VI. HERO.
R
Habían pasado varios días desde que había descubierto la identidad de la chica misteriosa de la fiesta. Aún seguía sorprendido de que hubiera sido la hija de Clermont, pero me había prometido a mí mismo que iba a dejarle de dar vueltas al jodido tema. Ya tenía suficientes problemas con aguantar a mi padre gritándome a todas horas como para que añadiera a eso el hecho de que me había enrollado con la hija del enemigo más acérrimo de mi padre. Aquello era de locos.
Ken había cumplido su promesa y se había callado, pero no paraba de lanzarme miraditas que, tarde o temprano, pondrían alertar a cualquiera de la familia. Y eso era lo que menos necesitaba en aquellos momentos. Sabía que mi padre estaba cumpliendo poco a poco su venganza; a veces lo veía hablar seguido por el teléfono y, cuando me veía acercarme, cerraba la puerta o se marchaba de donde estaba. Cuando le preguntaba a mi madre sobre el asunto, ella se mostraba evasiva. Incluso Ken se mostraba reacio a responder a mis preguntas.
Me había aburrido de estar al margen de un asunto que me concernía directamente a mí, así que había cogido aquella mañana las llaves de mi precioso coche y había salido a dar una vuelta. No tenía rumbo, así que me dediqué deambular de un lado a otro de la ciudad esquivando coches y sobrepasando los límites de velocidad. Necesitaba soltar todo lo que me corroía por dentro y ésa era la mejor forma.
Sin embargo, y para mi mala fortuna, me topé con algo que no me hubiera esperado ni siquiera en mis peores pesadillas.
Divisé a lo lejos un grupo de lo que parecían fotógrafos y supuse que estaban persiguiendo a alguna celebridad, hostigándola para que les respondiera a sus preguntas y pudieran hacer que respiraran tranquilos al resto de la población que seguía muy de cerca sus pasos. Vi que la chica doblaba una esquina a toda prisa, deseosa de deshacerse de ellos. Su pelo rubio desapareció tras la esquina y tuve una extraña sensación, como si me instara a que fuera tras ella y le echara un cable.
Arranqué mi coche y me acerqué a toda prisa hacia la esquina donde había desaparecido la misteriosa famosa. Para mi satisfacción, vi que andaba apresuradamente –todo lo apresuradamente que podía hacerse con aquellos tacones que llevaba- y que no miraba hacia atrás.
Avancé hasta ponerme a su altura y bajé la ventanilla del copiloto y silbé, intentando atraer su atención.
-¡Eh, tú, rubia! –le grité y ella se giró asustada hacia mí. Tenía unas enormes gafas oscuras que cubrían parte de su rostro y que le daban un cierto aire de familiaridad con…
Detuve el vehículo y me incliné, sonriéndole de una forma que, esperaba, fuera encantadora. Ella se me quedó mirando y vi que estaba dudando entre responderme o proseguir con su huida. Mi sonrisa se hizo más amplia.
-Sube –le ordené-. Sube y te ayudaré a deshacerte de esas sanguijuelas de la prensa.
Al ver que seguía dudando, solté un suspiro de exasperación y recé para que los equipos que llevaran no se hubieran vuelto más ligeros para que pudieran alcanzarnos en cualquier momento. Ella debió pensar lo mismo, ya que echó un último vistazo a la calle antes de subirse finalmente al coche. Cerró de golpe la puerta –me dolió que lo hiciera con tanta fuerza- y dejó las bolsas que llevaba a sus pies.
Arranqué y salimos pitando de allí. Cuando nos alejamos lo suficiente, bajé la velocidad y la miré de reojo. La chica, finalmente, se quitó las gafas y sentí que el aire de mis pulmones se me escapaba de golpe.
La chica se atusó el pelo y se miró en el espejo retrovisor para ver cómo estaba su aspecto. Tragué saliva y procuré mostrarme indiferente. De entre todas las mujeres que vivían en Bronx, había tenido que toparme con ella. ¡Con Genevieve Clermont! Ella, sin embargo, no parecía haberme reconocido; aunque tampoco podría haberlo hecho porque no me había quitado en ningún momento de la noche la máscara y no aparecía en ninguna de las fotos que habían hecho a la entrada.
Debía reconocer que me dolía un poco que no me hubiera reconocido.
Genevieve se giró hacia mí y sus ojos azules se clavaron en mi rostro, con un brillo acusador.
-¿Quién eres? –preguntó con un tono exigente. El mismo tono que usaba mi padre cuando quería saber algo-. ¿Por qué me has querido ayudar?
Esbocé una sonrisita irónica.
-En estos momentos, tu héroe –respondí, conteniendo una carcajada-. Los héroes, por si no lo sabías, tenemos la obligación de ayudar a la gente que se encuentra en problemas; como tú cuando eras acosada por esa panda de buitres.
