Sin espadas ni varitas
Levanté una rama que reposaba sobre el pasto húmedo. La blandí en el aire como si fuera una espada y me imaginé como un valiente caballero. Di una vuelta por el jardín y me detuve al llegar al buzón de la entrada. Tenía más o menos mi altura, por lo que lo consideré un oponente digno. Empuñé la rama con ambas manos y arremetí contra él, pero era demasiado poderoso. En instantes, mi arma quedó reducida a unos trozos de madera.
—Ganarás la próxima batalla —dijo mi padre que acababa de llegar a casa.
Abracé su pierna y él me despeinó. Cuando me separé, miré hacia arriba y el sol me obligó a entrecerrar los ojos. Era extraño, porque él no solía llegar a casa hasta el anochecer.
—Hola, papá. ¿Podemos ir a buscar una espada nueva? —pregunté.
—Después, Fede. Jugá un rato más por acá y más tarde vamos a la plaza a ver qué encontramos —me prometió.
Lo observé hasta que entró al comedor entornando la puerta detrás de sí. Pensé que se había olvidado de que debía quedar abierta de par en par cuando yo estaba jugando afuera. Seguí sus pasos hasta la entrada sin hacer ruido y contuve la respiración para escuchar sin llamar la atención.
Mi papá estaba actuando de forma muy sospechosa y la última vez que algo así había ocurrido, descubrí que era él quien me dejaba los regalos de Navidad en el arbolito. Claro, aunque yo había permitido que los adultos pensaran que todavía creía en Papá Noel, porque no estaba listo aún para renunciar a recibir juguetes.
Esperé durante algunos segundos y como no escuchaba nada, entré al comedor. Mis padres no estaban allí, así que me dirigí a la puerta de su habitación. Mi mamá estaba acostada y su enorme panza no me permitía verle el rostro. Pronto me convertiría en hermano mayor.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó mi mamá.
—Voy a encontrar otro trabajo. No te preocupes —le prometió.
—¿Y el parto? ¿Cómo lo vamos a pagar?
—Tenemos nuestros ahorros en el banco. Seguro que ya no va a estar más el corralito para cuando Bianquita llegue.
—No creo... Para mí no vamos a poder sacarlos nunca más.
—Bueno, de última vamos a un hospital público... ¡Qué sé yo!
No me gustaba ver a mi mamá triste y olvidando que quería pasar desapercibido corrí hacia ella.
—¡Fede! —exclamó mi padre cuando me subí a la cama y la abracé.
—¿Por qué estás llorando, mamá? —pregunté y en un intento de secar sus lágrimas le metí un dedo en el ojo.
Ella se quejó, pero por algún motivo sonrió y mi papá también. Los dos me abrazaron e intenté escabullirme en vano. Una vez que nos separamos, mi padre dijo:
—Voy a pasar más tiempo en casa, pero no vamos a poder comprar tantas cosas como antes.
—¡Buenísimo! ¿Vamos a la plaza y festejamos que vas a pasar más tiempo en casa? —pregunté y le regalé una sonrisa.
No me importaba comprar cosas, solo quería estar más tiempo con él. Mi madre pasaba mucho tiempo en cama y yo no tenía amigos de mi edad. Mis padres habían intentado convencerme de que si me quedaba en el jardín, podría conocer niños con los que jugar, pero no me gustaba ese lugar. La sala olía feo, la maestra gritaba y el tiempo allí pasaba más lento. Así que las veces que me habían llevado tuve que llorar con todas mis fuerzas para que me escucharan y fuesen a rescatarme. Había funcionado, porque hacía tiempo que no insistían en dejarme en aquel sitio tan feo.
Los días siguientes fueron geniales para mí porque mi papá y yo íbamos a la plaza todos los días. Recuerdo que solíamos transformar las ramas que encontrábamos en espadas o varitas mágicas; incluso había conocido algunos niños que, aunque eran un poco más grandes, me invitaban a jugar con ellos. Conversábamos sobre superhéroes cuando nos sentábamos a comer galletas y a tomar mate cocido en un comedor que quedaba cerca de mi casa.
