IX. DON'T LET ME GO.
GENEVIEVE.
Estaba tan cerca de mí que pensé que iba a desmayarme allí mismo. Me había intentado repetir durante todo ese tiempo que debía mantener la calma y comportarme civilizadamente, pero oír de su propia boca la verdad me dejó completamente perdida; sin saber qué hacer exactamente. Escuchar de la boca de Bonnie que el chico con el que me había enrollado era el mismo chico que me había ayudado contra los paparazzi me había dejado fuera de juego. Era demasiado descabellado. Demasiado cruel.
Me sentía avergonzada de lo que había hecho; de lo que había sentido. Ahora era incapaz de mirar a la cara a R sin que las imágenes de aquella noche me atormentaran con fiereza.
Había hecho lo único que se me había ocurrido cuando él me lo había confirmado: huir. Salí a toda prisa del restaurante e intenté darle esquinazo. Pero no había funcionado: R se había lanzado a perseguirme, quizá para intentar convencerme. No lo sabía. No quería saberlo.
Me topé con un muro demasiado alto en un momento no muy oportuno y supe que no había otra escapatoria. Hice lo más propio de las situaciones: pegarme contra la pared y esperar. R se paró a una distancia prudencial de mí y alzó las manos, como si con eso consiguiera que yo pudiera bajar la guardia. El problema de todo aquello es que estaba atrapada en un barrio que no conocía, con un chico que me había mentido descaradamente y sin manera de regresar a mi casa. En definitiva, estaba atrapada en todos los sentidos.
Además, los tacones me estaban matando. No estaba preparada para correr con ellos porque nunca pensé que me encontraría en una situación similar.
Cuando terminó su retahíla de palabras rebuscadas y titubeos, sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Según él, era la primera chica que no conseguía llevarse a la cama y que se quedaba en la fase de enrollarnos, pero no sabía si confiar en sus palabras… En la academia había oído rumores sobre él. Las chicas no paraban de parlotear sobre lo que había hecho, con quién lo había hecho, además de otros detalles que parecían sacados de una película porno.
No quería pero, en el fondo, sabía que había empezado a sentir algo más desde aquella noche. Había intentado que me sucediera lo mismo con Patrick, me había obligado a ello, pero no había funcionado.
Como una tonta me había enamorado de él. Lo cual era una completa estupidez y me recriminé por ello: ¿cómo había podido haberme enamorado de un tío con el que me había enrollado y que me había dicho que jamás volveríamos a vernos? Pero, lo que más me había dolido es que me había mentido al reencontrarnos y había fingido ser la primera vez que nos habíamos visto.
R seguía mirándome fijamente, con un brillo de súplica en sus ojos grises y pidiéndome con su actitud que lo creyera, que me estaba diciendo la verdad. Pero ¿de haber seguido fingiendo y yo no haber descubierto quién era me habría dicho finalmente la verdad?
-¿Me habrías dicho la verdad en algún momento de no haber averiguado quién eres? –le pregunté y temí que fuera a mentirme. Normalmente era así cómo conseguía que las chicas que se le resistían al principio cayeran rendidas a sus pies: fanfarroneando y embaucándolas con sus palabras.
-¡Por supuesto que sí, joder! –exclamó y parecía realmente desesperado por conseguir que yo le creyera-. Te lo habría dicho cuando te hubiera demostrado que mi nombre no me precede, que puedo ser un chico completamente normal. No un degenerado, como seguramente habrás escuchado.
Alcé ambas cejas mientras resistía el impulso de acercarme más a él. La piel comenzó a picarme al recordar cómo sus manos habían recorrido mi cuerpo aquella noche y cómo me había besado. En cómo me había hecho sentir. Había sido el primer chico en mucho tiempo que había conseguido hacerme sentir tan… bien. Ni siquiera Patrick, con sus patéticos intentos de meterme mano con suavidad, lo habían conseguido.