Genevieve me fulminó con la mirada y supe que se le estaba pasando por la cabeza la idea de saltar del coche en marcha. La sonrisa se me hizo mucho más amplia. ¡A la mierda que fuera una Clermont! En aquellos momentos me importaba bien poco quién era. Había conseguido encontrarme otra vez con la chica indispuesta de la fiesta. Quizá podía pasar algún rato más con ella… aunque, esta vez sí, fuera la última vez que la viera.
-Muy bien, héroe –recalcó la palabra con sorna y vi que las comisuras de sus labios se curvaron un milímetro hacia arriba-, puedes parar el coche y dejarme. Creo que los hemos despistado; eres un auténtico suicida al volante.
No pude evitar soltar una carcajada mientras cambiaba de marcha y Genevieve le echaba un vistazo al velocímetro. Aquella chica realmente era divertida. Había valido la pena que se me hubiera resistido aquella noche, me había demostrado que, además de tener un cuerpo de escándalo y unos labios que besaban de maravilla, también era capaz de divertirme con sus comentarios.
No podía decir lo mismo de otras chicas con las que había estado.
Desvié un instante la mirada de la carretera y ella enarcó una ceja.
-¿Puedo invitarte a algo, al menos? –le pedí, procurando sonar convincente-. Ya sabes, esto también lo hacemos los héroes con las chicas bonitas a las que salvamos.
Pensé que se negaría al segundo de habérselo propuesto, pero se lo estuvo pensando su tiempo. Frunció los labios, que me hicieron que me recorriera una extraña corriente eléctrica, y me estudió exhaustivamente. Gracias a Dios que me había duchado aquella misma mañana y que había cambiado mi ropa de deporte por una camiseta, unos pantalones vaqueros desgastados y una cazadora. Al menos no tenía pinta de violador o de algo peor, supuse.
Genevieve alzó su dedo índice hacia mi rostro y me miró con severidad.
-Algo rápido y me dejarás en paz –me respondió-. ¿Vale, héroe?
Tenía que reconocer que había sido más considerada que algunas chicas que había conocido al principio, cuando era ingenuo y completamente moldeable. Es decir, cuando era un perdedor.
Esbocé mi mejor sonrisa y aceleré, provocando que soltara un par de improperios e hiciera un par de comentarios sobre mi forma de conducir y algo sobre acabar fundidos con chatarra.
¿Dónde podía llevarla? A algún sitio tranquilo donde nadie pudiera reconocernos, estaba claro. Quizá a la zona sur de la ciudad, donde había encontrado unas buenas cafeterías donde cada persona se encargaba de su café y no miraba con los ojos desorbitados al resto de mesas con ganas de inmiscuirse en la vida ajena de los demás. Recordé a tiempo ese sitio al que fui una vez con Ken después de una noche de borrachera; estaba tan agotado que nos metimos en el primer sitio que vimos y nos gustó bastante. Oaken’s Coffee se llamaba. Un nombre de lo más esclarecedor, diría. Pero lo importante es que servían un buen café, que era lo que yo buscaba.
Me dirigí a toda prisa hacia el sur de la ciudad, evitando coches y adelantándolos por zonas en las que no podía. Genevieve había decidido aferrarse a su asiento como si éste pudiera salvarla en caso de colisión; incluso se le habían puesto los nudillos blancos de la fuerza con la que agarraba el asiento.
Ella vio que le miraba las manos y soltó un bufido, como si todo aquello fuera evidente.
-¿Puedes bajar un poco la velocidad? –me pidió-.Ya sabes, por si tenemos un accidente y eso…
Esbocé una sonrisa traviesa, pero pisé el freno lo suficiente como para que ella soltara todo el aire que había estado reteniendo y se soltara del asiento. Vi que suspiraba de alivio y que me miraba fijamente, como si mi cara le sonara familiar. ¿Se acordaría de mí? Quizá sí. Quizá no. Recordaba que ella había bebido demasiado, así que era muy posible que todo lo que sucedió entre nosotros lo hubiera olvidado.
-Gracias –oí su vocecilla y vi de reojo que parecía relajada. Ahora no paraba de observar el coche como si no hubiera visto uno igual en su vida. O igual le había gustado mi preciosidad.
Me mordí el labio, pensativo. El silencio parecía haberse instalado de nuevo entre nosotros y lo único que era capaz de oír era el murmullo de la música que había bajado al ir tras ella. Pero ¿qué podía decirle? Nunca había sido una persona de palabras, no como Ken, que conseguía entablar largas conversaciones mientras yo me dedicaba a… otras cosas. Ojalá tuviera un mini Ken que pudiera chivarme algún consejo sobre cómo tratar a chicas en el terreno de entablar conversaciones.
Vi que Genevieve se había acomodado en su asiento y que se dedicaba a observar en silencio cómo conducía. ¿Qué podía tener de interés un tío como yo conduciendo? Ah, sí, que estaba «cañón», que era el calificativo que más escuchaba de las mujeres entre otra selección más obscena donde oía todo lo que querían hacerme y que les hiciera.
Me rasqué la barbilla en busca de inspiración.
