provecho –ironicé.

Los ojos castaños de Petra me taladraron y supe que no había logrado engañarla. Aquella mujer me conocía demasiado bien.

-Ándate con cuidado, cielo –me advirtió con un tono serio-. Sabes perfectamente que tu padre se preocupa por ti y que intenta hacerlo lo mejor que puede.

No me preocupé en corregirla y asegurarle que lo único que le importaba a mi padre era el poder y las apariencias. Anhelaba demasiado el cargo de presidente y lo quería a toda costa; para ello necesitaba conseguir puntos delante de Weiss, intentar impresionarlo y demostrarle que estaba más que capacitado para ocupar su puesto.

Pero sus planes se habían visto truncados cuando había descubierto que el hijo del presidente había comenzado a salir con la hija del cónsul Clermont.

Y eso significaba problemas.

Me deshice del contacto de Petra con suavidad y le sonreí, tratando de aparentar una calma que no sentía ahora que pensaba en mi padre y en su obsesión por el poder.

-Sabes que nunca me ha pasado nada –le recordé con cariño-. Soy un tío con suerte.

Continué con mi ascenso cuando oí las palabras de Petra a mi espalda:

-Pero la suerte no dura para siempre, ¡tenlo en cuenta!

Desvié mi recorrido y me dirigí directo a la habitación de Kendrick. La música se colaba por debajo de la puerta, al igual que el tono ronco de mi primo siguiendo la letra en un intento desesperado de intentar imitar la voz de la cantante.

Abrí la puerta con cuidado y me quedé observando cómo se movía por la habitación de un lado a otro, ajeno totalmente a mi presencia.

Sonreí imperceptiblemente antes de aclararme la voz y sobresaltarlo. Me dirigió una mirada enfadada mientras me hacía un gesto para que cerrara la puerta; le obedecí en silencio y me senté en el borde de su cama. Ken cogió la silla del escritorio y se sentó sobre ella, sin quitarme la vista de encima ni un solo momento. Aún parecía molesto por la discusión que habíamos tenido ayer.

Y yo aún no comprendía por qué demonios estaba tan enfadado conmigo.

Entrelacé mis manos, apoyando los antebrazos en mis rodillas, y observé en silencio a mi primo, cuyo enfado iba en aumento.

¿Qué demonios nos estaba pasando? Desde que había llegado a aquella casa no habíamos tenido ni una sola discusión y, con la llegada de Genevieve, parecía haberse puesto todo patas arriba.

El resquemor de sus palabras apareció de repente, golpeándome de lleno. Recordé lo dolido que se había mostrado ayer conmigo y cómo me había acusado de no conocer nada de él, a pesar de haber compartido tantos momentos con él en estos últimos años.

Ken era como un hermano para mí. Era mi mejor amigo. No existían secretos entre nosotros… ¿o sí?

-¿Necesitas algo de mí, R? –inquirió mi primo, con un tono derrotado que me provocó una punzada de dolor en lo más profundo-. Porque parece que es para lo único que sirvo últimamente.

-Eso no es cierto –protesté-. He venido porque quería… disculparme. Ayer no estuve del todo bien contigo y ya sabes lo importante que eres para mí.

Por un segundo los ojos de mi primo resplandecieron. Después volvieron a su habitual tono apagado. ¿Qué era lo que me escondía? ¿Por qué no me lo decía? ¿Acaso no confiaba en mí lo suficiente? La simple posibilidad me dolió como si me hubiera pegado un puñetazo en toda la cara.

-Al parecer no lo suficiente –puntualizó Ken.

Extendí las palmas de la mano hacia arriba en actitud suplicante.

-¿Qué quieres de mí, Ken? –le pregunté, abatido. Había ido hasta allí con intención de disculparme y para que arregláramos las cosas, pero aquello se estaba descontrolando por momentos.

Ken se puso en pie de golpe, provocando que la silla saliera despedida hacia atrás y chocara contra su escritorio. Estaba enfadado de nuevo.

-¡Me hubiera gustado que me hubieras hecho caso desde un principio! –chilló, fuera de sí-. Te advertí que, de acercarte demasiado a esa chica, saldrías perjudicado y, por el momento, está sucediendo. Esa Clermont no te conviene y tú estás tan jodidamente ciego que no te das cuenta. ¡Esa chica te va a destrozar, R! Vas a perderlo todo por un simple capricho al que tú llamas amor.

Entendía su preocupación por mí, ya que yo sentiría lo mismo de haber sucedido al contrario, pero también me sentiría feliz por el hecho de saber que había encontrado a alguien que pudiera convertirlo en alguien mejor. Pero Ken parecía estar obsesionado con la idea de que todo aquello iba a terminar en desastre.

Lo que él no sabía es que tenía intención de fugarme con ella lejos de allí.