El mero hecho de sentir lo que sentía hacia R era una traición, más todo lo que estaba haciendo a espaldas de mi familia. Si esto llegaba a oídos de ellos o de Patrick, estaba acabada. Pero, para mi sorpresa y siniestro gozo, no me importó en absoluto: mis padres ya manejaban bastante mi vida. Tenía derecho a decidir por mí misma, en cometer mis propios errores y aprender de ellos.
Si enamorarme de R Beckendorf era un error, estaba dispuesta a cometerlo. Aunque eso significara acabar con el corazón roto y ser una dúplica de Bonnie cuando Johnny decidió dejarla. Me iba a arriesgar y demostrar a mi familia que nadie podía tomar decisiones por mí.
Me separé un poco de la pared y él se acercó a mí, haciendo casi diminuto el espacio que nos separaba. Por un instante, sentí que habíamos retrocedido en el tiempo y que nos encontrábamos de nuevo en la fiesta de máscaras de Patrick Weiss.
Me importaba muy poco en aquellos momentos si tenía una relación con Patrick; no me importaba en realidad. Esa relación era producto de los deseos de mis padres, no de los míos. Para mí, aquella relación no existía.
Entrelacé mis manos a la espalda y procuré que R no se diera cuenta de que estaba temblando completamente.
-Así que… el famoso R Beckendorf quiere ser mi amigo –resumí, esbozando una sonrisa torcida-. ¿Tienes alguna amiga, acaso?
Vi que su rostro se iluminaba al entender que aceptaba su versión y que estaba dispuesta a darle una oportunidad. Sabía que, bajo el pretexto de ir en plan «solo amigos» había un deseo más profundo. Yo misma había intentado esa táctica con algunos chicos en mis primeros cursos en la academia y sabía en qué consistía.
Sentí que, por segunda vez, el corazón iba a salírseme del pecho de pura felicidad. Era la primera vez que sentía algo así por un chico y no me importaban las consecuencias que pudiera tener. ¿Era amor? ¿O quizá puro capricho? No estaba muy segura aún pero estaba dispuesta a averiguar qué me había enamorado de R y si todo aquello iba a llegar a buen puerto.
R meneó la cabeza varias veces, mientras sonreía.
-Tú puedes ser la primera –respondió y supe que sus palabras tenían un doble significado. ¿Se habría enamorado alguna vez de otra chica? ¿Habría tenido a alguien que le hubiera roto el corazón? ¿Sería ése el motivo por el cual le gustaba dejar corazones rotos tras él? Quizá era su forma de intentar sentirse mejor… de aliviarse.
Di un paso más hasta que nuestros pechos chocaron. Él era un par de centímetros más alto que yo, a pesar de llevar tacones, por lo que tuve que alzar la mirada. Sus ojos grises parecían estar más luminosos y, aunque suene ridículo, se me asemejó a un niño al que le hubieran recompensado con un dulce. Aún sonreía y no pude evitar sonreír yo también.
Él se inclinó hacia mí.
Yo aguardé pacientemente, mirándolo fijamente; esperando a que hiciera el primer movimiento.
-Creo que cruzarme contigo en aquella fiesta fue una gran suerte para mí –dijo, en voz baja.
Alcé un poco más la cabeza hasta que nuestros labios estuvieron a una distancia mínima. Si se inclinaba hacia mí, me besaría sin problemas.
Era lo que más deseaba en aquel momento.
-¿Por qué? –me obligué a preguntar. Tenía la boca seca. En ninguna cita que había tenido con Patrick me había sentido así.
-Porque me estás cambiando poco a poco, preciosa –respondió y solté un suspiro al oírle decir «preciosa» porque me recordó al momento en que nos conocimos-. Tú… tú eres capaz de hacerlo. No eres como el resto.