-Así que… ¿cómo es que te estaban persiguiendo en mitad de la calle? –pregunté y, por el gesto que puso, supe que había tocado un tema espinoso. Intenté quitarle hierro al asunto-. Los héroes también escuchamos los problemas de la gente, ¿sabes? Además, tenemos tiempo para que me hagas un largo y exhaustivo relato sobre lo que sucede.
Miré de reojo y vi que sonreía, pero que no lo hacía de forma alegre. Quizá había metido bien la pata al hacer la pregunta y había conseguido ponerla melancólica o algo por el estilo.
Soltó un suspiro y recompuso su gesto de nuevo, como si no hubiera escuchado nada o como si no hubiera dejado ver su cara de pena.
-Es algo complicado –respondió, con naturalidad-. No creo que te importara mucho escuchar las desgracias de una chica a la que acabas de conocer.
«… de una chica a la que acabas de conocer». No pude evitar sentirme un poco ofendido porque ella no me hubiera reconocido, pero no podía culparla. No debía hacerlo. Yo había sido el que le había pedido que no nos dijéramos nombres porque pensaba que todo aquello iba a quedarse en aquella noche, en aquella fiesta. Estaba equivocado, durante los días sucesivos, me había encontrado pensando en ella y, al descubrir quién era –o mejor dicho, quién era su padre-, no había podido dejar de hacerlo. Era enfermizo.
No se lo había contado a nadie más, ni siquiera a Ken. No quería ni imaginarme cómo se pondría de enterarse de mi interés hacia Genevieve Clermont; le daría un ataque o me daría un buen puñetazo para que entrara en razón. O ambas cosas.
Me encogí de hombros y ella enarcó una ceja, con una sonrisa divertida culebreando en sus labios.
-Los héroes somos listos –dije-. Además, tenemos tiempo suficiente y seguramente te haga bien que sueltes todo lo que llevas masticando desde que te he recogido.
Conseguí aparcar en la misma puerta de la cafetería y me apeé del coche; Genevieve me imitó y se quedó mirando a la fachada del edificio con gesto de curiosidad y asombro. Vaya, parecía que la pequeña Clermont no salía mucho por la ciudad y se mantenía en las zonas más exclusivas, a salvo de la gente que vivía en los barrios menos adinerados y que a mí, personalmente, me encantaban.
-Bonito lugar –comentó mientras entrábamos al local y nos dirigíamos a una mesa desocupada lejos de los ventanales.
Genevieve parecía encantada con el sitio y yo me di cuenta de que ella era la primera chica a la que había decidido mostrarle uno de mis rincones favoritos de la ciudad. Era un tanto irónico que sintiera tanta curiosidad por alguien cuya familia me habían enseñado a odiar desde que era niño. Recordaba cuando, en alguna recepción, mi padre coincidía con el cónsul Clermont; ambos se miraban fijamente y la atmósfera parecía cambiar, volverse más pesada. Mi madre nos cogía a todos de la mano y nos separaba de ellos, ya que no quería que viéramos ni oyéramos las amenazas vestidas de avisos que se mandaban el uno al otro.
En aquel momento recordé uno de aquellos eventos, en el que vi por primera vez a las hijas del cónsul Clermont: la más pequeña me llamó la atención, pues tenía el cabello más claro que sus hermanas mayores. Recuerdo también, que le estaba preguntando algo a su madre con insistencia mientras le tiraba del vestido; cuando nuestras miradas se cruzaron, yo fruncí el ceño y le enseñé la lengua. Al enterarse mi padre, se echó a reír y me dio un par de palmaditas en la cabeza: estaba orgulloso de que, a pesar de ser un niño y no ser consciente de las cosas, hubiera hecho lo que me había enseñado.
Y, muchos años después, ahí estaba yo; sentado enfrente de aquella niña que me había mirado con curiosidad, con la que me había enrollado en aquella fiesta de máscaras y que no recordaba haberme conocido.
Cogí rápidamente un menú y fingí echarle un vistazo. Desde que iba a Oaken’s siempre me pedía lo mismo y era innecesario que mirara el menú; sin embargo, necesitaba un muro que pudiera protegerme, al menos unos segundos, de la inquisitiva mirada de Genevieve. La misma con la que me había mirado aquella vez.
Cuando bajé el menú, la pillé mirándome fijamente. Se sonrojó y desvió la mirada, provocándome una sonrisa.
-¿Soy tan guapo que no puedes dejar de mirarme? –bromeé.
Genevieve apoyó su mejilla sobre su mano y esbozó una sonrisa irónica.
-¿Todos los héroes tenéis el ego tan alto? –me preguntó-. No, la verdad es que me estaba preguntando cómo te llamas; últimamente tengo la costumbre de encontrarme con chicos que prefieren mantener su identidad en el anonimato –añadió y soltó una risita ensoñadora, como si aquel comentario fuera un chiste privado suyo.
El problema, y que ella no lo sabía, es que también lo había cogido. Esbocé una sonrisa diminuta y comencé a toquitear mi servilleta, un poco nervioso. Ella no pareció darse cuenta de nada, pero no apartó la vista de mi cara en ningún segundo. Esperando a algo que yo no sabía si debía hacerlo.
