Recuerdos de Greyson
Las nubes en el cielo auguraban lluvia. El viento soplaba tranquilo, erizando la piel de quien lo sintiera debido al frío. A la distancia, la silueta de un jovencito sobresalía en medio de la soledad del lugar; Greyson se había sentado en el piso de la fuente.
El niño estaba escondiendo la cabeza entre las rodillas, abrazándose a sí mismo para sentirse un tanto protegido. Sollozaba en silencio, esperando que ninguna de las pocas personas que transitaban por la calle, lo vieran. Ignoraba que ya había llamado la atención de un joven de cabello castaño que, al salir de la preparatoria, caminaba junto a su mejor amigo por la ciudad rumbo a la cafetería.
El muchacho, tras hacer un sonido tenue con la boca y frenarse, hizo que Hans se detuviera también, indicándole con suavidad que observara al pequeño. El panorama que tenía enfrente y acompañaba al pequeño era triste. Deprimente.
Desde su lugar —que no era muy lejano a ellos—, Greyson escuchó las voces de Víctor y Hans al detenerse, después oyó sus pasos acercándose a él. Alzó la cabeza y se giró en dirección de ambos muchachos, aunque se sentía apenado de que lo vieran llorando. Odiaba sentirse débil, pero más odiaba, que otras personas notaran su debilidad.
Víctor fue el primero en acercarse al niño, sentándose a su lado y abrazándolo con delicadeza por lo hombros. Hans, por su parte, sacó algo de papel higiénico de la mochila que cargaba y se lo ofreció al chico, que no dudó en tomarlo.
—Gracias —susurró Greyson luego de unos segundos de silencio tras limpiarse la nariz—. Me hacía falta.
—¿Qué tienes, peque? —respondió Hans pasándole un brazo sobre los hombros también.
—No es nada. Es una tontería.
—Nada de lo que digas o sientas es una tontería —le dijo Víctor inclinándose para mirarlo a los ojos y, al Greyson desviar la mirada, Víctor supo qué decir—. Oye, sentirse vulnerable e impotente es un rasgo muy humano. No es malo.
—¿Qué? —exclamó Greyson abriendo grandes los ojos—. ¿Cómo sabes eso? —le preguntó el niño asombrado. Víctor sonrió tranquilo.
—Te conozco, peque. ¿Y sabes qué? Ser capaz de expresar los sentimientos es una muestra de coraje, sobre todo cuando son aquellos que te hacen sentir débil.
—¿Ah sí?
—Sí. Si lo analizas, casi todas las personas prefieren reír en público y llorar en privado; es porque se necesita mucho valor para admitir que algo te duele. Tenemos la creencia absurda de que llorar te hace débil, cuando en realidad, no es más que una muestra de humanidad.
Greyson bajó la mirada tras las palabras de Víctor y luego de tragar saliva, por fin decidió que hablaría. Alzó la cabeza de nuevo con una expresión culpable, mientras algunas lágrimas nacían en sus ojos.
—Es que... me quiero ir —dijo.
—¿Irte a dónde? —Víctor intercambió miradas con Hans. La respuesta de Greyson era alarmante conociendo el deseo que ya había tenido antes sobre morir. Le pidió al cielo estar equivocado.
—A donde sea. Quiero estar solo. Lejos de todos, de las malditas cuidadoras del orfanato, de Castiel y Nathan ¡hasta de ustedes dos!
—Pero, Greyson...
—No quiero saber más de nadie. ¡Preocuparte por otras personas solo trae problemas! —comentó el niño comenzando a llorar.
Víctor le acarició la cabeza a Greyson tratando de controlarlo, y a su vez, intercambiaba palabras mudas con Hans, entendiéndose con el simple movimiento de los labios. Hans le sugirió a Víctor el cuento de KinKin, y el muchacho asintió con la cabeza.
—Escucha, sé que en tu situación lo que estás viviendo parece interminable e imposible de afrontar; crees que sería más fácil si vieras únicamente por ti, pero no es así —le susurró Víctor a Greyson mientras lo abrazaba, percibiendo cómo el niño controlaba su llanto—. ¿Sabes? Eso es algo que el pingüino KinKin tuvo que aprender por las malas.
—¿El pingüino KinKin? —preguntó Greyson separándose de Víctor y limpiándose las lágrimas.
—Sí. ¿Quieres conocer su historia? —Greyson asintió despacio y Víctor, mirando hacia el cielo, comenzó con el cuento.