-Dale una oportunidad –le supliqué.

Los ojos de Ken relucieron de ira al escuchar mi petición.

-Yo jamás haré eso con una Clermont –sentenció con aplomo.

-Ella no es su padre, Ken. Genevieve no envió a sus sicarios para que se cargaran a toda tu familia. No puedes culparle por algo que ella no hizo, eso es injusto –argumenté, al borde de la desesperación.

Ken bufó.

-Juegas sucio, R.

Aquello significaba que haría un esfuerzo por tratar de conocer mejor a Genevieve, dejando de lado su apellido y a su familia.

Y eso era muy importante para mí.

Me puse en pie e intenté acercarme a mi primo con timidez. Al ver que no oponía resistencia lo abracé con cuidado, tal y como había hecho mucho tiempo atrás cuando las pesadillas lo despertaban en mitad de la noche y gritaba el nombre de sus padres, lleno de sufrimiento.

-Sabes que puedes contarme lo que quieras, ¿verdad? –le dije-. Y que yo jamás te juzgaré porque te quiero.

-Maldito zalamero –gruñó Ken pero supe que estaba sonriendo.

Regresé a mi habitación con la sensación de que no había logrado arreglar nada entre nosotros y que mi primo me ocultaba algo. Algo gordo. Pero yo no quería presionarlo ni obligarlo a que me lo dijera pues no era una persona así.

Me encerré en el baño, deshaciéndome del uniforme, y abrí los grifos de la bañera, dispuesto a darme mi buen merecido baño; aún repetía en mi cabeza una y otra vez las últimas discusiones que había mantenido con mi primo, desmigando cada palabra que me dirigía y buscando algún cabo suelto que pudiera darme una pista de por qué nuestra relación se había deteriorado tanto en tan poco tiempo.

Ya desnudo, me introduje en la bañera lentamente mientras la espuma se pegaba a mi cuerpo y el calor que desprendía el agua ayudaba a mis agarrotados músculos. Solté un suspiro de satisfacción y me hundí un poco más, haciendo balance de cuánto había cambiado mi vida en estos últimos días.

Había pasado de que me persiguieran a perseguir a una única persona. Mi rutina había pasado a mejor vida y ahora me pasaba la mayoría del tiempo buscando un destino que pudiera gustarle a Genevieve y pensando en cómo iba a conseguir el dinero que necesitábamos para salir. Por no hablar de cómo podía reunirme con ella cuando se había convertido oficialmente en la pareja de Patrick Weiss, el hijo del presidente. Me mordisqueé el labio inferior con indecisión al recordar la llamada que había recibido de Genevieve anoche, cuando me había confesado que había logrado pararle los pies a Weiss y que no había sucedido nada entre ellos.

Pero eso no podría seguir así por mucho tiempo.

Escuché las voces de mis hermanos pequeños y supe que mi momento de paz había llegado a su fin; tanto Ben como Antonio no tenían problema alguno en entrar en habitaciones ajenas sin tan siquiera pedir permiso. Se movían por la mansión como si fueran los dueños y señores, sin importarles lo más mínimo el significado de “intimidad”. Me enrollé a la cintura una toalla y salí del baño justo cuando mis hermanos pequeños entraban como un torbellino a mi habitación, directos a mi cama.

-¡Papá y mamá han salido! –canturreaban, con un bote cada vez que lo decían-. ¡Y tu novia viene hacia aquí!

Me detuve de golpe al escucharlos. Ayer dejé a Zsofía con una buena borrachera encima, la suficiente para que se despertara con una resaca de campeonato; incluso había contado con tenerla fuera de juego hasta mañana mismo. Al parecer, mis cálculos habían sido erróneos e iba a tener que compartir su resaca, además de apoyarla.

Torcí el gesto, provocando una oleada de risitas por parte de aquellos dos.

-¡Te lo dije, te lo dije! –exclamó Antonio, mirando a Ben-. R no quiere a su novia, ¡papá tendrá que cambiársela por una nueva!

Ahora solté un bufido y me dirigí hacia los dos, que estallaron en carcajadas e intentaron evitarme; logré cogerlos a ambos y los saqué de mi habitación en volandas mientras ellos no paraban de reír y patalear, tratando de liberarse de mi agarre.

Pero las risas se cortaron de golpe cuando escuchamos la voz de nuestro padre en la planta baja, dirigiéndose hacia nosotros. Antonio y Ben cruzaron una mirada de temor, sabiendo que podía caerles una buena bronca, pero a mí no me importó en absoluto; las trifulcas con mi padre eran habituales en aquella casa y era raro el día en el que no teníamos una.

Esperaba que aquel día no fuera una excepción.