-Puedes llamarme el chico del Alfa Romeo –dije, mientras señalaba mi coche, que podía verse desde nuestra mesa, y esbozaba una media sonrisa. Porque aquel sí que era mi pequeño chiste privado que nunca nadie entendía-. O mi héroe –continué y me di un par de toquecitos en la barbilla-. Sí, me gusta cómo suena este último.
Genevieve me respondió con otra de sus sonrisas.
-¿Y qué tal si me dices un nombre más normal? –me propuso-. Entiendo que te guste alardear, pero no puedo ir llamándote «el chico del Alfa Romeo» o «mi héroe» porque suena un tanto ridículo…
Fingí que sus palabras me molestaban pero, al final, los dos estallamos en carcajadas mientras el resto de clientes desviaban la atención de sus cosas para centrarse en nosotros. Genevieve pareció darse cuenta de eso, ya que su risa cesó de inmediato y bajó la cabeza, como si con eso consiguiera volverse invisible.
Decidí animarla, aun a sabiendas de que lo que estaba a punto de hacer podía ser peligroso. Quizá relacionara conceptos, supiera quién era mi padre y saliera disparada de la cafetería. Además, nunca había estado en la zona sur de la ciudad y podía ser peligroso para alguien como ella.
Me incliné hacia ella, como si quisiera contarle mi más profundo e inconfesable secreto. Lo que, a fin de cuentas, estaba a punto de hacer.
-Ya que no te convence ninguno de los nombres que te he dicho antes –empecé y ella alzó un poco la cabeza; todo el pelo cubría su rostro como un muro, pero sus ojos azules se clavaron en mí y me obligué a continuar-. ¿Qué te parece R?
Terminó de alzar la cabeza y se apartó los mechones que se le habían quedado sobre el rostro. Ahora parecía más animada y su mirada se había vuelto curiosa; incluso era capaz de oír sus pensamientos, buscando conexiones e intentando descubrir mi verdadero nombre. Aunque nunca lo conseguiría.
-¿R? –repitió, totalmente desconcertada-. ¿De qué? ¿Raoul? ¿Robert?
-Eso se lo dejaré a tu imaginación –respondí, con una sonrisa.
Genevieve frunció el ceño, como si hubiera caído en algo de repente. Me escrutó con la mirada, pensativa.
-¿Estás seguro de que no nos hemos conocido antes? –me preguntó, con cierto nerviosismo.
Los pulmones se me cerraron como si algo los hubiera obstruido. La miré con incredulidad, sin saber muy bien cómo responder a la pregunta. Estaba claro que tenía dos opciones: la primera, que era contarle que yo había sido el chico con el que se había enrollado y del que había huido precipitadamente, sin darme siquiera un buen motivo que no fuera una “enfermedad”; la segunda, obviamente, era fingir que no sabía a qué se refería y defender que era la primera vez que coincidíamos.
Si cogía la primera opción, era muy posible que saliera huyendo pensando que había conseguido saber quién era para acosarla… o algo peor. Y lo que menos necesitaba en aquellos momentos eran más motivos para que mi padre consiguiera meter sus zarpas en mi vida por completo.
Me decanté por la segunda opción, que era la más segura por el momento.
Me froté con insistencia la barbilla, tratando de tranquilizarme.
-No –respondí, con rotundidad, para no dejar lugar a dudas-. Es la primera vez que te he visto.
-¿Estás seguro? –insistió ella.
Asentí con brío.
-Por supuesto que sí –le aseguré-. Si no, habríamos intercambiado los teléfonos o te habría invitado alguna que otra vez, ¿no? Además –añadí, con una sonrisita pícara, deseando que cambiáramos de tema-, aún no sé tu nombre. ¿Eres como esos chicos con los que te cruzas, esos que no dan nombres? Porque, entonces, te tendré que buscar uno.
-Me llamo Genevieve –se presentó con rapidez, como si no estuviera dispuesta a dejar que cambiáramos de tema tan rápido.
Abrí mucho los ojos, fingiendo sorpresa, y el rostro de ella palideció, creyéndose finalmente que aquella era la primera vez que nos conocíamos y que había desvelado demasiada información sobre ella. Vi que se mordisqueaba el labio, en busca de una buena excusa para la pregunta que sabía que iba a hacerle.
Moví las cejas, pero eso no pareció divertirla.
-Tienes un nombre muy curioso –comenté y ella no respondió.
Creo que ambos agradecimos que nuestra extraña y evasiva conversación se viera interrumpida por la aparición de Mary, la camarera. Ella ya me conocía de otras ocasiones en las que había ido con Ken a tomar algo, por lo que me saludó efusivamente mientras dirigía una rápida y evaluadora mirada a mi acompañante, que volvió a inclinar la cabeza para que el pelo cubriera su rostro y Mary no pudiera reconocerla.