●●●
Había una vez un pequeño pingüino llamado KinKin. KinKin no tenía padres. No tenía casa. Lo único que KinKin tenía, eran dos hermanitos menores con quienes vivía en un orfelinato. KinKin era un buen chico y siempre trataba de ayudar a los demás, pero tenía un problema: hacía las cosas por interés.
Cuando ayudaba a la abuela Betty a cruzar la calle, KinKin esperaba que lo recompensara con alguno de esos deliciosos dulces que tenía, pero siempre recibía nada más que un «gracias».
Cuando ayudaba a la señora Lorena, cargando las bolsas con despensa desde el auto a la casa, KinKin esperaba recibir mucho dinero, pero sólo recibía centavos.
Cuando cuidaba a sus dos hermanitos menores, esperaba que ellos le obedecieran ciegamente y quisieran ser como él, pero ellos siempre imitaban a los superhéroes que leían en historietas.
Un día, un pequeño sentimiento feo comenzó a nacer en el corazón de KinKin. Se sentía menospreciado, se sentía triste. Y sobre todo, sentía que nadie lo quería. El pingüino pensó que si nadie sentiría algo por él, entonces él no debía querer a nadie tampoco. Eso le evitaría decepciones.
Los días pasaron lentos, y KinKin dejó de ayudar a la abuela Betty, a la señora Lorena y dejó de cuidar de sus hermanitos. KinKin siempre estaba encerrado en la oscuridad de su habitación, repitiéndose que era mejor estar solo y no preocuparse por nadie.
El pequeño sentimiento feo que nació en el pingüinito se hizo cada día más grande, más doloroso, más angustiante hasta que por fin, llenó su corazón. Una herida grave estaba sangrando en el interior de su pecho.
La mañana del cumpleaños de KinKin, el pingüino fue al comedor sin mucho ánimo, pero su hermanito menor no lo dejó entrar, pidiéndole que se fuera a otro lado. KinKin se sintió aún más triste, seguro de que ya ni siquiera lo soportaban. En definitiva, nadie lo quería.
Completamente triste, KinKin se encerró en su habitación de nuevo; colgó una cuerda gruesa desde la viga, se la puso en el cuello y se dejó caer desde una silla hasta que dejó de respirar. El último pensamiento que tuvo, fue preguntarse por qué nadie lo había querido.
Pobre, pobre e infeliz KinKin.
Lo que el pingüinito no sabía, era que su alma despertaría en ese mismo lugar donde murió. Confundido al ver su cuerpo inerte, salió de la habitación y se dirigió al comedor en busca de ayuda y ahí, descubrió que sus dos hermanitos menores, junto a la abuela Betty y la señora Lorena, habían organizado una gran fiesta en su honor.
El hermanito más pequeño de KinKin se acercó al pastel de chocolate que le habían horneado, y colocó una pequeña tarjeta sobre él. El pequeñito estaba sonriendo con ilusión.
KinKin se acercó a leer la tarjeta cuando su hermanito salió a buscarlo en su habitación. Comenzó a llorar desconsolado. La tarjeta que sus dos hermanitos le habían escrito con todo el corazón decía:
«Gracias por siempre entregarnos todo tu cariño. Eres lo mejor que tenemos.
Te amamos.
Tus hermanitos.»
Para cuando el cuento había terminado, no solo Greyson, sino también Hans sollozaba en silencio. Víctor se giró hacia Greyson para secarle las lágrimas con ambas manos y obligarlo a que lo mirara a los ojos.
—¿Sabes lo que pasaría con KinKin si no se hubiera alejado de sus seres amados? —le preguntó Víctor con calma. Greyson negó con la cabeza. Víctor le dijo algo con una sonrisa tranquila, aunque los oídos de Greyson no lograron escuchar su voz.
—¿Qué? —preguntó Greyson con desconcierto. Los labios de Víctor se movieron pero ningún sonido llegó a sus oídos.
El mundo comenzó a moverse en cámara lenta. Un estrepitoso escándalo de rasguños y risas malditas aturdió los oídos de Greyson, mientras Víctor y Hans se desvanecían dejándolo en medio de una oscuridad absoluta. Estaba atrapado dentro de ese sentimiento feo que alguna vez inundó su pecho. Intentó gritar los nombres de sus amigos. Ni siquiera tenía voz.