-Me siento honrada de ser tu primera amiga capaz de llevarte por el buen camino –bromeé y él se rió. Me gustaba su risa. Era grave, como si hubiera fumado demasiados cigarrillos, pero había un timbre cálido. Estaba segura de que R no solía reírse muy a menudo y me sentí feliz de haberlo hecho reír-. Perdona por haberme ido del restaurante de ese modo, pero estaba asustada –me disculpé, bajando la mirada-. No sabía cómo tomarme todo lo que ha pasado…
No tuve tiempo de articular el resto de la disculpa porque R se inclinó hacia mí, sujetándome la barbilla con firmeza, y me besó. Sus labios eran cálidos, dulces y suaves; no había rabia en ellos como aquella primera vez en la fiesta. Sus manos se instalaron en mis mejillas y yo le rodeé el cuello con mis brazos. Sentí que mi corazón aleteaba dentro de mi pecho y me olvidé por completo del resto del mundo. Solamente estábamos R y yo, sin importarme lo más mínimo quién pudiera estar mirándonos. Me sentía extrañamente feliz, a pesar del miedo y la rabia que había sentido en un principio al reconocer a R.
Cuando él se apartó de mí, intenté empujarlo de nuevo para que volviera a besarme, pero R se rió entre dientes y colocó sus manos en mis costados. Hice un mohín.
-Sería una idea magnífica que entráramos de nuevo y comiéramos las hamburguesas –me propuso, con un tono divertido-. Tenemos la mala costumbre de irnos de los sitios sin haber probado lo que hemos pedido.
Me eché a reír y R cogió mi mano, mientras echábamos a andar para regresar al restaurante. A pesar de las dudas y los problemas que había creado entre nosotros al principio, me alegró de que hubiéramos terminado así: una extraña relación entre dos familias que se odiaban a muerte. Quizá este fuera el primer paso para que ambas familias apartaran sus odios a un lado e intentaran hacer un frente común.
Una manera para conseguir la paz.
Cuando una segunda patata frita acertó de lleno en mi escote, alcé mi furibunda mirada y la clavé en R, que se tronchaba de risa. Al entrar de nuevo al restaurante –R me confesó que, de todos modos, hubiéramos tenido que hacerlo porque se había dejado allí su chaqueta con su móvil, cartera y llaves-, agradecimos que nuestra comida nos estuviera esperando sobre la mesa que habíamos abandonado tan apresuradamente.
R me explicó que había descubierto aquel lugar por pura casualidad cuando, en otra ocasión, habían querido su primo y él perderse en el sur para encontrar un «restaurante con auténtica comida grasienta casera» y se habían topado con éste. Me enseñó a cómo comerme la hamburguesa sin pringarme demasiado y, mientras yo seguía e imitaba sus movimientos, él se dedicaba a tirarme patatas fritas, intentando encestar en mi escote.
En aquellos momentos era como un niño pequeño que hubiera hecho alguna diablura y se estuviera carcajeando de ello. Como si estuviera celebrando así su victoria.
Cogí una de mi plato y se lancé, dándole en una mejilla.
-¿Te divierte el encestar comida en el escote de las mujeres a las que invitas a salir? –le pregunté, fingiendo un tono enfadado.
R se encogió de hombros, con una sonrisa traviesa. Desde que habíamos conseguido arreglar los malentendidos, parecía mucho más animado y ya no tenía ese gesto serio que siempre lucía su rostro. Parecía feliz, como si aquella fuera la primera vez en mucho tiempo que podía ser él mismo.
-Estoy comprobando si aún tengo puntería –respondió.
Le di un mordisco a mi hamburguesa, que había resultado ser deliciosa y, pese a que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de tal manera, me divertía pringarme las manos con la salsa y chupármelos como si tuviera otra vez seis años. Además, el restaurante era acogedor y, al igual que en la cafetería, ninguna de las mesas parecía estar pendiente de nosotros. Allí las cosas eran diferentes…
-Bueno, pues prueba a intentar encestar en otra cosa –le dije, con la boca llena.
R soltó una risita y cogió otra patata, girándola entre sus dedos y mirándome fijamente, como si estuviera pensando en lanzármela de nuevo.
-Entonces todo esto no tendría gracia –se quejó y me lanzó, sin perder la sonrisa.