-Ah, R –suspiró y vi que sus ojillos brillaban de la emoción de poder atenderme ella personalmente-. Hacía tiempo que no venías por aquí, ¿dónde está Ken? –aquella pregunta era mera cortesía, ya que las que tenía en mente no eran para hacerse en público, precisamente.
Le sonreí con educación y procuré mostrarme lo más pragmático posible: no quería darle falsas esperanzas a la chica. Porque sabía que iba a terminar con el corazón roto, y ya tenía una larga lista de corazones rotos a mis espaldas; no quería añadir ninguno más.
-Seguramente esté enfrascado en otro de sus dichosos libros –respondí y puse los ojos en blanco-. Esos que parecen enciclopedias…
Mary se rió de mi chiste y sacó su brillante tableta para tomarnos el pedido. Puesto que yo era el que más claro tenía lo que iba a tomar, pedí primero y ayudé a Genevieve con el suyo. Tras teclearlo todo en su maquinita, se entretuvo un poco más en nuestra mesa, lanzando preguntas banales. Antes de irse, hizo una pregunta que supe que la había hecho adrede para incomodar a Genevieve. Las mujeres eran así; sobre todo las mujeres celosas.
-Tienes una novia muy mona, R –comentó, de pasada, aunque en su tono había un toque de malicia-. Ya era hora de que sentaras la cabeza, chico.
Se marchó antes de que ninguno de los dos pudiéramos reaccionar a tiempo y dejarle claro que no éramos novios. La fulminé con la mirada, pero ella no se dio cuenta porque nos daba la espalda; Genevieve, por el contrario, se había puesto completamente colorada y murmuró algo que sonó como a «no debería haber venido». Parecía que el buen rollo inicial que había surgido entre nosotros se había esfumado como polvo al oír el comentario de Mary. Y yo no quería que Genevieve estuviera preocupada o arrepentida de haber aceptado tomar algo conmigo a modo de compensación por haberla salvado de aquella panda de fotógrafos. ¿Qué era lo que se decía en ese tipo de situaciones tan embarazosas?
-No te preocupes, no pegamos como pareja –le aseguré, procurando sonar serio. Ella me miró, con las mejillas aún sonrosadas y no pude evitar recordar su tacto; recordaba, incluso, que habían tenido ese mismo color. Hice un esfuerzo enorme por no acariciarlas de nuevo. Eso la terminaría de asustar más de lo que estaba ya.
-El problema está en si lo habrá oído el resto de la gente –repuso y me pregunté por qué le importaría tanto que lo hubiera escuchado la gente o no. Genevieve captó mi desconcierto porque sus cejas se juntaron, en una señal de concentración, como si tuviera algún tipo de idea en mente.
-¿Por qué le das tanta importancia? –me atreví a preguntarle.
Los ojos de ella se entrecerraron.
-Porque tendría problemas con mi familia –fue lo único que dijo.
Ah, ya. El cónsul Clermont parecía ser el mismo tipo de padre que el mío: alguien al que le gustaba tener todo bajo control, según sus directrices y sin poder reclamarle o pedirle nada. Sentí que no éramos tan diferentes. Que teníamos demasiadas cosas en común, aunque ella no lo supiera aún.
Me recosté sobre mi silla, intentado buscar una posición más cómoda. Era increíble que, entre todas las chicas a las que podría haber conocido, me hubiera llamado la atención ella. Genevieve Clermont. Hija del cónsul y enemigo de mi padre. Cualquiera diría que todo aquello era una broma de muy mal gusto.
Sin embargo, yo prefería llamarlo destino.
Quizá todo aquello fuera un castigo impuesto por todo el daño que había causado con mis actos y por mi forma de vivir. Quizá fuera ese sufrimiento que me esperaba por haberme enamorado de la chica equivocada la forma de hacerme sentir todo el daño que había causado.
Genevieve debió notar mi creciente intranquilidad porque se inclinó hacia mí, sonriéndome. Estaba sacando su mejor sonrisa a pesar de tener la cabeza a rebosar de preguntas y consecuencias que podrían sucederle si su padre se enteraba de que estaba aquí, conmigo.
-Vamos, chico del Alfa Romeo –se burló, dándome un golpe con el menú-, alegra esa cara. Me has salvado la vida, ¿no? ¡Deberíamos estar celebrándolo!
Señalé todo lo que nos rodeaba, intentando desviar de la mente de todas las cosas que me venían de oleada. ¿Qué pasaría si alguien le daba el soplo a alguno de nuestros padres y se presentaban con todos sus guardaespaldas? No quería ni imaginarme tampoco lo que vendría después; no sé qué haría el padre de Genevieve, pero sí que tenía muy claro de lo que haría el mío: me mandaría directo a la Academia militar mientras se encargaba de buscarme esposa y colocarme lejos de su vista y de los focos de atención. Me haría desaparecer.
Compuse mi mejor sonrisa y creo que convencí a Genevieve, cuya sonrisa se hizo mucho más amplia, contenta de que me hubiera levantado el ánimo.