Los rasguños y risas se hicieron cada vez más penetrantes. El niño, ahora convertido en un adulto, se miró las manos aterrado, notando como su piel se partía en pedazos y dejaba los huesos al descubierto.
Gigantescas patas de araña y ciempiés salieron de la nada y se aferraron a su cuerpo. Le ardió la espalda a la par que sentía cómo empezaba a sangrar. Quiso mover las manos para liberarse de la horrenda criatura demoníaca que lo apresaba, sin embargo, ya no sentía ninguna de sus extremidades.
Entonces, y solo entonces, Greyson tuvo muy claro lo que estaba pasándole: Ana acababa de poseer su cuerpo por completo, y estaba siendo tragado por la boca enorme y deforme de esa criatura sin rostro. Se aterró. Si lo que alguna vez vio en una película de horror era real, tras la posesión completa seguía un solo paso para llegar al final: La muerte del recipiente. El recipiente era él.
●●●
Susy abrió los ojos. Por un momento se sintió perdida, no reconociendo el lugar donde se encontraba. Observó de izquierda a derecha mientras su vista se aclaraba y el dolor de cabeza le permitía levantarse. Parpadeó varias veces, mareada.
—¿Cómo te sientes, nena? —le habló una voz familiar.
Susy reaccionó de inmediato al identificarla, girándose para mirar a la persona sentada sobre la silla al pie de la cama. Stephen la miraba interesado. La chica asintió despacio al intentar levantarse, notando lo débiles que estaban sus piernas y cayendo de nuevo en la cama.
—No te levantes —le dijo Stephen acercándose a ella—, se nota que sigues aturdida. Anda, háblame ¿cómo te sientes?
—Débil —respondió Susy por fin.
—Lo imagino y no es para menos. Gastaste mucha energía, según me dijo Hans, es normal que estés agotada —Stephen, mientras hablaba, acomodaba a Susy una vez más sobre la cama. La cobijó—. Voy a traerte algo de comer que te ayudará a sentirte mejor ¿de acuerdo?
—Sí —Stephen se levantó de la cama pero, antes de que pudiera alejarse, la voz de Susy lo detuvo—. ¿Hans sigue... sigue hospital?
—No. La hora de visitas terminó hace un buen rato, así que después de traerte aquí, fue a llevar a Nigel y a Castiel a su casa. Dijo que tenía que hablar con Nathan también.
—¿Cuánto... inconsciente?
—Tres horas —Stephen le sonrió a la chica con paciencia, aguardando para responder a todas las preguntas que tuviera, aunque supuso que no serían muchas más, ya que le era difícil articular palabras.
—¿Harías... hotcakes? —pidió Susy sonando como una niña.
—En seguida te los traigo, nena. Mientras descansa.
Al salir Stephen de la habitación, Susy permaneció en silencio mirando por la ventana. Tenía la mente nublada, incapaz de estructurar bien un pensamiento completo. El malestar se iría en unos cuantos minutos, de eso estaba segura después de experimentarlo en tantas ocasiones, pero no dejaba de ser molesto.
Stephen encendió la estufa para preparar la petición de Susy. Hizo la masa, engrasó el sartén y comenzó. Un delicioso aroma llenó el lugar. Stephen sonrió al recordar lo que Hans le había contado al pedirle que cuidara de la chica.
«Así que a esto olías, Víctor» pensó divertido Stephen.
En su momento, cuando Hans, Víctor y él estuvieron en la preparatoria, Stephen no era fan de Víctor. El muchacho fue muy apegado a Hans y, aunque no era un chico visualmente atractivo, Stephen admitía que resultaba difícil no caer ante su personalidad.
Era constante que Stephen ardiera de celos ante la relación afectiva de ambos chicos, más al final, terminó por tomarle cariño también. Negó con la cabeza. Fue un gran chico. Un sonido rítmico y de volumen alto comenzó a sonar de pronto; al revisar la pantalla de su teléfono celular, Stephen vio que se trataba de Hans. Contestó.
—Hola, amor.
—Hola, bombón ¿ya despertó Susy?
—Sí —dijo Stephen sirviendo los hotcakes en un plato—. Está algo desorientada pero nada grave. ¿Qué tal todo allá? ¿Cómo están Cass y Niggie?
—Más o menos —le dijo Hans, explicándole después todo lo que habían detectado en el lugar. La huella de Ana estaba marcada—. Por cierto, estuve revisando con Nathan una página en internet que habla sobre Ana, aunque hay algo extraño en ella. ¿Podrías investigarla?