Solté un gritito ahogado y la aparté de un manotazo, cayendo sobre su vaso. R enarcó una ceja y yo mantuve la mirada fija en sus ojos, esperando que hiciera algún comentario sobre lo sucedido. Con R podía ser yo misma y no tenía que fingir de la misma forma que con Patrick; cuando estaba con él me veía forzaba a hacer algunos movimientos o a responderle de ciertas maneras.
-Tienes que probar algún día el paintball –reflexionó R, en voz alta-. Te llevaré –decidió, terminándose de un trago su bebida y sin quitar siquiera la patata.
Había oído algunas anécdotas de un par de chicas que habían decidido ir con algunos chicos a jugar al paintball y todas coincidían en lo mismo: preferían mil veces estar haciendo cualquier otra actividad antes que jugar con ellos porque terminaban llenas de moratones debido a la brutalidad de los chicos. Si constaba el juego de hacer eso, llenar de moratones al equipo rival, no creía que fuera a jugar.
Además, el hecho de que R hubiera comenzado a hacer planes para los dos me emocionaba. Era creativo y, por los sitios a los que me había llevado, le gustaba la variabilidad. No se centraba únicamente en una única actividad. Y eso me emocionaba.
Apoyé la barbilla sobre mi mano y observé cómo terminaba de devorar con ganas el resto de su hamburguesa. Mientras que Patrick era todo cuidado y milimetrado, a R no le importaba la forma de comer. Esbocé una sonrisita al ver que se había manchado la comisura de los labios y que él no parecía haberse dado cuenta de ello.
-También podríamos ir a un pub que hay por aquí cerca –continuó R, masticando-. Seguramente iba a gustarte… Ah, y hay un parque precioso que me gustaría que vieras.
Parecía ilusionado con cada plan que me explicaba y yo no podía dejar de sonreír como una boba.
La camarera vino a retirarnos los platos y nos dedicó una sonrisa cómplice. R le pidió la cuenta y yo saqué mi móvil, ya que no me había acordado de él hasta ese mismo momento. Me asusté al ver varios mensajes de Patrick y me apresuré a leerlos rápidamente y a borrarlos. Todos decían lo mismo: que me echaba mucho de menos y que estaba deseando que nos viéramos de nuevo. Incluso había uno en el que me decía que nuestros padres estaban ultimando los últimos detalles del anuncio oficial sobre nuestra relación. Todo aquello parecía más a un compromiso que a una simple relación.
Me fijé en la hora y vi que se había hecho demasiado tarde. Cerré el móvil a toda prisa y volví a guardarlo en el bolso, procurando no pensar ni en Patrick, ni en mi familia, ni en el anuncio sobre nuestra relación.
Cuando terminamos de pagar, R insistió en invitarme, salimos del local y me abracé los brazos al sentir el mordisco frío de la brisa que corría. Las farolas iluminaban las calles y podía oír la música de algún local. Comparado con el aspecto que tenía antes, ahora parecía sacado de una película donde la protagonista es perseguida por un hombre misterioso.
Algo pesado cayó sobre mis hombros y vi que era la chaqueta de R. Aún estaba caliente y olía a él. Me la recoloqué mejor y le dediqué una sonrisa de agradecimiento. Él me la devolvió y se apresuró a abrir el coche y dejar que me subiera primero. Dentro del coche, encendió la calefacción al máximo y comenzó a frotarse las manos con insistencia. Al ver que yo lo observaba, sonrió y se recolocó en su asiento.
-Creo que te sienta mejor que a mí –comentó, señalándome con la barbilla.
Miré la chaqueta y me arrebujé más.
-Al final tendrás que regalármela –repliqué, en tono divertido.
-¿Y qué les dirías a tus padres cuando la vieran? –me preguntó, siguiéndome el juego.
Me encogí de hombros.
-¿Quién te dice que la tendrían que ver?
Antes de que pudiera seguir, sonó el móvil de R en el bolsillo de la chaqueta y él se inclinó hacia mí para poder cogerlo. Se me aceleró el corazón al verlo tan cerca de mí de nuevo y R me dedicó un guiño pícaro mientras volvía a su asiento y descolgaba el teléfono.
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