Cada minuto que pasaba a su lado, sentía una extraña sensación en el estómago. Me sentía nervioso, alegre, con ganas de chillar… Todo a la vez. Era como si hubiera retrocedido en el tiempo y fuera, de nuevo, un crío enamoradizo.
La presencia de Genevieve me estaba cambiando.
-Permíteme que te invite en esta ocasión –le dije-. Luego te dejaré que lo hagas tú.
Genevieve enarcó una ceja.
-¿Me estás insinuando que salgamos en más ocasiones? –me preguntó, sin rodeos.
Sin embargo, no lo decía como algo malo, avisándome que aquélla iba a ser la única que vez que nos íbamos a ver; su tono sonaba como si ella también estuviera deseando que repitiéramos alguna que otra vez. Me dieron ganas de echarme a reír histéricamente mientras gritaba que era el hombre con más suerte del mundo.
R, el chico que había dejado más corazones destrozados y se había granjeado con sus comentarios irónicos millones de enemigos, se había enamorado. Enamorado de una chica que era preciosa. Que sabía los riesgos a los que me exponía si ella sentía lo mismo. Que temblaba como una hoja al estar delante de ella y que, en muchas ocasiones, no sabía qué decir.
Cualquiera que hubiera oído de mí, no se creería que me había enamorado. Pensarían que había encontrado a alguna chica interesante con la que pasar una temporada hasta que apareciera otra. Pero había algo en Genevieve que me hacía creer que podría… podría cambiar.
-Bueno, si esta vez sale bien… podríamos repetirlo –farfullé y la sonrisa de Genevieve se hizo más amplia, como si estuviera ilusionada con la idea.
Mary trajo nuestras cosas justo cuando estallamos de nuevo en carcajadas por una anécdota que le había contado sobre un problema que tuve con un chico que me confundió con un familiar suyo. Vi cómo taladraba con la mirada a Genevieve, celosa de ser ella la que estaba sentada frente a mí, riéndose de mis bromas y charlando animadamente sobre cosas sin importancias.
Dejó de muy mala manera el batido de Genevieve, salpicándole la chaqueta que llevaba de chocolate. Genevieve soltó un gritito de sorpresa y se apresuró a coger su servilleta para intentar minimizar los daños. Despaché de malos modos a Mary, que me dirigió una mirada herida, y me acerqué a Genevieve, que seguía frotando con insistencia su chaqueta. En cuanto la cogí del brazo, ella me miró con los ojos muy abiertos y se apartó de mi lado como si el simple contacto le hubiera dado un calambrazo.
Me apresuré a disculparme mientras ella se disculpaba a su vez.
-Oh, ¡lo siento mucho! –se disculpó de nuevo, mientras seguía intentando hacer desaparecer la mancha de chocolate, que se resistía-. Me… me he asustado… -tartamudeó y sus mejillas se tiñeron de nuevo de rosa. Estaba adorable.
-No importa, no importa –dije para tranquilizarla-. Te llevaré ahora mismo a casa, no te preocupes.
Le tendí su batido, dejé el dinero sobre la mesa y la insté a que me siguiera fuera. Se apresuró a seguirme y le abrí la puerta del coche para que entrara a toda prisa; aunque estuviéramos en la zona sur, las paredes parecían tener ojos y oídos en todas partes y no quería que saliera ninguna noticia que nos relacionara a Genevieve y a mí.
Arranqué a toda prisa el coche y salimos disparados hacia la conglomeración de coches. Genevieve parecía haberse dado por vencida y me miraba, sonriente y dándole sorbitos a su batido. Con las prisas, me había olvidado de probar siquiera mi café. Pero no me importaba. En absoluto.
-¿Por qué nos hemos tenido que ir de allí como si nos persiguieran una panda de fotógrafos locos? –me preguntó, dándole otro sorbito cuyo sonido me hizo que reprimiera una sonrisa.
-Pensé que… que querrías ir a tu casa –respondí. Había tenido una escena parecida en el pasado: la chica con la que había salido, por insistencia de mi padre y Ken, se derramó encima un poco de vino y se puso histérica, como si, por el hecho de haberse manchado el traje, hubiera llegado el apocalipsis o algo por el estilo. Empezó a chillar que la llevara a su casa y, al final para evitar la vergüenza que estaba sintiendo en aquel momento, lo hice para que se callara. No volví a llamarla. Esa chica no estaba bien de la cabeza-. Por lo de la mancha…
Genevieve soltó una carcajada y se echó hacia atrás, chocando con el respaldo del asiento y provocando que el batido se moviera peligrosamente dentro de su recipiente, amenazando con derramarse en mis bonitos asientos tapizados en cuero negro. El gesto divertido de Genevieve desapareció y se apresuró a sujetar con firmeza su batido, a la vez que me dirigía una mirada preocupada.
Ahora fui yo quien me eché a reír.
Estar con ella me hacía sentir… relajado. Podía ser yo, sin tener que recurrir a mis habituales comentarios egocéntricos y a mi actitud altanera; Genevieve sacaba al verdadero R. Y eso era algo que no sucedía desde hacía mucho, mucho tiempo. Si mi madre me viera en aquel preciso momento, se le saltarían las lágrimas de la emoción de haber recuperado a su hijo.