—Claro, mándame el link.
—Va. También necesito que investigues a una persona —agregó Hans, su voz sonaba alterada y jadeante—. Se llama: Dany Zarahi. Era la maestra de Susy y Jenny en el kínder. Estoy seguro de que sigue viva y sabe algo.
—Dame una hora y meda.
—Gracias, eres el mejor. Te amo.
Hans cortó la llamada. Stephen miró hacia la pantalla del celular unos cuantos segundos, esperando el mensaje que Hans le enviaría con el enlace a la página que debía revisar. Apenas llegó el mensaje, Stephen ingresó en ella, percatándose de inmediato de una característica extraña. Entrecerró los ojos.
Tras guardar el celular, el hombre regresó a la habitación con los hotcakes sobre una plato blanco y extendido junto a un vaso con leche, ambos colocados sobre una mesa portable de madera. La joven, sin mucha noción del tiempo, sintió que el hombre había salido tan solo unos minutos.
Susy cerró los ojos y se pasó una mano por el cabello masajeando su cabeza. Los pensamientos estaban volviendo a estructurarse, sin embargo, el dolor de cabeza le lastimaba como si un taladro penetrara en su cráneo para una cirugía.
—¿Te sientes mejor? —le dijo Stephen mientras colocaba la mesa sobre las piernas de Susy, sentándose sobre la cama frente a ella—. Espero que tengas hambre, comer esto te dará energía.
—Gracias.
—Cuando despertaste noté que no podías estructurar bien las palabras, y pienso que mantener una conversación te ayudará a oxigenar el cerebro. Así te sentirás mejor. ¿Estás de acuerdo?
Susy tardó un par de segundos en entender lo que Stephen le había dicho. Al procesar la información, creyó que él podría tener razón, así que asintió para que él iniciara la conversación.
—Tu color de piel es raro en este país ¿Naciste aquí?
—Sí. Mi... hermano y yo —respondió Susy con algo de dificultad. Tomó el tenedor que Stephen había puesto sobre el plato y lo levantó, sintiendo que su mente se aclaraba poco a poco—. Pero mis padres no. Ellos son... oriundos de Metic.
—Ah, entonces de ahí viene ese bonito tono de piel —dijo Stephen sonriendo. Susy había sido capaz de pronunciar la palabra «oriundo», entonces estaba reaccionando—. ¿Y la belleza la heredaste de tu mamá o de tu papá?
—Jajaja ¿sabes? Si no fueras gay creería que me estás coqueteando.
—¿Qué te puedo decir? Soy bueno para halagar a las chicas. Y tú eres preciosa, lástima que no seas mi tipo. Por ti dejaría a mi marido.
Susy rio con más fuerza ante el comentario, antes de continuar comiendo. Tenía la mente mucho más despejada. La propuesta de Stephen estaba surtiendo un efecto positivo.
—Tengo que decirte algo —comentó esta vez Stephen con tono serio.
—Dime.
—Hans llamó. —Susy miró a Stephen con seriedad, dejado el tenedor a un lado del plato—. Dice que toda la casa de Greyson huele mucho a gas, aunque el cilindro está cerrado. Ya revisaron y no hay fugas.
—¿Algo más?
—Sí. La parte del piso que está justo debajo de la cama de Greyson está tomando un color café muy extraño. Como si...
—Como si se pudriera —interrumpió Susy. Stephen asintió—. Estamos perdiendo demasiado tiempo. —Susy empujó la mesa de madera hacia atrás para sentarse en la cama.
—Estoy seguro de que sabes qué hacer, pero hay algo que te detiene. ¿Qué necesitas?
—Su nombre.
—Creí que se llamaba Ana.
—Ana es el nombre del ser que nace de la posesión sobre el espíritu de Jenny, y saberlo solo nos sirve para sacarla del cuerpo de Greyson —explicó Susy, mirando a Stephen mientras se ponía de pie—. Sin embargo, mientras el demonio esté poseyendo a Jenny, esto no va a parar. Tenemos que cortar el problema de raíz.
—Y quieres el nombre del demonio ¿para qué? ¿Para exorcizar a Jenny? —Susy asintió. Stephen la miró incrédulo—. ¿Cómo le haces un exorcismo a un fantasma?
—No lo sé. Pero es la única opción.
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