La silueta de mi padre comenzó a subir por las escaleras y solté a mis hermanos de golpe, que corrieron a refugiarse en sus respectivas habitaciones, dispuestos a no salir de allí hasta que no hubiera pasado el peligro. Yo me crucé de brazos, a la espera de que mi padre apareciera en el pasillo y me viera en semejante guisa.

Sus mejillas se colorearon cuando me vio vestido únicamente con una toalla y supe que la tormenta se acercaba cuando la vena de su cuello comenzó a latir rítmicamente mientras la respiración se le agitaba.

-¿Se puede saber qué demonios haces –hizo aspavientos con su mano, señalando la toalla- así?

Me encogí de hombros.

-Podría haber preferido ir desnudo –respondí, sabiendo que eso lo cabrearía de sobremanera.

Ahora fue su rostro el que enrojeció.

-No toleraré ese comportamiento tuyo, hijo –me amenazó, blandiendo su dedo índice a pocos centímetros de mi rostro-. Empieza a ser un hombre y déjate de niñerías.

-Creo que dejé de ser un niño hace tiempo –repuse, bajando la voz-. Incluso he conseguido prometerme en un tiempo récord.

Mi sarcasmo no le hizo ninguna gracia a mi padre.

-Lo he hecho por tu bien, Romeo –mi rostro se crispó al escucharle pronunciar mi nombre. Odiaba que lo hiciera y, por muchas veces que se lo hubiera advertido, no parecía querer hacer caso-. Es posible que ahora no lo entiendas, pero es hora de que formes tu propia familia y Zsofía parece una chica simpática…

-¡Me da igual lo que parezca! –exclamé, dejándome llevar por la rabia que sentía hacia él en aquellos momentos-. No me has dado la opción de elegir mi propio futuro, de elegir a la persona con la que me hubiera gustado compartir mi vida.

Los ojos de mi padre se estrecharon.

-Tú jamás habrías logrado asentar la cabeza, hijo mío –me acusó, apuntándome con el dedo al pecho-. Lo único que haces es dedicarte a tus vicios. No me sorprendería en absoluto que tuviéramos que hacer uso de nuestros medios para deshacernos de algunas sorpresitas desagradables por tu poco cuidado…

No pude evitar sonreír, divertido por la insinuación que había hecho mi padre.

-Me las follo con precauciones –le espeté y mi padre se puso pálido ante mis malos modales-. No soy gilipollas, papá.

Mi padre negó varias veces con la cabeza, asqueado.

-No entiendo qué tienes en contra de esta familia, hijo, pero no voy a dejar que nos hundas por tus simples caprichos.

-Casarme con Zsofía Petrova fue capricho tuyo –le recordé con maldad.

-¡Lo hice por tu bien! –me gritó mi padre, bastante cabreado.

Petra hizo acto de presencia, zanjando de golpe la discusión. Sus ojos recorrieron mi rostro, instándome a que cerrara el pico y no siguiera con el asunto; jamás había desobedecido una orden de Petra, ya fuera implícita o explícita, así que apreté los labios con fuerza y me crucé de brazos.

Mi padre me dedicó una desagradable mirada a la que ya estaba más que acostumbrado y soltó otro bufido antes de dar media vuelta y salir pitando de allí, seguramente a encerrarse en su despacho a planear cómo deshacerse de Genevieve para lograr alcanzar la presidencia y desbancar por completo a su rival, Marcus Clermont.

-Yo no he empezado –me defendí ante Petra cuando mi padre desapareció de nuestra vista.

La mujer soltó un suspiro derrotado.

-No me importa quién ha sido –me aseguró-, pero esto no puede continuar así, cielo: todas estas discusiones repercuten en la familia.

Pensé en mi madre y en cómo su salud había ido decayendo conforme se iba enterando de mis correrías nocturnas y los rumores que circulaban por todas las revistas adolescentes y de boca en boca gracias a todas esas chicas que no podían mantener a raya la emoción de haber pasado por mi cama.

Mis hermanos, por el contrario, no parecían darse cuenta de lo que sucedía: a mí me veían como un modelo a seguir, como alguien del que hablaban a sus compañeros de colegio y amigos. Me adulaban porque era el único que le plantaba cara a nuestro padre, aunque no sabían que todo aquello era una forma de hacerle saber a mi padre que no estaba dispuesto a seguir las reglas de su enfermizo juego.

Tuve que reprimir las ganas de echarme a reír histéricamente. Lo nuestro no era una «familia» era un puto negocio familiar. Mi padre nos valoraba como objetos, yo era prueba viviente de ello, y el único que sentimiento que tenía hacia nosotros era el mismo que un coleccionista ante su colección.

Estaba seguro que no le importaba lo más mínimo vendernos al mejor postor. Es más, él mismo lo buscaba.

De nuevo, quería salir de fiesta. Beber hasta que no supiera qué es lo que sucedía a mi alrededor.

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