Un semáforo se puso en rojo y frené con cuidado. Genevieve se recolocó en su asiento, colocándose torcida, para verme mejor. También tenía que reconocer que era la primera y única chica a la que permitía montar en mi coche y ponerse en esa postura: había metido una pierna debajo de la otra, doblándola.
Puse en punto muerto el coche y giré un poco la cabeza para mirarla mejor. Parecía encantada de estar allí metida, con un tipo al que acababa de conocer y del que únicamente conocía su nombre y el coche que llevaba. Parecía haberse olvidado por completo de los primeros reparos que había sentido al ayudarla y parecía haberse convencido de que no era un peligro. Me sentí halagado de que se sintiera a gusto conmigo. Eso significaba que tenía muchas posibilidades de mantener el contacto con ella.
Y eso me daba esperanza.
-¿Dónde vives? –pregunté.
Ella pareció dudar de responder o no a la pregunta. Estuvo unos momentos debatiéndose sobre contarme dónde vivía, cosa que yo ya sospechaba, o pedirme que la dejara en un punto intermedio para volver a casa a pie. Y eso era algo que no iba a permitir. Aunque fuera un cabrón, tenía mis principios.
Finalmente, respondió:
-Vivo en Princeton. En el número ocho –me miró con un brillo dubitativo-. Porque sabes dónde está Princeton, ¿verdad?
Por Dios, todo Bronx sabía dónde estaba Princeton y muchos de sus habitantes deseaban con mudarse a esa zona tan exclusiva de la ciudad. Actrices, cantantes, políticos, el cónsul Clermont –añadí con una siniestra alegría-, eran unos de los pocos afortunados que podían disfrutar de esa zona que era casi natural donde se veían imponentes mansiones que valían demasiado como para poder poner un precio exacto. Luego estaba Larssen, otra zona exclusiva donde vivían mayoritariamente todos los partidarios de mi padre. Se situaba al este de Princeton y, para fanfarronear de los que vivíamos allí, habíamos construido un reservado y limitado club de golf. Era el único que existía en Bronx y, al ser el presidente Weiss un miembro honorífico, habían tenido que dejar acceder a la sociedad a los Clermont entre otros. A todos los que odiábamos a los Clermont no nos había gustado nada, pero habría sido demasiado sospechoso no dejar entrar al bando de los Clermont y el presidente Weiss hubiera sospechado de ello. Por eso el club de golf se había convertido en una zona de batalla de testosterona, fanfarronería y un continuo «quién tiene el mejor tal que…».
Esbocé una sonrisita de suficiencia y arranqué el coche. Conduje en silencio y, cuando cruzamos las enormes puertas de hierro que conducían a Princeton, sentí que se me instalaba un kilo de hierro en el estómago. Había venido en un par de ocasiones, acompañando a mis padres, para acudir a un par de celebraciones que habían dado un par de miembros del Senado. Sin embargo, la sensación de haber entrado en la boca del lobo, en una trampa, no desapareció del todo mientras conducía a Genevieve a su casa.
Cuando frené frente a la imponente mansión de los Clermont, me quedé sin aire. Estaba frente a la casa del enemigo de mi padre, del hombre que había mandado a alguno de sus matones para que se deshiciera de la hermana de mi madre, llevándose consigo a los padres de Ken y Ben, dejándolos desamparados hasta que mi madre decidió hacerse cargo de ellos. Y, a pesar de ello, el hecho de estar al lado de Genevieve no me parecía tan grave. Era una Clermont, sí, pero parecía diferente a como era su padre.
Apagué el motor del coche y aguardé. Aguardé a que Genevieve dijera esas palabras que llevaba esperando desde que la había ayudado a escapar de los fotógrafos. Tenía miedo de que se lo hubiera pensado mejor y me dijera que lo mejor era que nos olvidáramos el uno del otro; que había sido un día divertido, pero nada más.
Los ojos azules de Genevieve me escrutaron durante unos momentos, que me parecieron eternos. Después, se bajó del coche y dio un par de golpecitos con los nudillos al cristal. Bajé la ventanilla, tal como había hecho unas horas antes, cuando había visto su desesperación por escapar de los fotógrafos. Genevieve me sonrió ampliamente y sus mejillas estaban teñidas de un adorable rosa pálido, como si fuera una niña pequeña que hiciera eso por primera vez.
Le devolví la sonrisa.
-Gracias por todo –me agradeció y supe que lo decía con sinceridad, de verdad. Sin compromisos-. Ha sido un día… diferente a los que suelo tener.
Me encogí de hombros, sin perder la sonrisa.
-Los héroes estamos al servicio de la gente de a pie –respondí-. Pero me alegro de que hayas disfrutado del día y que te hayas olvidado de esos fotógrafos.