Como el doctor le había dicho a mi mamá que tenía que hacer reposo, yo pasaba mucho tiempo con mi papá. Nos teníamos que despertar muy temprano para salir a buscar tesoros ocultos que esperaban dentro de bolsas negras, aunque algunas veces solo encontrábamos basura y una vez me hice un corte en la yema del pulgar que me sangró bastante. No me dolía tanto, pero al ver que mi papá se asustó, me puse a llorar. Cuando llegué a casa, mi mamá me desinfectó la herida con alcohol, me dio un beso de esos que curan y me puso una curita del Hombre Araña.
—¡No lo llevás más a Fede a revolver en la basura! ¡Es peligroso! —le advirtió ella.
Quería seguir buscando tesoros y aunque me prometieron que así sería, mi papá comenzó a salir de casa antes de que me despertara. Yo hacía mi mejor esfuerzo para no dormirme, pero las horas se hacían muy largas y el sueño me envolvía antes del alba.
Para que no me pusiera triste mientras lo esperaba, un día me regaló una nave espacial. La había construido con una caja enorme en la que yo entraba sentado. Además, le había diseñado un tablero de control con tapas de botellas de distintos colores. Se convirtió en mi juguete favorito, aunque extrañaba cuando salíamos a explorar el barrio juntos.
Cuando mi dedo se curó, mi mamá me permitió acompañar nuevamente a mi papá en la búsqueda del tesoro. La condición era que no me dejara revisar las bolsas a mí. Ambos aceptamos sin pensarlo. Estaba feliz siendo parte del equipo y mi tarea era vigilar mientras él seleccionaba aquello que nos podía ser útil o que podría vender más tarde.
Mi padre era la persona más sociable del mundo y en nuestros viajes por el barrio se había hecho un montón de amigos. A mí también las personas me saludaban, pero como siempre fui tímido, prefería esconderme detrás de las piernas de él mientras aceptaba los regalos. Los mejores eran los del panadero de la esquina que nos guardaba pan y facturas cuando le sobraban del día anterior.
El único defecto de mi padre era que cocinaba muy mal. Siempre se le quemaban las tostadas, pero después, les raspaba la parte negra y me las dejaba a mí. Él se comía las más feas, pero decía que le gustaban así, crocantes y carbonizadas.
—¡Dale, Fede! ¡Salgamos! —decía él cuando el barrio jugaba a la murga.
Entonces, salíamos a la vereda como el resto de los vecinos. Algunos golpeaban las ollas con un palo, otros solo llevaban las tapas de las cacerolas. A mí, mi mamá me prestaba el jarrito para calentar la leche y yo le pegaba con una cuchara.
—Que se vayan todos —decíamos, acompañando nuestros cantos con los instrumentos de percusión improvisados.
—¿A dónde tienen que irse todos? —le pregunté un día a mi papá.
—En realidad no son todos. Es una forma de decir. Queremos que los políticos se vayan, Fede. Se tienen que ir del Gobierno y nos tienen que dejar de robar —me explicó.
Una vez que entendí más o menos el mensaje, salí con mi jarrito y grité más fuerte que nunca. Ese día grité tan fuerte que hasta me hicieron caso. No lo podía creer.
—¡Vení, Fede! Mirá, te escucharon. El Presidente se va. Se está escapando en helicóptero —dijo mi papá señalando la televisión.
Tenía solo cuatro años cuando gané mi primera batalla en la lucha contra la pobreza. No necesité espadas, ramas ni varitas mágicas, solo un jarrito, una cuchara sopera y mi propia voz, que era la misma que la de todos los que me acompañaban ese día.
Dedicado a todas las personas que vivieron la crisis argentina del año 2001.
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