Vi que Genevieve comenzaba a dudar de lo que iba a decir a continuación. ¿Qué era? ¿Sería la negativa que llevaba esperando desde que la había dejado montar en mi coche? ¿Me despediría diciéndome que me fuera antes de que su padre soltara a los perros? Eran demasiadas las posibilidades y no todas eran de lo más halagüeñas.
-Bueno…, podríamos repetir algún día –dijo al final, completamente sofocada por la vergüenza-. Si… si… si tú quieres, claro. Debes ser una persona bastante ocupada.
Sentí un cosquilleo que no había sentido nunca antes y tardé unos momentos en responder, intentando darme un poco de tiempo y que se pensara que me lo estaba replanteando seriamente. Después de un tiempo prudencial, en el que pude ver la decepción, el dar por sentado que iba a responder que no, en los ojos de Genevieve, respondí:
-Sería un placer para mí.
Antes de que pudiera hablar siquiera, arranqué a toda prisa el coche y salí disparado de allí. El hecho de que me sintiera a gusto con Genevieve no hacía desaparecer la sensación de estar continuamente vigilado en aquel barrio donde la mayoría le lamía el culo a Marcus Clermont. Además, no quería que pudieran reconocerme y que la noticia llegara a oídos de mi padre.
A pesar de la lejanía, oí el grito indignado de Genevieve:
-¡¡Pero si no me has dado tu teléfono!!
Me eché a reír a mandíbula batiente mientras giraba en la próxima esquina y Genevieve desaparecía por completo de mi campo de visión, con los brazos cruzados. Incluso podía imaginarme su cara de desconcierto y las bonitas palabras que me estaría dedicando en aquellos momentos.
Llegué a casa en tiempo récord. Aparqué mi Alfa Romeo al lado de los juguetitos de mi padre y me apeé del coche con una sonrisa que no era muy natural en mí. Subí al primer piso, donde me encontré con Petra y le pregunté dónde estaba todo el mundo; mi madre parecía ser que había decidido salir con los pequeños a dar un pequeño paseo, mi padre seguía trabajando en el Centro y Ken estaba en su cuarto, vete tú a saber qué estaba haciendo. Me despedí de Petra con un beso en la mejilla y subí hacia el cuarto de Ken. En aquella ocasión tenía la puerta cerrada y el sonido de la música se colaba por debajo de ella. Abrí con cuidado la puerta y me lancé hacia mi primo, que no parecía darse cuenta de lo que pasaba; lo aplaqué y tiré contra la cama mientras Ken se removía y me gritaba insultos. Caí a su lado, riéndome.
Vi que Ken se incorporaba, apoyándose sobre los codos, y me observaba con los ojos entornados.
-¿Dónde has estado toda la mañana? –me preguntó, con un deje acusador-. ¡Te marchaste sin decir nada a nadie y ni siquiera nos cogías el teléfono!
Saqué el móvil del bolsillo de mis pantalones y comprobé que tenía varias llamadas de mi madre y Ken, además de mensajes. Me lo volví a guardar y Ken hizo un sonidito parecido al de un gruñido de frustración. Cuando hacía ese sonido se me asemejaba a un cerdito a punto de ser sacrificado.
-Bien, ¿me vas a contar lo que has hecho o voy a tener que sacarte de mi habitación a la fuerza? –me amenazó y supe que lo decía en serio.
Me removí un poco y vi que Ken miraba mi sonrisa con el ceño fruncido. Se pensaba que estaba borracho, colocado o ambas cosas. Pero se equivocaba: ¡simplemente me encontraba feliz! Por una vez desde hace mucho tiempo podía decir que era feliz.
-Me he encontrado con alguien…
-¿Con alguien? –repitió, con el ceño fruncido-. Y ese alguien no será Genevieve Clermont, ¿verdad?
Mi sonrisa me delató y Ken soltó un gruñido ahogado, mientras se tapaba la mano con la boca y me miraba con los ojos muy abiertos. Le conté que la había ayudado a escapar de los fotógrafos; que la había llevado a Oaken’s; que habíamos pasado un buen rato; que la había llevado hasta su casa y que era muy posible que volviéramos a salir.
Cuando terminé de contárselo, Ken estaba pálido y me miraba muy asustado, como el día en que había tenido aquella bronca con mi padre.
-R… lo que has hecho… es muy peligroso. ¿Qué hubiera pasado si alguien os hubiera reconocido? ¡Y si su padre te hubiera visto al llevarla a su casa! Sería una catástrofe… Tu padre… Dios, no quiero ni imaginármelo… -me dirigió una dura mirada, como si le hubiera decepcionado-. No debes volver a verla. Nunca. ¿Me has oído, R? ¡No vuelvas a verla si no quieres acabar muerto!
Mi sonrisa se tornó un tanto traviesa y Ken me miró de nuevo, asustado.
-No, Ken –le dije-. La veré una y mil veces… Y quiero que tú la conozcas. No es como su padre, ella es… es mejor. No parece una Clermont.
-Su sangre es de Clermont. Siempre lo será. Y ten por seguro que, de seguir adelante, vais a acabar mal.
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